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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (9 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—¿Qué dejó tu visitante la última vez? —preguntó Khren, saboreando un último trago de torco. Jebrassy había acompañado a su amigo bebiendo los dos vasos anteriores, pero no más… mañana precisaba tener la cabeza despejada. Para la reunión que sabía que era imposible que tuviese lugar.

—Es un tonto —murmuró Jebrassy—. Desvalido. No sabe nada. Un
aaarp
—Eructó para reafirmar la degradación del individuo. En la progenie antigua no existía el concepto de locura. Excentricidad, caprichos y extremos de personalidad, sí, pero la locura no formaba parte de su receta, y por tanto nadie acusaba a nadie de haber perdido el contacto con la realidad… excepto como idea vaga, un chiste incómodo, acompañado de un buen eructo.

—Bien, ¿te dijo algo más?

—Yo no estaba allí. Cuando él viene, yo me voy. Ya lo sabes.

—Los dibujos en el lienzo de agitar.

—Nunca tienen sentido.

—Quizá tu visitante ha conocido al visitante de ella y es por eso que ella sabe tanto sobre ti.

—Tú has hablado con él. Tú le conoces mejor que yo —dijo Jebrassy, hundiéndose más en los cojines.

—Tú… él apenas puede hablar —dijo Khren—. Se miró en mi espejo y emitió
sonidos
. Dijo algo como «¡Se han equivocado por completo!», sólo que alargando las palabras. Luego él, tú, tu visitante, se dejó caer y se sentó justo donde estás ahora. Cerró los ojos, tus ojos, hasta que se fue.

Khren retorció los dedos.

—Si eso es el descarrío… mejor tú que yo, amigo.

9

Seattle, Sur

Para pasar el largo periodo gris, mientras la lluvia golpeaba y chocaba contra el tragaluz sobre la estancia de alto techo y en sombras, Virginia Carol —Ginny para sus amigos— repasaba un grueso y pesado volumen llamado
Las gárgolas de Oxford
, del profesor J. G. Goyle, publicado en 1934.
¿Y el segundo nombre del profesor Goyle era Garth o simplemente Gar?

Los restos del sándwich medio comido, todavía en el papel encerado, esperaban su atención en la desnuda mesa de metal situada junto a un sillón de lectura de respaldo alto. Llevaba dos semanas ocultándose en el almacén verde, esperando una explicación que no parecía llegar. Había ido perdiendo el miedo, pero ahora empezaba a aburrirse, algo que dos semanas atrás le habría resultado imposible de creer.

Las imágenes en el libro de las gárgolas eran divertidas —figuras perversas de mirada maliciosa diseñadas, decían los estudiosos, para asustar a los espíritus malvados—, pero lo que le llamó la atención fue una foto granulosa encajada en un capítulo sobre los edificios más antiguos de la ciudad universitaria. En el interior de un parapeto de piedra en lo alto de la torre de un reloj, alguien había grabado con claridad, en las adecuadas mayúsculas romanas de un escolar, atravesando siglos de costra de mugre y hollín negro:

¿Soñáis vos con una ciudad al final del tiempo?

Y debajo,
1685
. Otra inscripción bajo la fecha, supuestamente un nombre o una dirección, había sido raspada vigorosamente, dejando una mancha marrón desvaída.

Conan Arthur Bidewell atravesó la puerta al otro extremo de la sala, portando más libros que había que devolver a los altos estantes de madera. Prestó atención al material que había decidido leer:

—Ese es real… no una de mis curiosidades, señorita Caro! —dijo—. Pero manifiesta verdades desagradables. —Tenía las mejillas hundidas y mechones ralos cubriendo una calva correosa y reluciente. Se parecía a una momia bien conservada o una de esas personas que encontraban en los pantanos. Eso es, pensó Ginny. Y, sin embargo… no era exactamente feo.

Le mostró la fotografía.

—Es como el anuncio de un periódico.

—Así es —dijo Bidewell.

—Sucede desde hace siglos —dijo ella.

El la miró a través de las diminutas lentes.

—Desde hace muchos más —bajo el brazo traía dos periódicos doblados:
The Stranger
y el
The Seattle Weekly
. Los dejó sobre la mesa de lectura. Un periódico tenía ya una semana, el otro era del día anterior. Marcadores adhesivos en los anuncios clasificados. Los anuncios eran casi idénticos.

¿Sueñas con una ciudad al final del tiempo?

Hay respuestas. Llama

Sólo variaba el número.

—¿Las mismas personas? —preguntó.

—No se puede saber. Aunque en nuestro vecindario creo que donde antes había dos ahora sólo hay uno. Pero pronto habrá más. —Bidewell se estiró y chasqueó los nudillos de la mano libre, para luego subir una escalera alta que corría por una guía elevada y horizontal unida a las estanterías. La guía pasaba por encima de puertas y ventanas cubiertas con tablas, dando una vuelta completa a la sala. Bidewell volvió a colocar los libros que había estado consultando, sus gruesos pantalones de pana siseando al doblarse y enderezar sus piernas flacuchas.

—¿Llevan todo este tiempo buscando a gente como yo? Deben de ser muy antiguos —dijo Ginny.

—Algunos todavía sobreviven y hacen su trabajo. Si podemos llamarlo así. Hay tantas corrientes fétidas en estas jóvenes y profundas aguas. ¿Te siguieron hasta aquí?

Quizá deliberadamente no le había hecho la pregunta hasta este momento. Independientemente de sus peculiaridades, Bidewell parecía tener en cuenta sus miedos.

Ginny seguía sin querer recordar el Mercedes, el hombre de la moneda, la mujer ardiente.

—Creo que sí —dijo en voz baja—. Quizá.

—Mmm. —Bidewell terminó de encajar los libros en los huecos y bajó por la escalera, produciendo chasquidos con labios y mejillas. En el último travesaño miró por encima del hombro con ojos entrecerrados al ancho globo de cristal lechoso que colgaba de un aplique de bronce—. Debería cambiar esas bombillas, ¿no?

—Los que pusieron el anuncio, los que marcaron esto… —Tocó la fotografía de Oxford—. ¿Son humanos?

Bidewell asintió con rapidez, como un pájaro.

—Esa inscripción en concreto la trazó un escolar, desafiado por otro muchacho, a quien le había pagado un hombre mayor. Pero para responder a tu pregunta, la mayoría son humanos… sí.

—¿Por qué no mueren?

—Han sido tocados —dijo—. Sus vidas se han extendido improbablemente. Lo siento. No pretendo ser poco claro.

Ginny todavía no tenía claros esos detalles… ni siquiera tenía claro si debía abandonar el almacén de Bidewell, abandonar cualquier esperanza de explicación —a su debido tiempo, a su debido tiempo— y arriesgarse a salir al mundo exterior.

A los dieciséis años, Ginny había empezado a experimentar periodos de abstracción. Caminaba, iba en bus o simplemente dormía y de pronto perdía un recorte de tiempo y recuerdos. Después de esos lapsos, a menudo experimentaba una ligereza en el corazón, una sensación de afecto correspondido que no se manifestaba en ningún otro aspecto de su errática adolescencia. En otras ocasiones sentía una sofocante sensación de miedo, de pérdida, junto con un mal olor de algo más allá de lo quemado, el sabor arenoso, polvoriento y amargo de algo que había superado la descomposición.

Al mismo tiempo, había descubierto que por pura fuerza de voluntad podía encontrarse en situaciones diferentes… aunque a menudo sus esfuerzos parecían salir mal. Después de perder a su familia, Ginny había insistido en tomar malas decisiones, como si estuviese decidida, al llegar al cruce de un camino, a escoger el sendero equivocado.

Sin estar segura de cómo lograba nada de eso, se puso a leer libros sobre mundos paralelos… y losencontró fascinantes pero insatisfactorios. Hacía lo que hacía, pero seguía sin tener una explicación sobre por qué y cómo.

No le había hablado a nadie de su habilidad… hasta que Bidewell la aceptó. Sólo la semana antes, escuchando su historia, por una vez el anciano se había abierto lo suficiente para ofrecer una opinión.

—Suena bastante a alguien perdido, esclavizado, en el Caos. Sea lo que sea, no puede saberse, no puede saberse.

Se apretó los dedos entre dos dedos delgados y reiteró varias veces que sólo eran elucubraciones, que no era un experto.

Un hombre exasperante.

—¿Qué
sabe
usted, señor Bidewell? —soltó Ginny, cerrando de golpe el grueso libro. El golpe resonó en el techo.

—Por favor, llámame Conan —le animó Bidewell—. Mi
padre
era el señor Bidewell.

—¿Y qué edad tenía
él
cuando naciste?

—Doscientos cincuenta y uno —dijo Bidewell.

—¿Y qué edad tienes tú?

—Mil doscientos cincuenta y tres.

—¿Años?

—Por supuesto.

—Eso es imposible.

—Es improbable —le corrigió Bidewell, empujándose hacia arriba las pequeñas gafas y acercando el lomo de otro libro a sus ojos azul claro—. Muchas cosas se pueden concebir pero son imposibles. Muchas más se pueden concebir, pero no son probables. Unas pocas a nosotros nos parecen inconcebibles… pero aun así son posibles —tarareó para sí—. Remover los estantes hace maravillas. Mira lo que hemos encontrado, querida Ginny… el volumen doce de las obras completas de David Copperfield. El personaje de Dickens, digo, que era realmente escritor. No el mago… aunque sería interesante conocerle. Me pregunto cómo piensa. Unas pocas preguntas escogidas… Querida, si tienes tiempo, ¿podrías comprobar una pequeña tara en la página 432? La letra es pequeña y mis ojos ya no son lo que eran.

Sostuvo el libro.

Ginny se puso en pie y lo tomó de las manos retorcidas y extendidas de Bidewell. Se cansaba de esta continua insensatez cambiante —¿cómo podían personas ficticias escribir un libro y menos aún llenar doce o más volúmenes?— pero aquí se sentía segura. Una contradicción amarga.

Recordó cuando Bidewell le agarró ligeramente los dedos por primera vez, dándole la bienvenida al almacén y provocándole —simultáneamente— un estremecimiento y la extraña sensación de comodidad.

—¿Qué tipo de tara? —le preguntó.

—Lo que sea… una errata, una falta de ortografía, lagunas, desvíos. Debemos encontrar las taras… pero no debemos hacer correcciones o intentar ocultar los defectos aparentes. Pueden ser más importantes de lo que imaginas, joven, para la Ciudad. Donde sea y cuando sea que se encuentre dicha Ciudad.

Pasó otra semana y la inquietud de Ginny fue en aumento. Podía sentir las corrientes fétidas de las que le había hablado Bidewell, y algo todavía más alarmante. El río por delante de ella —su río— parecía haber alcanzado un final abrupto. No sabía cuán por delante: semanas, meses, un año… Pero más allá, nada. Bidewell se negó a contarle más y la mayoría de sus conversaciones terminaban con él diciendo con voz rota: «¡No puede saberse, no puede saberse!» El almacén de Bidewell alojaba unos 300.000 libros. Ginny estimó el número en los estantes por medio de un recuento rápido y el número en las cajas por medio de un cálculo más rápido aún. Aparte de ellos dos, siete gatos consideraban el almacén su hogar, todos ellos polidáctilos… con muchos dedos y dos con lo que parecían pequeños pulgares.

Esos dos eran blanco y negro. El más pequeño, un joven macho que hasta hace poco era una cría, se le acercaba silenciosamente mientras ordenaba o leía y se frotaba contra sus tobillos hasta que Ginny lo cogía, lo colocaba en el regazo y le acariciaba. Calidez y flexibilidad bajo el pelaje suave, con una marca en el pecho y una pata blanca, ronroneaba su aprobación hasta que ella paraba, para luego apoyársele en el pecho y tocarle la barbilla con una pata ancha. Ella sentía un ligero pinchazo.

El se negaba a compartir el sándwich cuando ella se lo ofrecía, pero en su lugar, como siguiendo el ejemplo, por la noche le dejaba al pie de la cama un ratón muerto pero intacto. Todos los gatos eran independientes y rara vez respondían a sus llamadas, pero durante las largas noches, encontraba a uno, dos y a veces tres al extremo de su camastro, con las patas debajo, los ojos entrecerrados, observándole cálidamente, ronroneando satisfacción. Parecían dar su aprobación al nuevo visitante de Bidewell.

Por supuesto, los gatos eran esenciales para la seguridad del almacén. Bidewell no consideraba que el trabajo de los ratones sobre las páginas fuese aceptable.

El tiempo pasó un poco más rápido después de conocer a los gatos. Acurrucados uno tras otro en su regazo, incluso compensaban la lista de lecturas propuesta por Bidewell: dejó a su lado, cerca de la mesa de trabajo de Ginny, una pila de libros sobre matemáticas, física y varios textos sobre mitología hindú. Tres de los libros sobre física parecían más avanzados de lo que ella creía que la ciencia hubiese podido progresar hasta ahora, hablando del viaje a velocidades superiores a la de la luz como si fuese un hecho, por ejemplo, o describían rodajas pentadimensionales y secciones de destinos en el espacio-tiempo.

Junto a ésos, Bidewell colocó cinco libros con páginas prácticamente en blanco, que él llamaba «rechazados». Ginny examinó los rechazados con atención y descubrió que en los cinco había una letra impresa en una página y nada más: páginas y páginas totalmente en blanco.

Cualquiera que fuese el misterioso proceso que se producía en bibliotecas, librerías y entre los montones de cajas en los almacenes de los editores, daba la impresión de que para Bidewell los libros predominantemente en blanco eran los menos interesantes.

—En el mejor de los casos son núcleos, espacios entre claves. En el peor de los casos, son distracciones. Puedes usarlos como diarios o libros de notas —dijo, y luego miró al otro montón—. Ésos son para tu educación, tal y como son, y limitados como estamos.

—¿También sondefectuosos? —preguntó ella—. ¿Debo buscar errores y marcarlos?

—No —dijo Bidewell—. Sus errores son naturales e inevitables, los errores de la ignorancia y la juventud.

Ginny, en sus pocos años de educación formal, siempre había disfrutado de la matemática y la ciencia —comprendiendo con facilidad problemas que desconcertaban a sus compañeros—, pero nunca se había considerado una estudiante modelo.

—Preferiría la televisión y un ordenador con conexión a Internet —dijo.

Bidewell se estremeció violentamente.

—Internet es una idea horripilante. Todos los textos del mundo, todas las opiniones inútiles del mundo, todas las mentiras y errores, mudando interminablemente y ¿para qué? ¿Quién puede seguirlo o controlarlo? No me interesa la increíble magnitud de la estupidez humana, querida Virginia.

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