La dama del Nilo (62 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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Hatshepsut enumeró entonces todos los dones que le presentaba a su poderoso Padre, excusándose luego en voz baja por su falta de fe, sus dudas y las palabras duras que le había dirigido. Y volvió a rendirle homenaje poniéndose de rodillas. Desde detrás de la estatua del Dios, la voz del oráculo flotó hasta los asistentes.

—El Dios te da las gracias, Hija de su cuerpo y Rey de Egipto. Vete en paz. Punt ha venido a Egipto y Amón se encuentra complacido.

El ritual había concluido. Los presentes se dispersaron para tomar su descanso acostumbrado, pero Hatshepsut se dirigió a los jardines con Senmut. Se sentaron a la sombra fresca de un sicómoro de copa ancha, conscientes de cierta cohibición entre ambos. Por más que se abrazaron, era evidente que les costaba mirarse a los ojos.

—Háblame de Punt —dijo ella por fin—. ¡No tienes idea de cuántas veces he imaginado estar a tu lado en el barco y contemplar contigo esos horizontes desconocidos que jamás podré conocer!

Camino a la sala de audiencias, Hapuseneb había llevado aparte a Senmut para ponerlo rápidamente al tanto de la muerte de Neferura y de la feroz presión ejercida por Tutmés. Senmut seguía consternado por las noticias y, al percibir cierta nota de tristeza en la voz de Hatshepsut y cierto aire de fatalismo y de apatía en su actitud, aunque exteriormente siguiera tan hermosa y agraciada como siempre, comprendió con cuánta intensidad la había acosado el destino en esos dos últimos años, mientras para él la vida pareció detenerse y dar un paso atrás. De repente volvió a sentir su apremio, sólo que en esta ocasión el destino tomó la forma de un monstruo destructivo dispuesto a arrojarlo inexorablemente al abismo que acababa de abrirse a sus pies, al final del largo camino recorrido desde sus épocas de aprendiz junto a Ineni.

Al espiar dentro de ese hoyo profundo en que se había convertido su futuro, asomado vacilantemente al borde, sintió que un viento implacable le azotaba la espalda. No hizo referencia alguna a Neferura, cosa que fue un verdadero alivio para Hatshepsut.

—Cuando salimos del canal viramos hacia el sur —dijo—, pero eso ya lo sabes. Nos mantuvimos cerca de la costa durante muchos meses, buscando siempre el lugar del que tanto habían hablado el bibliotecario y nuestros antepasados. Ya casi desesperábamos de encontrarlo cuando, al echar anclas cierta noche, fuimos recibidos por Parihu, el jefe que te mencionó Nehesi. Era obvio que le inspirábamos miedo con nuestros arcos y hachas, pero nuestras palabras fueron de paz y, al contemplar las facciones de esos hombres, supimos enseguida que estábamos frente a los moradores de la tierra santa. Parihu estaba anonadado por nuestra intrepidez; ¡hasta nos preguntó si habíamos caído de los cielos!

Hatshepsut sonrió apenas, pues sentía una opresión en la garganta por el dolor y el placer que le causaban la voz y el cálido abrazo de Senmut.

—¡Qué momento! ¡Qué bendito momento! —exclamó, y el alivio y la emoción hicieron que rompiera a llorar.

Senmut no recordaba ninguna otra ocasión en que el faraón hubiese florado tanto, en silencio, aparentemente sin motivo. Se preguntó cómo se las habrían arreglado Menkh, User-amun y Tahuti en su ausencia, enfrentados a un gobierno inestable y a una mujer acosada. La apretó más contra sí y prosiguió con su relato como si las lágrimas de Hatshepsut no se desbordaran ya sobre sus faldas.

—Ati, la esposa de Parihu, es la mujer más inmensamente gorda que he visto en mi vida, y llegó a la playa montada en el jumento más pequeño que he visto en mi vida. El inescrutable Nehesi casi hizo fracasar la expedición con sus esfuerzos por contener la risa. Al parecer, para la gente de Punt la obesidad es un signo de gran belleza; ¡y te aseguro que, con ese criterio, Ati era una verdadera hermosura! Viven en chozas construidas con troncos de palmera muy por encima del nivel del río, sobre pilotes, rodeados por una jungla densa…

Y así prosiguió Senmut con su relato, acariciándole el pelo y hablando sin cesar mientras el calor aumentaba y la quietud y el silencio se apoderaban de los jardines; tratando de llenar su cabeza con imágenes que no fueran las de los fantasmas sombríos y desesperados que la carcomían. Cuando Senmut bajó la vista descubrió que Hatshepsut estaba dormida; le besó los ojos, sonrió para sí, se recostó contra el tronco del árbol arrastrándola con él, pero no se entregó al sueño. Descansó, con la mirada fija en la tierra que el calor hacía bailotear frente a sus ojos, mientras por su mente desfilaban lentamente los eventos más importantes de su corta vida, teñidos de un aura triste y lejana, como algo definitivamente perdido.

Hatshepsut siguió durmiendo acurrucada junto a Senmut hasta el atardecer, cuando resonaron las trompetas en el interior de los muros del templo. En el salón de banquetes, la servidumbre se afanaba en dar los toques finales a las mesas doradas llenas de flores para el banquete que se ofrecería en honor a los príncipes de Ta-Neter.

Hatshepsut despertó sobresaltada, se enderezó y miró a su alrededor para ver dónde estaba. Senmut le rozó el brazo y ella se volvió, fijando sus ojos en ese rostro que amaba desde hacía tanto tiempo, tocando ese sueño hecho realidad. Por fin había regresado.

Era una noche muy especial. Algo de la magia del pasado se derramaba sobre los vastos salones iluminados con lámparas y los corredores con columnatas; algo de las épocas en que Tutmés era apenas un niño y las fiestas de Hatshepsut se prolongaban hasta el amanecer. Pero también flotaba en el aire la sensación de que era un espectáculo hermoso que ya llegaba a su fin.

En lo más profundo de su ser, Hatshepsut sabía que ésa era la última de sus grandes fiestas. Se había vestido para ella con el mismo cuidado y suntuosidad con 'que lo habría hecho si caminara hacia su muerte. Llevaba la doble corona, y se preguntó si Nofret volvería a colocársela en alguna otra ocasión. Ostentaba el collar real de oro y el pesado pectoral de su coronación, en el que se destacaba el Ojo de Horus. Las cruces egipcias, símbolos de la vida, le ceñían los brazos, y en los dedos de la mano lucía grandes anillos de oro con piedras azules, púrpuras y verdes. Sus sandalias eran de cuero rojo y estaban adornadas con relieves de oro representando flores de loto y, en su faldellín, diminutas cuentas doradas se adherían como gotas de lluvia a la suave tela de lino.

Tomó asiento entre los hombres que habían formado el grupo de poder más indestructible y unido de Egipto de los últimos veinte años: Senmut, su bienamado, con las vestiduras del príncipe que era, sus ojos bordeados del kohol, contemplándola por encima de las flores; Nehesi, el negro, general y canciller, portando nuevamente el gran Sello en su sencillo cinto de cuero, con el rostro impasible bajo el casco azul; Hapuseneb, el de la mirada serena y sensata, envuelto en su lienzo sacerdotal y con los dedos sumergidos en el bol de agua; Tahuti, con el ceño todavía fruncido mientras las largas listas de tributos seguían desplegándose en su mente; User-amun, los ojos negros lanzando destellos y gesticulando exageradamente con las manos, con una sonrisa en su cara agraciada, mientras Menkh se le acercaba para no perderse el final de la broma; Puamra, jugueteando con la comida que tenía en el plato, con una expresión meditabunda en su rostro hermético; Inebny el Justo, en animada conversación con el Virrey del Bajo Egipto, las cabezas de ambos juntas y sus pensamientos inmersos en algún asunto diplomático, ajenos por completo al barullo que los rodeaba; Duwa-eneneh ocupando su lugar en la grada inferior de la tarima, con el rostro encendido, comiendo y contemplando las bailarinas desnudas, su bastón de heraldo apoyado en el suelo junto a él; el pobre y cortés Ipuyemre, su Segundo Profeta, incapaz de expresarse pero consagrado por completo a sus funciones; el formal Amun-hotpe; Senmen el Poderoso; Amunophis, su mayordomo. Nombres, caras —rostros que ya eran historia viviente—; voces que pronto se acallarían, inteligencias brillantes ahora agotadas, cuyos días de gloria llegaron y ya se perdían en la distancia como trozos de una hoja seca arrastrada por las aguas del río. Estos pensamientos poblaban la mente de Hatshepsut mientras recorría esos rostros con la mirada, su copa volvía a ser llenada y ella apuraba el vino. Los jefes de Punt comían en silencio, observándola con curiosidad. Extrañaba a Yamu-nefru, con su hablar pausado y parsimonioso y sus gestos lánguidos; y también echaba de menos a Djehuty y a Sen-nefer, pues siempre le habían proporcionado una sensación de intemporalidad, tal vez por el hecho de que el origen de sus familias y la de ella se perdían en la bruma de las épocas más remotas de Egipto, como un hilo que enhebraba el pasado, el presente y el futuro.

Ta-kha'et estaba sentada entre las princesas y las esposas de los nobles, con su inseparable gato gris dormido hecho un ovillo sobre sus faldas, el cabello castaño rojizo destacándose entre ese mar de testas negras adornadas con pequeñas coronas. Había terminado de comer y no le quitaba los ojos de encima a Senmut. Él había acudido a su lado al atardecer, antes de vestirse para la fiesta y ella se le colgó del cuello, llorando. Senmut no la había olvidado, y le entregó los regalos que le traía de esas tierras lejanas. Luego se sentaron un rato en el tranquilo estudio de Senmut, tomaron cerveza y conversaron, pero Ta-kha'et sabía que también esa noche dormiría sola, como lo hacía desde hacia tanto tiempo. Como de costumbre, no se quejó, ni siquiera interiormente. Senmut había vuelto, estaba de nuevo en casa, y volverían a jugar a las damas en las interminables tardes, junto a su estanque, a la sombra de los sicomoros.

Hubo música y vino, y el relato del viaje contado por el hijo de Ipuky; y más vino y bailes, y más vino. La algarabía y el clamor fueron creciendo mientras la luna menguaba. Los salones, los jardines e incluso el templo se encontraban llenos de gente que celebraba el evento, y los gritos, vítores y risas se propagaron hasta la otra orilla del río.

También Hatshepsut bebió y rió hasta sentir que los años se transformaban en meses, luego en semanas y luego en días. Los días se volvieron minutos y los minutos, segundos; segundos preciosos e invalorables, más vitales, más hermosos, más duraderos que todo el oro de sus arcas. Por último intercambió una mirada con Senmut y ambos abandonaron el alboroto del salón y se abrieron paso dificultosamente por entre los grupos que atestaban el jardín, caminando deprisa por las avenidas y dejando atrás los sonidos hasta toparse con la luz de la luna que se derramaba sobre la alcoba de Hatshepsut. Ella suspiró, se quitó la doble corona y la depositó con reverencia en su cofre. Senmut avanzó para encender la lámpara de la mesa de luz pero ella lo detuvo, tomándole del brazo y colocándoselo alrededor del cuello. Se besaron, y los años de separación se disolvieron como si nunca hubieran existido. En la penumbra y el silencio se tantearon lentamente, redescubriendo las delicias ocultas del cuerpo del otro, tratando de volcar en ese momento todos los sentimientos inexpresables que habían acumulado y atesorado desde el día en que se conocieron, tratando de derribar cuanta barrera invisible pudiera quedar aún en pie. No fue preciso que recurrieran a las palabras. Con las manos, los labios y sus cuerpos ungidos con aceite hablaron de amor y muerte, de reinos conquistados y perdidos, de los rayos del sol, de su mutua adoración, de hijos y del mero placer de estar vivos. Cuando todo terminó, permanecieron tendidos muy juntos, sabiendo que esa maravillosa experiencia jamás se repetiría, que lo único que se abría frente a ellos eran las tinieblas.

Dormitaron durante una media hora, oyendo a lo lejos la partida de los invitados y los nobles. Hatshepsut se incorporó, se apoyó sobre un codo y acarició el pecho de Senmut.

—Senmut, ¿has logrado todo lo que deseabas aquel día que te cité junto al lago? ¿No hay nada más que quieras conseguir antes de… antes de…? No pudo concluir la frase y decir «antes de que llegue el fin».

Senmut le apartó el pelo de los ojos y sonrió.

—Absolutamente nada, Hatshepsut. He recibido mucho más de lo que me atrevía a soñar siquiera en aquella época.

—Si te pidiera que te casaras conmigo, ¿lo harías?

Senmut se incorporó de pronto y la miró.

—¿En qué estás pensando?

Hatshepsut saltó de la cama y corrió hacia la mesita.

—En esto —dijo, alzando la doble corona—. En esto, para ti.

Durante un momento muy largo él se quedó mirándola y luego su vista se dirigió a la corona que ella acariciaba. En su interior, esa parte suya tan fría, serena y calculadora, se le acercó furtivamente y le susurró: «Tómala. ¿Acaso no te la has ganado, hijo de la tierra?». Pero luego su mente se pobló de otros pensamientos, pensamientos tristes y desagradables que le hicieron sacudir lentamente la cabeza mientras lo embargaba la sensación de que su buena estrella lo abandonaba y se escabullía por la puerta.

—No, mi querida hermana, no —dijo—. Me conozco bien y creo conocerte un poco, aunque seas en realidad un pozo profundo e insondable. Si Tutmés no te estuviera acosando, ¿me ofrecerías igual la corona? Supongamos que acepto y la ciño sobre mi cabeza. Supongamos que me convierto en el faraón Senmut 1. Tutmés presentará batalla y yo me veré obligado a defender a un Egipto que no está dispuesto a servirme. ¿Acaso esperas alargar la hora de tu triunfo a mis expensas? ¿Me usarás tú también, incluso ahora?

Hatshepsut arrojó la corona sobre la mesa y sepultó la cara entre las manos.

—Te amo, te amo. ¡Eso es lo único que sé! —sollozó—. No quiero morir, ni ahora ni nunca. ¡No quiero dejarte a ti, ni a las hermosas tierras de Egipto, ni a todos los que convirtieron mi vida en una delicia y en una fragancia que me invade! ¡Dame tu fuerza, oh amado mío!

Senmut la abrazó sin pronunciar palabra, anhelando dispersar con la fuerza de sus brazos las sombras negras y traicioneras de la eternidad.

27

Tutmés regresó un mes más tarde con su ejército, cargado con el botín prometido y un montón de rehenes en calidad de esclavos. Hatshepsut, con su mirada sensible y dolorida, lo encontró más crecido y dueño de sí y lo recibió con los labios apretados y un saludo frío, que él no pareció advertir. Permaneció de pie junto a ella mientras los tesoros de Gaza eran apilados a sus pies, relatando con voz grave los eventos más importantes de la campaña y del asedio. Ella lo acompañó al templo, donde Tutmés presentó sus respetos y su agradecimiento a Amón. Ya planeaba realizar importantes agregados al templo y tanto Menkheperrasonb, su arquitecto, como Min-mose, su ingeniero, lo acompañaron mientras inspeccionaba cada rincón de los atrios. Hatshepsut lo dejó absorto en su tarea y fue a reunirse con Senmut, pues deseaba saber cuál había sido la reacción del pueblo. Lo encontró con Hapuseneb.

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