Kafka en la orilla (4 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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Al oírlo, la mayoría de pasajeros se despierta y se levanta en silencio. Bosteza, sale del autocar de mala gana. La mayoría se adecenta un poco aquí antes de llegar a Takamatsu. También yo bajo del autocar, respiro hondo varias veces, me desperezo, hago algunos estiramientos sencillos envuelto en el aire fresco de la mañana. Voy al lavabo, me lavo la cara. Me pregunto dónde diablos estoy. Salgo afuera y lanzo en derredor una mirada al paisaje que me circunda. Son los alrededores, vulgares y corrientes, de una autopista cualquiera, sin peculiaridad alguna. Sin embargo, tal vez sean figuraciones mías, pero tanto la forma de las montañas como el color de los troncos de los árboles me parecen distintos a los de Tokio.

Estoy en la cafetería tomándome una taza de té verde gratis cuando se me acerca una mujer joven y se sienta en la silla de plástico contigua. En la mano derecha sostiene un vaso de cartón lleno de café que acaba de sacar de la máquina expendedora y del que se alza una nube de vapor blanco. En la izquierda, una caja pequeña de sándwiches adquirida también, al parecer, en la máquina.

A decir verdad, la mujer tiene una fisonomía muy extraña. Por mucho que la mires con benevolencia, sus facciones no guardan equilibrio alguno. La frente es muy ancha, la nariz, pequeña y chata, las mejillas están llenas de pecas. Incluso tiene las orejas puntiagudas. Un rostro de facciones que llaman la atención. Agresivas, incluso. Pero la impresión que ofrece en conjunto no es mala. Ella misma, sin poder llegar a sentirse completamente satisfecha de su aspecto, parece sentirse cómoda con él. Y eso es muy importante. La envuelve un aire infantil que tranquiliza a quien se halle delante. Al menos me tranquiliza
a mí
. No es muy alta, pero tiene el cuerpo delgado y esbelto. Con el pecho abundante para un cuerpo tan menudo. También la forma de sus piernas es bonita.

De los lóbulos de sus orejas cuelgan unos finos pendientes de metal que, de vez en cuando, despiden destellos parecidos a los del duraluminio. El pelo le llega hasta los hombros y lo lleva teñido de un color castaño oscuro (casi rojo), viste una camisa de manga larga de cuello marinero a gruesas rayas horizontales. Lleva una pequeña mochila de piel colgada al hombro y un fino jersey de verano enrollado al cuello. Minifalda de algodón color crema, sin medias. Por lo visto acaba de lavarse la cara en los aseos, porque algunos mechones de pelo se le adhieren a la frente como si fueran las finas raíces de alguna planta y eso provoca, vete a saber por qué, que me resulte simpática.

—Tú ibas en el autocar, ¿verdad? —me pregunta. Tiene la voz un poco ronca.

—Sí.

Bebe un sorbo de café frunciendo el entrecejo.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —miento yo.

—¡Ah! Estás en bachillerato.

Asiento.

—¿Y adónde vas?

—A Takamatsu.

—¡Ah! Pues como yo —dice—. ¿Vas de visita o eres de allí?

—Voy de visita —respondo.

—Como yo. Tengo una amiga allí. Una chica con la que me llevo muy bien. ¿Y tú?

—Unos parientes.

Ella asiente, convencida, y no me pregunta nada más.

—Tengo un hermano de tu edad —me dice como si se acordara de repente—. Aunque, por una serie de razones, hace tiempo que no lo veo… Pero ¿sabes? Sí. Te pareces muchísimo al
chico ese
. ¿No te lo han dicho nunca?


¿Al chico ese?

—Sí, al que canta en
aquel
conjunto, el chico ese. Desde que te he visto en el autobús pienso en ello. Todo el rato. Pero no me sale el nombre. Casi se me han secado los sesos de tanto estrujármelos, pero nada, no logro acordarme. Pasa a veces, ¿no? Que tienes algo en la punta de la lengua, pero nada, que no hay manera. ¿A ti no te han dicho nunca que te pareces a alguien?

Niego con la cabeza. No, nadie me lo ha dicho nunca. Ella todavía me está mirando con los ojos entrecerrados.

—¿Qué chico? —le pregunto.

—Un chico de la tele.

—¿Un chico que sale en la tele?

—Sí. Un chico que sale en la tele. —Entonces coge un sándwich de jamón, mastica con semblante inexpresivo, toma otro sorbo de café—. Uno que canta en un conjunto. ¡Nada! Que tampoco logro acordarme de cómo se llama el conjunto. Es un chico alto y delgado que habla con acento de Kansai. ¿No te suena?

—No sé. Es que yo no veo la televisión.

Ella hace una mueca. Me mira de hito en hito.

—¿Que no ves la tele? ¿Nunca?

Hago un ademán afirmativo, sin palabras. Claro que, ¿no tendría más bien que hacer un gesto negativo? Hago un gesto negativo.

—Tú no hablas mucho, ¿verdad? Y cuando dices algo, no sueltas más que una frase. ¿Siempre eres así?

Me ruborizo. Que no hable demasiado se debe, por supuesto, a que soy una persona callada. Pero hay otra razón: todavía no me ha cambiado del todo la voz. Normalmente hablo en tono grave, pero, de vez en cuando, me traiciona la voz. Así que intento no hablar demasiado tiempo seguido.

—En fin, ¡qué más da! —prosigue ella—. Total, que te pareces un montón a ese chico que canta en un conjunto y que habla con acento de Kansai. No es que tú hables con acento de Kansai, claro. Sólo que…, no sé. Tenéis un aire muy parecido. Es un chico muy simpático, sólo eso.

Ella deja de sonreír un instante. La sonrisa se esfuma a alguna parte, y luego vuelve enseguida. Yo sigo colorado.

—Y si te cambiaras el peinado aún te parecerías más. Si te lo dejaras crecer un poco y te lo levantaras, así, de punta, con un poco de gomina. Si pudiera, yo misma te lo haría ahora. Seguro que te favorecería mucho. Es que yo soy peluquera, ¿sabes?

Asiento. Bebo un sorbo de té. En la cafetería reina el silencio. Ni siquiera suena la música. No se oye hablar a nadie.

—¿Te fastidia hablar, quizá? —me pregunta ella con expresión seria, la mejilla apoyada en una mano.

Sacudo la cabeza en ademán negativo.

—No, no. Por supuesto que no.

—¿Te molesto, quizá?

Niego con otro movimiento de cabeza.

Ella toma otro sándwich con la mano. Un sándwich de mermelada de fresa. La incredulidad se pinta en su rostro.

—Oye, ¿te lo comes tú? Los sándwiches de mermelada de fresa son una de las cosas que más odio en el mundo. Desde pequeña.

Lo cojo. A mí tampoco me gustan en absoluto los sándwiches de mermelada de fresa. Pero me lo como sin chistar. Al otro lado de la mesa, ella observa cómo me lo acabo sin dejar una miga.

—Me gustaría pedirte un favor —dice.

—¿Qué favor?

—¿Puedo sentarme a tu lado hasta llegar a Takamatsu? Es que, sola, no logro quedarme tranquila. Me da la sensación de que algún tipo raro se me va a sentar al lado y no consigo dormir a gusto. Cuando compré el billete, pregunté si era un asiento individual, pero, al subir al autocar, he visto que los asientos son dobles. Y me gustaría dormir un poco antes de llegar a Takamatsu. Tú no pareces un tipo raro, así que, ¿te importa?

—No, claro.

—Gracias. Ya lo dicen, ¿no? «En el viaje, un compañero…».

Asiento. Me da la impresión de que no hago más que asentir. Pero ¿qué voy a decir yo?

—¿Y qué sigue?

—¿Qué sigue?

—Sí, detrás de: «En el viaje, un compañero…». Había algo más, ¿verdad? Pero no me acuerdo. Yo, toda la vida, he sido muy mala en lengua.

—«… y en la vida, compasión» —digo yo.

—«En el viaje, un compañero, y en la vida, compasión» —repite ella a modo de confirmación. Cabría decir que, de disponer de papel y lápiz, incluso tomaría nota—. ¿Y qué crees tú qué querrá decir eso? No sé, en cuatro palabras.

Reflexiono. Me tomo mi tiempo. Pero ella aguarda inmóvil.

—Pues que un encuentro casual es algo muy valioso para los sentimientos de los seres humanos. Diría que viene a ser algo así. En cuatro palabras, claro —digo.

Ella medita unos instantes al respecto. Luego junta despacio los dedos de ambas manos sobre la mesa.

—Sí, seguro. Los encuentros fortuitos son algo muy importante para los sentimientos humanos.

Echo un vistazo al reloj de pulsera. Ya son las cinco y media.

—Tendríamos que volver, ¿no?

—Sí, es verdad. Vamos —dice. Pero no hace ademán de levantarse.

—Por cierto, ¿dónde diablos estamos? —pregunto.

—Pues…, veamos —dice ella. Alarga el cuello y lanza una mirada a su alrededor. Los pendientes que le cuelgan de las orejas oscilan inestables de izquierda a derecha como un par de frutas maduras—. Pues, yo tampoco lo sé. Por la hora, me da la impresión de que debemos de estar cerca de Kurashiki, pero la verdad es que no importa demasiado dónde nos encontremos. Las estaciones de servicio de las autopistas no son, en definitiva, más que un lugar de paso. Para ir de aquí allá.

Mantiene levantados en el aire el índice de la mano derecha y el de la izquierda. Separados uno del otro unos treinta centímetros.

—¡Qué más da cómo se llame este sitio! Lavabo y comida. Fluorescentes y sillas de plástico. Café malo. Sándwiches de mermelada de fresa. Nada de esto tiene sentido. Y si algún sentido tiene es de dónde venimos nosotros y adónde nos dirigimos. ¿No te parece?

Yo asiento. Asiento.
Asiento.

Cuando llegamos al autocar, todos los pasajeros ya están sentados y el vehículo nos aguarda listo para partir de un momento a otro. El conductor es un joven de mirada severa. Más que el conductor de un autobús parece el vigilante de una esclusa. Nos lanza a ella y a mí una mirada reprobatoria como advirtiéndonos de que llegamos con retraso. Pero no dice nada. Ella le dirige una inocente sonrisa de disculpa. El conductor alarga el brazo, acciona la palanca y la puerta se cierra con un bufido de aire comprimido. La chica se acerca hasta el asiento que hay a mi lado acarreando una pequeña maleta. Una maleta sin ningún encanto, como las que se pueden comprar en las tiendas de saldos. Muy pesada para su tamaño. La cojo y la deposito en el compartimento que se halla sobre nuestras cabezas. Me da las gracias. Luego inclina el respaldo del asiento y se duerme enseguida. El autocar parte como si no pudiera aguardar más. Yo saco mi libro del bolsillo y continúo leyendo.

Ella duerme profundamente. En un momento dado, la cabeza se le bambolea al vaivén de una curva, cae sobre mi hombro y allí se queda. No pesa demasiado. Tiene la boca cerrada y respira en silencio por la nariz. A intervalos regulares, su aliento me da en el hombro. Al bajar la mirada, veo el tirante del sujetador asomando bajo el cuello marinero. Un fino tirante de color crema. Imagino la delicada tela que hay en su extremo. Imagino los suaves senos que hay debajo. Imagino los rosados pezones endureciéndose bajo las yemas de mis dedos. No es que quiera imaginármelo. Es que no puedo evitar imaginármelo. Como resultado, acabo teniendo una erección, claro. Tan grande que me pregunto cómo puede llegar a endurecerse tanto una parte del cuerpo humano.

Y, al mismo tiempo, anida en mi cerebro la duda de si no se tratará de mi hermana mayor. La edad viene a ser ésa. Las facciones de la mujer son muy distintas a las de la niña de la fotografía. Pero uno no puede confiar demasiado en una fotografía. Según cómo la tomas, puede salir un rostro totalmente distinto al del original. Ella tiene un hermano menor de mi edad al que hace tiempo que no ve. No sería nada extraño que ese hermano fuese yo.

Le miro el pecho. Sus senos redondos suben y bajan al compás de la respiración como el vaivén de las olas. Me recuerdan una vasta superficie del mar azotada por una lluvia incesante. Yo soy un navegante solitario, de pie en cubierta; ella es el mar. El cielo presenta un color gris uniforme que, mucho más allá, se funde con el color, asimismo gris, del mar. Y entonces es muy difícil distinguir el mar del cielo. También es difícil separar al navegante del mar. También es difícil distinguir la realidad de los sentimientos.

En los dedos luce dos anillos. No son anillos de boda o de compromiso. Son de esos que se encuentran en las tiendas de bisutería. Tiene los dedos delgados, pero al ser tan largos y rectos, parecen robustos. Lleva las uñas cortas, bien cuidadas. Pintadas de color rosa pálido. Sus manos reposan suavemente sobre las rodillas, que asoman bajo la minifalda. Desearía tocar esos dedos. Pero no lo hago, por supuesto. La mujer dormida recuerda a una niña pequeña. Entre el pelo le asoman las orejas puntiagudas, como si fueran setas, y ofrecen una curiosa sensación de vulnerabilidad.

Cierro el libro, permanezco unos instantes contemplando hacia fuera el paisaje. Luego, sin darme cuenta, vuelvo a quedarme dormido.

4

INFORME DEL DEPARTAMENTO DE INTELIGENCIA

DEL EJÉRCITO DE TIERRA DE LOS ESTADOS UNIDOS

DE AMÉRICA (MIS)

Fecha: 12 de mayo de 1946

Título: Informe sobre el Incidente de la montaña

del bol de arroz, 1944

Número: PTYX-722-8936745-42216-WWN

Entrevista al doctor Jûichi Nakazawa (53), director de una clínica de medicina general en el barrio xxx en el momento de los hechos. La conversación fue grabada. Se puede acceder al material relacionado con la entrevista mediante el código PTYX-722-5Q162 hasta 183.

Impresiones del entrevistador, alférez Robert O'Connell:

El doctor Nakazawa es un hombre corpulento de tez tostada por el sol. Más que un médico, parece un capataz agrícola. Tiene aspecto de ser una persona tranquila, pero habla de un modo enérgico y conciso. Dice directamente lo que piensa. Tras las gafas, su mirada es viva y aguda. Su memoria parece fiable.

Sí, poco después de las once de la mañana del día 7 de noviembre de 1944, recibí una llamada del jefe de estudios de la Escuela Nacional del barrio. Desde hacía un tiempo, la escuela estaba a mi cargo y, por lo tanto, fue a mí a quien llamaron en primer lugar. Al parecer, se trataba de un caso de extrema urgencia.

Me contaron que todos los niños de una clase habían ido a buscar setas y que habían perdido el conocimiento en el monte. Por lo visto, estaban todos inconscientes. La única que no se había desmayado era la tutora de la clase, que los acompañaba. Ella se había precipitado sola montaña abajo en busca de socorro y acababa de llegar a la escuela. Sin embargo, se encontraba tan conmocionada que poco se podía sacar en claro de sus explicaciones. La única cosa segura era que dieciséis niños inconscientes permanecían aún en la montaña.

Puesto que habían ido a buscar setas, lo primero que se me pasó por la cabeza fue que debían de sufrir una parálisis nerviosa causada por la ingestión de setas venenosas. De ser así, el asunto era grave. Según a qué especie pertenezca el hongo, su veneno es distinto y, en consecuencia, el antídoto también lo es. De momento, lo único que podía hacer era obligarles a vomitar y efectuarles un lavado de estómago. No obstante, dada la gravedad de los síntomas, era muy posible que la digestión se encontrara en un estadio muy avanzado y que, por lo tanto, ya no hubiera remedio. En esta región, cada año muere cierto número de personas por la ingesta de setas venenosas.

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