Senmut, Benya y cientos de operarios abandonaron Tebas antes de que la semana hubiese concluido y desembarcaron dos días después. Aunque era poco después del mediodía, Senmut no perdió tiempo: ordenó a los hombres que levantaran las tiendas en cualquier lugar sombreado que encontraran y les advirtió que las puertas de la ciudad permanecerían cerradas para ellos. Mientras descargaban los materiales, Senmut y Benya caminaron hasta la cantera y estuvieron a punto de perder el sentido por el intenso calor reinante.
—¡Por Amón! —maldijo Benya—. ¡Moriremos todos en este horno! Bueno, supongo que es mejor que reúna a mis aprendices y comience a examinar la roca. Dos obeliscos. Dos verdugos, más bien. ¡Maldito el día que te conocí, conductor de hombres!
—Escoge la piedra con cuidado, y no te demores mucho —le advirtió Senmut—. Tenemos poco tiempo. Los hombres pueden trabajar por turnos, y cuando baje el sol haré encender las lámparas.
Benya lanzó un gruñido y se secó la frente.
—¡Tú a tu trabajo, entonces, y yo al mío! Agradezco a los dioses que mi tumba ya esté lista.
Pero la mía, no, pensó Senmut mientras veía alejarse a Benya, y yo no estoy listo todavía para yacer en ella. Se encaminó hacia los barcos, gritándoles a los abrumados trabajadores para que se movieran con rapidez.
Con la mirada incisiva y las manos delicadas de un médico experto, Benya fue sondeando y explorando la amenazadora roca y eligiendo las vetas. Sus discípulos demarcaron la silueta de las dos formas ahusadas. Inmediatamente Senmut puso a trabajar a los hombres con las enormes mazas de picapedrero y cuando comenzaron a golpear con ellas, el polvo formó una inmensa nube que les blanqueó la piel y los hizo toser. Senmut cumplió su turno como un trabajador más, balanceando la maza inflexiblemente mientras su transpiración se fusionaba con la de los campesinos. Día tras día Benya recorría en uno y otro sentidos las hileras de espaldas musculosas y brillantes, lanzando gritos e imprecaciones pero sin levantar jamás el látigo que colgaba de su mano oscura como una delgada serpiente.
Al mes, los obeliscos comenzaron a tomar forma, aunque todavía firmemente sujetos a su lecho de roca.
A los tres meses, los cinceles reemplazaron a las mazas; el ritmo se hizo más lento y el trabajo, más delicado. Benya dejó de maldecir y se dedicó a observar por encima del hombro de cada uno de sus operarios, dando indicaciones e instrucciones. Rogó a Senmut que interrumpieran el trabajo nocturno, pues las lámparas no proporcionaban suficiente luz y temía que se produjera alguna grieta repentina, pero fue en vano. Senmut adujo que si no continuaban trabajando por la noche, la obra no estaría lista a tiempo. Así que Benya se alejó, farfullando, y la actividad prosiguió sin interrupción.
Terminaron cuatro días antes de la fecha límite. Después de transportar los imponentes obeliscos de casi tres metros de base cada uno deslizándolos sobre los troncos que tapizaban el piso de la cantera hasta la orilla del río, y cuando estuvieron firmemente sujetos a la balsa, uno junto al otro, Senmut ordenó que todos se sir vieran vino y, luego de brindar con sus hombres, se sentó a paladearlo junto a Benya. Le pareció que habían logrado un verdadero milagro, llevado a cabo gracias a su propia eficiencia profesional.
Hicieron falta treinta y dos embarcaciones para remolcar los dos monolitos a Tebas, a pesar de que Amón se había ocupado de aumentar el caudal de agua del Nilo, que ya comenzaba a derramarse sobre la tierra. Senmut, en lo alto de su pequeño camarote en la parte superior de la balsa, vigilaba ansiosamente mientras las cuerdas se tensaban y los barcos, lenta y laboriosamente, vencían la inercia y comenzaban a moverse y a internarse en la corriente.
Siguieron viaje sin detenerse ni siquiera por la noche, con los nervios tan tensos que parecían a punto de estallar. Hasta Benya permaneció en silencio durante horas, con la mirada fija en esas moles que yacían casi hundidas en el agua y los nudillos blancos de tanto apretar las manos a la proa. Mucho antes de llegar a Tebas aparecieron cantidades de pequeñas embarcaciones, barcos de pesca y esquifes pertenecientes a los nobles para escoltarlos hasta la ciudad, distribuyéndose sobre ambas márgenes y repletos de rostros excitados y expectantes. En las primeras horas de la mañana Hatshepsut avistó esa marea oscura en el codo del río. Había convocado a todo su ejército en el muelle que conducía al templo y el lugar estaba atestado. Debajo de los árboles, los jardines del templo se encontraban repletos de gente de la ciudad, a quien se le había dado el día libre para que pudiera contemplar el espectáculo de esos gigantes arrastrados hacia el atrio exterior del templo. Al aproximarse la balsa a las gradas del muelle, Hatshepsut comió hacia allí. Hapuseneb, ataviado con su piel de leopardo, inició las oraciones. Senmut abandonó la diminuta cabina en lo alto de la balsa y bajó a tierra. Al oír sus órdenes, el agua cenagosa se llenó de soldados que se descolgaron de las altas márgenes del río para arrastrar las piedras hasta los troncos sobre los cuales las harían avanzar. Centímetro a centímetro los obeliscos se fueron acercando al primer pilón, rodeados por una multitud excitada. Senmut caminó junto a Hatshepsut, con los ojos entornados para observar mejor los trabajos de preparación realizados en el templo. Dentro del templo, proyectándose por donde antes estaba el techo de cedro, vio un ancho haz de luz que iluminaba las dos montañas de arena hacia las que serían arrastrados los obeliscos, con las bases hacia delante. Desde allí serían dirigidos hacia el otro extremo, donde se encontraban los basamentos cavados en el suelo del atrio exterior. Senmut y Puamra se hicieron a un lado y Hatshepsut se situó junto a ellos. Observaron silenciosamente cómo las imponentes columnas comenzaron a apuntar hacia arriba y un enjambre de esclavos trepó por las colinas de arena para guiarlas.
—Parecen dedos que apuntan a los Cielos —murmuró Hatshepsut—. Has hecho un buen trabajo, Senmut. ¿No te advertí acaso que juntos lograríamos lo que nos propusiéramos?
Senmut le hizo una reverencia con aire ausente, pues sus pensamientos estaban centrados en el imperceptible desplazamiento de esas moles grisáceas. Vio a Benya caminando de un lado a otro y gritando órdenes que retumbaban entre los pilares, mientras las sogas se desplegaban como un sombrilla de las cúspides de los monolitos y cientos de hombres se echaban hacia atrás ejerciendo presión. Senmut le hizo una seña a Puamra y ambos fueron a situarse junto a los pozos, a la sombra de las oscilantes bases.
Al cabo de algunos momentos de zozobra que hicieron contener la respiración de los presentes, las dos moles cayeron en sus correspondientes huecos, con las puntas bien erguidas hacia el cielo, mientras Benya se desplomaba, convertido en un cuerpo fláccido y tembloroso. Los capataces comenzaron a arrear a los esclavos fuera del atrio.
—No quitéis la arena —le ordenó Hatshepsut a Puamra—, pues aún deben recubrirse los extremos con plata, y luego tallarles las inscripciones.
Tutmés se acercó entonces al lugar donde ella estaba de pie junto a Senmut y Neferura. Le dedicó una reverencia informal y la miró con sus ojos negros encendidos.
—Felicitaciones, Flor de Egipto —le dijo con una voz grave que delataba su incipiente virilidad—. ¡No cabe duda de que vuestros monumentos hablan de un reinado sin fin!
Hatshepsut miró con frialdad esas facciones rudas y altaneras y decidió pasar por alto la ironía de sus palabras.
—Salud, sobrino-hijo. Me alegra que te gusten. ¿Dónde está tu madre en este día tan auspicioso?
Tutmés se encogió de hombros.
—Le aqueja una leve indisposición.
—Pues más le vale estar curada antes de mi celebración. ¿Quieres que le envíe a mi médico?
—No será necesario, querida tía-madre. No creo que el mal que padece merezca recibir los cuidados de las manos que atienden al faraón.
Era un verdadero duelo verbal, en el que ambos contendientes sonreían con los labios pero se fulminaban con la mirada. Senmut escuchó el diálogo con preocupación, percibiendo la tensión que iba cargando la atmósfera frente al choque de esas dos voluntades decididas a todo. Tutmés era ya todo un hombre al que debía tenerse en cuenta, y Senmut se preguntó por qué Hatshepsut insistía en tratarlo como un chiquillo. Vio los ojos de Neferura mirando fijamente a su hermano, pero ni el rey ni el príncipe parecían percatarse de su presencia.
El muchacho se debatía entre la rabia y la admiración que le profesaba a Hatshepsut, hasta que se rindió ante la segunda y le dijo, sacudiendo la cabeza.
—Eres implacable conmigo, querida tía-madre. Pero no cabe duda de que la doble corona te sienta muy bien.
—A ti no te quedaría bien, Tutmés —replicó ella cuando echaron a andar hacia el atrio exterior—. Todavía es demasiado grande para tu cabeza.
—Poco importa el tamaño de mi cabeza —le respondió Tutmés—. Lo que vale es lo que tengo dentro de ella.
—¿De veras? ¡No me digas! Entonces ocúpate de que tu superdotada cabeza asista a la celebración de mi Mirlada de Años. Es una orden, Tutmés. Últimamente te has mostrado por demás negligente, faltando al templo y a mis fiestas. No tolero ninguna clase de insubordinación.
El muchacho no le contestó; hizo una reverencia y, con el ceño fruncido, regresó junto a Menkheperrasonb y Min-mose.
Neferura apoyó tímidamente una mano sobre el brazo de su madre.
—¿Por qué te complaces en hacer rabiar tanto a Tutmés? —preguntó—. ¿Acaso no le tienes simpatía?
—Al contrario —respondió Hatshepsut—, lo aprecio muchísimo. Tiene la misma fuerza taurina de tu abuelo. Pero es demasiado impaciente, Neferura, e incluso a veces francamente descortés. Necesita ser dominado como un potro arisco.
Neferura no dijo nada, pero Senmut sintió que la tibia mano de la niña buscaba la suya; después de apretársela con cariño, se encaminaron juntas al palacio bajo los árboles secos del verano.
La Miríada de los Años era un evento extraordinario, formal y deslumbrante. Hatshepsut convocó a sus consejeros por la tarde y se sentó en el Trono de Horus, con la doble corona en la cabeza y el cayado y el desgranador firmemente sujetos en las manos. En un discurso breve y preciso les recordó todo lo que había llevado a cabo como gobernante incluso antes de la muerte de su esposo, e hizo que su escriba leyera en voz alta el contenido de las inscripciones que los artesanos tallaban en la cara de sus obeliscos. Mientras Anen hablaba, recorrió el recinto con la mirada.
Entre los asistentes vio a Tutmés, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho y los ojos contemplándola con orgullo y desafío. Escuchaba impasible la lista pronunciada por el escriba, pero cuando Anen estaba a punto de concluir comenzó a ponerse nervioso.
—El Dios se reconoció en mi; Amón-Ra, Señor de Tebas. Fue él quien dispuso que, como recompensa, yo reinara sobre la Tierra Negra y la Tierra Roja. No conozco enemigos en ningún territorio; todos los países me están sometidos. Él ha hecho que mi heredad se extienda hasta los confines de los cielos; el cielo del Sol ha trabajado para mí. Dios me ha concedido todas estas cosas a mí, que habito con él, pues sabía que yo se las ofrendaría. Soy auténticamente su Hija, la que lo glorifica. Vida, estabilidad y satisfacción le sean otorgadas a la que ocupa el Trono de Horus y que como Ra, vivirá eternamente.
Hatshepsut se encontró con la mirada de Tutmés y se la sostuvo, con cierto aire burlón pero triste. Él percibió esa nota de afecto en sus hermosos ojos, esbozó una sonrisa y bajó la vista.
Esa misma mañana había estado en el valle, estudiando su biografía tallada en el santuario. Quedó azorado y furioso al descubrir que, desde su última visita, se habían añadido nuevas inscripciones. «Yo soy Dios, el Principio de la Existencia», leyó, y tuvo ganas de empuñar un martillo y arremeter contra la piedra hasta convertir esa línea ofensiva en un montoncito de polvo blanco a sus pies. Sabía que ella hablaba con tanta seguridad porque en lo más profundo de su ser tenía conocimiento de algo que era evidente para sus más allegados, así que permaneció de pie e impotente en el santuario, blandiendo amenazadoramente su puño cerrado ante su efigie, presa de un acceso feroz y de algo más, que se aproximaba peligrosamente al afecto.
Volvió al presente y contempló a esa figura allá en lo alto del trono, revestida de oro, magnética, enigmática; la mujer odiada por su madre, el rey que lo había despojado de sus derechos al trono. Pero en sus ojos, que lo miraban con tanta firmeza, descubrió cierta calidez, complicidad y algo parecido a la comprensión. Tutmés apartó la vista, furioso consigo mismo por haberse ablandado y haber cedido a su mirada, olvidando lo que le había hecho; y nada menos que allí, en la sala de audiencias, rodeada como estaba por todos los símbolos de su naturaleza divina.
Los presentes se arrastraron hacia ella portándole toda suerte de ofrendas y, a medida que el sol fue descendiendo, la pila de abanicos, cajas taraceadas, miniaturas y otras lujosas chucherías fue creciendo cada vez más.
En un determinado momento Tutmés pescó una mirada intencionada y fugaz entre Senmut y Hatshepsut y una nueva rabia se apoderó de él; pero, puesto que sólo tenía quince años, no pudo captar su origen. Cuando ella se puso de pie para dirigirse al salón de banquetes, Tutmés abrió la puerta de un empujón y echó a correr por los pasillos. Ni siquiera el monótono saludo de un guardia tras otro logró suavizar las punzadas de dolor que sentía dentro de él.
Esa noche, mientras Senmut esperaba frente a las puertas abiertas del salón de banquetes a que el Heraldo terminara de enumerar sus numerosos títulos, y todos se encontraban listos para inclinarse a su paso cuando se encaminara a la tarima ocupada por Hatshepsut, sus pensamientos eran tan sombríos como el firmamento oscuro que se adivinaba en el otro extremo de esa habitación espaciosa y brillantemente iluminada. Precisamente ese día, en que Hatshepsut celebraba su dominio total sobre Egipto, Senmut sintió que faltaba un poco para que él perdiera el control sobre Tutmés y las intrigas de Aset. Siempre le había sido posible llegar hasta los sirvientes y amigos de Tutmés a través de sus propios espías. Mientras Tutmés era una criatura, no había tenido escrúpulos de exiliar, eliminar, advertir y amenazar a quien fuera necesario. Pero ahora los amigos de Tutmés eran los hijos de sus propios amigos, y el mismos Tutmés se había vuelto intocable y poderoso. Mientras caminaba lentamente hacia el estrado, se sentaba y saludaba al rey con una leve inclinación y una sonrisa, Senmut previó vagamente que muy pronto llegaría el momento en que Hatshepsut se encontraría cercada, acosada, luchando desesperadamente para conservar el trono. Un faraón no podía perder la corona como le había ocurrido a ella cuando su petulante marido le arrebató el trono prometido por su padre. Un rey sólo perdía su reino perdiendo la vida.