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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

La comunidad del anillo (30 page)

BOOK: La comunidad del anillo
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Todos en la sala estaban ahora mirándolo.

—¡Una canción! —gritó uno de los hobbits—. ¡Una canción! ¡Una canción! —gritaron todos los otros—. ¡Vamos, señor, cántenos algo que no hayamos oído antes!

Durante un rato Frodo se quedó allí, de pie sobre la mesa, boquiabierto. Luego, desesperado, se puso a cantar; era una canción ridícula que Bilbo había estimado bastante (y de la que en realidad se había sentido orgulloso, pues él mismo era el autor de la letra). Se hablaba en ella de una posada y fue esa quizá la razón por la que le vino a la memoria en ese momento. Hela aquí en su totalidad. Hoy, en general, sólo se recuerdan unas pocas palabras.

Hay una posada, una vieja y alegre posada

al pie de una vieja colina gris,

y allí preparan una cerveza tan oscura

que una noche bajó a beberla

el Hombre de la Luna.

 

El palafrenero tiene un gato borracho

que toca un violín de cinco cuerdas;

y el arco se mueve bajando y subiendo,

arriba rechinando, abajo ronroneando,

y serruchando en el medio.

 

El posadero tiene un perrito

que es muy aficionado a las bromas;

y cuando en los huéspedes hay alegría,

levanta una oreja a todos los chistes

y se muere de risa.

 

Ellos tienen también una vaca cornuda

orgullosa como una reina;

la música la trastorna como una cerveza

y mueve la cola empenachada

y baila en la hierba.

 

¡Oh las pilas de fuentes de plata

y el cajón de cucharas de plata!

Hay un par especial de domingo

que ellos pulen con mucho cuidado

la tarde del sábado.

 

El Hombre de la Luna bebía largamente

y el gato se puso a llorar;

la fuente y la cuchara bailaban en la consola,

y la vaca brincaba en el jardín,

y el perrito se mordía la cola.

 

El Hombre de la Luna empinó el codo

y luego rodó bajo la silla,

y allí durmió soñando con cerveza;

hasta que el alba estuvo en el aire

y se borraron las estrellas.

 

Luego el palafrenero le dijo al gato ebrio:

—Los caballos blancos de la luna

tascan los frenos de plata y relinchan

pero el amo ha perdido la cabeza,

¡y ya viene el día!

 

El gato en el violín toca una jiga-jiga

que despertaría a los muertos,

Chillando, serruchando, apresurando la tonada,

y el posadero sacude al Hombre de la Luna,

diciendo: ¡Son las tres pasadas!

 

Llevan al hombre rodando loma arriba

y lo arrojan a la luna,

mientras que los caballos galopan de espaldas

y la vaca cabriola como un ciervo

y la fuente se va con la cuchara.

 

Más rápido el violín toca la jiga-jiga;

la vaca y los caballos están patas arriba,

y el perro lanza un rugido,

y los huéspedes ya saltan de la cama

y bailan en el piso.

 

¡Las cuerdas del violín estallan con un pum!

La vaca salta por encima de la luna,

y el perrito se ríe divertido,

y la fuente del sábado se escapa corriendo

con la cuchara del domingo.

 

La luna redonda rueda detrás de la colina,

mientras el sol levanta la cabeza,

y con ojos de fuego observa estupefacta
3

que aunque es de día todos

volvieron a la cama.

El aplauso fue prolongado y ruidoso. Frodo tenía una buena voz y la fantasía de la canción había agradado a todos.

—¿Por dónde anda el viejo Cebadilla? —exclamaron—. Tiene que oírla. Bob podría enseñarle al gato a tocar el violín y tendríamos un baile. –Pidieron una nueva vuelta de cerveza y gritaron: — ¡Cántela otra vez, señor! ¡Vamos! ¡Otra vez!

Hicieron tomar un jarro más a Frodo, que recomenzó la canción y muchos se le unieron, pues la melodía era muy conocida y se les había pegado la letra. Le tocó a Frodo entonces sentirse satisfecho de sí mismo. Zapateaba sobre la mesa y cuando llegó por segunda vez a
la vaca salta por encima de la luna
, dio un salto en el aire demasiado vigoroso. Frodo cayó, bum, sobre una bandeja repleta de jarros, resbaló y fue a parar bajo la mesa con un estruendo, un alboroto y un golpe sordo. Todos abrieron la boca preparados para reír y se quedaron petrificados en un silencio sin aliento, pues el cantor ya no estaba allí. ¡Había desaparecido como si hubiera pasado directamente a través del piso de la sala sin dejar ni la huella de un agujero!

Los hobbits locales se quedaron mirando mudos de asombro; en seguida se incorporaron de un salto y llamaron a gritos a Cebadilla. Todos se apartaron de Pippin y Sam, que se encontraron solos en un rincón, observados desde lejos con miradas sombrías y desconfiadas. Estaba claro que para la mayoría de la gente ellos eran los compañeros de un mago ambulante con poderes y propósitos desconocidos. Pero había un vecino de Bree, de tez oscura, que los miraba con la expresión de alguien que está sobre aviso y con una cierta ironía; Pippin y Sam se sentían de veras incómodos. Casi en seguida el hombre se escurrió fuera del salón, seguido por el sureño bizco; los dos habían pasado gran parte de la noche hablando juntos en voz baja. Herry, el guardián de la puerta, salió también detrás de ellos.

Frodo se daba cuenta de que había cometido una estupidez. No sabiendo qué hacer, se arrastró por debajo de las mesas hacia el rincón sombrío donde Trancos estaba todavía sentado, impasible. Se apoyó de espaldas contra la pared y se quitó el Anillo. Cómo le había llegado al dedo, no podía recordarlo. Era posible que hubiese estado jugueteando con él en el bolsillo, mientras cantaba y que en el momento de sacar bruscamente la mano para evitar la caída, se le hubiera deslizado de algún modo en el dedo. Durante un instante se preguntó si el Anillo mismo no le había jugado una mala pasada; quizás había tratado de hacerse notar en respuesta al deseo o la orden de alguno de los huéspedes. No le gustaba el aspecto de los hombres que habían dejado el salón.

—¿Bien? —dijo Trancos cuando Frodo reapareció—. ¿Por qué lo hizo? Cualquier indiscreción de los amigos de usted no hubiera sido peor. Ha metido usted la pata. ¿O tendría que decir el dedo?

—No sé a qué se refiere —dijo Frodo molesto y alarmado. —Oh, sí que lo sabe —respondió Trancos—, pero será mejor esperar a que pase el alboroto. Luego, si usted me permite, señor
Bolsón
, me agradaría que tuviésemos una charla tranquila.

—¿A propósito de qué? —preguntó Frodo aparentando no haber oído su verdadero nombre.

—A propósito de un asunto de cierta importancia, tanto para usted como para mí —respondió Trancos mirando a Frodo a los ojos—. Quizás oiga algo que le conviene.

—Muy bien —dijo Frodo tratando de mostrarse indiferente—. Hablaré con usted más tarde.

 

Mientras, junto a la chimenea se desarrollaba una discusión. El señor Mantecona había llegado al trote y ahora trataba de escuchar a la vez varios relatos contradictorios sobre lo que había ocurrido.

—Yo lo vi, señor Mantecona —dijo un hobbit—, por lo menos no lo vi más, si usted me entiende. Se desvaneció en el aire, como quien dice.

—¡No es posible, señor Artemisa! —dijo el posadero, perplejo. —Sí —replicó Artemisa—. Y además sé lo que digo. —Hay algún error en alguna parte —dijo Mantecona sacudiendo la cabeza—. Había demasiado de ese señor Sotomonte para que se desvaneciese así en el aire, o en el humo, lo que sería más exacto si ocurrió en esta habitación.

—Bueno, ¿dónde está ahora? —gritaron varias voces. —¿Cómo podría saberlo? Puede irse a donde quiera, siempre que pague por la mañana. Y aquí está el señor Tuk, que no ha desaparecido. —Bueno, vi lo que vi y vi lo que no vi —dijo Artemisa, obstinado. —Y yo digo que hay aquí algún error —repitió Mantecona recogiendo la bandeja y los restos de los jarros.

—¡Claro que hay un error! —dijo Frodo—. No he desaparecido. ¡Aquí estoy! He tenido sólo una pequeña charla con el señor Trancos en el rincón.

Frodo se adelantó a la luz del fuego, pero la mayoría de los huéspedes dio un paso atrás, aún más perturbados que antes. No los satisfacía la explicación de Frodo, según la cual se había arrastrado rápidamente por debajo de las mesas luego de la caída. La mayoría de los hobbits y de las gentes de Bree se apresuraron a irse, sin ganas ya de seguir divirtiéndose esa noche. Unos pocos echaron a Frodo una mirada sombría y partieron murmurando entre ellos. Los enanos y dos o tres hombres extraños que todavía estaban allí se pusieron de pie y dieron las buenas noches al posadero pero no a Frodo y sus amigos. Poco después no quedaba nadie sino Trancos, todavía sentado en las sombras junto a la pared.

El señor Mantecona no parecía muy preocupado. Pensaba, probablemente, que el salón estaría repleto durante muchas noches, hasta que el misterio actual fuera discutido a fondo.

—Y ahora, ¿qué ha estado haciendo, señor Sotomonte? —preguntó—. ¿Asustando a mis clientes y haciendo trizas mis jarros con esas acrobacias?

—Lamento mucho haber causado alguna dificultad —dijo Frodo—. No tuve la menor intención, se lo aseguro. Fue un desgraciado accidente.

—Muy bien, señor Sotomonte. Pero si va usted a intentar otros juegos, o conjuros, o lo que sea, mejor que antes advierta a la gente y que me advierta a mí. Aquí somos un poco recelosos de todo lo que salga de lo común, de todo lo misterioso, si usted me entiende, y tardamos en acostumbrarnos.

—No haré nada parecido otra vez, señor Mantecona, se lo prometo. Y ahora creo que me iré a la cama. Partimos temprano. ¿Podría ordenar que nuestros poneys estén preparados para las ocho?

—¡Muy bien! Pero antes que se vaya quiero tener con usted unas palabras en privado, señor Sotomonte. Acabo de recordar algo que usted tiene que saber. Espero no molestarle. Cuando haya arreglado una o dos cositas, iré al cuarto de usted, si no le parece mal.

—¡Claro que no! —dijo Frodo, sintiendo que se le encogía el corazón.

Se preguntó cuántas charlas privadas tendría que sobrellevar antes de poder acostarse y qué revelarían. ¿Estaba toda esta gente ligada contra él? Empezaba a sospechar que aun la cara redonda del viejo Mantecona ocultaba unos negros designios.

10

Trancos

Frodo, Pippin y Sam volvieron a la salita. No había luz. Merry no estaba allí y el fuego había bajado. Sólo después de avivar un rato las llamas y de haberlas alimentado con un par de troncos, descubrieron que Trancos había venido con ellos. ¡Estaba tranquilamente sentado en una silla junto a la puerta!

—¡Hola! —dijo Pippin—. ¿Quién es usted y qué desea?

—Me llaman Trancos —dijo el hombre—, y aunque quizá lo haya olvidado, el amigo de usted me prometió tener conmigo una charla tranquila.

—Usted dijo que yo me enteraría de algo que quizá me fuera útil —dijo Frodo—. ¿Qué tiene que decir?

—Varias cosas —dijo Trancos—. Pero, por supuesto, tengo mi precio. —¿Qué quiere decir? —preguntó Frodo ásperamente.

—¡No se alarme! Sólo esto: le contaré lo que sé y le daré un buen consejo. Pero quiero una recompensa.

—¿Qué recompensa? —dijo Frodo, pensando ahora que había caído en manos de un pillo y recordando con disgusto que había traído poco dinero. El total no contentaría de ningún modo a un bribón y no podía distraer ni siquiera una parte.

—Nada que usted no pueda permitirse —respondió Trancos con una lenta sonrisa, como si adivinara los pensamientos de Frodo—. Sólo esto: tendrá que llevarme con usted hasta que yo decida dejarlo.

—Oh, ¿de veras? —replicó Frodo, sorprendido, pero no muy aliviado—. Aun en el caso de que yo deseara otro compañero, no consentiría hasta saber bastante más de usted y de sus asuntos.

—¡Excelente! —exclamó Trancos cruzando las piernas y acomodándose en la silla—. Parece que está usted recobrando el buen sentido; mejor así. Hasta ahora ha sido demasiado descuidado. ¡Muy bien! Le diré lo que sé y usted dirá si merezco la recompensa. Quizá me la conceda de buen grado, luego de haberme oído.

—¡Adelante entonces! —dijo Frodo—. ¿Qué sabe usted?

—Demasiado; demasiadas cosas sombrías —dijo Trancos torvamente—. Pero en cuanto a los asuntos de usted... —Se incorporó, fue hasta la puerta, la abrió rápidamente y miró fuera. Luego cerró en silencio y se sentó otra vez.— Tengo oído fino —continuó bajando la voz—, y aunque no puedo desaparecer, he seguido las huellas de muchas criaturas salvajes y cautelosas y comúnmente evito que me vean, si así lo deseo. Pues bien, yo estaba detrás de la empalizada esta tarde en el camino al oeste de Bree, cuando cuatro hobbits vinieron de las Quebradas. No necesito repetir todo lo que hablaron con el viejo Bombadil o entre ellos, pero una cosa me interesó.
Por favor, recordad todos
, dijo uno de ellos,
que el nombre de Bolsón no ha de mencionarse. Si es necesario darme un nombre soy el señor Sotomonte.
Esto me interesó tanto que los seguí hasta aquí. Me deslicé por encima de la cerca justo detrás de ellos. Quizás el señor Bolsón tiene un buen motivo para cambiar de nombre; pero si es así, les aconsejaré a él y a sus amigos que sean más cuidadosos.

—No veo por qué mi nombre ha de interesar a la gente de Bree —dijo Frodo, irritado — y todavía ignoro por qué le interesa a usted. El señor Trancos puede tener buenos motivos para espiar y escuchar indiscretamente; pero si es así, le aconsejaré que se explique.

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