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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (28 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Durante tres días fueron agasajados por los habitantes de Heliópolis y, al cuarto día, levaron anclas y salieron a relucir los remos.

—Oh, Tebas, mi hermosa Tebas —suspiró Hatshepsut—. Padre mío: he disfrutado enormemente de este viaje pero me alegro de regresar a casa. —La Cobra centelleaba en su frente cuando giró la cabeza para mirarlo—. Mi cuerpo necesita con urgencia reanudar las prácticas en el campo de adiestramiento, y estoy impaciente por comenzar a erigir mi templo.

—¿Así que ya sabes lo que deseas construir?

—Así lo creo, pero no puedo hablar de ello hasta haber consultado a Senmut.

—Ah, sí. El joven y apuesto arquitecto. Sin duda debe de estar muy atareado en este momento, pues Ineni ha sido nombrado Alcalde de Tebas y no creo que le quede mucho tiempo libre para dedicarlo a sus preciosas construcciones.

Hatshepsut estaba atónita.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Me avisaron anoche. También los heraldos surcan el río, como nosotros.

—¡Qué hermoso ha sido todo! —dijo ella con un suspiro de satisfacción—. ¡Mi madre se habría sentido tan feliz de yerme coronada en el templo!

—No lo creo —le replicó Tutmés con afecto—. Siempre le preocupó mucho tu futuro, y la corona que ahora llevas no es nada comparada con la que recibirás el Día de Año Nuevo —dijo con una sonrisa llena de ternura—. No, me parece que no lo habría aprobado en absoluto.

—Supongo que tienes razón. Y ahora soy yo quien lleva los títulos que fueron de ella. Gran Esposa Real. ¡Qué extraño me suena! Recuerdo haber oído esas palabras en labios de tantas personas, desde que nací. ¡Cuánto la amaba el pueblo de Egipto!

Se preguntó entonces si también la amarían a ella, pero luego decidió que eso no tenía ninguna importancia. Lo único importante era el poder; el poder para obligar a sus súbditos a cumplir su voluntad por su propio bien. Y ese poder ya casi se encontraba al alcance de su mano.

12

Atracaron junto al desembarcadero familiar dos días antes de Año Nuevo. El río había recobrado su ancho normal y las tierras zumbaban con las diligencias de la siembra. En los jardines del palacio había brotes nuevos por donde se mirara, y los árboles y arbustos habían empezado a florecer. Para delicia de Hatshepsut, su regreso al hogar fue como un colosal y único aroma de flores combinadas. Soportó los recibimientos formales, feliz de oír los nuevos títulos que se le daban. Saludó a Ineni con una enorme sonrisa y, cuando éste partió con el faraón para ponerlo al tanto de todas las novedades, Hatshepsut llamó a su guardia y a sus asistentes y fue en busca de Senmut.

Lo encontró tendido de espaldas entre la hierba alta que crecía al borde del pequeño estanque ubicado junto a los sicomoros, debajo del muro. Ta-kha'et se encontraba con él, cubriéndole el pecho de flores. Hatshepsut oyó que reían y, para su gran sorpresa, se sintió contrariada. Caminó hacia ellos y, cuando la oyeron aproximarse, Senmut le dijo algo a Ta-kha'et que hizo que la muchacha se alejara deprisa. Entonces Senmut corrió al encuentro de Hatshepsut y se postró ante ella, quien ya no pudo seguir enojada.

—Levántate, sacerdote —le dijo—. Veo que en mi ausencia has empleado muy bien tu tiempo.

El tono era burlón, pero detrás de esa sonrisa Senmut percibió un dejo de irritación y volvió a hacerle una reverencia.

—No he malgastado mi tiempo, Divina Señora, si bien confieso que la magnificencia de vuestro regalo me ha tentado en más de una ocasión a entregarme a la indolencia. —La mirada franca de Senmut buscó sus ojos para tranquilizarla; ella apartó la vista y el fastidio que la embargaba se esfumó—. Tengo algunos bosquejos que aguardan vuestra aprobación.

—Entonces vayamos inmediatamente a verlos, pues estoy impaciente por comenzar y ya sé lo que quiero —replicó ella con tono seco.

Permanecieron un momento sonriéndose mutuamente, contentos de estar de nuevo juntos. Senmut sabía que muy pronto ella se convertiría en regente, pues aunque el faraón no había hecho ningún anuncio oficial, Tebas era un verdadero hervidero de rumores y todos estaban enterados de su coronación como Divina Consorte y Gran Esposa Real. La Cobra que llevaba sobre la frente le sentaba bien, a juicio de Senmut. Parecía simbolizar todas sus capacidades latentes y su fuerza impaciente que aguardaban la oportunidad de expresarse. Senmut también pensó que la doble corona real le sentaría aún mejor. Ella lo miraba con serena felicidad, los ojos entornados por el fuerte sol, el cabello negro flameándole alrededor de la cara. Su mayor apreciación de lo femenino, que le debía en gran medida a Ta-kha'et, le permitió admirar no sólo la belleza de Hatshepsut como reina y Dios, sino la enorme fascinación y ministerio que ejercía sobre él como mujer. Deseaba apartarle el cabello de la cara y sujetárselo detrás de las orejas, pero en cambio se cruzó de brazos y aguardó.

—Condúceme a tus aposentos —le dijo ella— y juntos beberemos vino, comeremos tortas de miel y estudiaremos esos planos.

Fueron a los aposentos de Senmut, donde Ta-kha'et dio la bienvenida a su ama y les ofreció vino tinto en jarros de alabastro, pequeñas copas de oro y una bandeja de plata con dátiles confitados y tortas de miel. Cuando Ta-kha'et terminó con sus tareas Senmut la despidió con aire ausente mientras buscaba sus rollos y sus anotadores de papiro, y antes de que las puertas se cerraran tras ella ya la había borrado de su mente.

—Esto es lo que tengo pensado —dijo, desplegando su trabajo sobre el escritorio.

Hatshepsut se inclinó sobre los dibujos, y su cabello y sus collares cayeron hacia adelante. A pesar de estar tan próximo a ella, Senmut no tenía ojos en ese momento para otra cosa que no fueras esas hojas amarillentas cubiertas por líneas negras y prolijas trazadas por él.

—Como podéis ver, Alteza, no he intentado realizar un proyecto de gran altura pues, como bien dijisteis, ninguna construcción podría competir con los acantilados de Gurnet. Por eso he pensado en una serie de terrazas, una encima de la otra, que partan del suelo del valle y conduzcan al santuario que deseáis hacer tallar en lo más profundo de la roca.

—Has hecho un buen comienzo —dijo Hatshepsut—, pero las terrazas deben ser más anchas y más largas para que no queden comprimidas contra el acantilado. ¡Dibújamelo! —Él obedientemente lo hizo y ella exclamó con satisfacción—: ¡Sí! Todo el templo debe ser etéreo y delicado, como yo.

—No habrá peldaños para llegar hasta él —dijo Senmut—; considero que lo mejor sería una extensa rampa que permita un ascenso gradual. Y debajo de la primera y segunda terraza, y a la entrada del santuario, debe haber pilares, bien espaciados y con mucho aire.

Y con unos pocos trazos rápidos se lo dibujó, y los ojos de Hatshepsut se iluminaron.

—Quiero que haya otras capillas, además de la reservada a mi culto —dijo ella—: una dedicada a Athor y otra a Anubis. Y, desde luego, todo el templo estará consagrado a mi Padre Amón, quien también debe tener su altar.

—¿En la roca? ¿Todos ellos?

—Así lo creo. Haz que tu ingeniero se gane su pan. Ahora sírveme un poco más de vino.

Senmut llenó las dos copas y ambos se enfrascaron en un cambio de ideas sobre el templo, mientras bebían juntos y olvidaban esa hora habitualmente dedicada al reposo.

—Quiero que la obra se inicie inmediatamente: mañana mismo —le dijo—. Llévate una cuadrilla de hombres para que despejen el lugar. Si lo deseas puedes utilizar lo que queda del templo de Mentuhotep.

—La operación de despeje tomará un buen tiempo, Alteza, pues existe una elevación natural del terreno al pie de los acantilados que es preciso nivelar.

—Eso es problema tuyo. Pide lo que te haga falta. Los sacerdotes han aprobado el emplazamiento; yo me ocupé personalmente de ello el mismo día que descubrí ese lugar sagrado, así que no hay nada que nos impida comenzar enseguida. ¡Ya verá mi hermano de lo que es capaz una reina!

De pronto pareció sumergirse en algún pensamiento lúgubre, que le hizo fruncir el ceño y dejar caer sobre las rodillas la mano que sostenía los rollos. Segundos después le lanzó una mirada escrutadora y fría, tan parecida a las de su padre que Senmut reprimió un estremecimiento.

—Dentro de dos días debo ir al templo para ser coronada regente de Egipto —le dijo, pero Senmut no le respondió—. Entonces mi vida cambiará, sacerdote. Muchos de los que hasta ahora se han inclinado con indulgencia ante mí y me han llamado alteza comenzarán a apartar los ojos del rey y a eliminarme de sus pensamientos. Debo comenzar a rodearme, con gran cuidado, de aquellas personas en las que puedo confiar. Personas en las que puedo confiar ciegamente —repitió con lentitud, con expresión meditabunda y con los ojos fijos en él—. ¿Qué te parecería convertirte en mayordomo de Amón?

Durante ese segundo interminable de conmoción y de sorpresa, Senmut recordó de pronto su primer día en Tebas y también al altanero y perfumado siervo de Dios que había escuchado con aire tan aburrido las ansiosas recomendaciones de su padre en su despacho blanco y dorado. Revivió la vergüenza y las ganas de salir corriendo de aquel día y el olor de la transpiración nerviosa de su padre.

—Alteza, no os comprendo —dijo.

—Yo creo que si —dijo Hatshepsut, sonriendo—. Desde el principio te has mostrado discreto. No has titubeado en defender la admiración y la lealtad que sientes por mí y por tu amigo frente al faraón mismo, y no creo que eso fuera nada sencillo. Te necesito en el templo, Senmut, como guardián mío. Amo al Dios, mi Padre, y rindo homenaje a sus servidores, pero no soy estúpida. Todavía soy joven para ser rey y no tengo experiencia. Muchos en el templo no cesarán de vigilarme y temerán perder la posición que ocupan. Te colocaré por encima de ellos, como mayordomo, y me servirás con eficiencia. Estoy segura de ello. ¿Ahora lo entiendes?

Si, lo entendía, pero no podía evitar seguir sumido en la visión de las espaldas de su padre, postrado ante ese hombre de albas y resplandecientes vestiduras, y sus propias manos temblorosas y ásperas por el trabajo en la tierra, extendidas como en una súplica.

—Ya os he dicho antes que sólo vivo para serviros —le respondió—, y eso es lo que haré. Sólo a Vos venero.

—Entonces es asunto arreglado. Haz una buena limpieza en el templo y quita de allí todos aquellos sacerdotes que no te merezcan confianza; y no temas a nadie más que a mí. Preséntame tu informe todos los días a la hora de las audiencias, y te daré un portador de insignias para anunciarte y escribas que te acompañen. Serás el superintendente de los campos, el jardín, las vacas, los siervos, los labradores y los graneros de Amón. ¡Y pobre del que se atreva a enfrentarse a ti!

Senmut siguió mirándola pero ya su mente se encontraba sumida en cavilaciones. La responsabilidad era pavorosa pero Hatshepsut, con su habitual perspicacia, había elegido tareas que él estaba en condiciones de llevar adelante gracias a su experiencia en las faenas del campo. Con respecto a sus obligaciones no explicitadas no tenía la misma certeza de ser competente, pero sabía que nadie en el templo se animaría a sembrar la discordia mientras él ocupara el cargo de mayordomo.

—Sigue viviendo en estos aposentos —le dijo ella— hasta que tomes conciencia de la importancia de tu nuevo cargo. Entonces haré construir un palacio para ti, y tendrás tu propio barco, tu propio carro y cualquier otra cosa que desees.

Senmut le estudió el rostro, pero vio que se lo decía en serio y en la penumbra fresca de la habitación tuvo la sensación de que ella, sin palabras, trataba de comunicarse con él, mientras su rostro seguía ostentando una expresión de serena e insondable búsqueda. Senmut supo entonces que intuitivamente, casi sin saberlo ella misma, necesitaba de aquel muchacho que la había sacado del lago por la fuerza, que había expresado sueños muy similares a los suyos, que como hombre seguía movido por el mismo impulso que lo había llevado a suplicar un lugar a los pies de Ineni. Deseaba decirle que la amaba, que ese templo no sólo sería el regalo de ella al Dios y a sí misma sino también un regalo de amor que él le ofrecía a ella, todo lo que un hombre inferior podía hacer por la mujer que anhelaba tener en sus brazos. Sus ojos sin duda le transmitieron algo de lo que habría deseado decirle, porque ella le sonrió con cierta añoranza.

—En tu interior posees una gran nobleza, Senmut. Te aprecio mucho. ¿Recuerdas cómo me enfurecí cuando me restregaste con aquella vieja frazada raída? ¿Y cómo me quedé dormida contra tu hombro?

—Sí, lo recuerdo, Alteza. Erais una muchachita muy hermosa. Y ahora sois una mujer hermosa.

Lo dijo con aire casual, pero las palabras quedaron flotando en el aire y Senmut se mordió los labios y se puso a contemplar el suelo.

—Yo soy Dios —dijo Hatshepsut con tono categórico, y el hechizo se rompió. Ella se puso de pie—. Ya casi es la hora de la cena. Acompáñame, y comeremos y conversaremos con Menkh y Hapuseneb. Tal vez User-amun se encuentre también allí. Quiero presentártelo. Tengo especial interés en que me digas lo que piensas acerca de todos mis amigos, pues muy pronto es posible que sean más que eso y tu opinión es inestimable para mí. También quiero que conozcas a Tutmés, mi hermano, que acaba de regresar del norte para mi coronación.

También él se puso de pie y le hizo una reverencia.

—Alteza, acaba de ocurrírseme que Senmen, mi hermano, me sería de gran ayuda en mi nuevo trabajo. ¿Puedo mandarlo llamar, y quizá reemplazarlo en casa con un esclavo? Sé que mi padre lo necesita, pero yo creo necesitarlo aún más.

—No hace falta que me lo preguntes siquiera. Elige tú el equipo de colaboradores que convenga más a tus fines. ¿Aprecias a tu hermano?

—Si. Hemos trabajado juntos con frecuencia.

—¡También yo he trabajado frecuentemente junto a mi hermano! —le respondió ella mientras pasaba caminando junto a él—, y debo confesar que lo encuentro soberanamente aburrido. Pero tal vez tú descubras alguna afinidad con él, pues le fascina hacer construir monumentos, y ya ha embellecido Egipto con unos cuantos.

Hatshepsut aguardó a que él se pusiera a la par y luego echaron a andar por entre las sombras azuladas mientras los criados los precedían con las lámparas. La noche se cerró alrededor de ellos con una dulzura e intensidad acrecentada por las estrellas que acababan de asomarse en el firmamento y que bordaban con diseños plateados el agua de los estanques de lilas, por la brisa cargada de fragancias, y por la proximidad de sus cuerpos.

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