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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (27 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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Permanezco en silencio.

—Por la experiencia que tengo, cuando una persona busca algo desesperadamente, no lo encuentra. Y cuando alguien lo rehúye, ese algo le llega de manera espontánea. Claro que eso no es más que una teoría general.

—¿Y cómo aplicarías esa teoría general a mi caso? Si, tal como dices, estoy buscando algo desesperadamente, pero a la vez lo estoy rehuyendo.

—Una cuestión difícil —contesta Ôshima y sonríe. Hace una pausa y, luego, prosigue—: Pero si tuviera que decirte algo, te diría lo siguiente. Quizás ese algo que buscas, mientras lo estés buscando, no lo encuentres en la forma en que lo estás buscando.

—¡Caramba! Eso suena a una profecía funesta.

—Casandra.

—¿Casandra? —pregunto yo.

—Es de una tragedia griega. Casandra era una profetisa. Una princesa de Troya. Era sacerdotisa vestal del templo de Apolo y éste le otorgó el don de la profecía. Pero, a cambio, Apolo pretendía obligarla a mantener relaciones carnales con él y Casandra se negó. Entonces Apolo montó en cólera y le lanzó una maldición. Los dioses griegos pertenecen más al ámbito de la mitología que al de la religión. Total, que tienen las mismas debilidades que los seres humanos. Son irascibles, lujuriosos, celosos, olvidadizos.

Saca una cajita de caramelos de limón de la guantera y se mete uno en la boca. Me ofrece uno a mí. Lo tomo y me lo meto en la boca.

—¿Y cuál fue la maldición?

—¿La maldición que le lanzó a Casandra?

Asiento.

—Que sus profecías siempre serían ciertas, pero que nadie las creería. Ésa fue la maldición de Apolo. Además, no sé por qué, sus profecías siempre eran desfavorables: traiciones, errores, muertes, la ruina del país. Por lo tanto, no sólo no la creían, sino que la escarnecían y la odiaban. Si todavía no las has leído, tienes que leer las obras de Eurípides y Esquilo. En ellas están descritos de una manera muy vívida los problemas esenciales de la sociedad actual. A través del coro.

—¿El coro?

—Se llama coro a eso, o sea, al coro que aparece en escena. Están todos de pie, al fondo del escenario, y declaman al unísono. Explican la situación, hablan en nombre de los personajes, de sus motivaciones profundas. Incluso, a veces, intentan convencerlos con vehemencia. Algo muy práctico, eso del coro. A veces pienso que me gustaría tener uno detrás de mí.

—Ôshima, ¿tú tienes la facultad de predecir el futuro?

—No —contesta—. Por suerte, o por desgracia, no la tengo. Y si parezco un pájaro de mal agüero es porque soy una persona muy realista, con mucho sentido común. Parto de teorías generales, sigo un método deductivo para sacar mis conclusiones. Y pueden sonar a predicciones funestas, pero esto es así porque la realidad no es más que un cúmulo de profecías desfavorables que se han cumplido. Cualquiera puede verlo si coge un periódico, no importa del día que sea, lo abre y pone en un platillo de la balanza las buenas noticias y, en el otro, las malas.

Cuando viene una curva, Ôshima reduce a una marcha más corta con precaución. Y lo hace de una manera tan suave y refinada que ni siquiera el cuerpo lo percibe. Únicamente un cambio en el ronroneo del motor.

—Pero hay una buena noticia —dice Ôshima—. Y es que te damos la bienvenida. Formarás parte de la Biblioteca Conmemorativa Kômura. Creo que reúnes las condiciones.

De forma automática se me van los ojos al rostro de Ôshima.

—¿Significa eso que voy a trabajar en la biblioteca?

—Para ser más exactos, pasarás a formar parte de la biblioteca. Dormirás allí y allí vivirás. Cuando sea hora de abrir la biblioteca la abrirás y cuando llegue la hora del cierre la cerrarás. Tú llevas una vida muy ordenada y tienes mucha fuerza. No creo que ese trabajo represente para ti un gran esfuerzo. Y vas a sernos de gran utilidad a la señora Saeki y a mí, que no somos nada fuertes. Aparte de eso, te encargarás de algunos pequeños quehaceres. Nada complicado. Prepararme un buen café, por ejemplo, o ir a comprar alguna cosilla… Hay una habitación lista para ti. Es una habitación anexa a la biblioteca, incluso tiene ducha. En principio la construyeron como cuarto de invitados, pero aquí nadie viene a pasar la noche y no se utiliza. Total, que tú podrás vivir allí. Y lo mejor de todo: estando dentro de la biblioteca podrás leer cuanto te apetezca.

—Pero ¿por qué…? —empiezo a decir antes de quedarme sin palabras.

—¿Que por qué te lo permitimos? —responde Ôshima cediéndome sus palabras—. Se explica por un principio muy simple. Yo te comprendo a ti , la señora Saeki me comprende a mí. Yo te acepto a ti, ella me acepta a mí. Que seas un chico desconocido de quince años que se ha escapado de casa no representa ningún problema. Pero, bueno, ¿qué te parece esto de formar parte de la biblioteca?

Reflexiono unos instantes. Luego contesto:

—Yo buscaba un techo. Sólo eso. Es en lo único en lo que puedo pensar ahora. Formar parte de la biblioteca todavía no sé qué puede significar. Si quiere decir que me dejáis vivir allí, os estoy muy agradecido. Así tampoco tendré que coger el tren y desplazarme hasta allí.

—Decidido, pues —dice Ôshima—. Y ahora voy a llevarte a la biblioteca. Y pasarás a formar parte de ella.

Cogimos la carretera nacional, atravesamos varios pueblos. Un enorme cartel publicitario de una empresa de financiación, una gasolinera adornada exageradamente, un comedor acristalado, un
love hotel
con la forma de un castillo occidental, un videoclub del que, tras quebrar, sólo queda el rótulo, un
pachinko
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con un gran aparcamiento… Uno tras otro van apareciendo ante mis ojos. Y un McDonald, un Family Mart, un Lawson y un Yoshinoya… La ruidosa realidad nos está cercando. Los frenos neumáticos de un camión de gran tonelaje, los cláxones, los tubos de escape. Y las íntimas llamas de la estufa, el titilar de las estrellas, la paz del interior del bosque, todo lo que me acompañó hasta el día de ayer se va alejando y desaparece en la distancia.

—Hay algo que debes saber sobre la señora Saeki —me dice Ôshima—. Mi madre, de pequeña, fue compañera suya de clase, las dos eran muy buenas amigas. Según mi madre, la señora Saeki era una niña muy inteligente. Sacaba muy buenas notas, escribía muy bien, era una excelente deportista, tocaba muy bien el piano. Era la mejor en cualquier cosa que hiciera. Además, era muy hermosa. Claro que eso aún lo sigue siendo. —Asiento—. Todavía estaba en primaria y ya tenía novio. Era el primogénito de la familia Kômura. Los dos tenían la misma edad, ella era una muchacha hermosa, él, un chico muy guapo. Vamos, como Romeo y Julieta. Eran parientes lejanos. Sus casas estaban una al lado de la otra y, cualquier cosa que hicieran, la hacían juntos; a cualquier parte adonde fueran iban juntos. Es natural que se sintieran atraídos el uno por el otro y que, al crecer, se amasen como hombre y mujer. Casi formaban un solo cuerpo y una sola alma… Eso me contó mi madre. —Mientras espera a que cambie el semáforo, Ôshima mantiene la vista clavada en el cielo. Cuando se pone el semáforo en verde, pisa el acelerador y adelantamos un camión cisterna—. ¿Te acuerdas de lo que te hablé un día en la biblioteca? ¿Lo de que las personas erraban en busca de la mitad que les faltaba?

—¿Lo de los hombres-hombres, mujeres-mujeres y hombres-mujeres?

—Sí, lo de la historia de Aristófanes. La mayor parte de nosotros se pasa la vida buscando desesperadamente su otra mitad. Pero la señora Saeki y su novio no tenían ninguna necesidad de buscarla. Porque ellos, en el momento de nacer, ya la habían encontrado.

—Eran muy afortunados.

Ôshima asiente.

—Sí, mucho. No podían quejarse. Al menos hasta que llegó cierto momento.

Ôshima se pasa la mano por las mejillas como si quisiera comprobar el afeitado. Pero en sus mejillas no hay ni rastro de barba. Son lisas como la porcelana.

—A los dieciocho años, él se fue a Tokio, a la universidad. Sacaba muy buenas notas, quería seguir unos estudios especializados. También le apetecía irse a la gran ciudad. Ella se quedó aquí, ingresó en el Conservatorio y se especializó en piano. Esta región es muy conservadora, su familia también lo era. Era hija única y sus padres no querían que fuera a Tokio. Total, que resultó que ellos dos, por primera vez en su vida, se separaron. Fue como si los dioses los hubieran partido, de un corte limpio, por la mitad.

»Por supuesto, se escribían todos los días. “Tal vez sea conveniente que, al menos una vez, vivamos separados”, le escribió él. “De este modo comprobaremos si de verdad somos importantes el uno para el otro, si nos necesitamos de verdad el uno al otro”. Pero ella no pensaba de la misma manera. El amor que se profesaban era tan verdadero que no había ninguna necesidad de ponerlo a prueba. Ella lo sabía. El destino los había unido con un lazo tan fuerte que sólo es posible encontrar uno igual entre un millón. Y aquél era un lazo imposible de romper. Ella lo sabía. Él no lo sabía. O, si lo sabía, no podía aceptarlo sin más. Por eso se fue a Tokio. Porque quería que su lazo se estrechara todavía más al someterlo a prueba. Los hombres, a veces, piensan así.

»A los diecinueve años, ella escribió un poema. Le puso música y lo cantaba acompañándose del piano. Era una melodía melancólica, inocente, llena de una belleza pura. La letra, en comparación, era simbólica, reflexiva, más bien difícil de entender. Ese contraste la hacía muy fresca. Ni que decir tiene que tanto en la poesía como en la música se condensaba su corazón, un corazón que decía que lo necesitaba a él, tan lejos. Ella la cantó varias veces en público. De ordinario era una chica tímida, pero le gustaba cantar, incluso había formado, en su época de estudiante, una banda de música folk. Una de las personas que la escucharon quedó maravillada por la canción, grabó una sencilla cinta de muestra y se la envió a un conocido suyo, director de una empresa discográfica. Al director también le gustó la canción y la invitó a sus estudios, a Tokio, para grabarla.

»Ella fue a Tokio por primera vez en su vida y allí se reencontró con su novio. Sacaron tiempo, entre sesión y sesión de estudio, y los dos se amaron íntimamente como solían hacer antes. Según me contó mi madre, debían de mantener relaciones sexuales con regularidad desde los catorce años. Ambos eran precoces. Y, como suele suceder con los muchachos precoces, no aceptaban bien el paso del tiempo. Se quedaron siempre en los catorce o quince años. Abrazándose con todas sus fuerzas, comprobaron cuánto se necesitaban. Ninguno de los dos se había sentido atraído nunca por otra persona. Pese a haber estado separados, entre ambos no había espacio para nada más, este cuento de hadas
Love Story
casi parece aburrido, ¿no crees?

Sacudo la cabeza.

—Me da la impresión de que más adelante se producirá un gran cambio.

—¡Exacto! —dice Ôshima—. Ésta es la génesis de cualquier historia. Un gran cambio. Una inflexión inesperada. En cuanto a la felicidad, sólo existe de un tipo, pero si hablamos de infortunios, los hay de mil tipos distintos. Tal como dijo Tolstoi, la felicidad es una alegoría; la desdicha, una historia. Total, que el disco salió a la venta y fue un éxito. No un éxito pequeño, no. Un éxito espectacular. Se vendieron un millón, dos millones de copias. No recuerdo la cifra exacta. En cualquier caso, eso, en aquella época, representaba un récord de ventas. En la funda del disco salía una fotografía de la señora Saeki ante el piano de cola del estudio, el rostro de medio perfil, sonriente.

»Como no tenía ninguna otra canción preparada, en la cara B del
single
grabaron la versión instrumental de la misma melodía. Orquesta y piano. Lo tocaba ella. También era una hermosa interpretación. Esto pasó hacia 1970. Por entonces, sintonizaras la emisora que sintonizases, sonaba esa melodía. Me lo contó mi madre. Yo no lo sé porque entonces aún no había nacido. En todo caso, fue lo único que ella hizo como cantante profesional. No sacó ningún LP, y tampoco otro
single
.

—Me pregunto si la habré oído alguna vez.

—¿Escuchas mucho la radio?

Sacudo la cabeza. Apenas la pongo.

—Pues entonces no debes de haberla oído. Como no sea en algún especial de música de aquellos años, pocas oportunidades hay hoy en día de escucharla. Pero es una canción preciosa. Yo tengo un disco compacto donde sale y la escucho a veces. Cuando no está la señora Saeki, claro. No se puede tocar este tema en su presencia. No soporta oír hablar de esa canción. Claro que ella odia que se mencione cualquier tema relacionado con el pasado.

—¿Y cómo se llamaba la canción?


Kafka en la orilla del mar
—dice Ôshima.


¿Kafka en la orilla del mar?

—Sí, Kafka Tamura. El mismo nombre que tú. Una curiosa coincidencia.

—No es mi nombre real. Aunque Tamura sí que lo es.

—Pero has sido tú quien lo ha elegido, ¿no es así?

Asiento.

He sido yo quien lo ha elegido y, además, hacía mucho tiempo que había decidido llamar así a mi nuevo yo.

—Y esto es lo que importa —dice Ôshima.

El novio de la señora Saeki murió a los veinte años. Justo cuando
Kafka en la orilla del mar
estaba siendo un gran éxito. La universidad donde él estudiaba había sido ocupada por los huelguistas. Atravesó una barricada para ir a llevar víveres y otras cosas a un amigo que se alojaba en el campus. Aún no eran las diez de la noche. Los que habían ocupado el edificio lo confundieron con un dirigente de una facción contraria (se le parecía mucho), lo cogieron, lo ataron a una silla y lo «interrogaron» como sospechoso de espionaje. Él intentó explicarles que se confundían de persona, pero cada vez que lo hacía lo golpeaban con una tubería de hierro o con un palo cuadrado de madera. Cuando se desplomó sobre el suelo, lo patearon con las suelas de sus botas. Poco antes del amanecer ya había expirado. Fractura craneal, fractura de costillas, desgarro pulmonar. Su cadáver fue arrojado a un lado de la calle, como un perro muerto. Dos días después, a petición de la universidad, las fuerzas antidisturbios penetraron en el recinto universitario y, transcurridas unas cuantas horas, ya habían puesto fin al encierro y habían arrestado a varios estudiantes como sospechosos de aquel asesinato. Ellos reconocieron su culpabilidad y fueron juzgados, pero como se consideró que no había habido intención de matar, a dos de ellos se les consideró culpables sólo de homicidio involuntario y se les condenó a cortas penas de prisión. Fue una muerte que para nadie tuvo sentido.

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