—Estás embrujada —dijo Tutmés—. Así que quieres que juntos hagamos un hijo para que se case con Neferura y gobierne Egipto.
—Exactamente. Mi hijo y mi hija, ambos dioses.
—Cabe la posibilidad de que no tengamos un varón sino otra niña.
—Debo correr ese riesgo. Es preciso que lo hagamos, Tutmés. Ningún vástago de Aset usará la doble corona mientras yo pueda impedirlo.
—¡Me adulas! —exclamó él en tono sarcástico.
Ella lanzó una interjección y le rozó el muslo.
—No fue mi intención ofenderte. Pero tú y yo fuimos engendrados por la misma simiente real.
—Yo soy faraón y tus palabras no me afectan —dijo él encogiéndose de hombros—, pues no puedes privarme de mis derechos.
—¡Mi querido Tutmés! —exclamó ella con dulzura—. ¿No te he brindado siempre el respeto que un faraón se merece?
—No, de ninguna manera, pero eso ya no tiene importancia. Te llevo en la sangre, Hatshepsut, como un veneno abominable; y en todos estos años en que estuvimos separados jamás logré liberarme del anhelo que sentía por ti.
—Entonces sírveme vino y cierra las puertas con llave, y recuperemos todo el tiempo que mi necedad nos hizo perder.
Tutmés tomó la jarra de oro cincelado y cumplió con su deseo, y su vanidad le impidió preguntarse el porqué de la impaciencia de Hatshepsut por beber. Se tomaron del brazo y bebieron con gran lentitud. Cuando ella sintió la calidez del vino en sus venas y cierto embotamiento en la cabeza, cerró los ojos y le ofreció su boca, sabiendo que en pocos momentos más el rechazo que el cuerpo de su marido le provocaba desaparecería, devorado por las oscuras corrientes de su propia pasión.
Aguardó con verdadera ansiedad la aparición de los primeros síntomas de embarazo, acosando a su médico y escrutándose con impaciencia. Cuando por fin supo que una vez más le daría a Tutmés y a Egipto un hijo, se dirigió inmediatamente al templo para implorarle a Amón que fuera varón. Todo el país recibió la nueva con alborozo, a excepción de Aset, que lo hizo en un silencio ominoso; alzó al pequeño Tutmés, lo sentó en sus faldas y lo abrazó con una ferocidad que atemorizó al pequeño, y jamás habló del futuro nacimiento con el faraón. Tutmés, por su parte, no estaba ni fascinado ni molesto ante la perspectiva de ese nuevo hijo, pero en cambio estaba resuelto a no volver a ofender a Hatshepsut para poder seguir disfrutando de las delicias de su cuerpo firme; y ella lo recibía de buen grado, entregándose a él con gratitud a medida que la antigua depresión que la embargaba la iba abandonando.
Con el correr del tiempo volvió a sumirse en una especie de letargo y a preguntarse si la criatura que llevaba en sus entrañas no sería otra niña. Amón no le había dado ninguna señal y, aun en la intimidad de su propia alcoba, cuando noche tras noche se arrodillaba frente al altar de Dios, en ningún momento tuvo la certeza de que sus súplicas hubieran tenido acogida favorable.
A medida que la fecha de nacimiento se aproximaba, la ansiedad de Hatshepsut se fue propagando a los que la rodeaban y luego a toda la ciudad, hasta que, tanto Tebas como el palacio y el templo, se convirtieron en un hervidero de conjeturas. Senmut hizo todo lo posible por mantener a Hatshepsut ocupada con los problemas cotidianos de gobierno, pero ni siquiera junto a él sus preocupaciones le daban tregua. Tenía la cabal y punzante certeza de que ésa era su última oportunidad, de que sólo si lograba darle a Egipto un faraón varón y de pleno linaje real se resignaría a ocultar la impotencia que sentía por tener que permanecer en segundo plano con respecto a Tutmés por el resto de su vida.
Finalmente llegó la hora y una vez más los príncipes de Egipto fueron convocados junto al lecho real. Esta vez el alumbramiento fue más rápido. Hatshepsut, que recorría sin cesar el trayecto de la cama a la pared entre una punzada de dolor y la siguiente, carcomida por la duda y la impaciencia, casi no tuvo tiempo de acostarse y ser preparada antes de que la criatura hiciera su aparición en el mundo entre llantos y sacudidas.
Hubo un momento de intenso suspenso, y luego la comadrona giró, sonriendo, mientras el médico comenzaba a guardar sus drogas.
—¡Es otra niña! ¡Y vaya si es hermosa!
Hatshepsut lanzó un único y prolongado grito de protesta y sepultó la cara en las almohadas, y los hombres fueron abandonando la habitación en silencio, complacidos de que hubiera una nueva princesa y algo azorados por la reacción de la reina, pues era obvio que la existencia de otra niña constituía una salvaguardia frente a la posibilidad de una súbita muerte de Neferura, y la seguridad de que, llegado el momento, el príncipe heredero vería legitimados sus derechos al trono.
Senmut vaciló un momento en la puerta, pues habría deseado regresar a la habitación y consolar a esa mujer cuyos sollozos ahogados oía con toda claridad, pero decidió que era más prudente dejarla sola, así que estampó su enorme sello junto a los de los demás sobre el papel que Anen sostenía sobre sus rodillas y caminó de vuelta a su palacio entre los murmullos de la noche.
Tutmés, en cambio, no se mostró tan sutil: permaneció de pie junto al lecho de Hatshepsut, agachado sobre ella con expresión de muda condolencia, acariciando sus hombros abatidos. Pero cuando trató de levantarla, ella se soltó de sus manos casi con furia y, al cabo de un momento de indecisión, Tutmés también partió. Le apenaba saber que se sentía derrotada, y le apenaba también saber que jamás le sería posible comprender los vericuetos de su mente. A fin de cuentas, pensó con cierta culpa mientras regresaba a sus propios aposentos, ella es realmente la Hija de Amón, su auténtica e indudable imagen y semejanza, y debe ser doloroso para un dios morir sin dejar a otro dios para que gobierne en su lugar. Las sutiles ramificaciones de ese hecho le resultaron agotadoras y, puesto que se había levantado muy temprano, se acostó y durmió profundamente.
En el cuarto de los niños, Neferura contempló a su nueva hermana con nerviosa desazón, y su madre se sumió finalmente en un sueño exhausto y malhumorado.
Aset había obligado a Tutmés a prometerle que le comunicaría las novedades en cuanto Hatshepsut diera a luz, así que, antes de ir a acostarse, le ordenó a su heraldo con un suspiro que se encargara de comunicárselo. Imaginaba cuál sería su reacción y deseó, con cierta nostalgia, que no fuera tan resentida y mezquina. Pero, después de todo, se dijo mientras su esclava lo cubría con la sábana y se alejaba tras una inclinación, ni siquiera un faraón puede tenerlo todo.
La reacción de Aset fue precisamente la esperada. El heraldo la encontró en el jardín, arrojándole una pelota a su hijo, mientras el pequeño corría de un lado a otro por entre los árboles y trataba de saltar los macizos de flores. Al ver a ese hombre alto que se dirigía hacia ella caminando sobre el césped, flanqueado por dos escoltas que parecían leones gemelos, se puso de pie con el corazón en la boca y el balón se resbaló de esos dedos que de repente se le habían congelado. El heraldo y los dos miembros del Ejército de Su Majestad se inclinaron ante ella y Aset se protegió los ojos del sol con mano temblorosa.
—¿Y bien? —preguntó con impaciencia—. ¿Qué ha dado a luz la reina: un varón o una niña?
El heraldo sonrió tenuemente.
—La Divina Consorte, Bienamada de las Dos Tierras, ha dado a luz hoy a… una niña, Majestad.
Aset entornó los ojos que ya le centelleaban y de improviso estalló en carcajadas. Rió hasta quedar con la cara empapada por las lágrimas, hasta terminar dobla da en dos. Los tres hombres la contemplaban con incredulidad, incapaces de dar crédito a esa muestra flagrante de irreverencia. El pequeño corrió hacia ella, levantó la pelota del suelo y se abrazó a ese juguete suyo mirando a su madre con azoramiento, pero ella siguió riendo hasta que el dolor que sentía en todo el cuerpo le impidió continuar. Finalmente se enderezó, jadeando y secándose los ojos con la túnica.
El heraldo aguardó con actitud indiferente y rostro impasible.
—¿Deseáis enviarle algún mensaje al faraón? —le preguntó.
Al oír su tono helado, Aset recuperó su compostura y lo enfrentó con aire insolente.
—No. Sólo dile que hoy me siento muy bien… y muy feliz.
El heraldo le hizo una rígida reverencia y giró sobre sus talones alejándose con la espalda bien erguida.
Aset cayó de rodillas frente al pequeño Tutmés y se puso a acariciarle la cabeza rapada y los brazos tostados y musculosos, en un paroxismo de dicha.
—¿Has oído, pequeño príncipe? ¿Lo has oído? ¡Serás rey! ¡El faraón Tutmés III! ¡Qué apuesto lucirás con esa brillante doble corona, y qué poderoso! ¡Imagínate; yo, una humilde bailarina de Asuán, convertida en la madre de un faraón!
Pero su expresión distaba mucho de ser humilde cuando le quitó la pelota y la arrojó hacia arriba con todas sus fuerzas. Fue trepando por el aire, cada vez más alto, hasta perderse en el sol y caer del otro lado del muro que separaba sus dominios de los de Hatshepsut. Entonces volvió a prorrumpir en carcajadas frente a esa nueva señal y, tomando bruscamente a su hijo de la mano, lo condujo lentamente al interior.
Lo cierto es que el episodio fue corriendo de boca en boca, y al cabo de dos días, ya nadie ignoraba que la Segunda Esposa Aset se había reído a carcajadas de la nueva hija de la reina y hasta había tenido el descaro de enviarle un mensaje al mismísimo faraón diciéndole lo feliz que se sentía.
Hasta que, cierta mañana, el episodio llegó finalmente a oídos de Hatshepsut de labios de su peluquera. A pesar de sentirse furiosa, logró conservar su máscara de indiferencia hasta que la necia mujer partió. Entonces arrojó los cosméticos al suelo con un solo movimiento violento del brazo y se encaminó a la sala de audiencias de Tutmés, apartando al guardia que custodiaba la puerta con tal ímpetu que el pobre hombre fue a dar contra la pared y dejó caer la lanza. Aunque Hatshepsut todavía no se encontraba del todo repuesta del parto y estaba un poco débil, avanzó resueltamente hacia el trono, en cuyas gradas estaba instalada Aset y reunidos los miembros de su séquito, y les ordenó a todos que abandonaran la habitación.
—¡Tú también, desvergonzada! —le gritó a Aset, con una expresión de ferocidad tal en el rostro, que Aset obedeció sin titubear, despojada de su habitual aplomo insolente.
Tutmés bajó del trono, espantado, y Hatshepsut arremetió contra él, con cara enardecida, obligándolo así a retroceder.
—¡Ya bastante tengo con tener que soportar tus torpezas, tu flagrante ineptitud y tus pavoneos! —le gritó—. ¡Pero ser insultada en mi propio palacio, bajo las narices de un alto funcionario de la corte, por una campesina disfrazada de princesa, eso sí que no pienso tolerarlo! Hasta ahora la he aguantado por ti, Tutmés. El faraón no está haciendo nada contra la ley, me dije. Le está permitido tomar otra esposa porque es su privilegio hacerlo, aunque se le ocurra elegir una mujer cuya sangre y profesión son un insulto hasta para el aire que respiro. Es estúpida y mezquina, Tutmés, y jamás podrá adquirir la educación ni los modales que no recibió por herencia. Pero es a ti a quien le debo el golpe de gracia decisivo, la más alevosa vejación a mi paciencia y a mi cooperación, pues siempre te he brindado ambas cosas: porque al dejar impune semejante irreverencia, una blasfemia de tal magnitud, es como si les estuvieras diciendo a todos: «¡Mirad! ¡Mi esposa se ríe de mi esposa y también yo prorrumpo en carcajadas!».
Quedó un momento sin aliento y se interrumpió, con los puños apretados y la cara demudada. Pero no había concluido.
—Lo que es más —dijo ya un poco más calmada, acercándosele—, si no te ocupas de ordenar que sea confinada a sus aposentos hasta que mi cólera se haya aplacado, yo misma la haré azotar. Puedo hacerlo, Tutmés, y ni siquiera tú puedes impedírmelo. Es preciso poner coto a Aset, y debe hacerse ahora mismo, antes que su ostentosa codicia y ambición la lleven bajo el hacha del verdugo.
Tutmés se puso a juguetear con sus anillos con aire desdichado. El acceso de furia de Hatshepsut no le preocupaba demasiado pues sabía que sus arrebatos solían desvanecerse con la misma celeridad que brotaban. Pero comprendía que la acusación era justa y que su propia cobardía lo había llevado a que una afrenta contra el protocolo y la decencia quedara impune.
—De veras lo siento, Hatshepsut. Tienes toda la razón del mundo —dijo, observando que el furor de su hermana se encontraba ya en franca curva descendente—. Desde luego que castigaré a Aset, pero debes comprender que no recibió la misma educación que nosotros y que su vida no ha sido precisamente fácil.
—Oh, Tutmés —dijo Hatshepsut con aire cansino—. Muchas personas nacen en la indigencia y sin embargo consiguen vivir con humildad y rectitud al servicio de Dios y de su prójimo. No creo que ninguna otra mujer de Tebas sea capaz de mostrarse tan dura de corazón como ella, ni siquiera con su peor enemigo. Y, por otra parte, yo no soy en absoluto su enemiga, cosa que Aset comprendería si reflexionara un poco. Incluso podría haber sido su amiga.
—Le inspiras temor —señaló Tutmés—. Se siente insegura, como si tuviera que vigilar todo el tiempo por encima del hombro. Y, para ella, la reina es una rival formidable.
Hatshepsut dejó escapar una carcajada.
—¿Cómo se atreve a pensar en mí en términos de rivalidad? Pues yo soy el dios, y en cambio ella, ¿quién es? Es inútil que esté vigilando por encima del hombro, pues ella misma es su peor enemiga.
—Lo siento —repitió Tutmés—. ¿Quieres que la haga azotar?
Hatshepsut contempló con lástima y desprecio ese rostro ceñudo y preocupado.
—No será necesario. Por lo menos en esta oportunidad. Pero si persiste en su actitud necia, tal vez no quede otro remedio. No, Tutmés; sólo enciérrala en sus aposentos y prohíbele que salga a] jardín. No deseo verla por mucho, mucho tiempo; ni durante las comidas, ni en mis caminatas y tampoco en ninguna celebración pública. Ahora regresaré a la cama. —Le hizo una leve inclinación a Tutmés y avanzó hacia la puerta. De pronto se volvió, mientras en su boca se dibujaba una extraña sonrisa—. ¿Qué te parece tu nueva hija?
Tutmés se agitó con incomodidad.
—Si quieres que te diga la verdad, Hatshepsut, no lo sé. No cabe duda de que es más robusta que Neferura, pero no encuentro en sus rasgos ninguna semejanza con nosotros dos ni con sus abuelos.
—Tampoco yo —dijo Hatshepsut con una mueca—. ¡Oh, bueno, no fue la voluntad de Amón darme un rey! —y salió, cerrando la puerta con suavidad.