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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (6 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Las ventanas estaban cubiertas.

El cuerpo se acordaba y se echó de rodillas —¡oh, cómo hizo que la serpiente se agitase!— y empujó una ventana del sótano, para luego meterse, colocarse sobre una caja y bajar al suelo de cemento enmoquetado… plaf, plaf, la moqueta empapada, todo el sótano apestando a moho. No había electricidad. En la oscuridad, subió como pudo los escalones del sótano, se apoyó contra la pared del primer piso y al tacto se dirigió al baño.

Se bajó los pantalones y encontró el inodoro. Gritó por el dolor. Casi se desmaya.

Daniel se tiró contra la pared, el codo amortiguado por el papel higiénico en el soporte de madera.

Media hora más tarde se inclinó hacia delante y su mano dio con un cabo de vela en el lavabo. Una cerilla, una caja. Encendió la cerilla y encendió la vela. Luego se desnudó y se dio una ducha fría… dejando que el cuerpo hiciese lo que sabía hacer.

Con un pie fuera de la bañera, buscó la toalla sucia. Se miró en el espejo del armario de las medicinas. Ojos hundidos y apagados. Pelo sucio y largo, piel cetrina bajo una barba desordenada y enmarañada.

Años de obtener la mayoría de las calorías a partir del alcohol.

De entre las ruinas de su boca, entre dientes podridos, oyó una voz nueva y ronca:

—Oh…
Dios
… mío.

No era Daniel Patrick Iremonk… ningún Daniel. Esta vez se había encajado en un cuerpo que no era remotamente el suyo. Había saltado a una situación completamente nueva… revelando un aspecto novedoso y asombroso de su peculiar talento.

Estaba en otro hombre, viviendo la vida de otro hombre.

6

El Kalpa

Habían pasado setenta y cinco años desde que Ghentun se había reunido con el angelín en la Torre Rota… menos que un parpadeo para un gran Eidolon, pero un tiempo largo para un simple Restaurador.

El Custodio recorrió sin ser visto los puentes que conectaban las islas, las planicies de soporte que se elevaban sobre los canales de drenaje y sostenían los Niveles apilados; subió los ascensores y escaleras de los cincuenta pisos de bloques de nichos, como hacía casi todas las vigilias, estudiando a sus niños, la progenie antigua, mientras trabajaban, se movían, hablaban, se preocupaban, escoltaban a sus hijos de anchos ojos recién salidos de la inclusa, preparaban la comida comprada en mercados atestados, recogían en prados y campos más allá de los dos anchos canales de drenaje, conocidos como Tártaros y Tenebros.

En todo el Kalpa, sólo los Niveles seguían teniendo estaciones que valiese la pena tener en cuenta… nacimientos y muertes, niños entregados de las inclusas en lo alto, progenies envejecidos a los que el Guardián Sombrío liberaba de su carga, reciclándose su masa primordial para formar nuevos niños y algunos —todos vagabundos, instintivamente templados— escogidos por el Custodio para ser entrenados, equipados y enviados al Caos para convertirse en exploradores. Un ritmo que, aparentemente, no sólo le interesaba a él sino también, esperaba, al Bibliotecario que lo había planificado todo mucho tiempo atrás. Los grandes Eidolones podían olvidar con tal facilidad…

El clima cronológico se había calmado recientemente y el tiempo avanzaba con tal alegría —permitiendo verdaderos días de secuencia en los que la memoria funcionaba casi como estaba diseñada— que algunos en el Kalpa creían que los modos y reglas de antaño habían regresado. Resultaba improbable. Los grandes generadores de realidad decaían, habitualmente a pequeños incrementos, pero en ocasiones a saltos. Las intrusiones aterradoras —vetas y manchas del vacío de pesadilla del Tifón, entrando en el Kalpa— eran más frecuentes. Docenas de progenies de Ghentun —los más vulnerables, viviendo en los pisos de los cimientos en la ciudad— habían sido destruidos o habían desaparecido.

Algo en el Caos parecía ir de caza.

En la oscuridad antes de la luz del despertar, a corta distancia del puente Tenebros, equipos de árbitros limpiaban y acordonaban somnolientos un prado en barbecho, preparándose para los juegos que los progenies llamaban pequeñas guerras. Invisible —aunque causando cierto efecto en los progenies que le rodeaban—, Ghentun atravesó las multitudes que se iban formando. En una colina encontró un buen punto de observación, recogió las piernas y se sentó. Pronto volvería a moverse.

Había otro juego en marcha —más grandioso y mucho más peligroso, no sólo para los progenies sino para el propio Ghentun—, pero al final es posible que encontrasen la clave para derrotar a Tifón. Mientras tanto, los ciudadanos de los Niveles hacían lo posible por vivir como siempre lo habían hecho: con valor, entupida, sabiamente. Eran gente dura. Independientemente de las circunstancias, encontraban su divertimento.

La escaramuza del prado iba muy bien, decía la mayoría. El enfrentamiento tradicional había comenzado mientras la neblina todavía cubría los montículos y hierbas. Quinientos progenies —divididos por igual en cuatro tribus— iniciaron el enfrentamiento al oír el cuerno del árbitro, tremendos berridos entrecortados que se repitieron en el elevado y brillante cel.

Jebrassy —fuerte y guapo en una armadura que se había fabricado a partir de conchas de quilla púrpuras— salió con ocho piquetes vestidos de forma similar para valorar las posibilidades de romper el flanco izquierdo del oponente, y al darse con los otros piquetes se produjo en la densa niebla un encantador enfrentamiento de todos contra todos.

En todo momento, mientras luchaba —dando más golpes de los que recibía—, Jebrassy tuvo la incómoda sensación de que le observaban. Por el rabillo del ojo, penachos, soplos, interrupciones de la neblina que se ahuecaban, se retorcían y desaparecían… distrayéndole. No luchó tan bien como quería, y quizá fuese una suerte, considerando el daño que ya estaba causando.

Jebrassy y sus compañeros —Khren y los otros— se entregaron al combate con audacia, agitando sus tavis con tal convicción que pocos les desafiaban, y muchos protestaban ante los árbitros que intercedían a regañadientes.

Los guerreros más viejos se escarranchaban con ojos entrecerrados de desánimo. Los buenos días habían pasado, decían, agitando las cabezas. Algunos creían que el enfrentamiento no era lo suficientemente violento… otros, que olvidados quedaban la misericordia y el honor. Rara vez estaban de acuerdo en algo.

A lo largo de la mañana y hasta la noche, la guerra continuó, ganando gritos, insultos y cantos de aires marciales, bravuconadas, palos, pelo arrancado y baba volante, hasta que el cel quedó marrón y la bien recibida entreluz cayó sobre los combatientes sin aliento y magullados.

A los ancianos les encantaba ver peleas, siempre que no muchos se hiciesen daño… y el equipo de Jebrassy llevaba esa tolerancia al límite. Muchos gemían y se alejaban cojeando… y muchos más refunfuños en el campo y fuera.

Jebrassy, según su propia estimación, se retiró de la bulla con toda la gloria, la cabeza vendada y el brazo herido. En el campamento recibió las atenciones de un impasible guardián médico, una máquina en forma de barril con pequeñas alas para levantarse, ahora plegadas. Aunque prácticamente carecían de cara —sólo tenían tres ojos azules descentrados encajados en una cabeza oval—, los guardianes siempre parecían entristecidos por lo que pasaba, pero ejecutaban sus obligaciones sin reproches ni quejas.

En ocasiones, se decía, en las amplias ventanas oscuras de los altos muros o en el cel, que miraban a prados y campos, los Alzados, los señores de los Niveles —en la idea ingenua que tenían los progenies— observaban esos encantadores enfrentamientos y juzgaban qué se tendría en cuenta cuando el Guardián Sombrío viniese a cortar sus horas finales y llevarte volando a la inclusa. Algunos afirmaban —aunque Jebrassy lo dudaba— que los Alzados se paseaban entre sus luchadores favoritos, y si éstos lo hacían bien, los rodeaban de niebla y se los llevaban lejos…

Pero él había luchado con plena satisfacción, golpeando y siendo golpeado, y que así fuese; estaba dispuesto a ser profano y pensar en otras direcciones. Que de alguna forma así mejoraban las cosas. Mientras el guardián terminaba con sus tratamientos, Jebrassy miró más allá de los relucientes ojos descentrados, miró con ojos entrecerrados a los suaves marrones y dorados verdosos del cel a entreluz y se preguntó qué pensaban realmente los Alzados de semejante idiotez. Él en toda su vida sólo había conocido los Niveles, por supuesto, y eso le ponía de mal humor. Sentía que el vasto techo redondeado aplastaba su espíritu. Era un tipo con ansias de aventura, repleto de la ambición de superar la línea de visión que compartía con los que le rodeaban… en su mayoría, líneas cortas y planas, aunque en los campos eran lo suficientemente grandes como para sugerir misteriosos Lugares Anchos sobre los que algunos susurraban, donde se podía ver hasta el infinito.

De pie junto a un puesto improvisado que exhibía chafa dulce y torco —jugo embriagador fermentado en pesados jarrones—, un viejo progenie esperaba mientras el guardián aplicaba un último giro al vendaje. Jebrassy se puso rígido. El guardián se disculpó con tonos planos y comprensivos, pero los ungüentos y colas no eran lo que le causaban dolor.

Había llegado la hora de separarse. El viejo, Chaeto, era su segundo per… su patrocinador. Un progenie fornido con una barba completa en punta que pronto se encontrará con el Guardián Sombrío, Chaeto y su compañera Neb había tomado a Jebrassy después de la desaparición de sus primeros patrocinadores. Le trataban bien, pero Jebrassy sobre todo les había causado penalidades.

Chaeto se acercó y se situó a su lado, ojos grises por la inquietud interior. Se saludaron tocándose los cuellos con los dedos, Jebrassy primero, como se requería. Jebrassy tocó a continuación la palma extendida del viejo.

El gesto no le provocó demasiado consuelo.

—Te portaste bien ahí fuera —dijo Chaeto—. Como siempre. Eres un luchador, eso es seguro —se aclaró la garganta para luego mirar de lado—. No nos quedan muchas más temporadas para criar a jóvenes progenies. Mer y yo pensamos que ya no te beneficiarás de más instrucción. Ya no prestas atención a nuestras súplicas.

Jebrassy volvió a tocar la palma de su per, con súplica y disculpa. Había afecto, pero ninguno de los dos podía evitar lo que el viejo iba a decir a continuación:

—Estás decidido a mantener tus brutos, ¿no?

—Mis amigos —murmuró Jebrassy.

—¿Todavía hablas de alejarte para morir lejos de los Niveles, sin el beneficio del Guardián Sombrío?

—Sin cambio, per.

Chaeto miró al último resplandor del cel.

—Vamos a tomar uno nuevo. No podemos permitir que extiendan… tus planes… a un recién nacido de umbrío. No podemos permitirlo en el nicho de tu mer. Lo hemos hecho lo mejor posible. Es el camino serpentino que has escogido. Ahora seguirás sin nosotros. —Chaeto retiró la palma, dejando los dedos de Jebrassy suspendidos—. He sacado tus cosas. Mer está destrozada, pero el nuevo joven la sanará.

El anciano tocó el cuello de Jebrassy por última vez. Luego se volvió y se alejó con la cojera que había adquirido en los últimos años. Los guardianes, habiéndose detenido como si quisiesen escuchar, retomaron la reparación del resto de los heridos. Los otros progenies apartaron la vista, muy poca o ninguna compasión por la calamidad de Jebrassy. Les había dado demasiados golpes y codazos.

Chaeto probablemente se lo hubiese contado al controlador de su nivel hogar. El controlador le expulsaría del vecindario… a pesar de que había nichos vacíos.

Estaba solo. No volvería a ver a ninguno de sus patrocinadores, excepto por accidente —quizás en un mercado— e incluso en ese caso, ellos no reconocerían su presencia. Ahora era lo que siempre había creído que aspiraba a ser: un progenie libre. Y le dolía mucho más que cualquiera de las heridas superficiales.

Jebrassy se puso en pie y miró a su alrededor, buscando a alguien, a quien fuese, que tuviese una jarra generosa.

Una vez abandonado el campo —siete heridos, ninguno de importancia, una decepción para los progenies más deseosos de magulladuras—, los muros del nauvarquia se alzaban sobre el Tenebros, entre los prados interiores y la primera isla, y las aguas entraron en la sinuosa depresión. Se levantaron y sacaron remando botes ricamente decorados, y un conjunto diferente de progenies peleó una batalla naval sin prisioneros. Los que habían peleado antes —y todavía podían caminar— se dispusieron siguiendo el muro y comieron, bebieron, vitorearon y se quejaron, hasta que no les quedaron fuerzas para moverse. La luz de vigilia se convirtió en una oscuridad gris. Los muros cayeron y las aguas se fueron. Se alzaron los botes castigados y se los llevaron, y a los amigos de los espectadores que habían bebido demasiado y no podían moverse los llevaron a las tiendas.

Los demás cojearon y se alejaron como pudieron por prados y campos, saludados por los encargadosde las cosechas si los campos contenían producción. Unos pocos robustos bailaron y cantaron por los puentes de camino a sus bloques en las tres islas, aprovechando sus últimas energías, convencidos alegremente de que sus pequeñas guerras estaban muy bien, que eran perfectas para divertir y conservar la salud de la progenie antigua.

Jebrassy se apartó del muro lleno de basura, hizo una mueca al sentir el tirón del vendaje y se enderezó —había consumido una buena cantidad de torco—, y sólo entonces se dio cuenta de que le habían estado observando… y era alguien a quien podía ver.

Se volvió con lo que esperaba que fuese dignidad para enfrentarse a la mirada directa y algo crítica de una fulgente… una joven guapa. Vestía un chaleco abierto y pantalones amplios cuyos colores revelaban que residía en el bloque medio de la segunda isla… como había sido el caso de Jebrassy, hasta ahora.

La fulgente se le aproximó. Tenía un pelo corto que se mostraba lustroso bajo la luz decreciente, ojos fijos y penetrantes, tan repletos de propósito que Jebrassy se preguntó si la mer y el per de la mujer iban a salir de la animada multitud y se la llevarían, o exigirían un testimonio inmediato de unos patrocinadores que ya no tenía.

Sería una situación delicada.

Jebrassy le devolvió la mirada con dignidad confusa hasta que ella se le acercó a unos pocos centímetros, le olisqueó y sonrió.

—Eres Jebrassy… ¿no es así?

—No nos conocemos —dijo él, reuniendo toda la inteligencia que le quedaba.

—Cuentan que te gusta luchar. Luchar es una pérdida de tiempo.

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