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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (2 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Prólogo

Muy profundo es el pozo del pasado. ¿No deberíamos decir que no tiene fondo?

Thomas Mann, José y sus hermanos

Es el Tiempo —se oyó susurrar Alan—. El Tiempo… se va como la marea y nos deja varados.

C. L. Moore y Henry Kuttner,

La última ciudadela de la Tierra

Todo lo que sabes es erróneo.

Firesing Theater

El Kalpa

Era peligroso venir a la Torre Rota.

A solas en el límite exterior de una sala vacía de casi un kilómetro de ancho, rodeado por una brutal serie de altos ventanales de cristal, el Custodio Ghentun se cubrió más con la capa para evitar el frío cortante. A sus pies burbujeaba una capa de aire, mientras que una fina neblina helada permanecía en el sendero que había seguido desde los ascensores. Esa parte de la ciudad no estaba acostumbrada a los de su clase, a los de su tipo de manifestación física, y no se ajustaba obedientemente a sus necesidades.

Muy rara vez los Sirvientes del Bibliotecario iban hasta allí para reunirse con suplicantes de los niveles inferiores. Esas citas eran casi imposibles de conseguir. Sin embargo, Ghentun había solicitado una audiencia y lo habían convocado.

Los altos ventanales ofrecían una vista panorámica de lo que se encontraba fuera de la ciudad, más allá de las tierras medias y por encima del límite de lo real: el Caos Tifón. En todo el Kalpa, sólo la torre tenía ventanas al exterior: hacía mucho tiempo que el resto de la ciudad se había amurallado para no observar ese panorama imponente y horrible.

Ghentun se acercó al ventanal más cercano y se paró para mirar. Directamente abajo, grandes curvas como proas de barcos parecían dispuestas a saltar a la oscuridad: los últimos biones del Kalpa que contenían todo lo que quedaba de la humanidad. Un estrecho cinturón gris rodeaba esos enormes edificios, y más allá se extendía un anillo negro, ancho y desigual: las tierras medias. Una falange de agujas arquitectónicas que miraban hacia fuera y giraban lentamente, difuminadas como si estuviesen hundidas en agua cenagosa, protegían el anillo y todo lo que contenía. Eran los Defensores, los más externos de los generadores de realidad de la ciudad.

Fuera de su protección, cuatro cráteres llenos de restos —los biones perdidos del Kalpa— desperdigados en una amplia curva que regresaba sobre sí misma, juntándose en la oscuridad a cientos de kilómetros de distancia: el anillo original de la ciudad.

Surgiendo del caos, la masiva orbe del Testigo proyectaba su cañón de luz gris, como un cuchillo, sobre los biones perdidos y las tierras medias, disparando contra los nebulosos Defensores, elevándose como si quisiese agarrar la torre… Demasiado doloroso para mirarlo.

Ghentun apartó los ojos cuando el rayo recorrió la cámara.

Sangmer, el primero en intentar cruzar el Caos, en su momento había ocupado ese mismo lugar, preparando la ruta de su viaje. Algunas vigilias más tarde había descendido de la Torre Rota —incluso entonces llamada Malregard— y con cinco valientes compañeros, todos aventureros filósofos, había partido en esa última empresa.

Nunca más se supo de ellos.

Malregard, efectivamente. «Mala vista». Sintió una presencia a su espalda y se volvió, inclinando la cabeza. El Bibliotecario tenía tal variedad de sirvientes que no sabía qué esperar. Éste —un angelín pequeño, de forma femenina— apenas pasaba de la rodilla de Ghentun, que coloreó su capa de infrarrojo, haciendo que los charcos de aire más cercanos burbujeasen furiosamente y se desvaneciesen. El sirviente también cambió de espectro y luego elevó la temperatura de la cámara hasta que hubo algo de presión.

Ghentun se inclinó para entregarle al angelín un fragmento primordial de tierra, un trozo aplastado de basalto de la Tierra: el pago tradicional por una audiencia. Eran reglas antiguas que no debían olvidarse jamás. Ante la menor descortesía, el Bibliotecario y todos sus sirvientes eran propensos a retirarse para sumirse en un silencio de diez mil años, algo que el Kalpa ya no podía permitirse.

—¿Qué haces aquí, Custodio? —preguntó el angelín—. ¿Ha habido progresos en este lado de lo real?

—Eso debe juzgarlo el Bibliotecario. Toda honra para sus sirvientes.

El angelín se plateó y se congeló: simplemente se detuvo sin ninguna razón que Ghentun pudiese apreciar. Había seguido todas las reglas de la cortesía. Ghentun cambió su capa y plasma a modo lento para poder mantener una comodidad disciplinada. Estaba claro que iba a llevar su tiempo.

Pasaron dos vigilias. Nada cambió a su alrededor, excepto que desde el Caos el rayo gris, como un cuchillo del Testigo, recorrió tres veces la cámara.

Finalmente el angelín aclaró su capa plateada y dijo:

—El Bibliotecario te recibirá. Habrá una cita disponible en menos de mil años. Transmite dicha información a tus sucesores.

—No tendré sucesores —repuso Ghentun.

La reacción del angelín se produjo con sorprendente rapidez.

—¿El experimento ha terminado?

—No. La ciudad.

—Hemos estado desconectados. Explícate.

—No disponemos del lujo del tiempo —dijo Ghentun con aspereza—. Hay que tomar decisiones. Pronto.

El angelín se expandió y se volvió transparente. «Pronto» podía interpretarse como una afrenta a cualquier Eidolon, pero especialmente a un sirviente del Bibliotecario. Resultaba difícil creer que tales seres todavía reclamasen el honor de la humanidad, pero así era.

—Explícame lo que puedas sin negar el privilegio del Bibliotecario —pidió.

—Hay resultados inquietantes. Podría haber presagios. El Kalpa es el último refugio de la vieja realidad, pero nuestra influencia es muy reducida. Como el Bibliotecario ya anticipó, la historia podría estar corroyéndose.

—El Bibliotecario no lo tenía previsto. Todo es permutación.

—Sin duda —dijo Ghentun—. Aun así, las líneas del mundo están siendo cortadas y empalmadas de forma no natural. Otras pueden haberse disuelto. Es posible que ya se hayan perdido segmentos completos de la historia.

—¿El Caos ha retrocedido en el tiempo?

—Algo así sienten algunos miembros de la progenie antigua. Son nuestros indicadores, como así se les diseñó.

Intrigado, el angelín se redujo y se solidificó.

—Canarios en la mina de carbón —dijo.

Ghentun no sabía qué eran los canarios y sólo comprendió vagamente lo de la mina de carbón.

—¿Algunos miembros de la progenie antigua experimentaban sueños poco habituales? —preguntó el angelín.

Ghentun cerró más la capa.

—He revelado todo lo que puedo, todo el honor para el Bibliotecario. El resto de mi informe deberá ser comunicado en persona… Como está establecido.

—Desde Malregard observamos cómo vuestras progenies cruzan el límite de lo real, violando las leyes de la ciudad. Parecen decididos a perderse en el Caos. No hemos visto volver a ninguno. ¿Tu informe admite el fracaso?

Ghentun sopesó cuidadosamente su situación.

—Por naturaleza, son gente sensible y decidida. Mi humildad frente a los Eidolones… Dejo esas observaciones a vuestro grupo y busco la crítica del Bibliotecario, si es precisa, directamente.

Otra larga pausa.

El rayo gris del Testigo volvió a recorrer la cámara. Al pasar a través del angelín, Ghentun observó un entramado de procesos internos: la muy refinada estructura enjoyada de materia noötica de grado zafiro. El angelín osciló frente a la cara de Ghentun. Sus labios no se movieron pero su burbuja de frío se estremeció.

—Induce a un individuo afectado por esos sueños para que te acompañe a la Torre Rota.

—¿Cuándo?

—Se te notificará.

Ghentun sintió el estremecimiento de la frustración.

—¿Comprendéis la premura? —preguntó.

—No —dijo el angelín—. Puedes quedarte y explicármelo a mí o ejecutar esas instrucciones. Dentro de setenta y cinco años habrá una entrevista con el Bibliotecario. ¿Es lo suficientemente
pronto
?

—Tendrá que serlo.

—Que la paz y las permutaciones sean contigo, Custodio.

El angelín salió deprisa, dejando un rastro de vectores plateados que rápidamente confluyeron y desaparecieron. En su época, un sendero de vectores de un angelín había sido una visión gloriosa. Ahora resultaba tenue y angosto.

Destinos reducidos, caminos más estrechos.

Ghentun cogió la capa y partió de Malregard. No había respondido a la pregunta del angelín sobre los sueños porque precisaba retener todo cuanto fuese posible para revelarlo sólo más tarde a la mente central del Bibliotecario en persona, al menos eso esperaba fervientemente. En cualquier caso, su nivel de optimismo sobre esa empresa no había sido demasiado alto.

El final de toda la historia, de todo lo que era humano y loable —consumido por la locura maligna del Caos que se había manifestado durante eras—, les había alcanzado.

Después de cien billones de años, era probable que fuese imposible salvar el Kalpa.

PRIMERA PARTE

DESPLAZADORES DE DESTINO

1

Seattle

La ciudad era joven. Increíblemente joven.

La luz se elevó clara y azul plateada sobre una masa de nubes tenues y grises, y si mirabas al este, más allá de las colinas, por donde el sol saldría pronto, veías un brillo tan amarillo y tan real como el de la mantequilla natural.

La ciudad encaraba el nuevo día con un rocío frío y húmedo que caía sobre la hierba verde, resbalaba por las ventanas y perlaba de gotas las barandillas.

Al despertar en la ciudad, nadie podía saber lo joven y sana que era: todos tenían actividades que planificar, preocupaciones vitales que resolver. Para que oliesen la novedad bendita y fría haría falta un tufillo de algo diferente.

Todos se ocupaban de sus asuntos.

El día dio paso a la noche.

Casi nadie advirtió la diferencia.

Apenas un regusto a pérdida.

Con una conmoción que casi la hizo gritar, Ginny creyó ver el viejo Mercedes gris en el amplio espejo retrovisor del autobús metropolitano: estaba parado en el carril contiguo, a dos coches por detrás, bloqueando el tráfico. Las ventanillas traseras ahumadas y la grieta en el parabrisas veteado eran claramente visibles.

«Son ellos… el hombre del dólar de plata, la mujer con la palma de las manos en llamas». Se abrió la puerta delantera del bus pero Ginny retrocedió por el pasillo. La idea de bajar una parada antes, de caminar unas manzanas para estirar las piernas y pensar, había desaparecido.

La conductora —una mujer rellenita de esclerótica color marfil y ojos castaño claro, labios de un rojo intenso y diamantes en los incisivos, todavía oliendo ligeramente a perfume My Sin después de una dura jornada de trabajo— miró a Ginny.

—¿Te sigue alguien, cariño? Puedo llamar a la policía si quieres. —Y tocó el botón de emergencia del bus con una larga uña perlífera.

Ginny negó con la cabeza.

—No serviría de nada. No se preocupe, estoy bien.

La mujer suspiró y cerró la puerta. El bus reanudó la marcha. Ginny volvió a su asiento y se puso la mochila sobre el regazo. Echaba de menos el peso de su caja, pero de momento estaba en un lugar seguro. Miró por encima del hombro y a través de la luna trasera vio que el Mercedes quedaba atrás y se metía en una calle lateral.

Con la mano buena, rebuscó un papel en el bolsillo de la mochila. Tras retirarle el vendaje sucio de la mano, la médica de la clínica había pasado media hora vendándole de nuevo las quemaduras, inyectándole una buena dosis de antibióticos y haciéndole demasiadas preguntas.

Ginny miró al frente y cerró los ojos. Percibió cómo los pasajeros pasaban por su lado, la apertura de las puertas delantera y media con roces de goma, el resoplido de los frenos.

La médica le había hablado de un anciano excéntrico pero amable que vivía en un almacén lleno de libros. El anciano necesitaba una ayudante, y podría ser por mucho tiempo: habitación y comida, un lugar seguro; todo legítimo. La médica no le había pedido que confiase en ella: eso habría sido excesivo.

Luego le imprimió un plano.

Como Ginny no tenía adónde ir, seguía las instrucciones de la doctora. Desplegó el papel. Sólo unas paradas más. Primera Avenida Sur, al sur de dos inmensos estadios. Oscurecía; casi eran las ocho.

Antes de subir al bus —antes de ver o imaginar el Mercedes gris— Ginny había dado con una casa de empeños a una manzana de la clínica. Allí, al igual que Queequeg vendiendo su cabeza reducida, ella había empeñado la caja y la piedra biblioteca que contenía.

Era la madre de Ginny quien la llamaba «piedra biblioteca». Su padre la había llamado «sumadora». Ninguno de los dos nombres había sido objeto de mayores explicaciones. Se suponía que la piedra —una cosa torcida, de aspecto quemado y que no siempre estaba metida en aquella caja recubierta de plomo de unos cinco centímetros de lado— era la única posesión valiosa que había conservado su familia nómada. Sus padres no le habían contado de dónde la habían sacado ni cuándo. Probablemente no lo sabían, o no lo recordaban.

La caja siempre parecía pesar lo mismo, pero cuando sus padres deslizaban la tapa ranurada —sólo se abría si girabas la caja de cierta forma y luego invertías el proceso—, su madre habitualmente sonreía y decía: «¡Ha girado en dirección contraria!», y con un gesto teatral le mostraba a su hija escéptica el interior vacío.

En la siguiente ocasión, la piedra bien podría sobresalir del hueco acolchado tan sólida, real e inexplicada como cualquier otro detalle de sus vidas.

De niña, Ginny había creído que toda la existencia de su familia era una especie de truco de magia, como la piedra de la caja.

Cuando el hombre de la casa de empeño, con ayuda de Ginny, abrió la caja, la piedra era visible: su primer golpe de buena suerte en varias semanas. El hombre sacó la piedra e intentó estudiarla desde distintos ángulos, pero ésta —como siempre— se negó a girar, por mucho que él lo intentó. «Tozuda. ¿Qué es, un giróscopo? —preguntó—. Muy fea pero ingeniosa». Le rellenó un resguardo y le pagó diez dólares.

Eso era lo que llevaba: un plano en un papel, una ruta de bus y diez dólares que temía gastar por miedo a no poder recuperar su sumadora, lo único que le quedaba para recordar a su familia. Una familia especial que había perseguido la fortuna de una forma muy especial y nunca permanecía demasiado tiempo en un mismo lugar, sólo unos meses, como si los persiguiesen.

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