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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (52 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Ella gimió y dejó caer las manos de él sobre sus faldas para buscar, casi a tientas, ese rostro tan querido.

—Te amo, Senmut, te amo. Me consume la impaciencia de ser poseída por ti. Mi cuerpo te desea, mi alma dama por ti. Me humillo ante ti, buscando encontrar tu amor, tu desdén o tu total indiferencia. Pero buscándote. ¡Abrázame!

Los dedos de Hatshepsut temblaron sobre los ojos y las mejillas de Senmut y ella comenzó a llorar.

Él la atrajo hacia sí, estrujándola vehementemente entre su cuerpo y susurrándole al oído palabras de amor que lograron eludir sus sólidas defensas.

—¡Hatshepsut! Mi bienamada, mi hermana. —Le tomó el mentón entre ambas manos y le rodeó el rostro, y ella se aferró a Senmut con la ferocidad de alguien que está a punto de ahogarse. Mientras se besaban, en los labios de ambos vibró una dolorosa ternura y las lágrimas de Hatshepsut se escurrieron por entre los dedos de su amado—. ¿Estás segura? —preguntó él dulcemente—. Mira que no es una decisión trivial, tratándose de un faraón.

Ella asintió con ardor.

—Hace mucho tiempo que estoy segura —le respondió, besándole el cuello, el mentón, los ojos—. Amémonos mientras podamos, querido hermano mío, pues es cosa muy triste envejecer y ver cómo el amor se marchita y muere por falta de sol.

Hatshepsut se arrodilló y permaneció inmóvil mientras las manos vigorosas y sensibles de Senmut la recorrían como ella lo había soñado noche tras noche, explorando las líneas firmes y las curvas perfectas de su cuerpo joven. Senmut la aprisionó entre sus brazos con una risa sonora que despertó a las sombras y retumbó hasta el techo, y también ella rió. Se incorporaron todavía abrazados, los brazos de él ciñendo la cintura de Hatshepsut y los de ella enlazados detrás de su nuca y volvieron a besarse con voracidad, dispuestos a beber hasta saciarse en esa fuente de amor compartido.

La de Senmut y Ta-kha'et era una relación basada en una mezcla de necesidad física y de afecto: dos personas que se llevaban bien, a veces se necesitaban mutuamente, y compartían amigablemente la mesa y el lecho. Pero esa pasión ardiente y avasalladora, ese deseo incontenible de ser uno con la mujer que había amado y venerado día tras día y año tras año, superaba cualquier sueño que pudo haber sepultado en lo más profundo de su mente. Depositó tiernamente a Hatshepsut sobre los almohadones, sosteniendo con un gozo tan intenso que le resultó doloroso, ese cuerpo tenso y aterciopelado que se le brindaba; olvidó su naturaleza divina, olvidó su linaje real, lo único que sabía era que ella era su auténtica esposa, la compañera de sus días, la única persona capaz de leerle los pensamientos, la única que lo deseaba y quería complacerlo únicamente a él, para siempre. La poseyó lentamente, pacientemente, con los ojos fijos en su rostro, observando cómo sus facciones hermosas se transfiguraban con el éxtasis. Después permanecieron tendidos, juntos, sonriendo, la brisa cálida secándoles la transpiración del cuerpo, la cabeza de ella acurrucada sobre el hombro de él, cuyos brazos seguían rodeándola, pensando ambos en los días y las noches del futuro que veían ya resplandecer con una nueva luz.

—No entiendo por qué he postergado tanto este momento —dijo Hatshepsut.

Él sonrió, satisfecho y cansado.

—No nos había llegado la hora, Majestad —replicó.

Ella le pegó unos golpecitos en el pecho con una uña afilada.

—Te suplico, Senmut, querido mío, que no me llames Majestad en privado, ni tampoco Hatshepsu. Llámame Hatshepsut, pues en tus brazos ya no soy el Primero Entre los Poderosos y Honorables Nobles del Reino, sino sobre la Principal Entre las Damas de la Nobleza.

—La única mujer —dijo él—. Siempre has sido la única mujer para mí.

—¿Y qué me dices de Ta-kha'et?

—Ta-kha'et es como la luna suave y amarillenta de la época de la cosecha, y yo me acerco a ella serenamente —respondió—. En cambio tú eres el sol abrasador e implacable de un mediodía de verano. ¿Cómo regresar a los brazos de Ta-kha'et después de haber sido tocado por tus ardientes rayos?

—Pero no la echarás de tu lado, ¿no es cierto?

Embargada por su propia dicha, Hatshepsut deseaba que también Ta-kha'et fuera feliz.

—No. Sería una crueldad muy grande. Pero jamás me casaré con ella, pues también eso sería cruel.

Hatshepsut se sintió amodorrada, como si una extraña languidez se fuera apoderando de ella.

—Entonces no te casarás nunca —murmuró—. Estaría dispuesta a compartirte con una esclava, pero ¡pobre de la que osara ser tu esposa!

—Tú eres mi esposa, amada mía —dijo Senmut, apretándola con más fuerza—. Nadie logrará jamás arrancarme de tu lado, salvo la muerte.

Al amanecer, Hapuseneb y los demás sacerdotes se congregaron en la parte exterior de la puerta de plata, como lo hacían todas las mañanas, para entonar el Himno de Alabanzas, pero la pareja que ocupaba la alcoba ni siquiera los oyó: dormía profundamente.

Aunque no se hubiera hecho ningún anuncio formal, muy pronto todos los moradores del palacio supieron que el poderoso Erpa-ha se había convertido en amante del rey.

Durante esos días tan llenos de preocupaciones y responsabilidades, Hatshepsut y Senmut se siguieron tratando con la formalidad que correspondía a la sala de audiencias o al despacho en que llevaban a cabo sus tareas; las palabras que intercambiaban se referían exclusivamente a los asuntos de gobierno. Nadie podía señalar un cambio concreto de actitud y afirmar: «Vean, en eso se nota la diferencia». Pero era evidente que se había operado un cambio, que existía una diferencia, y nadie lo sintió con tanta intensidad como Hapuseneb. Mucho antes de convertirse en tema obligado de conversación en las cocinas, su instinto certero le dijo que las relaciones entre el rey y su Mayordomo Principal no eran las mismas. A pesar de haberlo previsto desde hacía tiempo, no pudo evitar tratar a Senmut con frialdad, cosa que éste advirtió inmediatamente. Abordó a Hapuseneb cierta mañana en el templo. El Sumo Sacerdote había finalizado sus abluciones y se encaminaba a almorzar cuando Senmut surgió de detrás de un pilar y le cerró el paso. Hapuseneb lo saludó con una inclinación y amagó seguir su camino, pero Senmut extendió un brazo y lo obligó a detenerse. Hapuseneb despidió a los acólitos que aguardaban junto a él y se volvió hacia Senmut, quien no se anduvo con rodeos.

—¿Qué te he hecho, Hapuseneb, para que me trates con semejante indiferencia? No es propio de ti ser tan descortés. Después de haber trabajado juntos durante tanto tiempo, pensé que entre nosotros jamás surgirían problemas.

—Tienes mucha razón, Senmut, pero no me disculpo —dijo con calma—. Es verdad que soy muy descortés contigo, y debo reconocer que soy el primer sorprendido al comprobarlo, pues siempre me he jactado de ser un hombre imparcial que está por encima de cualquier discrepancia tonta y a quien sólo le importa servir a Egipto y al Dios.

—Siempre ha sido así, y te he respetado por tu sabiduría. Pero de pronto descubro que estoy perdiendo a un amigo cuyo afecto me costó mucho tiempo y esfuerzos conquistar, y no estoy dispuesto a aceptar que tú y yo, Hapuseneb, nos enemistemos por un motivo que ignoro por completo. Me debes una explicación.

—¡No te debo nada! —Por primera vez Senmut vio que esos ojos grises perdían la serenidad y adquirían una expresión implacable—. ¿Es preciso, acaso, que te desnude mi corazón, nada más que para demostrarte que no te debo nada? ¡Déjame en paz!

—¿Qué tiene que ver tu corazón con todo esto? —exclamó Senmut.

Hapuseneb sonrió irónicamente.

—Si de veras no lo sabes, entonces te ofrezco mis excusas y confieso que te he juzgado mal, Senmut. Pero no puedo decirte más. Seguiremos siendo amigos y aliados, pero debes darme tiempo para que vuelva a sentir respeto por mí mismo.

Tras dedicarle una sonrisa fugaz partió, y sus vestiduras flamearon tras él cuando pasó por entre los pilares y traspuso las puertas del templo.

Senmut se quedó mirándolo, furioso y perplejo. Esa noche le mencionó el incidente a Hatshepsut, quien permaneció en silencio durante un buen rato.

—Hapuseneb tiene un secreto —dijo por último—; pero es de índole privada, algo que nos concierne sólo a él y a mí. Por mucho que yo te ame, Senmut, no traicionaré la confianza de Hapuseneb.

—Ese secreto no se ha interpuesto entre nosotros hasta ahora, y me preocupa. ¿Cómo puedo seguir trabajando en estrecho contacto con él? Hapuseneb me tomó bajo su protección cuando yo no era más que un aprendiz de Ineni, y me brindó su confianza mucho antes de conocer el grado de mi devoción hacia ti. ¿Por qué este cambio repentino en sus sentimientos?

—Mi Hapuseneb es un hombre sumamente sagaz, y me resulta inestimable por su capacidad para juzgar con acierto el carácter de la gente. Pero no olvides, Senmut, que él y yo crecimos juntos compartiéndolo todo, y que lo conocí mucho antes que a ti. No puedo decirte mas.

De pronto Senmut vislumbró la verdad y exclamó:

—¡Pero yo no lo sabía! ¡Ni siquiera se me cruzó por la cabeza! ¿Por qué no confió en mí?

—Porque es un hombre orgulloso. No temas; todo volverá a ser como antes. Es justo y recto y no desea enemistarse contigo, pero se siente muy dolido. Necesitará tiempo para recuperar la confianza en sí mismo. Yo también le tengo mucho afecto, Senmut, pues es mi amigo más antiguo y más querido, y su sufrimiento es también el mío.

No hablaron más sobre el asunto, y ambos permanecieron inmóviles en el lecho, con la mirada perdida en la oscuridad, como sin duda lo estaba también Hapuseneb esa noche; cada uno envuelto en sus propios pensamientos.

Se aproximaba la fecha en que se festejaría su Minada de Años, y Hatshepsut veía transcurrir los días con cierta preocupación, pues aún no sabía cómo celebrar esa fiesta, que era tan especial, ya que sólo tendría lugar una única vez durante su reinado. Recordó el jubileo de su padre y la algazara que se desencadenó en el palacio y en la ciudad. Al sopesar por un lado a Tutmés, que crecía a pasos agigantados, y por el otro sus propios e incontables logros, decidió adelantar la fecha de los festejos. Pensó que al llevar a cabo las celebraciones antes del tiempo señalado por las costumbres, conseguiría grabar en la mente de sus súbditos los beneficios que su reinado había acarreado para Egipto y afianzaría firmemente la corona sobre su cabeza. No era que sintiera la necesidad del apoyo que todo eso representaba, pero el nombre del joven príncipe salía a relucir con mayor frecuencia de lo que ella había deseado: fuera por sus proezas con el arco, su certera puntería con la lanza o su espectacular desempeño en el manejo de los carros de combate. Se preguntó si tal vez Nehesi no habría estado en lo cierto. Imaginó por un momento cómo sería el palacio sin la presencia del muchacho: ella misma completamente afianzada y sin que nadie se le opusiera, Neferura convertida en su Heredera, y un cielo diáfano y despejado sobre ellas. Pero después del momentáneo alivio que esa imagen le proporcionó, se vio de pronto sola frente a Amón, taciturna, muda y culpable. Así que terminó por descartar la idea de envenenar a Tutmés. El veneno no sólo era un método cruel sino, además, el arma de los débiles, y ella no era débil. Por lo menos, no todavía. Ya manejaría a Tutmés a su manera.

Cada vez que pasaba revista a sus tropas, estudiaba con atención a ese joven macizo e impaciente que azotaba a sus caballos y pasaba frente a ella como una exhalación junto a los demás soldados. A los catorce años, Tutmés se estaba volviendo cada vez más arrogante y andaba de un lado a otro dándose ínfulas seguido por sus secuaces, exigiendo obediencia de todos, la consiguiera o no. Realmente le preocupaba. Al ver las miradas secretas y anhelantes que Neferura le lanzaba, decidió que pronto discutiría con sus ministros la posibilidad de anunciar un compromiso entre ambos y controlar de esa manera cualquier sombrío pensamiento sedicioso inmediato que el muchacho pudiera albergar en su mente. Un compromiso era una manera de prometer mucho sin conceder en realidad nada. Cuando Tutmés cayera en la cuenta de que sus intenciones eran sentar a Neferura en el trono y no a él, sería ya demasiado tarde. Su hija heredaría el poderoso gabinete que ella misma había formado y Tutmés, por mucho que fanfarroneara y amenazara, quedaría impotente.

Pero su Miríada de Años y de Aniversario de su Aparición se acercaban y seguía sin poder decidirse sobre cuál sería la manera más apropiada de conmemorar ese evento. La idea le nació en mitad de una plegaria, cuando estaba sentada en el balcón comunicándose con el Dios. Entró inmediatamente a la habitación y mandó llamar a Senmut. Cuando él llegó, Hatshepsut no perdió tiempo en explicaciones:

—Debes ir inmediatamente a Asuán —dijo—. Llévate a Benya y a todos los que necesites. Quiero que talléis para mí dos obeliscos de la cantera y los traigáis aquí antes de mis celebraciones.

—Pero, Majestad —protestó Senmut—, ¡me concedéis un plazo de sólo siete meses! ¡Es imposible hacerlo en ese lapso!

—Es posible, y lo harás. Partid hacia allá cuanto antes.

—La empresa que me encomendáis es colosal —comentó Senmut—. Si hay alguien que pueda llevarla a cabo, ése soy yo, pero esta vez no os prometo nada.

—Lo harás —dijo ella—. He suspendido todas las demás obras en marcha en Karnak, así que puedes llevarte cuantos hombres quieras. Senmut, sé que te he pedido muchas cosas hasta ahora, pero ésta es la más importante de todas. ¿Tratarás de hacerlo por mí?

Senmut se inclinó frente a ese rostro sonriente.

—Como de costumbre, estoy dispuesto a intentar hacer hasta lo imposible por Vos, Majestad.

—Muy bien. Entonces no hay más que hablar.

Ella lo despidió y él partió casi corriendo, con la sensación de que el tiempo ya le mordisqueaba los talones, como un perro furioso. Pensaba que el trabajo podía hacerse, siempre y cuando no surgiera ningún imprevisto. Sacudió la cabeza y balbuceó una breve plegaria a cualquier dios que quisiera escucharla mientras mandaba buscar a Benya y ordenaba a Ta-kha'et que le preparara la ropa para el viaje. Era una mala época del año para recluirse en las sofocantes y ardientes canteras de Asuán. Se preguntó si alguno moriría bajo el látigo de Benya antes de que los monolitos fueran atados a las balsas. Recordó que el rey había dicho claramente que debían ser los obeliscos más altos del mundo. Su mente trabajaba sin cesar cuando mandó llamar a sus escribas. Pronto se iniciaría la crecida del Nilo y, si Amón deseaba que su Hija tuviera sus anhelados monumentos, tendría que hacer que el caudal del agua se elevara en el momento preciso para poder transportar las enormes balsas que Senmut se vería obligado a construir. No tenía sentido perder tiempo en levantar casas para los operarios en el lugar de trabajo, así que ordenó a los escribas que consiguieran tiendas de campaña que podrían armarse y desmantelarse en pocos minutos. Comenzó a confeccionar una lista mental de las herramientas, provisiones y alimentos que necesitaban y, antes de que los escribas hubiesen recogido sus tablillas y abandonado el recinto, ya Senmut estaba camino del muelle, preguntándose dónde conseguiría suficiente madera para construir una balsa capaz de soportar el formidable peso de esas moles de piedra.

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