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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (65 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Tutmés les hizo una señal y los tres giraron y abandonaron el recinto.

Cuando sus pisadas se desvanecieron, Tutmés dijo:

—Lo único que quisieron fue evitar una matanza. Eso es todo. También yo ignoro por completo lo que en realidad piensan.

—¡En cambio a ti no te aflige demasiado la posibilidad de que se derrame sangre egipcia!

Tutmés se acercó y Duwa-eneneh se puso tenso.

—No he venido a remover antiguas cenizas. El ayer ya no existe, y el mañana me pertenece. Bájate del trono.

—No.

—¡Bájate, Hatshepsut, o llamaré a mis soldados y haré que te derriben por la fuerza!

Hatshepsut habría querido gritarle: «¡Hazlo, entonces! ¡Hazlo!», pero era un desafío sin sentido, apenas un pequeño gesto tonto. Después de encogerse de hombros descendió las gradas, con furia helada en la mirada.

—¡Allí lo tienes! ¡Es tuyo!

—Quítate la corona.

Por un momento Hatshepsut vaciló y palideció.

Al mirar dentro de esos enormes ojos negros, Tutmés vio una súplica, una temible sensación de derrota que, sorprendentemente, lo desgarró y lo llenó de compasión. También vio en ellos algo parecido a la muerte, un violento y pavoroso desmoronamiento. Estuvo a punto de extender los brazos, pero un relámpago de obstinación se abatió sobre él y disolvió ese atisbo de conmiseración.

—¡Quítatela!

—Tendrás que venir y sacármela tú mismo. Duwa-eneneh, guarda ese cuchillo. Ya ha habido demasiadas muertes.

El jefe de Heraldos envainó resignadamente su arma y apartó la vista. Tutmés se acercó a Hatshepsut y con un movimiento rápido le arrancó la pesada corona de la cabeza. El cabello de Hatshepsut cayó libremente y le enmarcó la cara. De pronto era nuevamente Hatshepsut, una mujer, una reina.

—¡Bueno, bueno! ¡Tenemos un nuevo faraón! —exclamó ella con un tono burlón que lo enfureció—. ¿Cuándo legitimarás tus derechos, Tutmés? Meryet no ve la hora de conducirte al templo y convertirse en reina.

—Meryet no me interesa —dijo él ásperamente—. Te quiero a ti.

—¿A mí? —preguntó, azorada, Hatshepsut—. ¿Quieres que yo sea tu reina?

—Por supuesto. Meryet no tiene las aptitudes de una consorte, pero en cambio tú podrías gobernar activamente junto a mí. Juntos, formaríamos una pareja invencible.

—¿Me quieres decir que, a pesar de tener las manos empapadas en la sangre todavía tibia de las personas más queridas por mí, tienes el descaro de ofrecerme matrimonio? —Eso ya era demasiado, y Hatshepsut se desplomó sobre las gradas—. Supongo que cuando yo haya muerto, podrás casarte con Meryet y continuar gobernando Egipto sin ningún riesgo para ti. ¡Eres temerario, Tutmés; temerario y sin escrúpulos!

—¡No es verdad! —le respondió él con rudeza—. No te necesito, pues, como acabas de decir, tengo a Meryet. Pero te quiero a ti.

—¿Por qué? ¿Por qué, Tutmés? Yo ya tengo casi cuarenta años y tú apenas llegas a la mayoría de edad. ¡Vaya pareja!

—Muy bien. ¿Qué haré contigo, entonces? —saltó Tutmés, irritado—. ¡No puedo permitir que te pasees de un lado a otro creándome problemas!

—Eso, faraón, Que Vivirá Por Siempre —dijo ella con una tenue sonrisa—, es problema tuyo.

Sacudió la cabeza en dirección a Duwa-eneneh y abandonó la sala de audiencias en dirección a sus aposentos silenciosos y vacíos, dejando a Tutmés de pie y enfurruñado, con la corona entre las manos.

Tutmés decretó los habituales setenta días de duelo por Hapuseneb y Nehesi. Sus cuerpos habían sido confiados a los sacerdotes
sem
, quienes los envolverían con vendas y los prepararían para su último viaje. Pero Tutmés omitió deliberadamente referirse a Senmut.

—No merece que se haga duelo por él —le dijo a Hatshepsut—, ni tampoco ser sepultado. Fue un traidor.

Así que ella tuvo que llorarlo a solas, postrada frente a la imagen de Amón en su alcoba solitaria, elevando plegarias por él sin sacerdotes ni acólitos que sostuvieran los incensarios y rezaran los responsos. El dolor que sentía no le daba tregua y seguía creciendo en su interior hasta que toda ella terminó por convertirse en un interminable, atroz e intolerable sufrimiento. Rehusó asistir a las procesiones fúnebres, demostrando con su ausencia la repugnancia que esa farsa le provocaba, pero contempló las ceremonias de pie sobre el techo. Murmuró algunas oraciones cuando las barcas fueron empujadas con pértigas hasta la otra orilla del río, pero no lloró. Ya no le quedaban lágrimas para hacerlo. Lo único que le quedaba era un enorme y abrumador cansancio y una soledad imposible de soportar que llenaba los vastos salones de su palacio con ecos del pasado.

Dos días más tarde Tutmés y Meryet fueron al templo y la corona fue oficialmente colocada sobre la cabeza de Tutmés. Meryet recibió la pequeña corona con la cobra, exultante y sonriendo con aire triunfal. Esa noche la fiesta se prolongó hasta la madrugada y las oleadas del jolgorio flotaron hasta los aposentos de Hatshepsut, donde ella se encontraba tendida sobre su lecho. No podía dormir. Se había negado a acudir al templo. Tutmés la había amenazado, presionado e increpado, pero ella se limitó a mirarlo en silencio y a sacudir la cabeza enfáticamente.

—¿Por lo menos me ayudarás con los problemas de gobierno? —le había suplicado.

—Si lo deseas —le respondió con indiferencia después de encogerse de hombros—. Por cierto que Meryet no te servirá de nada en ese sentido y por lo menos me dará algo que hacer.

Necesitaba llenar sus días con alguna tarea pero, al cabo de dos meses, Tutmés le anunció que podía arreglarse sin ella, y Hatshepsut se retiró a sus aposentos con la misma calma glacial.

Le dolió tener que cederle a Tutmés el mando de los Valientes del Rey, pero el nuevo faraón había exigido los brazaletes de plata con las insignias de comandante y había enviado al propio subcomandante de Hatshepsut a pedírselas. La perversidad implícita en ese detalle mezquino que tenía como finalidad infligirle una nueva humillación la enfureció y contribuyó a que le resultara menos doloroso entregarle las insignias al pobre soldado en cuyo rostro adusto se traslucía la turbación que lo embargaba. Lo abrazó, le agradeció sus servicios y lo despidió.

Tutmés nombró a Menkheperrasonb, su arquitecto, Sumo Sacerdote de Amón. Hatshepsut no se acostumbró jamás a verlo con la piel de leopardo, cumpliendo sus oficios en el santuario del Dios cuando ella se dirigía allí a orar. Más de una vez, al encaminarse al templo abstraída en sus pensamientos, esperó encontrarse con el rostro de Hapuseneb y dio un respingo al toparse en cambio con Menkheperrasonb.

Era sólo uno de los innumerables cambios. Cierto día Hatshepsut mandó llamar a Duwa-eneneh, pues quería enviarle un mensaje a su nuevo mayordomo, pero el que entró en su habitación y la saludó con una reverencia fue Yamu-nedjeh.

—Mandé llamar a mi Jefe de Heraldos, no a ti —le dijo ásperamente—. ¿Dónde está Duwa-eneneh?

Yamu-nedjeh no sonrió.

—El noble Duwa-eneneh ha sido llamado a sus heredades del sur —dijo con mucha calma—. El faraón me ha nombrado Jefe de Heraldos en su lugar.

Hatshepsut observó con tristeza a ese joven alto de cejas tupidas y rectas y hombros cuadrados. No pudo contestarle nada. Era inútil luchar, gritar, exigir que Duwa-eneneh fuese reintegrado inmediatamente a su cargo. Sabía que jamás regresaría. Despidió a Yamu-nedjeh e hizo que Nofret llevara el mensaje.

A medida que las semanas fueron transcurriendo y cada nuevo día le proporcionaba pruebas nuevas y concluyentes de que su autoridad había caducado, Hatshepsut canalizó sus oleadas de energía en un frenético y furioso ejercicio físico. Cazaba a diario, con una crueldad nueva para ella. Mataba desaprensivamente en las tierras situadas al otro lado de los muros del palacio y volvía con carros repletos de aves y animales muertos, piezas cobradas que luego no volvía a mirar siquiera. Pasaba horas tirando al blanco con el arco y las flechas: tensar y soltar, tensar y soltar, horadando un blanco tras otro. A pesar de levantarse por la mañana con los músculos rígidos y el hombro dolorido, la frustración y la furia no la abandonaron, como había tenido la vaga esperanza de que sucediera.

Menkh la acompañaba en sus correrías con el carro, contrarrestaba sus temores, corría junto a sus perros para recuperar las presas abatidas. Parecía no haber cambiado. Parloteaba sin cesar, reía y brincaba frente a ella como lo había hecho toda la vida. No prestaba atención a los omnipresentes soldados que Tutmés apostaba para vigilarlos, y que los seguían dondequiera que fueran. Pero cuando Hatshepsut miraba a Menkh a los ojos, veía sangrar una herida tan profunda como la suya, un torrente de dolor que le resultaba imposible restañar. En todas esas palabras insustanciales que salían de sus labios no había referencia alguna al pasado ni al futuro, como si quisiera mantenerse a distancia, no sólo de ella, sino también de lo vivido anteriormente. Se escudaba tras los brillantes comentarios de ingenio cortesano sumados a su propio encanto; una defensa que fatalmente terminaría por derrumbarse y dar paso al duro resplandor de la realidad.

Tutmés estaba al tanto de las actividades que ambos compartían, como estaba al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor. Sopesé las cosas, reflexionó y finalmente decidió disolver con brutal celeridad la relación de camaradería que los unía.

Menkh la esperó junto a los cuarteles, debajo de los árboles, pero no vestido para ir de caza sino de viaje. A sus pies estaba su fardo y sobre el brazo su capa. Cuando ella se le acercó, él la saludó con una inclinación; pero al incorporarse, Hatshepsut percibió una expresión atribulada en su rostro. De la noche a la mañana, las líneas de risa que le rodeaban los ojos se habían transformado en implacables señales del paso de los años. Vio a los soldados detrás de él y volvió a mirarlo a los ojos. Menkh no esperó a que ella lo saludara.

—Mis más humildes excusas, Divina Dama, pero no podré acompañaros hoy en vuestra partida de caza… ni tampoco mañana. Debo partir.

—¿Tú? —preguntó ella, apabullada.

En el rostro de Menkh afloraron por un instante la aflicción, la furia y algo más; algo extraño y alarmante que pugnaba por apoderarse de él.

—El faraón necesita un guerrero de carro para incrementar el número de integrantes de un nuevo escuadrón que ha formado. Está constituyendo una nueva fortaleza en la frontera con Nubia, y me ha destinado allí. —Por último sonrió, pero esta vez con amargura—. Es un lugar que queda lejos, muy lejos de aquí.

—¿A qué distancia?

Hatshepsut estaba anonadada. ¿Cómo era posible que Tutmés, por inconmensurables que fueran sus recelos y sus sombrías especulaciones, pudiera imaginar siquiera que Menkh sería capaz de tramar algún complot con ella? Menkh, con ese temperamento alegre, abierto y transparente para todos.

—A una distancia tan abrumadora que no creo que jamás regrese. Esta guarnición se encuentra en pleno desierto, rodeada por los hombres de Kush. Pero los años son más largos que las distancias. En una palabra, Majestad —concluyó bruscamente—: he sido desterrado.

La mente de Hatshepsut se negó a funcionar. ¡Tú no, Menkh! ¡Mi último amigo, mi último recuerdo viviente! Si tú te vas, ¿quién me hablará de mi infancia en estos días en que no me queda otra cosa? Y Tutmés lo sabe. ¡Qué actitud tan implacable y rencorosa; y tan típica de él! ¿No le basta con tener mi trono?

—¿Y qué me dices de Ineni? —dijo, en cambio—. Sin duda Tutmés lo escuchará.

Menkh se encogió de hombros.

—Mi padre acudió al faraón. Tutmés lo trató con gran deferencia y respeto, pero no sirvió para nada. Mi padre ya es anciano y le tiemblan las manos. Su lengua ya no posee la persuasión de antes. Se le dijo que si su hijo elegía asociarse con un traidor, era natural que pagara las consecuencias.

—¿Y si yo intercediera por ti?

—¿De qué serviría? Perdonadme, Majestad, pero lo único que lograríais sería incrementar su odio.

—Y tú sufrirías las consecuencias. ¡Lo conozco bien! Pero ¿qué sufrimiento podría ser peor que éste, querido amigo de mi juventud?

Menkh contempló todo lo que lo rodeaba saboreando la gloria del día, con los ojos entornados por el fuerte resol. Los árboles crujían sobre sus cabezas y el estridente gorjeo de los pájaros era como una música disonante.

—He vivido toda mi vida en el paraíso —dijo, y lanzó una carcajada—. Ahora debo transitar por los infiernos. Será una marcha calurosa y desesperanzada. Sin embargo, Majestad, no pierdo las esperanzas.

Lo dijo con tono jovial, tratando de levantarle el ánimo, pero Hatshepsut no se dejó engañar.

Algo dentro de ella se tensó y se quebró.

—¡Oh, Amón, Amón! —exclamó—. ¿Acaso no he sido siempre obediente? ¿No he sido tu hija leal? ¿Por qué también esto?

El eco de su voz reverberó hasta ella desde el otro extremo del campo de adiestramiento, devolviéndole palabras que no eran las que ella había pronunciado. «¿Y yo, no te he dado acaso lo que tu corazón anhelaba? ¿No supusiste que el precio sería muy alto?».

Hatshepsut se mordió los labios.

—Conserva las esperanzas si quieres, querido amigo, pero mucho me temo que morirán contigo. Yo, por mi parte, ya he perdido toda esperanza y toda alegría.

Menkh se le acercó.

—Adiós, Hatshepsut, faraón, Que Vivirá Por Siempre. Es mucho lo que hemos llevado a cabo juntos. Cuánto más habríamos podido hacer si no hubiese intervenido la mano del destino.

No lo dijo como un criado a su amo sino como un amigo a otro amigo.

Por más que lo miró a los ojos, Hatshepsut no pudo encontrar ni rastro del joven que había bailado en sus fiestas, que solía hacer restallar el látigo alegremente sobre las cabezas de sus gallardos caballos, que se había burlado de ella en el campo de batalla por el sudor y la mugre que la cubrían y la furia que la embargaba. Silenciosamente, Hatshepsut se despidió de las risas y de la despreocupada alegría que habían coloreado su relación a lo largo de los años. Tuvo la premonición de que los dioses abatirían a Menkh mucho antes de que los hombres de Kush tuvieran ocasión de tensar sus arcos.

Se inclinó apenas hacia adelante y lo besó en la boca.

—No hables más del destino —le dijo con aspereza—. Recuérdame, Menkh, en las largas noches del desierto, como yo te recordaré a ti.

Él le hizo una reverencia y levantó su fardo.

—Sea —dijo—. ¡Tal vez encontréis otro conductor para vuestro carro, Majestad, pero juro que ninguno tendrá mi gracia!

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