Ante todo, embutí en mi maletín medicamentos útiles en caso de urgencia, me monté inmediatamente en mi bicicleta y corrí a la escuela. Allí se encontraban ya dos policías que, al igual que yo, habían sido avisados. Si los niños se hallaban inconscientes y había que acarrearlos hasta la escuela, harían falta refuerzos. Sin embargo, estábamos en guerra y la mayor parte de los hombres jóvenes había sido llamada a filas. Aquellos policías, un profesor de cierta edad, el jefe de estudios, el director de la escuela, el conserje, la joven profesora y yo fuimos los únicos que nos dirigimos a la montaña. Cogimos todas las bicicletas que teníamos a mano y, como no bastaban, nos montábamos dos en una.
¿A qué hora llegaron al lugar de los hechos?
Eran las once y cincuenta y cinco minutos. Me acuerdo muy bien porque miré la hora. Llegamos a la entrada del bosque, avanzamos hasta donde nos fue posible ir en bicicleta y, luego, subimos a todo correr por el sendero que conduce a la cima.
Cuando yo llegué, algunos niños ya habían recobrado en parte el sentido y se habían levantado. ¿Qué cuántos niños eran? Pues unos tres o cuatro. Más que haberse levantado, como aún no habían recuperado del todo la conciencia, habían incorporado la parte superior del cuerpo y permanecían con las manos apoyadas en el suelo, a gatas. El resto de los niños aún yacía inconsciente. Sin embargo, parecía que algunos estaban recobrando en ese momento el sentido, y empezaban a mover el cuerpo despacio, tambaleándose como si fueran grandes insectos. Era un escenario irreal. El lugar donde estaban tumbados los niños era un extraño claro que se abre en el bosque, como si lo hubiesen recortado, donde penetraban los cálidos rayos del sol de otoño. Y, en el centro, o en las inmediaciones, dieciséis niños de primaria yacían tumbados en diversas posturas. Algunos se movían, otros permanecían inmóviles. Igual que en una escena de teatro de vanguardia.
Yo incluso me olvidé de mi deber como médico y, conteniendo el aliento, me quedé unos instantes clavado en el suelo. No fui el único. Todos los que habíamos acudido allí, en mayor o menor grado, caímos en un momentáneo estado de parálisis. Es una extraña manera de decirlo, pero incluso me dio la sensación de tener ante mis ojos, a causa de algún error, una escena que un mortal no debería presenciar jamás. Estábamos en plena guerra y, pese a encontrarme en el campo, como médico estaba preparado para situaciones de emergencia. Para mantener la calma, ocurriera lo que ocurriese, como un ciudadano más y poder desempeñar mi deber profesional. Sin embargo, aquella visión me heló literalmente la sangre.
Pronto me rehíce. Tomé en brazos a uno de los caídos y lo incorporé. Era una niña. Las fuerzas habían abandonado su cuerpo y yacía inerte como un muñeco de trapo. Respiraba de manera regular, pero estaba inconsciente. No obstante, mantenía los ojos abiertos con normalidad, los movía de izquierda a derecha. Estaba mirando algo. Saqué una pequeña linterna del maletín y le iluminé las pupilas. No reaccionó. Sus ojos funcionaban con normalidad, miraba algo, pero no mostraba reacción alguna frente a la luz. Era muy extraño. Incorporé a algunos niños más e intenté hacerles lo mismo. Obtuve un resultado idéntico.
Luego les tomé el pulso y la temperatura. Recuerdo que el número de pulsaciones se situaba, de promedio, entre cincuenta y cincuenta y cinco, y que la temperatura no llegaba a los treinta y seis grados. ¿No era de unos treinta y cinco grados aproximadamente? Sí, en efecto, el pulso de un niño de esa edad es bastante lento y su temperatura suele estar aproximadamente un grado por debajo de lo normal. Les olí el aliento, no aprecié ningún olor extraño. Tampoco sufrían alteraciones en la garganta o en la lengua.
A simple vista descarté que se debiera a la ingestión de setas venenosas. No había vomitado nadie. Nadie tenía diarrea. Nadie se encontraba mal. Cuando se ha ingerido algo dañino, transcurrido cierto lapso de tiempo, aparece sin falta alguno de estos síntomas. Al comprender que las setas venenosas no eran la causa, solté un suspiro de alivio. Pero ¿qué diablos había ocurrido entonces? Estaba desconcertado. Los síntomas se parecían a los de una insolación. En verano, los niños se desmayan con frecuencia a causa de las insolaciones. Y, cuando uno pierde el sentido, van derrumbándose uno tras otro todos los niños que hay a su alrededor como si se tratara de una epidemia. Pero era noviembre. Y, además, estábamos en el corazón de un bosque fresco. Si se hubiera tratado de uno o dos, todavía, pero era inimaginable que toda la clase hubiera pillado una insolación en un lugar como aquél.
Otra posibilidad era el gas. Un gas tóxico, algún gas que afectara al sistema nervioso. Natural o químico.
… Pero ¿cómo se había originado gas en aquel rincón perdido del bosque? No conseguía dar con una respuesta. Claro que, si se tratara de gas, el fenómeno tendría una explicación lógica. Todos habían respirado el mismo aire, todos habían perdido el sentido y todos se habían desplomado sobre el suelo. Que la profesora fuera la única inmune podía deberse a que la concentración de gas fuese demasiado baja para afectar el organismo de un adulto.
Todo esto me conducía a otra cuestión peliaguda: ¿qué tratamiento debería aplicarles entonces? No tenía la menor idea. Yo soy un simple médico de pueblo y no poseo conocimientos específicos sobre gases tóxicos. Me sentía perdido. Y, en pleno bosque, no podía consultar por teléfono a ningún especialista. Pero el caso era que algunos niños parecían encontrarse en fase de recuperación y, quizás, a medida que pasaba el tiempo, fueran recuperando todos la conciencia por sí mismos. Ya sé que eran unos pronósticos excesivamente optimistas, pero lo cierto era que no se me ocurría otra cosa. Así que, de momento, los acosté y esperé a ver qué pasaba.
¿En el aire de la zona no había nada distinto de lo habitual?
Yo también me lo pregunté, si no olería de una manera distinta, por ejemplo, y respiré hondo varias veces seguidas. Sin embargo, era el aire normal del interior del bosque. Olía a árboles. Aire puro. Y en la vegetación de los alrededores tampoco pude apreciar nada anormal. No presentaba ningún cambio de forma o de color.
Examiné una a una las setas que habían cogido los niños antes de perder el sentido. No había demasiadas. Por lo visto, los niños se habían desmayado al poco de empezar a buscarlas. Todas eran setas comestibles, normales y corrientes. Yo siempre he ejercido de médico en la zona y conozco bastante bien las diferentes clases de setas que se pueden encontrar aquí. Ni que decir tiene que, por si acaso, me las llevé de vuelta a la escuela y le pedí a un experto que las examinara. Pero, tal como creía, se trataba de setas vulgares y corrientes, totalmente inocuas.
Aparte del movimiento de izquierda a derecha de las pupilas, ¿mostraban los niños desmayados algún otro síntoma? Por ejemplo, el tamaño de la niña de los ojos, el blanco de los globos oculares, la frecuencia del parpadeo, etc.
No. Aparte de mover las pupilas de izquierda a derecha como si fueran focos de luces de seguimiento no presentaban ninguna anomalía. Los niños estaban contemplando algo. Para ser más precisos, no miraban algo que nosotros pudiéramos ver, sino algo invisible a nuestros ojos. No, más que mirar, daba la impresión de que estuvieran presenciando algo. Mantenían el rostro inexpresivo y el cuerpo en reposo, sin muestras de experimentar dolor o miedo. Que me decidiera a acostarlos allí mismo y a quedarme observando su evolución se debió también a este hecho. Me dije a mí mismo que, si no sufrían, no importaba que permanecieran allí un rato más.
La hipótesis del gas, ¿se la comunicó a alguien en aquellos momentos?
Sí, pero nadie lograba explicárselo. Yo jamás había oído que alguien se hubiera adentrado en el bosque y hubiese inhalado gas tóxico. Creo que fue el jefe de estudios quien dijo que tal vez el ejército americano hubiese dejado caer una bomba de gas tóxico. Entonces la tutora de la clase que acompañaba a los niños añadió que, ya que lo mencionaba, antes de entrar en el bosque habían vislumbrado en el cielo un aparato parecido a un B29. Y que volaba justo por encima de la montaña. Todos coincidimos en que podía tratarse de eso. Que tal vez fuera un nuevo modelo de bomba que contuviese gas tóxico. El rumor de que el ejército americano había desarrollado un nuevo tipo de bombas había llegado hasta donde vivíamos. Claro que nadie comprendía por qué razón iban a tirar una bomba sobre aquella montaña pérdida. Pero, en este mundo, se cometen errores y hay cosas que se escapan al entendimiento humano.
Y después los niños fueron recobrando poco a poco el conocimiento, ¿no es así?
Sí. No puedo expresar con palabras el alivio que sentí. Los niños primero se bamboleaban, luego iban incorporándose vacilantes. Fueron recobrando la conciencia poco a poco. Durante el proceso, ninguno se quejó de que le doliera algo. Recobraron la conciencia como si, de una manera muy tranquila, despertaran espontáneamente de un sueño muy profundo. Conforme recobraban el sentido iba normalizándose el movimiento de sus ojos. Al iluminarles las pupilas con la linterna reaccionaron de manera normal. Sin embargo, todavía tardaron algún tiempo en hablar. Ofrecían un aspecto parecido a cuando se tiene la cabeza embotada por el sueño.
A los niños que iban recobrando la conciencia fuimos preguntándoles, uno por uno, qué diablos les había sucedido. Pero ellos se mostraban perplejos, como cuando le preguntas a alguien acerca de algo que no recuerda que haya sucedido. Todos los niños recordaban en mayor o menor medida lo sucedido hasta el instante en que, una vez dentro de la montaña, habían empezado a buscar setas. Lo ocurrido después se había borrado de su memoria. Tampoco tenían conciencia del tiempo transcurrido. Habían empezado a buscar setas y, ¡zas!, había caído el telón. Y, acto seguido, yacían en el suelo rodeados de todos nosotros, los adultos. Los niños no alcanzaban a comprender por qué armábamos tanto revuelo y por qué teníamos un semblante tan serio. Más bien era nuestra presencia la que les infundía miedo.
Sin embargo, por desgracia, uno de los niños no logró recobrar, de ningún modo, la conciencia. Se trataba de uno de los niños refugiados de Tokio y se llamaba Satoru Nakata. Creo que ése era su nombre. Era un niño menudo, de tez pálida. Él fue el único que no pudo recuperar el conocimiento. Permaneció tumbado en el suelo moviendo las pupilas. Nos lo cargamos a la espalda y descendimos la montaña. Los otros niños la bajaron por su propio pie, como si nada hubiese sucedido.
Aparte de ese niño, Nakata, ¿a los otros niños no les quedaron secuelas?
No. Nada que pudiera apreciarse a simple vista. Tampoco se quejaron de dolor o indisposición. Al llegar a la escuela los fui llamando por orden a la enfermería y les tomé la temperatura, les ausculté el corazón con el fonendoscopio, les analicé la vista y les hice todos los exámenes pertinentes. Les pedí que resolvieran operaciones matemáticas sencillas, tenerse en pie sobre una sola pierna con los ojos cerrados. Pero todas las funciones corporales parecían normales. Tampoco daba la impresión de que sus cuerpos experimentaran sensación de fatiga. Y tenían apetito. Como no habían almorzado, todos se quejaban de tener hambre. Y cuando les dimos unas bolas de arroz, las devoraron sin dejar un grano.
Como el asunto me preocupaba, durante un tiempo me fui pasando por la escuela y observé a los niños que habían sufrido el incidente. Llamé a algunos a mi consultorio y les hice una corta entrevista. Pero no pude apreciar anomalía alguna. A pesar de haber sufrido aquella experiencia insólita y de haber permanecido más de dos horas inconscientes en la montaña, no les había quedado ninguna secuela ni física ni mental. Incluso parecían haber olvidado que aquello hubiera ocurrido. Los niños habían vuelto a su rutina diaria y llevaban la vida de siempre sin sensación alguna de desazón. Asistían a clase, cantaban y, en el recreo, corrían con brío por el patio de la escuela. Sólo su tutora, que los había conducido a la montaña, continuaba bajo los efectos del
shock
.
Y sólo aquel niño llamado Nakata continuó toda la noche sin recobrar el sentido. Al día siguiente lo condujeron al hospital de la universidad de Kôfu y, luego, lo trasladaron enseguida al hospital militar y jamás volvió a la ciudad. Nunca supimos qué fue de él.
La noticia de que un grupo de niños había perdido el conocimiento en la montaña no apareció en ningún periódico. No se autorizó la difusión de la noticia, posiblemente para no alarmar a la población. Estábamos en plena guerra y el ejército era muy susceptible ante la propagación de rumores. La marcha de la guerra no era satisfactoria, las tropas estaban retirándose en el frente del sur, las masacres de soldados japoneses se sucedían una tras otra y la violencia de los bombardeos del ejército americano aumentaba día tras día sobre las ciudades. Temían, en consecuencia, que entre la población se propagaran sentimientos antibélicos o la sensación de hastío hacia la guerra. Nosotros mismos, unos días después, recibimos un serio aviso por parte de una patrulla de la policía para que no habláramos de nada relacionado con el incidente. En todo caso, fue un hecho enigmático que me dejó muy mal sabor de boca. A decir verdad, es una espina que tengo clavada todavía en el corazón.
Como dormía, me he perdido el instante en que el autocar ha cruzado el enorme puente que cuelga sobre el mar Interior. Me hacía mucha ilusión contemplar con mis propios ojos ese gran puente que sólo había visto en los mapas. Ahora alguien me despierta dándome unos suaves golpecitos en el hombro.
—¡Eh! ¡Ya hemos llegado! —exclama ella.
Me desperezo en mi asiento, me froto los ojos con el dorso de la mano y, luego, miro al otro lado de la ventana. En efecto, el autocar está detenido en lo que parece la plaza de delante de la estación. La luz de la mañana inunda los alrededores. Es una luz cegadora pero dulce. Ofrece una impresión un poco distinta a la de Tokio. Miro mi reloj de pulsera. Son las seis y treinta y dos minutos.
Ella me dice con voz cansada:
—¡Uff! ¡Qué viaje tan largo! Estoy molida. Me duele el cuello. En mi vida volveré a coger un autocar nocturno. La próxima vez vendré en avión, aunque sea un poco más caro. Haya turbulencias o secuestros, yo, de aquí en adelante, en avión.
Bajo su maleta y mi mochila del compartimento de equipajes que está sobre los asientos.
—¿Cómo te llamas? —le pregunto.