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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (12 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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Quizá sea una extraña manera de decirlo, pero parecía que Nakata hubiera salido a hacer algo a alguna parte y hubiera dejado su cuerpo atrás, como una simple funda, como si el cuerpo se hubiese quedado de guardia, y que hubiese bajado las constantes vitales hasta los mínimos necesarios para mantener su organismo con vida. Me vino a la cabeza la expresión «proyección del espíritu». ¿La conoce usted? Sale mucho en relatos antiguos japoneses. Consiste en que el alma abandona temporalmente el cuerpo, recorre grandes distancias para realizar algún cometido de vital importancia y luego, una vez lo ha hecho, retorna al cuerpo. También aparecen mucho en el
Genji monogatari
las almas vengativas, y quizá fuera algo parecido a esto. Pero no es sólo que el alma de un muerto abandone su cuerpo, también el alma de un vivo puede hacerlo si la voluntad es lo bastante fuerte. Quizás esta concepción del alma haya perdurado en Japón desde tiempos antiguos como algo normal. Pero es totalmente imposible demostrarlo desde el punto de vista científico. Incluso vacilo en esgrimirlo como hipótesis.

No hace falta decir que lo que se nos pedía principalmente en aquellos momentos era que despertáramos al niño del coma. Que le hiciésemos recobrar la conciencia. Buscamos desesperadamente un «antidetonante» que anulara el efecto hipnótico. Probamos todo lo que se nos pasó por la cabeza. Le llevamos a sus padres e hicimos que lo llamaran en voz alta. Día tras día. No reaccionó. Probamos todos los trucos que se emplean en hipnosis. Pronunciamos diferentes fórmulas, dimos diversos tipos de palmadas delante de su rostro. Le hicimos escuchar la música que solía escuchar, le leímos el libro de texto al oído. Le dimos a oler la comida que le gustaba. También le llevamos a su gato. El gato que el niño cuidaba. Hicimos lo imposible para que volviera a la realidad. Pero el efecto fue, literalmente, nulo.

Sin embargo, dos semanas después de que hubiésemos empezado estas pruebas, cuando todos nuestros métodos ya habían fallado y nosotros ya habíamos perdido la confianza en nosotros mismos y estábamos exhaustos, el niño despertó de repente. No como respuesta a algo que hubiésemos hecho. Simplemente despertó, de pronto, sin previo aviso, como si estuviera fijada la hora de antemano.


¿Había aquel día algo diferente a los demás?

—Nada que valga la pena mencionar. Había sucedido lo mismo que los otros días. A las diez, una enfermera le había extraído sangre. Sin embargo, él tosió un poco y algunas gotas de sangre cayeron sobre las sábanas. No eran muchas, pero cambiaron las sábanas enseguida. Ésa fue la única diferencia. El niño abrió los ojos aproximadamente treinta minutos más tarde. Se incorporó de golpe, enderezó la espalda y echó una mirada a su alrededor. Había recobrado la conciencia y, desde el punto de vista médico, estaba en un perfecto estado de salud. Pero resultó que había perdido la memoria por completo. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba. No podía acordarse de dónde vivía, de la escuela donde iba, de la cara de sus padres, de nada. No sabía leer. Ni siquiera sabía que estaba en Japón, ni que estaba en la Tierra. Ni siquiera comprendía qué era Japón, o qué era la Tierra. Su cabeza se había vaciado por completo. Había regresado a este mundo como una hoja de papel en blanco.

9

Al recobrar el sentido me encuentro rodeado de una vegetación espesa. Yazco sobre el suelo húmedo, como un leño. Los alrededores están sumidos en las tinieblas, no veo nada.

Con la cabeza todavía recostada en unos arbustos que me pinchan respiro profundamente. El aire huele a plantas nocturnas. Huele a tierra. También percibo un vago olor a excrementos de perro. Entre las ramas de los árboles asoma el cielo nocturno. No se ven la luna ni las estrellas, pero el cielo muestra una claridad extraña. Las nubes que cubren el cielo hacen de pantalla, y en ella se reflejan las luces de la Tierra. Oigo la sirena de una ambulancia. Se acerca un poco, luego se aleja. Al aguzar el oído percibo también el roce de los neumáticos de los coches yendo y viniendo por la calzada. Por lo visto me encuentro en un rincón de una gran ciudad.

Intento recomponerme a mí mismo. Para conseguirlo tendré que ir de aquí para allá buscando los fragmentos de mi ser. Como si fuera reuniendo pacientemente, una tras otra, las piezas desordenadas de un puzzle. «No es la primera vez que me ocurre», pienso. En el pasado, en algún otro lugar, ya he experimentado esta sensación. ¿Cuándo fue? Vuelvo atrás en mis recuerdos. Pero el frágil hilo se rompe enseguida. Cierro los ojos y dejo transcurrir el tiempo.

El tiempo pasa. De pronto, me acuerdo de mi mochila. Me asalta una sensación de pánico. «¡La mochila! ¿Dónde está mi mochila?». Mi mochila contiene
todo
cuanto soy ahora. No puedo perderla. Pero me encuentro sumergido en las tinieblas, no veo nada. Intento incorporarme, pero no tengo fuerza en la punta de los dedos.

Levanto con gran esfuerzo la mano izquierda. (¿Por qué se habrá vuelto tan pesado mi brazo izquierdo?). Me acerco el reloj a la cara. Me froto los ojos. Los dígitos señalan las 11:26. Las 11:26 de la noche. Del día 28 de mayo. Mentalmente, vuelvo la página de mi diario. 28 de mayo… Sigue siendo
el mismo día
. No llevo desvanecido aquí siglos. A lo sumo debe de hacer unas horas que la conciencia ha abandonado mi cuerpo. Tal vez unas cuatro horas.

Veintiocho de mayo… En este día se ha repetido lo mismo de siempre y de la misma forma. No ha ocurrido nada especial. Hoy he ido al gimnasio y, después, a la Biblioteca Conmemorativa Kômura. He hecho los mismos ejercicios con los aparatos de siempre y he leído a Natsume Sôseki sentado en el sofá de siempre. Luego, al anochecer, he cenado en el local de delante de la estación. Creo que he comido pescado. Salmón. Dos raciones de arroz. He tomado
misoshiru
[13]
y ensalada. Y después… Lo que ha sucedido a continuación ya no lo recuerdo.

Siento un dolor sordo en el hombro izquierdo. Junto con la percepción sensorial, el dolor ha vuelto a mi cuerpo. Es el mismo dolor que cuando chocas con fuerza contra algo. Me acaricio la zona por encima de la camisa con la mano derecha. Al parecer no hay herida, tampoco está hinchado. ¿Habré tenido un accidente de tráfico? Pero mis ropas no están rasgadas y el dolor se circunscribe a un punto de la parte interior de mi hombro izquierdo. Tal vez sea sólo una contusión.

Envuelto por la maleza, me incorporo poco a poco, extiendo los brazos y tanteo durante unos instantes. Pero mis manos sólo alcanzan a tocar las ramas de los arbustos, duras y retorcidas como el corazón de un animal maltratado. Mi mochila ha desaparecido. Me registro los bolsillos. El billetero está. Dentro hay dinero, junto con la tarjeta magnética del hotel, tarjetas de teléfono. Y además, un monedero, un pañuelo, un bolígrafo. A tientas yo diría que no falta nada. Llevo unos chinos de color crema, una camiseta blanca de cuello de pico y, encima, una camisa tejana de manga larga. Y una chaqueta azul marino. Mi gorra ha desaparecido. Era una gorra de béisbol con el logo de los New York Yankees. Al salir del hotel la llevaba. Y ahora no. La habré perdido o me la habré dejado en alguna parte. En fin. No importa. Total, gorras como ésa las hay en cualquier tienda.

Al fin encuentro la mochila. Estaba apoyada contra el tronco de un pino. ¿Por qué la habré dejado ahí y me habré introducido en la maleza hasta desplomarme dentro? Por cierto,
¿dónde estoy?
Mi memoria se ha congelado. Pero lo fundamental es que haya recuperado la mochila. Saco una pequeña linterna del bolsillo de ésta y compruebo de una ojeada lo que hay dentro. Parece que no falta nada. El sobre con el dinero permanece en su sitio. Suspiro aliviado.

Me echo la mochila a la espalda y, pasando por encima de la maleza o abriéndome camino a través de ella, salgo a un espacio abierto. Encuentro un sendero estrecho. Sigo este camino alumbrándome con la linterna hasta que veo una luz y salgo a lo que parece ser el recinto de un santuario sintoísta. He perdido el sentido en un pequeño bosque que se encuentra detrás del pabellón principal de un santuario sintoísta.

Es un santuario bastante grande. En el interior del recinto hay una única y alta lámpara de vapor de mercurio que arroja su fría luz sobre el pabellón principal, las
ema
[14]
y el cepillo de las limosnas. Mi sombra se extiende fantasmagóricamente alargada sobre la grava. Encuentro el letrero con el nombre del santuario y lo memorizo. No hay un alma. Un poco más adelante doy con los lavabos y entro. Están bastante limpios. Me descargo la mochila del hombro y me lavo la cara con agua del grifo. Luego observo mi rostro reflejado en el espejo poco nítido del lavabo. Hasta cierto punto era consciente de ello, pero el aspecto de mi cara es horrible. Pálido, las mejillas hundidas, pegotes de barro en la nuca. El pelo alborotado en todas direcciones.

Y me doy cuenta de que tengo algo negruzco adherido a la pechera de mi camiseta blanca. Y ese
algo
tiene la forma de una gran mariposa con las alas extendidas. Primero intento sacudirlo con la mano. Pero no se va. Al tacto lo noto extrañamente pegajoso. Para recobrar la calma, me quito muy despacio la chaqueta y me saco la camiseta por la cabeza. Y a la mortecina luz del fluorescente descubro que se trata de sangre ennegrecida. La sangre está fresca, todavía no se ha secado. Hay mucha. Me la acerco a la nariz, no huele a nada. También hay salpicaduras en la camisa tejana que llevaba encima de la camiseta, pero son pocas y, como el color de base es azul oscuro, apenas se notan. Sin embargo, la sangre que mancha la camiseta se ve terriblemente vívida y brillante.

La pongo bajo el grifo. La sangre se mezcla con el agua y la porcelana blanca del lavabo se tiñe de rojo. Sin embargo, por mucho que las frote con energía, las manchas de sangre no desaparecen así como así. Estoy a punto de arrojar la camiseta a un cubo de basura que hay por allí cerca, pero me lo pienso mejor y no lo hago. Aunque la acabe tirando, es mejor que lo haga en otro lugar. Escurro bien la camiseta, la meto en la bolsa de plástico de la colada y la embuto en el fondo de la mochila. Me humedezco el pelo con agua y me lo peino. Saco jabón del neceser y me lavo las manos. Las manos aún me tiemblan un poco. Pero me las lavo con cuidado, también entre los dedos, invirtiendo tiempo. Incluso tengo sangre en las uñas. Con una toalla húmeda me quito la sangre que, a través de la camiseta, me ha manchado el pecho. Luego me pongo la camisa, me la abotono hasta el cuello, me meto los faldones dentro del pantalón. Tengo que adecentar un poco mi aspecto para no llamar la atención de la gente.

Pero estoy aterrado. Los dientes me castañetean sin parar. Por mucho que lo intente, no puedo impedirlo. Extiendo los dedos de ambas manos y me quedo contemplándolos. Las manos me tiemblan un poco. No las siento como mías. Parecen un par de seres vivos independientes. Y las palmas me escuecen de forma terrible. Como si hubiera agarrado un hierro candente.

Apoyo ambas manos en el extremo del lavabo, descargo en él mi cuerpo y pego con fuerza la cara al espejo. Siento ganas de llorar. Pero, aunque llore, nadie vendrá a ayudarme. Nadie…

¡Vaya! ¿Dónde diablos te has puesto así de sangre? ¿Qué diablos has hecho? Tú no te acuerdas de nada. No tienes ninguna herida. Aparte de ese rasguño en el hombro izquierdo no te duele nada. O sea, que esta sangre no es tuya. Esta sangre la ha derramado otro ser humano. De todos modos, no puedes quedarte aquí para siempre. Si una patrulla de la policía te encuentra aquí ensangrentado, se habrá acabado la historia. Por otra parte, quítate de la cabeza la idea de volver derechito al hotel. Porque tal vez allí te esté esperando alguien. Todas las precauciones son pocas. Quizá tú te hayas visto involucrado sin querer en un crimen. O sea, que no es imposible que te hayas convertido en un criminal.

Por suerte tienes el equipaje a mano. Fueras adonde fueras, siempre llevabas encima, por precaución, esta pesada mochila que es todo tu capital. Y esto te ha servido. Has hecho lo correcto. Así que no te preocupes. No hay nada que temer. Saldrás adelante. Porque tú eres el chico de quince años más fuerte del mundo, ¿no es así? Confía en ti mismo. Acompasa la respiración y pon tu cerebro a trabajar. Si lo haces, seguro que todo irá bien. Sólo tienes que ser muy prudente. En algún sitio se ha derramado la sangre de alguien. Porque esto es sangre auténtica. Y hay muchísima sangre. Y quizás alguien esté removiendo cielo y tierra con tal de encontrarte.

Total, que es mejor que hagas algo. Y sólo hay una cosa que puedes hacer. Sólo hay un lugar adonde puedes ir. Y de qué lugar se trata, esto también tienes que saberlo tú.

Aspiro una gran bocanada de aire, acompaso mi respiración. Me cargo la mochila a la espalda y salgo del lavabo. Camino bajo la luz de la lámpara de vapor de mercurio pisando la grava que cruje a mi paso. Mientras ando me pongo a pensar con todas mis fuerzas. Aprieto el interruptor y doy vueltas a la manivela, intento que arranquen mis pensamientos. Pero no funciona. La carga de la batería está demasiado baja para que el motor se ponga en marcha. Necesito un lugar cálido y seguro. Y refugiarme allí durante un tiempo para recobrar fuerzas. ¿Pero dónde? El único que se me ocurre es la Biblioteca Kômura. Pero la biblioteca no abre hasta las once de la mañana y debo pasar el montón de horas que faltan hasta entonces en algún otro lugar.

Aparte de la biblioteca sólo hay un lugar adonde pueda dirigirme. Me siento en un rincón escondido, saco el teléfono móvil del bolsillo de la mochila. Y miro si todavía funciona. Extraigo de la cartera el número de teléfono de Sakura y empiezo a apretar las teclas. Los dedos todavía me tiemblan, me equivoco innumerables veces hasta lograr marcar aquel largo número hasta el final. Por fortuna no me sale el buzón de voz. Después de doce timbrazos, Sakura se pone. Pronuncio mi nombre.

—Kafka Tamura —me dice con voz malhumorada—. ¿Sabes qué hora es? Yo mañana me levanto temprano.

—Ya sé que no son horas de llamar —digo. Noto que mi voz está terriblemente tensa—. Pero no me quedaba otro remedio. Estoy en un aprieto horroroso y no tengo a nadie más.

Al otro lado del teléfono se produce un silencio. Ella parece estar interpretando el timbre de mi voz, calibrando su peso.

—¿Se trata de algo serio?

—No lo sé, pero es posible que sí. Necesito que me ayudes. Sólo será esta vez. Intentaré molestarte lo menos posible.

Ella piensa unos instantes. No es que dude. Sólo está pensando.

BOOK: Kafka en la orilla
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