—Eso es una línea de árboles —dijo Merry—, y seguramente señala el camino. Los árboles crecen todo a lo largo, durante muchas leguas al este del Puente. Algunos dicen que los plantaron en los viejos días.
—Espléndido —dijo Frodo—. Si seguimos marchando como hasta ahora, habremos dejado las Quebradas antes que se ponga el sol y buscaremos un buen sitio para acampar.
Pero aún mientras hablaba se volvió para mirar hacia el este y vio que de aquel lado las lomas eran más altas y se alzaban por encima de ellos; y todas esas lomas estaban coronadas de montículos verdes y en algunas había piedras verticales que apuntaban al aire, como dientes mellados que asomaban en encías verdes.
De algún modo esta vista era inquietante; se volvieron y descendieron a la depresión circular. En el centro se erguía una única piedra, alta bajo el sol, y a esa hora no echaba ninguna sombra. Era una piedra informe y sin embargo significativa: como un mojón, o un dedo guardián, o más aún una advertencia. Pero ellos tenían hambre y el sol estaba aún en el mediodía, donde no había nada que temer, de modo que se sentaron recostando las espaldas en el lado este de la piedra. Estaba fresca, como si el sol no hubiera sido capaz de calentarla, pero a esa hora les pareció agradable. Allí comieron y bebieron y fue aquel un almuerzo al aire libre que hubiese contentado a cualquiera, pues el alimento venía de "bajo la colina". Tom los había aprovisionado como para toda la jornada. Los poneys desensillados retozaban en el pasto.
La cabalgata por las lomas, la comida abundante, el sol tibio y el aroma de la hierba, un descanso algo prolongado con las piernas estiradas, de cara al cielo: estas cosas quizá bastan para explicar lo que ocurrió. De cualquier manera los hobbits despertaron de pronto, incómodos, de un sueño que no había sido voluntario. La piedra elevada estaba fría y arrojaba una larga sombra pálida que se extendía sobre ellos hacia el este. El sol, de un amarillo claro y acuoso, brillaba entre las nieblas justo por encima de la pared oeste de la depresión. Al norte, al sur y al este, más allá de la pared, la niebla era espesa, fría y blanca. El aire era silencioso, pesado y glacial. Los poneys se apretaban unos contra otros, las cabezas bajas.
Los hobbits se incorporaron de un salto, alarmados y corrieron hacia el reborde oriental. Descubrieron que estaban en una isla, rodeados de niebla. Miraban aún consternados la luz crepuscular, cuando el sol se puso ante ellos hundiéndose en un mar blanco y una sombra fría y gris subió detrás en el este. La niebla trepó por las paredes y se alzó sobre ellos y mientras subía se replegó hasta formar un techo: estaban encerrados en una sala de niebla cuya columna central era la piedra vertical.
Tuvieron la impresión de que una trampa se cerraba sobre ellos, pero no se desanimaron del todo. Recordaban todavía la prometedora visión de la línea del camino y no habían olvidado la dirección en que se encontraba. De todos modos se sentían ahora tan a disgusto en aquella depresión alrededor de la piedra, que no tenían la menor intención de quedarse. Empacaron con toda la rapidez que les fue posible, los dedos entumecidos por el frío.
Pronto estuvieron conduciendo los poneys en fila por sobre el reborde y descendieron por la falda norte de la loma, hacia el mar de nieblas. A medida que bajaban la niebla se hacía más fría y más húmeda, y los cabellos les colgaban chorreando sobre la frente. Cuando llegaron abajo hacía tanto frío que se detuvieron para sacar mantas y capuchones que pronto se cubrieron de gotas grises. Luego, montando los poneys, continuaron marchando lentamente, siguiendo las subidas y bajadas del terreno. Se encaminaban, o así les parecía, hacia la abertura en forma de puerta que habían visto a la mañana en el extremo norte del largo valle. Una vez allí tenían que continuar en línea recta, tanto como les fuera posible y de un modo o de otro llegarían así al camino. No pensaban en lo que vendría luego, aunque esperaban quizá que más allá de las Quebradas no habría niebla.
La marcha era muy lenta. Para evitar separarse y extraviarse en direcciones diferentes iban todos en fila, con Frodo adelante. Sam marchaba detrás, y luego Pippin, y luego Merry. El valle parecía interminable. De pronto Frodo vio una señal de esperanza. A un lado y a otro una sombra comenzó a asomar en la niebla; y se le ocurrió que estaban acercándose al fin a la abertura entre las colinas, la puerta norte de las Quebradas de los Túmulos. Una vez del otro lado estarían libres. —¡Adelante! ¡Seguidme! —llamó por encima del hombro y corrió hacia adelante.
Pero la esperanza se convirtió pronto en alarma y confusión. Las manchas oscuras se oscurecieron todavía más, pero encogiéndose; y de pronto, alzándose ominosas ante él y algo inclinadas la una hacia la otra como pilares de una puerta descabezado, Frodo vio dos piedras enormes clavadas en tierra. No recordaba haber visto ningún signo parecido en el valle, cuando había mirado a la mañana desde lo alto de la loma. Ya había pasado casi entre ellas cuando se dio cuenta y en ese mismo momento la oscuridad pareció caer alrededor. El poney se encabritó relinchando y Frodo rodó por el suelo. Cuando miró atrás descubrió que estaba solo; los otros no lo habían seguido.
—¡Sam! —llamó—. ¡Pippin! ¡Merry! ¡Venid! ¿Por qué os quedáis atrás?
No hubo respuesta. Frodo sintió que el miedo lo dominaba y volvió corriendo entre las piedras, dando gritos: —¡Sam! ¡Sam! ¡Merry! ¡Pippin! —El poney desapareció brincando en la niebla. A lo lejos creyó oír un llamado: —¡Eh, Frodo, eh! —Venía del este, a la izquierda de las grandes piedras y Frodo clavó los ojos en la oscuridad, tratando de ver. Al fin echó a andar en la dirección de la llamada y se encontró subiendo una cuesta empinada.
Mientras se adelantaba trabajosamente, llamó de nuevo y continuó llamando cada vez más desesperado, pero durante un tiempo no oyó ninguna respuesta y luego le llegó débil y lejana, de adelante y por encima de él.
—¡Eh, Frodo! —decían las vocecitas que venían de la bruma: y luego un grito que sonaba como socorro, socorro, repetido muchas veces y teminando con un último
socorro
que se arrastró en un largo quejido interrumpido de súbito. Se precipitó tambaleándose hacia los gritos, pero ya no había luz y la noche se había cerrado alrededor, de modo que no era posible orientarse. Le parecía que estaba subiendo todo el tiempo, más y más.
Sólo el cambio en el nivel del suelo le indicó que había llegado a la cima de un cerro o de una loma. Estaba cansado, sudoroso y sin embargo helado. La oscuridad era completa.
—¿Dónde estáis? —gritó como en un lamento.
Nadie respondió. Frodo se detuvo, escuchando. De pronto cayó en la cuenta de que hacía mucho frío y que allí arriba se levantaba un viento, un viento helado. El tiempo estaba cambiando. La niebla se dispersaba en andrajos y jirones. El aliento le brotaba como un humo y las tinieblas parecían menos próximas y espesas. Alzó los ojos y vio con sorpresa que unas estrellas débiles aparecían entre hebras presurosas de niebla y nubes. El viento comenzó a sisear sobre la hierba.
Creyó oír entonces un grito ahogado y fue hacia él y mientras avanzaba la niebla se replegó apartándose y descubriendo un cielo estrellado. Una mirada le mostró que estaba ahora cara al sur y sobre una colina redonda a la que había subido desde el norte. El viento penetrante soplaba del este. La sombra negra de un túmulo se destacaba a la derecha sobre el fondo de las estrellas orientales.
—¿Dónde estáis? —gritó de nuevo a la vez irritado y temeroso.
—¡Aquí! —dijo una voz, profunda y fría, que parecía salir del suelo—. ¡Estoy esperándote!
—¡No! — dijo Frodo, pero no echó a correr. Se le doblaron las rodillas y cayó por tierra. Nada ocurrió y no hubo ningún sonido. Alzó los ojos, temblando, a tiempo para ver una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba contra las estrellas. La sombra se inclinó. Frodo creyó ver dos
ojos fríos
, aunque iluminados por una luz débil que parecía venir de muy lejos. En seguida sintió el apretón de una garra más fuerte y fría que el acero. El contacto glacial le heló los huesos y ya no supo más.
Cuando recobró el conocimiento, lo único que podía recordar era un sentimiento de pavor. De pronto entendió que estaba encerrado, preso sin remedio en el interior de un túmulo. Había caído en las garras de un Tumulario y sin duda ya estaba sometido a los terribles encantamientos de los Tumularios de que hablaban las leyendas. No se atrevió a moverse y se quedó como estaba, tendido de espaldas en una piedra fría con las manos sobre el pecho.
Aunque su miedo era tan enorme que parecía confundirse con las tinieblas mismas que lo rodeaban, descubrió así tendido que estaba pensando en Bilbo Bolsón y sus historias, en los paseos que habían hecho juntos por los prados de la Comarca, charlando de caminos y de aventuras. Hay una semilla de coraje oculta (a menudo profundamente, es cierto) en el corazón del más gordo y tímido de los hobbits, esperando a que algún peligro desesperado y último la haga germinar. Frodo no era ni muy gordo ni muy tímido; en verdad, aunque él
no lo
sabía, Bilbo (y Gandalf) habían opinado que era el mejor hobbit de toda la Comarca. Pensaba haber llegado al fin de su aventura, a un fin terrible, pero este pensamiento lo fortaleció. Sintió que se endurecía, como para un salto final; ya no era más una presa fláccida y desvalida.
Tendido allí, pensando y recobrándose, advirtió en seguida que las tinieblas cedían lentamente: una clara luz verdosa crecía alrededor. No le mostró al principio en qué clase de sitio se encontraba, pues era como si la luz le saliera del cuerpo y viniera del suelo, y no había alcanzado aún el techo y las paredes. Se volvió y allí acostados junto a él, a la luz fría, vio a Sam, Pippin y Merry. Estaban de espaldas, vestidos de blanco y las caras tenían una palidez mortal. Alrededor había muchos tesoros, de oro quizás, aunque en aquella luz parecían fríos y poco atractivos. Llevaban diademas en las cabezas, cadenas de oro alrededor de la cintura y muchos anillos en los dedos. Había espadas junto a ellos y escudos a sus pies. Pero sobre los tres cuellos se veía una larga espada desnuda.
De pronto comenzó un canto: un murmullo frío, que subía y bajaba. La voz parecía distante e inconmensurablemente triste; a veces era tenue y flotaba en el aire; a veces venía del suelo como un gemido sordo. En la corriente informe de lastimosos pero horribles sonidos, de cuando en cuando tomaban forma algunas ristras de palabras: penosas, duras, frías, crueles, desdichadas palabras. La noche se quejaba de la mañana que le habían quitado y el frío maldecía el deseado calor. Frodo estaba helado hasta la médula. Al cabo de un rato el canto se hizo más claro y con espanto en el corazón Frodo advirtió que era ahora un encantamiento:
Que se te enfríen las manos, el corazón y los huesos,
que se te enfríe el sueño bajo la piedra:
que no despiertes nunca en el lecho de piedra,
hasta que el Sol se apague y la Luna muera.
En el oscuro viento morirán las estrellas,
y que en el oro todavía descanses
hasta que el señor oscuro alce la mano
sobre el océano muerto y la tierra reseca.
Frodo oyó detrás de su cabeza un rasguño y un crujido. Incorporándose sobre un brazo se volvió y vio a la luz pálida que estaban en una especie de pasaje, que detrás de ellos se doblaba en un codo. Allí un brazo largo caminaba a tientas apoyándose en los dedos y venía hacia Sam, que estaba más cerca, y hacia la empuñadura de la espada puesta sobre él.
Al principio Frodo tuvo la impresión de que el encantamiento lo había transformado de veras en piedra. En seguida sintió un deseo furioso de escapar. Se preguntó hasta qué punto, si se ponía el Anillo, el Tumulario dejaría de verlo y si encontraría entonces un modo de escapar. Se vio a sí mismo corriendo por la hierba, lamentándose por Merry y Sam y Pippin, pero libre y con vida. Gandalf mismo admitiría que no había otra cosa que hacer.
Pero el coraje que había despertado en él era ahora demasiado fuerte: no podía abandonar a sus amigos con tanta facilidad. Titubeó la mano tanteando el bolsillo y en seguida luchó de nuevo consigo mismo, mientras el brazo continuaba avanzando. De pronto ya no dudó y echando mano a una espada corta que había junto a él, se arrodilló inclinándose sobre los cuerpos de sus compañeros. Alzó la espada y la descargó con fuerza sobre el brazo, cerca de la muñeca; la mano se desprendió, pero el arma voló en pedazos hasta la empuñadura. Hubo un grito penetrante y la luz se apagó. Un gruñido resonó en la oscuridad.
Frodo cayó hacia adelante, sobre Merry, y la cara de Merry estaba fría. Luego recordó; lo había olvidado desde la primera aparición de la niebla, pero ahora recordaba de nuevo: la casa al pie de la loma y el canto de Tom. Recordó los versos que Tom les había enseñado. Con una vocecita desesperada se puso a cantar:
—
¡Oh, Tom Bombadil! —
y al pronunciar el nombre la voz se le hizo más fuerte y se alzó animada y plena y en el recinto oscuro se oyó como un eco de trompetas y tambores.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!