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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (4 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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»Asegúrate de que no vienen a por ti… el polvo, el cieno, libros trastocados, los cientos de crípticos —todas las imposibilidades produciéndose a la vez y todos mirándome fijamente, como si hubiese entrado sin saberlo en una fiesta sorpresa.

»Te arrastran al interior, atrancan la puerta, empiezan con los desagradables… diversión y juegos…

»Yo necesito recordar, en serio… pero no quiero».

Daniel se limpió la boca y giró lentamente, orientándose. Sol, nubes, barro por la lluvia reciente. Al otro lado de la calle se alzaba un ancho edificio cuadrangular de color beige, tres pisos de alto: condominios en lo alto y tiendas en la planta baja. Lo conocía bien. Minutos antes había sido un hotel de mala muerte.

Los coches eructaron y se agitaron al ponerse rojo el semáforo.

Habitualmente, cuando saltaba —haciendo uso de la fuerza de voluntad lograba pasar de una fibra a otra— sólo un detalle o algunos pocos detalles sutiles eran diferentes: las circunstancias que deseaba cambiar. Daniel jamás había pasado a una versión de sí mismo que se hubiese degradado tanto.

La ventanilla del coche más cercano bajó y una anciana le sonrió y le ofreció un billete de un dólar. Al aire cálido le acompañaron un toque de gardenias y cigarrillos pasados. Él parpadeó pero no se movió.

La anciana frunció el ceño y retiró el brazo.

El semáforo se puso verde.

El mendigo metió las manos en los bolsillos, dejando que este cuerpo le mostrase dónde estaban las cosas importantes… los movimientos que los músculos ejecutaban todos los días. Sus sucios dedos tocaron dinero. Sacó una bolsa de plástico que contenía un rollo apretado de billetes de uno, sólo uno de cinco y algo de cambio.

En la esquina opuesta había una mujer enfundada en capas de suéteres, chalecos y una falda larga sobre tejanos descoloridos. Su cabeza revuelta, con sonrosadas mejillas de muñeca, surgía de un cuello manchado. Sus brazos y piernas recordaban a manojos de ramitas envueltas en fieltro. Sostenía un cartel en el que pedía dinero, pero no hizo caso del único conductor que había parado para ofrecerle un billete por la ventanilla. El conductor hizo sonar el claxon. La mujer pareció despertar y cogió el dinero. El coche giró a la derecha para fundirse con el tráfico de la autopista.

«Cabrones tacaños. Billetes de dólar. Sólo comes hamburguesas y perritos calientes, para sentir cómo se te pudren las tripas». Daniel no llevaba gafas, pero incluso desde el otro lado del cruce pudo distinguir el valor del billete. Se palpó el puente de la nariz, estremeciéndose de asco al tacto de aquellos dedos sucios. No había arrugas… no había marcas donde habían estado las gafas. Este cuerpo, a pesar de sus problemas, poseía una vista perfecta… en todas las fibras que Daniel había visitado, él —y todas las demás versiones de él— había sufrido de una vista fatal, pero había tenido buena salud. Uñas… en estas manos, gastadas y sucias, pero no mordisqueadas. Todos los otros Daniel se mordían las uñas.

Exceptuando el dinero en la bolsa, tenía los bolsillos vacíos. No había cartera. Ninguna identificación.

La desarrapada se volvió para mirarlo. Pero aquella mujer no le daba miedo… no era parte de la fiesta horrible y silenciosa.

Sintió la urgente necesidad de ir al baño, pero ¿dónde? No había lavabos portátiles a la vista. Creía saber dónde vivía —más o menos a unas doce calles al oeste, en Wallingford—, pero dudaba que lograse llegar, teniendo en cuenta la serpiente que se agitaba en sus entrañas. Aun así, tenía que intentarlo. Lo último que deseaba era ensuciarse los pantalones durante las primeras horas en este mundo extraño.

Alargó la mano, atrapó la mochila, el abrigo y la botella, y echó a correr, habiendo
saltado
lo justo para que el semáforo se pusiese verde para los peatones sin tener que darle al botón.

Varios coches frenaron, casi dándole… pero ninguno lo hizo.

«Hay algo igual. Sigo teniendo la habilidad. Una vida mejor gracias a la física». Corrió a saltos, entrechocando las rodillas.

4

Seattle

Las nubes llegaron y la lluvia encaneció el pavimento. Le gustaba esta ciudad. Le recordaba a Londres, donde había nacido y donde de niño había ayudado a atrapar y vender pájaros… abundantes camachuelos, jilgueros resistentes, delicados liñaceiros más dulces que los canarios.

Max Glaucous todavía se consideraba un cazador de aves: un cazador melindroso y rellenito. Se había pasado la mayor parte de su vida trasladándose en la noche por Inglaterra y Estados Unidos, pasando de ciudad a pueblecito de mala muerte y de vuelta a una ciudad, tendiendo su red y esperando con paciencia infinita la aparición de la forma más rara y correcta de bocado emplumado; mal dispuesto a atrapar y entregar a sus empleadores cualquier pájaro, porque tal gesto estaría muy por debajo de sus habilidades… y además podría provocar una conclusión fatal a su larga y oculta existencia.

Sus empleadores en ocasiones situaban en la misma región, en la misma ciudad, a dos o más cazadores. A ellos nos les importaban la posición y el privilegio. Y luego le tocaba a él encontrar y eliminar a la competencia, lo que habitualmente no resultaba difícil; recientemente habían reclutado a muchos y muy rara vez Glaucous se encontraba con alguien de su experiencia.

Y por tanto aquí estaba, respondiendo a un anuncio del periódico —que no era
su
anuncio—, recorriendo la Quinta Avenida como si tuviese por costumbre salir de día: un hombre bajito, ancho, pesado, de edad indeterminada. Vestía un traje gris de vendedor y una simple camisa blanca. Una corbata negra le rodeaba el grueso cuello como si fuese un dogal. El sudor perlaba su rostro pálido y marcado. Se detuvo bajo la sombra de un largo saliente de un teatro y sacó un pañuelo del bolsillo. Tenía manos gruesas y fuertes, y doblaba los dedos para ocultar unos nudillos marcados.

El aire estaba frío, pero la cubierta baja de nubes tenía una fisura y a él no le gustaba el sol. Su calor y brillo sobre la calle mojada le recordaba cosas perdidas… entre ellas, la capacidad de sentir arrepentimiento. El brillo penetraba por sus pequeños ojos negros e iluminaba espacios de su cabeza como huecos en un anaquel de viejos libros.

Aleteó las fosas nasales de la nariz rota y regordeta. Con los ojos medio cerrados, la mano sobre un esbelto bastón negro, Glaucous vio como en un espectáculo de linterna mágica el viejo carro tirado por un burro, cargado hasta arriba con redes y jaulas de mimbre, colgando de cestos con pesadas estrellas de hierro para retener las redes; el pardillo para atraer a los otros, confundido en su pequeña cárcel de alambres en la tabla junto al viejo cazador jorobado; la temprana oscuridad de la mañana de primavera cubría las calles como un trapo sobre una jaula. El maestro del joven Max y su única familia hacía muecas y marcaba qué campos visitar y hasta dónde llegar. Habitualmente en esta época del año viajaban a Hounslow en busca de jilgueros.

Mientras ataba las cuerdas, había prestado atención a las palabras bajas de su maestro tullido, moviéndose medio dormido sobre los adoquines rotos. Fue en la parte posterior del carro, mirando con ojos porcinos al amanecer violeta.

Al final del día, en el camino de vuelta a Londres y las tiendas que esperaban, Max retiró plumas grises y marrones de las redes y equilibró los cestos, sus cientos de nuevos cautivos en silencio, apretujados como pollitos, sus ojitos asustados cerrados con fuerza. Muchos pájaros sucumbían por la conmoción antes de ser entregados a amas de casa sentimentales. Su trabajo consistía en recoger los muertos y moribundos y lanzarlos a los setos o las alcantarillas. En ocasiones, en la ciudad, sinuosas ratas marrones saltaban y bailaban entre las ruedas del carro, dándose un festín.

En una habitación mal ventilada del sótano, el jorobado entrenaba a Max para afinar camachuelos, empleando telas y el hambre para domar a los nuevos pájaros, exponiéndolos luego a cantos que endulzaban el aire viciado, teniendo como recompensa breves rayos de sol y algo de comida. De esa forma, enseñaba a las pequeñas criaturas a cantar las tonadas más populares de Londres.

El cazador de pájaros había muerto de tisis tras sesenta años llenos de dolor. Antes de que el hijo distante del cazador echase a Max a patadas de la pequeña casucha torcida que llamaban hogar, Max había liberado a los últimos que quedaban… había abierto las puertas de mimbre y lanzado la caza de una semana al polucionado cielo. Fue su último acto de compasión.

Glaucous había visitado por última vez el lugar de caza favorito del viejo jorobado después de la inauguración de la estación de tren de Hounslow Barracks, curioso pero entristecido al ver esos campos tan familiares cubiertos de calles, casas de ladrillo amarillo y pequeños jardines. Después de tantos años habían cambiado muchas cosas, pero para él casi todo seguía igual; todavía cazaba y entregaba jóvenes criaturas a caballeros seguros de sí mismos y a sus damas. Pero esta dama —la Princesa de Caliza— no era cualquier mujer.

En cualquier caso, el aire matutino era muy parecido.

Guardándose el pañuelo, Glaucous encendió una pequeña pipa, apagó la cerilla y abandonó la sombra. Se dirigió al sur, alejándose de la reluciente riqueza de vidrio azul y verde, piedra roja y gris, cemento y acero… alejándose del alboroto de jóvenes oficinistas y acercándose a los lugares frecuentados por quienes tenían los ojos vacíos y las manos extendidas. Todas las ciudades eran iguales, lloviese o hiciese sol… la prosperidad y la riqueza aplastaban la cegadora necesidad.

Glaucous sentía un interés profesional por algunos de los ocupantes, de pie o tirados como muñecas rotas, de las aceras: chanchulleros, juglares, fulleros, el fondo marginal de toda gran ciudad. Prestó especial atención a los más jóvenes. Algunos de esos podrían ser oportunistas o sinvergüenzas, ignorantes de sus talentos de bajo nivel… pero aun así interesantes, sobre todo si empezaban a soñar.

Al contrario que Londres, andando rápido podías atravesar el centro de Seattle de este a oeste en menos de una hora, trabajando en la calle… aunque él prefería quedarse en su apartamento y esperar. La fachada paciente del cazador de pájaros, tan engañosamente similar al reposo.

Encontró el Mercedes gris en un aparcamiento mugriento. La luna trasera dorada por el humo, el salpicadero cubierto por doce recibos, uno para cada día. Afiladas uñas habían marcado senderos en la ceniza cerca de los cierres. Así que era cierto: el Chandler y su compañero incendiario estaban aquí.

Girando al este, Glaucous hizo una pausa para mirar a los números de los edificios hasta dar con la entrada del hotel residencial Gold Rush. Aquí se detuvo, dio un golpe con el bastón y lanzó el aliento en un gemido bajo y contemplativo. Al otro lado de las pesadas puertas de vidrio, encajado entre una tienda de antigüedades orientales y una tienda de segunda mano abandonada, el vestíbulo estrecho del hotel ofrecía una hospitalidad polvorienta y color café. La gruesa capa de pintura cubría paredes sin decorar y estaba sucia y rota sobre las molduras de escayola. Alrededor de una mesa negra marcada por los cigarrillos esperaban dos sillones cuadrados de color marrón y una vieja mesa, sin ocupantes y gastados. La mesa sostenía montones de
The Stranger
y
The Seattle Weekly
, dejando colgar las cuerdas del paquete.

Un recepcionista de mediana edad surgió desde su escondite tras la barra y miró a Glaucous, quien asintió agradablemente, como si se hubiesen visto antes.

—¿Se aloja un señor Chandler? —preguntó—. Creo que me espera.

El recepcionista frunció el ceño.

—Use el teléfono interno o suba —dijo.

Londres —cárcel de alambre de espinos para todos sus pobres desdichados— había convertido pronto al joven Max en un bruto, bajito, fustigado y feo. Después de la muerte del cazador de pájaros, el niño de doce años, tirado de nuevo en la calle, demostró tener buena mano para el lanzamiento de peniques y las cartas. El hambre y la inexperiencia provocaron peleas callejeras, donde adquirió los nudillos marcados, las orejas hinchadas y tres roturas en el puente de la nariz. En un disturbio de
music hall
, una buena caída por unos escalones de piedra abajo selló definitivamente su cuerpo de bulldog, limitando su altura al metro sesenta. Pocos se atrevían a enfrentarse a semejante bruto, y por tanto a los pocos meses logró trabajo como guardaespaldas para un caballero adinerado que poseía insaciables apetitos: cartas, putas, el Fancy. Las cosas y hechos que presenció, y los actos que se le ordenó realizar, eran más horribles que todo lo que había visto como ayudante del cazador de pájaros. Los clientes, sus colegas y sus enemigos acabaron denominándole con una variedad de epítetos: escudo de señoritos, rompehuesos, bate, loco de los puños, bastón, bruto. En dos años aprendió a mantener la boca cerrada y ganar lo que pudiese mientras sus empleadores se repantigaban inconscientes por la bebida o la droga.

Durante el último trabajo de Max como guardaespaldas, su amo de entonces sufrió un caso más que evidente de demencia paralítica. Una enfermera privada indicó a Max cómo reparar el rostro destrozado del amo empleando cera y piezas de latón, para rellenar fisuras y reemplazar partes perdidas mientras el grotesco sifilítico emitía su apestoso aliento a través de fosas nasales vacías.

Pronto Glaucous se encontró una vez más en libertad, la casa del amo condenada, el último poco de fortuna malgastado en curas falsas. No quedaba nada, no se ganaba nada. Y, sin embargo…

Glaucous empezaba a ser consciente de que podría poseer un talento muy poco habitual. Apenas lo creía; apenas lo empleaba. Sin embargo, a la semana de que le echasen de nuevo a la calle, sufriendo de hambre, no tuvo más opción. Afinó su don, y en el mundo pequeño del Fancy, se ganó rápidamente una reputación… una peligrosa. Al servicio de uno de los «grandes», una habilidad como la suya se toleraba, pero, por sí solo, Glaucous no era de utilidad para nadie excepto para sí mismo, y por tanto no servía para nada.

Un caballero de sangre noble, con antepasados que podían hablar directamente a Westminster, pilló a Glaucous haciendo «trampas» a las cartas. Los matones del caballero atraparon al joven feo y arrepentido. El caballero ordenó que lo transportasen a su casa de campo, enjaulado como a un perro.

Allí Glaucous estuvo confinado a una serie de habitaciones de sótano, todas con grandes candados, cada una más grande y algo más luminosa que la anterior. Con el tiempo el ama de llaves lo asignó a un hombre gordo y petimetre llamado Shank, ya fuese como castigo para diversión del caballero o para descubrir y refinar el talento genuino que el chico de la calle pudiese poseer. Y así se hizo.

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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