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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

La comunidad del anillo (29 page)

BOOK: La comunidad del anillo
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Mientras titubeaban allí en la oscuridad, alguien comenzó a entonar adentro una alegre canción y unas voces entusiastas se alzaron en coro. Los hobbits prestaron atención un momento a este sonido alentador y desmontaron. La canción terminó y hubo una explosión de aplausos y risas.

Llevaron los poneys bajo la arcada, los dejaron en el patio y subieron los escalones. Frodo abría la marcha y casi se llevó por delante a un hombre bajo, gordo, calvo y de cara roja. Tenía puesto un delantal blanco, e iba de una puerta a otra llevando una bandeja de jarros llenos hasta el borde.

—Podríamos... —comenzó Frodo.

—¡Medio minuto, por favor! —gritó el hombre volviendo la cabeza y desapareció en una babel de voces y nubes de humo. Un momento después estaba de vuelta secándose las manos en el delantal.

—¡Buenos días, pequeño señor! —dijo saludando con una reverencia—. ¿En qué podría servirlo?

—Necesitamos cama para cuatro y albergue para cinco poneys, si es posible. ¿Es usted el señor Mantecona?

—¡Sí, señor! Cebadilla es mi nombre. ¡Cebadilla Mantecona para servirlos! Vienen de la Comarca, ¿eh? — dijo, y de pronto se palmeó la frente, como tratando de recordar—. ¡Hobbits! —exclamó—. ¿Qué me recuerda esto? ¿Pueden decirme cómo se llaman ustedes, señor?

—El señor Tuk y el señor Brandigamo —dijo Frodo— y este es Sam Gamyi. Mi nombre es Sotomonte.

—¡Ya recuerdo! —dijo Mantecona chasqueando los dedos—. No, se me fue otra vez. Pero volverá, cuando tenga un rato para pensarlo. No me alcanzan las manos, pero veré qué puedo hacer por ustedes. La gente de la Comarca no viene aquí muy a menudo y lamentaría no poder atenderlos. Pero esta noche ya hay una multitud en la casa, como no la ha habido desde tiempo atrás. Nunca llueve pero diluvia, como decimos en Bree. ¡Eh! ¡Nob! —gritó—. ¿Dónde estás, camastrón de pies lanudos? ¡Nob!

—¡Voy, señor! ¡Voy!

Un hobbit de cara risueña emergió de una puerta, y viendo a los viajeros se detuvo y se quedó mirándolos con mucho interés.

—¿Dónde está Bob? —preguntó el posadero—. ¿No lo sabes? ¡Bueno, búscalo! ¡Rápido! ¡No tengo seis piernas, ni tampoco seis ojos! Dile a Bob que hay cinco poneys para llevar al establo. Que les encuentre sitio.

Nob se alejó al trote, mostrando los dientes y guiando los ojos.

—Bien, ¿qué iba a decirles? —dijo el señor Mantecona, golpeándosela frente con las puntas de los dedos—. Un clavo saca a otro, como se dice. Estoy tan ocupado esta noche que la cabeza me da vueltas. Hay un grupo que vino anoche del sur por el Camino Verde y esto es ya bastante raro. Luego una tropa de enanos que va al oeste y llegó esta tarde. Y ahora ustedes. Si no fueran hobbits dudo que pudiera alejarlos. Pero tenemos un cuarto o dos en el ala norte, hechos especialmente para hobbits cuando construyeron la casa. En la planta baja, como prefieren ellos, con ventanas redondas y todo lo que les gusta. Creo que estarán ustedes cómodos. Querrán cenar, sin duda. Tan pronto como sea posible. ¡Por aquí ahora!

Los llevó un trecho a lo largo del pasillo y abrió una puerta.

—He aquí una hermosa salita —dijo—. Espero que les convenga. Perdónenme ahora. Estoy tan ocupado. No me sobra tiempo ni para charla. Tengo que irme. Estoy siempre corriendo de un lado a otro, pero no adelgazo. Los veré más tarde. Si necesitan algo, toquen la campanilla y vendrá Nob. Si no viene, ¡toquen y griten!

El hombre se fue dejándolos casi sin aliento. Parecía capaz de derramar un torrente interminable de charla, por más ocupado que estuviera. Se encontraban a la sazón en un cuarto pequeño y agradable. Un fuego ardía en el hogar y enfrente habían dispuesto unas sillas bajas y cómodas. Había también una mesa redonda cubierta con un mantel blanco y encima una gran campanilla. Pero Nob, el sirviente hobbit, apareció antes que llamaran. Trajo velas y una bandeja colmada de platos.

—¿Desean algo para beber, señores? —preguntó—. ¿Quieren que les muestre los dormitorios mientras esperan la cena?

Se habían lavado ya y estaban rodeados de buenos jarros de cerveza cuando el señor Mantecona y Nob aparecieron de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de la Comarca y bastante familiar como para quitarle a Sam los últimos recelos (que la excelencia de la cerveza ya había aliviado bastante).

El posadero se entretuvo allí unos momentos y al fin anunció que se iba.

—No sé si querrán unirse a nosotros después de cenar —dijo desde la puerta—. Quizá prefieran acostarse. De cualquier modo nos agradaría mucho que nos acompañaran, si tienen ganas. No recibimos a menudo a Gente del Exterior... perdón, viajeros de la Comarca, quiero decir; y nos gusta enterarnos de las últimas noticias, o quizás oír una historia o una canción, como prefieran. ¡Decidan ustedes! Cualquier cosa que necesiten, ¡toquen la campanilla!

Luego de la cena (que había durado tres cuartos de hora, sin la interrupción de palabras inútiles) Frodo, Pippin y Sam se sintieron tan frescos y animados que decidieron unirse a los otros huéspedes. Merry dijo que el aire del salón debía de ser sofocante.

—Me quedaré aquí un rato sentado junto al fuego y luego quizá salga a tomar un poco de aire. Cuídense y no olviden que hemos escapado en secreto y que aún estamos en camino ¡y no muy lejos de la Comarca!

—¡Bueno, bueno! —dijo Pippin—. ¡Cuídate tú también! ¡No te pierdas y no olvides que adentro estarás más seguro!

 

Los huéspedes estaban reunidos en el salón común de la posada. La concurrencia era numerosa y heterogéneo, descubrió Frodo, cuando los ojos se le acostumbraron a la luz. Esta procedía sobre todo de un llameante fuego de leña, pues los tres faroles que pendían de las vigas eran débiles y estaban velados por el humo. Cebadilla Mantecona, de pie junto al fuego, hablaba con una pareja de enanos y con uno o dos hombres de extraño aspecto. En los bancos había gentes diversas: hombres de Bree, un grupo de hobbits locales sentados juntos, charlando, algunos enanos más y otras figuras difíciles de distinguir en las sombras y rincones.

Tan pronto como los hobbits de la Comarca entraron en el salón, se alzó un coro de voces: Bree les daba la bienvenida. Los extraños, especialmente los que habían venido por el Camino Verde, los miraron con curiosidad. El posadero presentó los recién llegados a la gente de Bree, tan rápidamente que aunque los hobbits entendían los nombres no estaban seguros de saber a quién pertenecía éste y a quién este otro. Todos los hombres de Bree parecían tener nombres botánicos (y bastante raros para la gente de la Comarca), tales como juncales, Madreselva, Matosos, Manzanero, Cardoso y Helechal (y Cebadilla Mantecona). Algunos hobbits tenían nombres similares. Los Artemisa, por ejemplo, parecían numerosos. Pero la mayoría llevaba nombres sacados de accidentes naturales como Bancos, Tejonera, Cuevas, Arenas y Tunelo, muchos de los cuales eran comunes en la Comarca. Había varios Sotomonte de Entibo y como no alcanzaban a imaginar que compartiesen un nombre y no fuesen parientes, tomaron cariñosamente a Frodo por un primo perdido hacía tiempo.

Los hobbits de Bree eran en verdad amables y curiosos y Frodo pronto se dio cuenta de que tendría que dar alguna explicación de lo que hacía. Dijo que le interesaban la geografía y la historia (y aquí hubo muchos cabeceos de asentimiento, aunque estas palabras no eran muy comunes en el dialecto de Bree). Declaró que pensaba escribir un libro (lo que provocó un asombro mudo) y que él y sus amigos deseaban informarse acerca de los hobbits que vivían fuera de la Comarca, sobre todo en las tierras del oeste.

Junto con este anuncio estalló un coro de voces. Si Frodo hubiese querido realmente escribir un libro y hubiera tenido muchas orejas, habría reunido material para varios capítulos en unos pocos minutos. Y como si esto no fuera suficiente le dieron toda una lista de nombres, encabezada por "nuestro viejo Cebadilla", a quienes podía recurrir en busca de más información. Pero al cabo de un rato, como Frodo no diera ninguna señal de querer escribir un libro allí mismo y en seguida, los hobbits de Bree volvieron a hacer preguntas sobre lo que pasaba en la Comarca. Frodo no se mostró muy comunicativo y pronto se encontró solo, sentado en un rincón, escuchando y mirando alrededor.

Los hombres y los enanos hablaban sobre todo de acontecimientos distantes y daban noticias de una especie que era ya demasiado familiar. Había problemas allá en el Sur y parecía que los hombres que habían venido por el Camino Verde habían partido en busca de tierras donde pudieran encontrar un poco de paz. Las gentes de Bree los trataban con simpatía, pero no parecían muy dispuestos a recibir un gran número de extranjeros en aquellos reducidos territorios. Uno de los viajeros, bizco, poco agraciado, pronosticaba que en el futuro cercano más y más gente subiría al norte.

—Si no les encuentran lugar, lo encontrarán ellos mismos. Tienen derecho a vivir, tanto como otros —dijo con voz fuerte. Los habitantes del lugar no parecían muy complacidos con esta perspectiva.

Los hobbits no prestaron mucha atención a todo esto, que por el momento no parecía concernir a la Comarca. Era difícil que la Gente Grande pretendiera alojarse en los agujeros de los hobbits. Estaban aquí más interesados en Sam y Pippin, que ahora se sentían muy cómodos y charlaban animadamente sobre los acontecimientos de la Comarca. Pippin provocó una buena cantidad de carcajadas contando cómo se vino abajo el techo en la alcaldía de Cavada Grande. Will Pieblanco, el alcalde y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna del Oeste, había emergido envuelto en yeso, como un pastel enharinado. Pero se hicieron también muchas preguntas, que inquietaron a Frodo. Uno de los habitantes de Bree, que parecía haber estado varias veces en la Comarca, quiso saber dónde habitaban los Sotomonte y con quién estaban emparentados.

De pronto Frodo notó que un hombre de rostro extraño, curtido por la intemperie, sentado en la sombra cerca de la pared, escuchaba también con atención la charla de los hobbits. Tenía un tazón delante de él y fumaba una pipa de caño largo, curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y estaban ahora cubiertas de barro. Un manto pesado, de color verde oliva, manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo y a pesar del calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin embargo, se le alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los hobbits.

—¿Quién es? —susurró Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—. No recuerdo que usted nos haya presentado.

—¿El? —respondió el posadero en voz baja, apuntando con un ojo y sin volver la cabeza—. No lo sé muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro. Montaraces, los llamamos. Habla raras veces, aunque sabe contar una buena historia cuando tiene ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta aquí de nuevo. Se fue y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo veía desde hace tiempo. El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le conoce como Trancos. Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas que tiene, aunque nadie sabe el porqué de tanta prisa. Pero no hay modo de entender a los del Este y tampoco a los del Oeste, como decimos en Bree, refiriéndonos a los montaraces y a las gentes de la Comarca, con el perdón de usted. Raro que me lo haya preguntado.

Pero en ese momento alguien llamó pidiendo más cerveza y el señor Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.

 

Frodo notó que Trancos estaba ahora mirándolo, como si hubiera oído o adivinado todo lo que se había dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la mano y un cabeceo, invitó a Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y el hombre se sacó la capucha descubriendo una hirsuta cabellera oscura con mechones canosos y un par de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y severa.

—Me llaman Trancos —dijo con una voz grave—. Me complace conocerlo, señor... Sotomonte, si el viejo Mantecona ha oído bien el nombre de usted.

—Ha oído bien —dijo Frodo tiesamente.

No se sentía nada cómodo bajo la mirada de aquellos ojos penetrantes.

—Bien, señor Sotomonte —dijo Trancos—, si yo fuera usted, trataría de que esos jóvenes amigos no hablaran demasiado. La bebida, el fuego y los conocidos casuales son bastante agradables, pero, bueno... esto no es la Comarca. Hay gente rara por aquí. Aunque usted pensará que no soy yo quien tiene que decirlo — añadió con una sonrisa torcida, viendo la mirada que le echaba Frodo—. Y otros viajeros todavía más extraños han pasado últimamente por Bree —continuó observando la cara del hobbit.

Frodo le devolvió la mirada, pero no replicó y Trancos calló también. Ahora parecía interesado en Pippin. Frodo, alarmado, se dio cuenta de que el ridículo joven Tuk, animado por el éxito que había tenido su historia sobre el alcalde de Cavada Grande, estaba dando una versión cómica de la fiesta de despedida de Bilbo. Imitaba ahora el discurso y se acercaba al momento de la asombrosa desaparición.

Frodo se sintió fastidiado. Era sin duda una historia bastante inofensiva para la mayoría de los hobbits locales; sólo una historia rara sobre esas gentes raras que vivían más allá del río; pero algunos (el viejo Mantecona, por ejemplo) no habían nacido ayer y era probable que hubiesen oído algo tiempo atrás acerca de la desaparición de Bilbo. Esto les traería a la memoria el nombre de Bolsón, principalmente si se había preguntado por este nombre en Bree.

Frodo se movió en el asiento, sin saber qué hacer. Pippin disfrutaba ahora de modo evidente del interés que despertaba en los demás y había olvidado el peligro en que se encontraban. Frodo temió de pronto que arrastrado por la historia Pippin llegara a mencionar el Anillo, lo que podía ser desastroso.

—¡Será mejor que haga algo y rápido! —le susurró Trancos al oído.

Frodo se subió de un salto a una mesa y empezó a hablar. Los oyentes de Pippin se volvieron a mirarlo. Algunos hobbits rieron y aplaudieron, pensando que el señor Sotomonte había tomado demasiada cerveza.

Frodo se sintió de pronto ridículo y se encontró (como era su costumbre cuando pronunciaba un discurso) jugueteando con las cosas que llevaba en el bolsillo. Tocó el Anillo y la cadena, e inesperadamente tuvo el deseo de ponérselo en el dedo y desaparecer, escapando así de aquella tonta situación. Le pareció, de algún modo, que la idea le había venido de afuera, de alguien o algo en el cuarto. Resistió firmemente la tentación y apretó el Anillo en la mano, como para asegurarlo e impedirle escapar o hacer algún disparate. De cualquier modo el Anillo no lo inspiró. Pronunció "unas pocas palabras de circunstancias", como hubiesen dicho en la Comarca:
Estamos todos muy agradecidos por tanta amabilidad y me atrevo a esperar que mi breve visita ayudará a renovar los viejos lazos de amistad entre la Comarca y Bree
; y luego titubeó y tosió.

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