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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

La comunidad del anillo (25 page)

BOOK: La comunidad del anillo
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Frodo no hubiese podido decir si había pasado la mañana y la noche de un solo día o de muchos días. No se sentía ni hambriento ni cansado, sólo colmado de asombro. Las estrellas brillaban del otro lado de la ventana y el silencio de los cielos parecía rodearlo. Al fin ese mismo asombro y un miedo repentino al silencio que había sobrevenido lo llevaron a preguntar:

—¿Quién sois, Señor?

—¿Eh? ¿Qué? — dijo Tom enderezándose y los ojos le brillaron en la oscuridad—. ¿Todavía no sabes cómo me llamo? Esa es la única respuesta. Dime, ¿quién eres tú, solo, tú mismo y sin nombre? Pero tú eres joven, y yo soy viejo. El Antiguo, eso es lo que soy. Prestad atención, amigos míos: Tom estaba aquí antes que el río y los árboles. Tom recuerda la primera gota de lluvia y la primera bellota. Abrió senderos antes que la Gente Grande y vio llegar a la Gente Pequeña. Estaba aquí antes que los Reyes y las tumbas y los Tumularios. Cuando los elfos fueron hacia el oeste, Tom ya estaba aquí, antes que los mares se replegaran. Conoció la oscuridad bajo las estrellas antes que apareciera el miedo, antes que el Señor Oscuro viniera de Afuera.

Pareció que una sombra pasaba por la ventana y los hobbits echaron una rápida mirada a través de los vidrios. Cuando se volvieron, Baya de Oro estaba en la puerta de atrás, enmarcada en luz. Traía una vela encendida que protegía del aire con la mano y la luz se filtraba a través de la mano como
el sol
a través de una concha blanca.

—La lluvia ha cesado —dijo— y las aguas nuevas corren por la falda de la colina, a la luz de las estrellas. ¡Riamos y alegrémonos!

—¡Y comamos y bebamos! —gritó Tom—. Las historias largas dan sed. Y escuchar mucho tiempo es una tarea que da hambre, ¡mañana, mediodía y noche!

Diciendo esto se incorporó de un salto, tomó una vela de la repisa de la chimenea y la encendió en la llama que traía Baya de Oro y se puso a bailar alrededor de la mesa. De súbito atravesó de un salto la puerta y desapareció.

Regresó pronto, trayendo una gran bandeja cargada. Luego él y Baya de Oro pusieron la mesa, y los hobbits se quedaron sentados, mirándolos, en parte maravillados y en parte riendo: tan hermosa era la gracia de Baya de Oro y tan alegres y estrafalarias las cabriolas de Tom. Sin embargo, de algún modo, los dos parecían tejer una sola danza, no molestándose entre sí, entrando y saliendo y alrededor de la mesa; y los alimentos, los recipientes y las luces fueron prontamente dispuestos. Las velas blancas y amarillas se reflejaron en los platos. Tom hizo una reverencia a los huéspedes.

—La cena está servida —dijo Baya de Oro y los hobbits vieron ahora que ella estaba vestida toda de plata y con un cinturón blanco y que los zapatos eran como escamas de pescado. Pero Tom tenía un traje de color azul puro, azul corno los nomeolvides lavados por la lluvia, y medias verdes.

 

La comida fue todavía mejor que la anterior. Quizá bajo el encanto de las palabras de Tom los hobbits hubieran podido saltarse una comida o dos, pero cuando tuvieron el alimento ante ellos pareció que no comían desde hacía una semana. No cantaron ni siquiera hablaron mucho durante un rato, del todo dedicados a la tarea. Pero al cabo de un tiempo el corazón y el espíritu se les animaron otra vez y las voces resonaron, en alegría y risas.

Luego de la cena, Baya de Oro cantó muchas canciones para ellos, canciones que comenzaban felizmente en las colinas y recaían dulcemente en el silencio y en los silencios vieron imágenes de estanques y aguas más vastos que todos los conocidos y observando esas aguas vieron el cielo abajo y las estrellas como joyas en los abismos. Luego, una vez más, Baya de Oro les dio a todos las buenas noches y los dejó junto a la chimenea. Pero Tom estaba ahora muy despierto y los acosó a preguntas.

Descubrieron entonces que ya sabía mucho de ellos y de sus familias y que conocía la historia y costumbres de la Comarca desde tiempos que los hobbits mismos recordaban apenas. Esto no los sorprendió, pero Tom no ocultó que una buena parte de sus conocimientos le venía del granjero Maggot, a quien parecía atribuir una importancia que los hobbits no habían imaginado.

—Hay tierra bajo los pies del viejo Maggot y tiene arcilla en las manos, sabiduría en los huesos y muy abiertos los dos ojos. —Fue también evidente que Tom había tenido tratos con los elfos y que de alguna manera se había enterado por Gildor de la huida de Frodo.

En verdad tanto sabía Tom y sus preguntas eran tan hábiles, que Frodo se encontró hablándole de Bilbo y de sus propias esperanzas y temores como no se había atrevido a hacerlo ni siquiera con Gandalf. Tom asentía con movimientos de cabeza y los ojos le brillaron cuando oyó nombrar a los Jinetes.

—¡Muéstrame ese precioso Anillo! —dijo de repente en medio de la historia: y Frodo, él mismo asombrado, sacó la cadena y desprendiendo el Anillo se lo alcanzó en seguida a Tom.

Pareció que el Anillo se hacía más grande un momento en la manaza morena de Tom. De pronto Toro alzó el Anillo y lo miró de cerca y se rió. Durante un segundo los hobbits tuvieron una visión a la vez cómica y alarmante: el ojo azul de Toro brillando a través de un círculo de oro. Luego Tom se puso el Anillo en el extremo del dedo meñique y lo acercó a la luz de la vela. Durante un momento los hobbits no advirtieron nada extraño. En seguida se quedaron sin aliento. ¡Tom no había desaparecido!

Tom rió otra vez y echó el Anillo al aire y el Anillo se desvaneció con un resplandor. Frodo dio un grito y Tom se inclinó hacia adelante y le devolvió el Anillo con una sonrisa.

Frodo miró el Anillo de cerca y con cierta desconfianza (como quien ha prestado un dije a un prestidigitador). Era el mismo Anillo, o tenía el mismo aspecto y pesaba lo mismo; siempre le había parecido a Frodo que el Anillo era curiosamente pesado. Pero no estaba seguro y tenía que cerciorarse. Quizás estaba un poco molesto con Tom a causa de la ligereza con que había tratado algo que para el mismo Gandalf era de una importancia tan peligrosa. Esperó la oportunidad, ahora que la charla se había reanudado y Tom contaba una absurda historia de tejones y sus raras costumbres, y se deslizó el Anillo en el dedo.

Merry se volvió hacia él para decirle algo y tuvo un sobresalto, reprimiendo una exclamación. Frodo estaba contento (en cierto modo); era en verdad el mismo Anillo, pues Merry clavaba los ojos en la silla y obviamente no podía verlo. Frodo se puso de pie y se escurrió hacia la puerta exterior, alejándose de la chimenea.

—¡Eh, tú! —gritó Tom volviendo hacia él unos ojos brillantes que parecían verlo perfectamente—. ¡Eh! ¡Ven Frodo, ven aquí! ¿Adónde te ibas? El viejo Tom Bombadil todavía no está tan ciego. ¡Sácate ese Anillo dorado! Te queda mejor la mano desnuda. ¡Ven aquí! ¡Deja ese juego y siéntate a mi lado! Tenemos que hablar un poco más y pensar en la mañana. Tom
te enseñará el
camino justo, ahorrándote extravíos.

Frodo se rió (tratando de parecer complacido) y secándose el Anillo se acercó y se sentó de nuevo. Tom les dijo entonces que el sol brillaría al día siguiente y que sería una hermosa mañana y que la partida se presentaba bajo los mejores auspicios. Pero convendría que salieran temprano, pues el tiempo en aquellas regiones era algo de lo que ni siquiera Tom podía estar seguro y a veces cambiaba con más rapidez de lo que
él tardaba en cambiarse la chaqueta.

—No soy dueño del clima —les dijo—, como ningún ser que camine en dos patas.

De acuerdo con el consejo de Tom decidieron ir hacia el norte desde la casa, por las laderas orientales y más bajas de las Quebradas. De ese modo era posible que llegaran al camino del este en una jornada, evitando los Túmulos. Les dijo que
no se
asustaran y que atendieran a sus propios asuntos.

—No dejéis la hierba verde. No os acerquéis a las piedras antiguas ni a los fríos Tumularios, ni espiéis los Túmulos, a menos que seáis gente fuerte y de ánimo firme.

Dijo esto una vez más y les aconsejó que pasaran los Túmulos por el lado oeste, si se extraviaban y se acercaban demasiado. Luego les enseñó
a
cantar una canción, para el caso de que tuvieran mala suerte y cayeran al día siguiente en alguna dificultad.

¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!

Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,

por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!

¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!

Los hobbits cantaron juntos la canción después de él, y Tom les palmeó las espaldas a todos y tomando unas velas los llevó de vuelta al dormitorio.

8

Niebla en las quebradas de los túmulos

Aquella noche no oyeron ruidos. Pero en sueños o fuera de los sueños, no hubiera podido decirlo, Frodo oyó un canto dulce que le rondaba en la mente: una canción que parecía venir como una luz pálida del otro lado de una cortina de lluvia gris y que creciendo cambiaba el velo en cristal y plata, hasta que al fin el velo se abrió y un país lejano y verde apareció ante él a la luz de un rápido amanecer.

La visión se fundió en el despertar; y allí estaba Tom silbando como un árbol colmado de pájaros; y el sol ya caía oblicuamente por la colina y a través de la ventana abierta. Afuera todo era verde y oro pálido.

Luego del desayuno, que tomaron de nuevo solos, se prepararon para despedirse, el corazón tan oprimido como era posible en una mañana semejante: fría, brillante y limpia bajo un lavado cielo otoñal de un ligero azul. El aire llegaba fresco del noroeste. Los pacíficos poneys estaban casi retozones, bufando y moviéndose inquietos. Tom salió de la casa, movió el sombrero y bailó en el umbral, invitando a los hobbits a ponerse de pie, a partir y a marchar a buen paso.

Cabalgaron a lo largo de un sendero que subía zigzagueando hacia el extremo norte de la loma en que se apoyaba la casa. Acababan de desmontar para ayudar a los poneys en la última pendiente empinada, cuando de pronto Frodo se detuvo.

—¡Baya de Oro! —gritó—. ¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No nos hemos despedido y no la hemos visto desde anoche!

Se sentía tan desolado que quiso volver atrás, pero en ese momento una llamada cristalina descendió hacia ellos como un rizo de agua. Allá en la cima de la loma Baya de Oro les hacía señas; los cabellos sueltos le flotaban en el aire, centelleando al sol. Una luz parecida al reflejo del agua en la hierba húmeda de rocío le brillaba bajo los pies, que bailaban.

Subieron de prisa la última pendiente y se detuvieron sin aliento junto a ella. La saludaron inclinándose, pero con un movimiento de la mano ella los invitó a mirar alrededor; y desde aquella cumbre ellos miraron las tierras a la luz de la mañana. El aire era ahora tan claro y transparente como había sido velado y brumoso cuando llegaron al cerro del bosque, que ahora se erguía pálido y verde entre los árboles oscuros del oeste. Allí la tierra se elevaba en repliegues boscosos, verdes, amarillos, rosados a la luz del sol, y más
allá se
escondía el Valle del Brandivino. Hacia el sur, sobre la línea del Tornasauce, había un resplandor lejano como un pálido espejo y el río Brandivino se torcía en un lazo sobre las tierras bajas y se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits. Hacia el norte, más allá de las quebradas decrecientes, la tierra se extendía en llanos y protuberancias de pálidos colores terrosos y grises y verdes, hasta desvanecerse en una lejanía
oscura e
indistinta. Al este se elevaban las Quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de vista hasta no ser más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco que se confundía con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en recuerdos y viejas historias, unas montarías altas y distantes.

Aspiraron una profunda bocanada de aire y tuvieron la impresión de que un brinco y algunas pocas y firmes zancadas los llevarían a donde quisieran. Parecía propio de pusilánimes dar vueltas y vueltas a lo largo de las quebradas hasta llegar así al camino, cuando en cambio podían saltar tan limpiamente corno Tom sobre las estribaciones y llegar directamente a las montañas.

Baya de Oro les habló, atrayendo de nuevo las miradas y pensamientos de los hobbits.

—¡Apresuraos ahora, mis buenos huéspedes! —dijo—. ¡Y mantened firme vuestro propósito! ¡El norte con el viento en el ojo izquierdo y benditos sean vuestros pasos! ¡De prisa, mientras brilla el sol! —Y a Frodo le dijo: — ¡Adiós, amigo de los elfos, fue un encuentro feliz!

Pero Frodo no supo qué responder. Hizo una profunda reverencia, montó en el poney y seguido por sus amigos partió trotando a lo largo de la suave pendiente que bajaba detrás de la loma. La casa de Tom Bombadil y el valle y el bosque desaparecieron de la vista de los hobbits. El aire se hizo más cálido entre los muros verdes de las lomas y el aroma del pasto era fuerte y dulce. Cuando llegaron al fondo de la hondonada verde se volvieron y miraron a Baya de Oro, ahora pequeña y delgada como una flor iluminada por el sol sobre un fondo de cielo; estaba de pie, todavía mirándolos, con las manos tendidas hacia
ellos. Mientras
la miraban, ella llamó con voz clara y levantando la mano se volvió y desapareció detrás de la colina.

 

El camino serpenteaba a lo largo de la hondonada, bordeando el pie verde de una colina escarpada hasta entrar en un valle más profundo y más ancho, y luego pasaba sobre otras cimas, descendiendo por las largas estribaciones y subiendo otra vez por las faldas lisas hasta otras cumbres, para bajar luego a otros valles. No había árboles ni ninguna agua visible: era un paisaje de hierbas y de pastos cortos y elásticos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en los montículos y los gritos agudos y solitarios de unas aves extrañas. A medida que caminaban, el sol iba subiendo en el cielo y hacía más calor. Cada vez que llegaban a una cumbre, la brisa parecía haber disminuido. Cuando vislumbraron al fin las regiones orientales, el bosque lejano parecía humear, como si la lluvia reciente estuviera subiendo en humo desde las hojas, las raíces y el suelo. Una sombra se extendía ahora a lo largo del horizonte, una niebla oscura sobre la que el cielo era como un casquete azul, caliente y pesado.

Alrededor del mediodía llegaron a una loma cuya cumbre era ancha y aplastada, como un plato plano de reborde elevado y verde. Dentro no corría aire y el cielo parecía al alcance de la mano. Atravesaron este espacio y miraron hacia el norte, y se sintieron animados, pues era evidente que ya estaban más lejos de lo que habían creído. La bruma, por cierto, no permitía apreciar las distancias, pero no había duda de que las Quebradas estaban llegando a su fin. Allá abajo se extendía un largo valle, torciendo hacia el norte hasta alcanzar una abertura entre dos salientes empinadas. Más allá, parecía, no había más lomas. En el norte alcanzaba a divisarse una larga línea oscura.

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