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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (3 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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El bus se acercó al bordillo y las puertas se abrieron. Al bajar, la conductora le dedicó una mirada triste.

La puerta se cerró y el bus prosiguió.

En unos minutos, la conductora olvidaría a aquella esbelta joven de pelo castaño, una joven recelosa y asustadiza que siempre miraba por encima del hombro.

Ginny permaneció en la acera bajo la noche que caía. Aviones muy lejanos dejaban estelas doradas en el cielo azul profundo. Prestó atención a los sonidos de la ciudad. Los edificios respiraban, las calles gruñían. El sonido del tráfico llegaba del este y el oeste, amortiguado por largas naves industriales. En algún lugar se disparó la alarma de un coche que pronto fue silenciada.

Calle abajo, un solitario restaurante tailandés irradiaba un resplandor cálido por sus ventanas y por la puerta abierta.

Tomó aliento ansiosa y miró la calle de arriba abajo, desierta excepto por las luces traseras del bus que se alejaba. Echándose la mochila al hombro, cruzó la calzada y se detuvo en el charco de resplandor naranja de una farola. Miró la losa verde que era la pared del almacén. Allí podía ocultarse. Nadie daría con ella ni sabría nada sobre su paradero.

Parecía adecuado.

Sabía cómo borrar rastros y eliminar recuerdos. Si el anciano resultaba un pervertido grasiento, podría ocuparse de él. Se había ocupado de cosas peores… mucho peores.

En el extremo norte del edificio, una valla de tela metálica rodeaba una rampa de cemento y un pequeño aparcamiento vacío. Una puerta cerrada impedía el acceso a la rampa desde la acera. Ginny buscó cámaras de seguridad, pero no había ninguna visible. Un viejo timbre de plástico montado sobre latón verdoso era la única forma de anunciarse. Volvió a comprobar la dirección en el plano. Miró la esquina alta del almacén. Metió el dedo entre el alambre y pulsó el botón.

Momentos después, cuando ya estaba punto de irse, la puerta se abrió. Sin voz, sin bienvenida.

Dejó caer los hombros de alivio; estaba tan cansada… pero después de todo lo que había pasado, no podía abandonar ninguna posibilidad, por pequeña que fuese. Rápidamente, reunió todas sus fuerzas y talentos para encontrar un mejor camino a través de la confusión de resultados y efectos. No apareció ninguno. Ése era el único bueno. Todos los demás la devolvían a la vertiginosa tormenta blanco-azulada del bosque.

Llevaba meses sintiendo cómo se iban reduciendo sus opciones. Nunca había imaginado ese almacén, nunca había sabido que acabaría en Seattle, nunca había presentido claramente aquella clínica gratuita y la amable doctora.

Abrió la puerta y subió por la rampa. La puerta volvió a chirriar y se cerró.

Ese día cumplía dieciocho años.

2

El cuerpo de Jack Rohmer tenía sed. El cuerpo de Jack Rohmer estaba cansado.

Una calle arriba y otra abajo, la bicicleta llevaba al esbelto joven de pelo oscuro casi sin ninguna guía por su parte. Un movimiento ocasional del manillar, una flexión despreocupada del hombro, la lengua sobresaliendo entre unos labios flácidos, unos ojos castaños mirando al infinito… todo eso y un pedaleo regular y monótono le indicaban al mundo y a la bicicleta que Jack Rohmer se había quedado en blanco.

Sujeto a la parrilla trasera, un maletero lleno de martillos se agitaba con los baches.

En sí mismo, ni siquiera a un cuerpo joven le interesa la aventura o la novedad, sino la continuidad. Prefiere no tomar decisiones importantes. Un giro casual, inclinarse en una curva, evitar los coches y otros obstáculos… en eso se resumen las habilidades del cuerpo en ausencia de su dueño. Es el cerebro despierto el que se manifiesta inquieto.

En una hora, el cuerpo de Jack había recorrido kilómetros más allá de su destino previsto. De haber habido colinas, sin duda su cuerpo habría reducido la marcha para darse un respiro. Pero siguiendo las calles planas de aquel barrio portuario poblado de almacenes y fábricas, avanzando por un asfalto irregular y calles adoquinadas, era más problemático parar que seguir avanzando.

La bicicleta esquivó un surco.

De la nada salió un camión rugiente. El ojo derecho de Jack se agitó. El chófer mostró por la ventanilla un puño del tamaño de un jamón. Jack siguió adelante, indiferente. El camión atravesó la intersección, esquivándolo por unos centímetros.

Las farolas arrojaban su luz ámbar bajo las nubes arremolinadas en el cielo. Los pies de Jack marcaron cicloides arqueadas a un ritmo reducido al moverse por las sombras. Cinco kilómetros por hora. Luego tres. Uno. La bicicleta se volvió inestable. El cuerpo bajó una pierna que tocó tierra. Jack se apoyó en ella, doblándosela al engancharse la punta del zapato.

—¡Ay!

El cuerpo ya no aguantaba más.

La mente de Jack regresó y el pánico le cruzó la cara. Se salió del reducido asiento de cuero y la entrepierna cayó sobre la barra, lo que reunió cuerpo y alma en un instante doloroso. Se tambaleó sobre ambas piernas antes de que la bicicleta aterrizara.

Un pie aplastó los radios de la rueda delantera.

—¡Ay! ¡Maldición!

Su voz reverberó en las puertas corrugadas y las altas paredes grises. Anonadado, tomó aliento y miró alrededor: estaba solo, nadie había presenciado su apuro. Se frotó suavemente la entrepierna dolorida y luego dedicó una mirada confusa a su reloj. Llevaba ausente una hora y cinco minutos. No recordaba casi nada.

Un ventanal alto y oscuridad; una oscuridad de lo más extraña, repleta de una cegadora luz gris cortante como un cuchillo y de
algo
observando.

Por encima del tejado de un almacén vio altos contenedores de acero —azules, marrones y blancos— marcados con nombres de compañías de transporte. De alguna forma había pedaleado hasta lo más profundo del Sodo —al sur del centro—, hasta casi el puerto y sus enormes grúas pintadas de rojo.

Algo se agitó bajo una hilera de grandes contenedores de basura.

Jack sacó el pie de entre los radios y examinó su vieja zapatilla y el calcetín roto. La rueda estaba destrozada pero apenas se había lastimado la pierna. Levantó la bicicleta y la giró, dispuesto a desandar el camino.

Un chirriar apagado en las sombras —otro roce— y algo largo se escabulló entre fardos de cajas de cartón. Jack abrió los ojos como platos. Durante un momento creyó haber visto una serpiente con pinza en la cola. Se acercó al montón y palpó en el suelo una sustancia húmeda.

Un repiqueteo rápido removió un fardo ancho y plano a su izquierda. Con una mueca, apartó el fardo y lo dejó caer justo a tiempo de ver algo largo, negro reluciente y con muchas patas y pinza en la cola como de langosta, meterse rápidamente por un agujero de revestimiento metálico.

Jack gritó y dio un salto atrás.

Le pareció haber visto un cortapicos tan grande como su antebrazo.

Durante la siguiente hora, mientras empujaba la bicicleta tambaleante bajo el elevado arco de la autopista, mientras el cielo se oscurecía y la llovizna lo empapaba, se medio convenció de que lo que había visto en el puerto era la sombra de una rata, no un bicho gigante.

Regresó al apartamento del tercer piso, cambió la rueda de la bicicleta, la guardó en el armario, se quitó las ropas húmedas y tomó una cena rápida de chile enlatado. Burke, su compañero de piso, había subido un montón de correo antes de irse a trabajar. Burke era asistente de cocina en un restaurante elegante. Trabajaba hasta medianoche seis días a la semana y volvía a casa apestando a carne, vino y brandy: el compañero de piso perfecto, rara vez presente.

Cambió algunas cosas de sitio para refrescar la memoria de Burke: eso evitaría que su compañero intentara alquilar su habitación. Repasó el correo. Sólo facturas y todas a nombre de Burke.

Con renovada confianza, Jack se situó en medio de su pequeño dormitorio y practicó malabarismos con tres de sus cuatro ratas, junto con dos martillos. Las ratas lo aceptaron con su acostumbrada paciencia y al volver a la jaula emitieron chillidos de felicidad. Les dio de comer. Les relucían los ojos y agitaron los bigotes.

Habiendo comprobado que sus reflejos no habían sido afectados, volvió a guardar los martillos en el cajón inferior, parpadeó para acostumbrar los ojos y contempló el cajón lleno de bolos, bolas de petanca y bolas de billar, ladrillos y pollos de goma.

Con algo de dificultad logró cerrarlo.

Sólo dos semanas antes, una atractiva mujer mayor que él, Ellen Crowe, lo había invitado a su casa en Capítol Hill. Comida, conversación, compasión… Jack estaba acostumbrado a la atención de mujeres de más edad.

Percibió la nota en el bolsillo de la camisa, la sacó y pasó el dedo por la floritura plateada sobre la elegante cartulina color crema. La tarjeta incluía una segunda invitación a cenar, sin fecha. «Cuando estés listo», había escrito Ellen. En el reverso, apuntado con letra perfecta el teléfono de una clínica gratuita.

Quizás él le hubiese contado demasiado mientras tomaban
risotto
de gambas. Volvió a frotar la tarjeta, buscando desgracias sin encontrarlas… no en la tarjeta, y tampoco por parte de Ellen.

Sentado en el porche trasero, siguió con la mirada una V que se alejaba de porches idénticos de color gris y marrón bajo rápidos nubarrones bajos. Sorbió una taza de té extraída de una bolsita usada ya tres veces y prestó atención a la lluvia continua. Jack había llegado a la conclusión de que finalmente era Feliz. Pobre, pero eso no importaba. Ahora una preocupación real empañaba su felicidad. Empezaba a quedarse en blanco demasiado a menudo. Incluso se lo había mencionado a Ellen Crowe.

Y veía cosas. Enormes cortapicos.

Con un dedo mantuvo en equilibro el martillo, lo lanzó hacia arriba y atrapó el mango con la punta del pulgar, donde permaneció sin apenas moverse.

Dejó el martillo sobre el regazo y suspiró.

—Mañana iré al médico —anunció, y se tapó con una manta de lana.

Cuando no hacía viento le gustaba dormir en el porche. Observó las fibras unidas de la manta, las amplió en su imaginación, las vio conectarse entre sí en todas direcciones. La vida no era tanto como aquella manta sino más bien como un manojo de cables, apretado con otros manojos sin dejar apenas distancia. Algunos cables eran cortos y otros duraban mucho tiempo, todos interconectados de forma que muy pocos podían predecir. Pero Jack podía sentir esas conexiones, esos cruces, mucho antes de que se produjeran.

Le pesaban los ojos. A medida que el cielo se oscurecía, se quedó dormido allí mismo, en el porche, con el martillo en el regazo, bajo la manta. Fue un sueño profundo y normal. Roncó. Por una vez, inconsciente.

Sus piernas se desplomaron, pero el martillo no se cayó.

A Jack nunca se le caía nada.

3

Wallingford

Algo enorme lanzó al mendigo contra la vegetación baja, gris y húmeda. Rodó de lado y miró al panel de acero de un enorme camión verde de basura. El motor diesel rezongó y eructó humo negro. El conductor sacó de la cabina la cabeza calva.

—¡Eh, parásito! ¡Búscate un trabajo!

El golpe había dejado al mendigo con un latido potente en las tripas. También le dolía la cabeza. No se acordaba de su nombre. Sólo recordaba que estaba huyendo de algo doloroso y horrible. Al menos eso resonaba como un diapasón en medio de sus pensamientos enmarañados…

Se había extendido de más, había intentado alcanzar demasiado lejos.

Intentando escapar.

El mendigo decidió que el conductor del camión no actuaría con tanta chulería si realmente hubiese golpeado a un peatón… aunque fuese un parásito. Nada le había golpeado. Él simplemente estaba allí, tendido inesperadamente a un lado de la carretera, un pie con bota extendido hacia el bordillo, el otro doblado casi bajo el trasero… observando solemnemente una línea de tráfico que ocupaba una intersección.

Sus pensamientos se combinaron como un puzle… pero algo se alzó e intentó desperdigar las piezas, algo que compartía el volumen apretado tras sus ojos… otra mente, asustada, resentida.

El mendigo aplastó expertamente a su compañero como si fuera un insecto y se concentró en los detalles importantes. Primero, ¿dónde estaba? Una rama gruesa se rompió y se hundió aún más en la hierba. Notó algo a la espalda… mochila, abrigo, sudadera, botella de plástico. Una parte de él —la parte que seguía intentando suprimir— todavía recordaba haberlos guardado allí. Se sentía como medio suéter, unido de alguna forma a otra mitad, los hilos de dos colores diferentes y todo lo que había en medio —entre ellos— se deshacía. ¿Qué estaría él haciendo en un mundo mejor, almacenar ropa y agua en los arbustos?

A la vista apareció su brazo izquierdo, la sucia manga verde del abrigo manchada de lo que parecían mocos.

El camión de la basura giró a la izquierda y siguió avanzando. Conocía la zona: una calle que recibía una salida de la interestatal 4, cerca de la 45. En su época, había conducido todos los días por allí para ir a casa, girando en todas las esquinas.

Pero los coches no parecían correctos.

Se puso en pie, rígido y dolorido. Su estómago palpitaba con un dolor traidor y enroscado… algo a lo que este cuerpo estaba acostumbrado. De pronto comprendió.
Este
cuerpo.
Dolor crónico
.

Dos nombres giraron como luchadores uno alrededor del otro, hasta que uno logró derribar al otro: la experiencia y la terquedad ganando a la consternación y la indignación. Un gemido interior, luego… silencio.

Nada parecía lo correcto. Algo había salido mal.

«Soy Daniel». «Soy Daniel Patrick Iremonk». La serpiente del vientre dio un salto mortal. Él se volvió y vomitó entre los arbustos. Se negó a mirar lo que había devuelto.

Otros coches pasaron a toda prisa; de diseño elegante, redondeados, tajados… parodias de revista de los coches que conocía. Los conductores le miraban con desagrado o no lo veían en absoluto… miraban al siguiente giro.

Daba miedo… Daniel tenía miedo. Al otro tipo no le importaba nada. Para empezar, no era demasiado fuerte, y pronto había quedado reducido a un conjunto de recuerdos color lodo. Nunca antes había sido así. Claro está, Daniel nunca había intentado saltar tan lejos. «Mira a tu alrededor. Quizá después de todo no hayas abandonado el Mal Lugar». Daniel —Daniel Patrick Iremonk— siempre había escapado —saltar era la palabra que empleaba— mucho antes de que la situación se estropease por completo. Tal era su talento. Nunca antes había esperado a que la situación se deteriorase tanto.

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