El interrogado sonrió.
—La mirra, desde luego.
Hatshepsut asintió.
—La mirra. La más sacrosanta de las fragancias. Una nueva visión me acosa, Senmut. Veo los jardines de mi templo convertidos en un mar de hermosos árboles verdes de mirra. Su fragancia se elevará hasta mi Padre Amón, y entonces se sentirá satisfecho conmigo.
Senmut se echó hacia adelante.
—A ver si os entiendo bien, Vuestra Majestad —le dijo con gran atención—. ¿Queréis decir que os proponéis montar una expedición para encontrar esa tierra santa?
—Así es; parece que lo has entendido perfectamente. Los hicsos ya no están entre nosotros y es hora de que volvamos a abrir la antigua ruta entre Egipto y Ta-Neter.
Ambos se intercambiaron una mirada.
—No lo sé a ciencia cierta —dijo lentamente Ineni—, pero he oído decir que queda muy, muy lejos. Cabe la posibilidad de que los barcos no regresen.
—Zarparán y regresarán —afirmó ella categóricamente—. Mi Padre ha hablado. Tendremos mirra, y las generaciones venideras recordarán siempre quien devolvió Ta-Neter a Egipto.
En ese momento entró Nehesi al salón, todavía acalorado y sudando por el sol que se abatía sobre el campo de entrenamiento. Entregó su arco y su lanza al guardia apostado en la puerta, saludó con una inclinación y se sentó junto a Hatshepsut, como era su derecho.
—Os ofrezco mis excusas por la tardanza —dijo—. ¿Necesitáis el Sello, Majestad?
Ella le relató sucintamente el proyecto y tomó el desteñido mapa de manos del bibliotecario. Después de despedir al anciano funcionario, desplegó el rollo sobre la mesa para que todos pudiesen ver los trazos muy finos dibujados en él.
Nehesi sacudió la cabeza.
—Mi madre me habló de esa tierra fabulosa, pero no conozco a ningún hombre que haya estado en ella y regresara para contarlo. Dijo que era un paraíso celestial del cual descendían los dioses.
—No cabe duda de que los dioses vinieron de allá —dijo Hatshepsut—, pero no se trata de un reino ubicado entre las nubes. Mentuhotep pudo encontrarlo y llegar hasta él, y nosotros también lo haremos.
Permanecieron con los ojos fijos en el mapa, como hipnotizados.
—Nos tomaría muchos meses —dijo Ineni.
En el fondo pensaba que se trataba de un proyecto irrealizable y le lanzó una mirada a Senmut, pero éste se encontraba absorto en sus reflexiones mientras con los dedos seguía los contornos de las líneas dibujadas en el rollo. Los ojos de Nehesi brillaban con una extraña luz.
Hatshepsut aguardó hasta que los demás hubiesen tenido tiempo de meditar sobre el asunto.
—Senmut, te eximo de las tareas que tienes para conmigo —le dijo—, pues quiero que tú comandes la expedición en mi nombre. Nehesi, tú también serás de la partida. Por el momento, Tahuti será el Portador del Sello Real. Llevaos el mapa y estudiadlo. Conversad con el bibliotecario, y luego venid a yerme con un plan concreto. Puedo daros cuantos barcos queráis, y si fuera necesario construirlos especialmente, pongo mis diques a vuestra disposición. ¿Alguna otra pregunta?
Los asistentes sacudieron la cabeza con aire vacilante, un poco aturdidos por el repentino viraje que había tenido lugar en su rutina cotidiana. Con gesto perentorio Hatshepsut despidió a todos… excepto a Senmut.
Cuando estuvieron solos, Hatshepsut se volvió hacia él: estaba sentado inmóvil frente a la mesa, con los brazos apoyados sobre la superficie y una expresión reservada en el rostro.
—¿Y bien? —le preguntó—. No lo apruebas; eso es evidente ¿Cuál es el problema?
—Creo que es una empresa grandiosa y que os acarreará grandes honores, pero no quiero participar en ella. ¿Quién organizará y controlará al personal del palacio durante mi ausencia? Y con Nehesi también ausente, ¿quién comandará a vuestros escoltas? Majestad, os imploro, enviad a otros. En Tebas hay muchos marinos capaces.
—Lo que tratas de decirme es que no quieres dejarme indefensa, ¿no es así? —dijo con una tenue sonrisa—. Lo que dices es cierto, desde luego. Tú y Nehesi sois mi mano derecha y mano izquierda. Pero tengo otras manos, Senmut, infinidad de ellas, y este viaje es un asunto muy importante para mí. Quiero que la empresa tenga éxito, y sólo podré asegurármelo enviando a lo mejor que Egipto puede brindar.
—¿Y qué ocurrirá con Tutmés y sus secuaces? ¿No teméis que al estar ausentes Nehesi y yo, y probablemente por muchos meses, traten de imponerse?
—No lo sé, pero es tiempo de que lo averigüe. Siempre me queda la posibilidad de mantener atareado a Tutmés en los rincones más apartados del país. Te he agobiado con responsabilidades durante mucho tiempo, Senmut. ¿Cuánto hace que no te tomas un día libre para salir a caminar, o pasear, o simplemente tenderte en tu esquife?
—El ocio no me atrae —respondió con tono duro—. ¡Permitidme que os diga, Majestad, que es una locura que alejéis a vuestros hombres leales precisamente en un momento en que está en juego vuestro destino!
—¿De manera que es así como lo ves?
—No soy sólo yo. Día a día Tutmés se vuelve más fuerte más desfachatado en sus osadías. ¡Permíteme quedarme, Hatshepsut! ¡Me necesitas!
—Sería sin duda un triste faraón si me viera obligada a ocultarme de por vida detrás de las anchas espaldas de mis funcionarios —le contestó serenamente—. Y si el momento tan temido ha llegado, como tú pareces creerlo, entonces más me valdría morir. Jamás seré un figurón carente de autoridad, Senmut; una hermosa cáscara vacía que alguna vez encerró dentro de sí la totalidad del poder. Vete, como te lo he ordenado, y no temas. Cuando regreses me encontrarás todavía aquí.
Senmut reprimió la airada respuesta que habría deseado darle y se puso de pie.
—Estoy a vuestras órdenes —dijo cortésmente—. Iré, entonces. Cambiaré ideas con Nehesi y calculo que en pocos días más os daremos noticias del proyecto.
—Espléndido. Me siento muy satisfecha.
Senmut le hizo una reverencia y partió deprisa. Hatshepsut mandó llamar a su portador de abanico y a Nofret y, mientras los esperaba, trató de imaginar cómo sería su vida sin Senmut. Sabía que tenía razón al decir que era imprudente enviarlos lejos en un momento en que ya no parecía aferrar el cayado y el desgranador con la misma firmeza que antes. Por un momento sintió la tentación de cambiar de idea, de llamarlo de vuelta junto a ella; pero no lo hizo. Quería comprobar la veracidad de sus propias palabras. ¿Seguía ella controlando Egipto, o era Senmut quien lo hacía? Tamborileó los dedos contra la superficie de la mesa con aire ausente y el ceño fruncido.
Si Senmut permanecía en Egipto, seguiría años tratando de mantenerse en el poder y aferrarse a la corona con las muñecas doloridas y los brazos cansados, azuzada por su implacable amor. También Tutmés se prendería de la corona y tiraría de ella con todas sus fuerzas, hasta que tal vez terminara por partirse en dos, como antiguamente: una corona dividida, un reino dividido.
Nofret entró a la habitación y, después de saludarla, se quedó esperándola. Hatshepsut suspiró y se puso de pie. Era preciso que Senmut se fuera aunque se llevara con él todas las risas, la alegría y la seguridad. Ella debía someterse a esa última prueba a solas. Si Senmut volvía y encontraba todo igual que cuando había partido…, si regresaba y no la encontraba…
Hatshepsut meneó la cabeza y abandonó el recinto con la barbilla bien erguida.
Tardaron cuatro meses en construir los cinco barcos y equipar la expedición. Senmen, el hermano de Senmut, fue el encargado de conseguir los abastecimientos. Hatshepsut le había recomendado que llevaran lino, armas y otros productos para hacer trueque, y día tras día se dedicó a confeccionar listas, reunir las provisiones y luego, verificarlas. Menkh le había rogado a Hatshepsut que le permitiera participar en la expedición, pero ella rehusó y lo nombró su escolta personal durante la ausencia de Nehesi; ambos acudieron juntos con frecuencia a los muelles para asistir a la carga de las vituallas. Ella, Nehesi y Senmut habían pasado muchas horas inclinados sobre ese único mapa que quizá les indicara el camino hacia ese país misterioso, hasta que por fin, cierta tarde Senmut volvió a enrollarlo y se lo metió debajo del cinturón. Navegarían hacia el norte en dirección al delta aprovechando la corriente del Nilo, luego se desviarían hacia el este y se dirigirían hacia el Mar Rojo por el canal construido por sus antepasados. Hacia el norte no había nada, sólo un vasto océano, así que enfilarían rumbo al sur, abrazando la costa este. Desde el momento en que las proas de los barcos apuntaran hacia el canal se encontrarían navegando en aguas desconocidas, sin otra guía que los relatos legendarios. Nehesi pasó mucho tiempo sentado pacientemente junto al anciano bibliotecario, escuchando una y otra vez de sus labios los relatos de Ta-Neter, tratando de grabarse en la mente los detalles que podrían resultarle útiles. Senmut y Hapuseneb deambularon sin cesar por los jardines del templo, delineando la política que Hapuseneb habría de seguir, esforzándose por avizorar el futuro, lo que los meses venideros les depararían, esbozando sombrías estrategias por si llegaba a surgir la necesidad de echar mano de ellas.
El verano había llegado a su fin y en lo alto de las montañas del sur Isis derramó la Lagrima que se expandiría y multiplicaría hasta convertirse en una benéfica Inundación, que arrastraría las naves de Tebas hacia lo desconocido.
Senmut se despidió de Ta-kha'et el día antes de la partida. Se sintió muy apesadumbrado, pues sabía que la extrañaría y pensaría mucho en ella. Ta-kha'et se le colgó del cuello llorando desconsoladamente y suplicándole que no se fuera. Senmut le pidió a su hermano que se ocupara de su bienestar y le entregó el rollo de papiro que contenía las palabras que convertirían a Ta-kha'et en una mujer libre y la harían heredar sus bienes materiales en el caso de que él no regresara. Mientras avanzaba por los corredores de su casa y sus hermosos jardines, los sollozos de Ta-kha'et lo persiguieron. Pero él no miró hacia atrás. Estaba firmemente decidido a regresar, aunque para lograrlo tuviera que hacer el trayecto arrastrándose de rodillas. Tenía la absoluta certeza de que volvería a sentarse debajo de sus sicomoros y jugara los dados con Ta-kha'et. En cambio, no estaba tan seguro de encontrar al faraón aguardándolo.
La noche previa a la partida, Senmut permaneció tendido muy quieto junto a Hatshepsut en la penumbra de su alcoba. Habían hecho el amor tierna y calladamente, como si fuera la última vez. Senmut no podía descubrir en su interior ningún presentimiento o pálpito optimista que le brindara un atisbo de esperanza. En el silencio de esa noche que transcurría vertiginosamente, atormentado por sus pensamientos, acunó en sus brazos a ese ser tan querido. Los caprichos, los sueños, la perspicacia, la política pacifista y el profundo amor a Egipto de Hatshepsut eran en ese momento para Senmut una maraña absolutamente indescifrable que tal vez sólo el Dios estaba en condiciones de comprender.
Cuando llegó el día y la oscuridad abandonó el dormitorio con una repentina y cruel inconstancia, ambos se levantaron y Hatshepsut se arrodilló ante él y le besó los pies. Al incorporarse y abrazarlo, le susurró:
—Que el Dios dé firmeza a la planta de tus pies.
Fueron las únicas palabras que intercambiaron en toda la noche; palabras de despedida. Senmut la besó con inmensa ternura y la dejó ir.
En el muelle, los marineros, soldados, ingenieros y diplomáticos que integrarían la expedición se encontraban ya cargando sus pertrechos. Los ciudadanos de Tebas se iban acercando al río para ver zarpar las naves. Senmut se dirigió a los aposentos de Menkh, donde se bañó, se cambió el faldellín y las sandalias y se colocó un sencillo casco marrón de cuero sobre la cabeza rapada. Mientras deambulaba entre el dormitorio y el cuarto de baño, aprovechó para darle toda clase de instrucciones y recomendaciones a su decepcionado amigo, hablando casi sin parar hasta que fue hora de partir.
Precedido por sus mensajeros y seguido por Ta-kha'et y el resto de las esclavas, Senmut caminó lentamente por la ciudad hacia el muelle, donde Nehesi ya se encontraba a bordo del primer barco. En la rampa estaba Hatshepsut, demacrada, ojerosa y ataviada con las vestiduras de su coronación, pues se trataba de un evento solemne. Junto a ella los sacerdotes habían instalado la estatua de Amón en su Barca de oro. Muy cerca del Dios se encontraban Hapuseneb y los demás sacerdotes, envueltos en una nube de incienso. También Tutmés flanqueaba a Hatshepsut y contemplaba impasible la multitud y el río. Senmut y su séquito los saludaron con una reverencia y él ascendió a la nave por la rampa. Saludó a Nehesi rápida y fríamente, todavía no repuesto de la desagradable sorpresa de ver a Tutmés allí, de vuelta tan pronto de su recorrido por las guarniciones del sur. Al cabo de un rato, después que Senmen, con las listas en la mano y su escriba trotándole detrás, terminó de recorrer cada barco para la verificación final, dieron comienzo los sacrificios a Amón y Athor, Diosa de los vientos. Luego las velas se hincharon y las abarrotadas embarcaciones comenzaron a avanzar hacia la corriente.
La multitud prorrumpió en vítores que Senmut casi no oyó, sacudido por una repentina y violenta premonición. Sus ojos buscaron los de Hatshepsut en un postrer estallido de pesar. Tenía el rostro sereno bajo la corona roja y blanca que resplandecía al sol, pero la mirada de sus enormes ojos oscuros le hablaba de su amor y de sus sufrimientos, y él no pudo apartar la vista de ellos. Las aclamaciones se hicieron más débiles y los oídos de Senmut comenzaron a llenarse con el sonido del viento, el chasquido de las sogas y el aletear de las velas. Mucho después de que Tebas se hubiera perdido de vista, Senmut seguía viendo a Hatshepsut de pie en el muelle, erguida y arrogante, mientras el viento hacía que el faldellín le golpeara los muslos y tirara del manto que cubría sus delicados hombros.
—Son un espectáculo de gran belleza: parecen cinco aves blancas que levantan vuelo hacia parajes desconocidos —comentó Tutmés acercándose a Hatshepsut—. Me pregunto si alguna vez regresarán.
Ella se sobresaltó y giró lentamente la cabeza para mirarlo, como si acabara de despertar de un sueño profundo. Trató de encontrar alguna huella del sarcasmo que siempre teñía sus palabras, pero Tutmés lo había dicho con tono inocente y una sonrisa cordial en los labios. Supongo, pensó Hatshepsut, que está convencido de que ahora puede ocultar sus propósitos tras un aparente afecto por creerme privada de todo apoyo.