Kafka en la orilla (45 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—Por ese dinero, será de primera clase. Una chica rebosante de vida, una belleza de diecinueve años. Te hará un servicio especial. Lame-lame, frota-frota, mete-mete. Entra todo. Y, luego, de premio, te enseñaré dónde está la piedra.

—¡Me rindo! —dijo Hoshino.

27

Ya son las dos y cuarenta y siete minutos cuando descubro que la niña ya está aquí. Lanzo una ojeada al reloj, a la cabecera de la cama, y grabo la hora en mi memoria. Hoy ha venido un poco antes que ayer. Esta noche la he esperado despierto. No he cerrado los ojos ni un instante, salvo para parpadear. Con todo, no he podido sorprender el instante exacto de su aparición. A la que me he dado cuenta, ya estaba aquí. Como si se hubiera deslizado por un ángulo muerto de mi conciencia.

Lleva el mismo vestido azul celeste de siempre. Con el codo hincado en la mesa y la mejilla apoyada en la palma de la mano contempla el cuadro de
Kafka en la orilla del mar
, y yo, inmóvil, contengo la respiración y la contemplo a ella. El cuadro, la niña, yo. Estos tres puntos dibujan un triángulo estático en el interior de la habitación. Y, del mismo modo que la jovencita no se cansa de contemplar el cuadro, yo no me canso de contemplarla a ella. El triángulo está fijo, nada se mueve. Pero, en aquel instante, sucede algo imprevisto.

—Señora Saeki —digo yo sin pensar. No tenía intención de llamarla. Pero los sentimientos que colman mi corazón se han desbordado y convertido en palabras. Sólo es un susurro. Pero llega a oídos de la niña. Y uno de los vértices de aquel triángulo estático se desmorona. Tanto si en mi fuero interno era eso lo que yo deseaba que sucediera como si no.

Ella mira hacia donde yo estoy. No clava la vista en mí, no aguza la mirada. Todavía acodada en la mesa, se limita a volver en silencio el rostro hacia mí. Como si hubiera percibido una tenue vibración en el aire y no supiera de qué se trata. No sé si ella me puede ver o no. Pero yo quiero que me vea. Deseo que se dé cuenta de que existo, de que estoy aquí.

—Señora Saeki —repito. No logro refrenar el fuerte impulso de pronunciar su nombre en voz alta. Es posible que se asuste, que se ponga en guardia, que se vaya de la habitación. Y que no regrese jamás. Si esto sucediera, me sentiría terriblemente decepcionado. No, no sería una mera decepción. Para mí, todo perdería su significado, todo perdería su rumbo. A pesar de ello, no he podido evitar llamarla. Mi lengua y mis labios, sin conexión alguna con mi cerebro, han articulado su nombre.

Ella ya no mira el cuadro. Me mira a mí. Al menos su mirada se dirige al punto del espacio donde yo me encuentro. Desde aquí no puedo interpretar bien la expresión de su rostro. Las nubes se desplazan y, simultáneamente, oscila la luz de la luna. Debe de hacer viento, pero no me llega el rumor a los oídos.

—Señora Saeki —repito una vez más. Un sentimiento de urgencia me arrastra de forma irresistible.

Ella aparta la barbilla de la palma de la mano y se lleva la mano derecha a la boca. Como si me dijera: «No digas nada». Pero ¿es eso realmente lo que ella está queriendo comunicarme? ¡Ojalá pudiera atisbar de cerca el fondo de sus pupilas! ¡Ojalá pudiera leer en ellas lo que está pensando, lo que ella está sintiendo en estos momentos! ¡Ojalá pudiera comprender qué trata de comunicarme, qué intenta insinuarme con esta secuencia de acciones! Pero todas las respuestas parecen confundirse en las pesadas tinieblas de la hora, poco antes de las tres de la madrugada. Se me hace terriblemente difícil respirar, cierro los ojos. Noto en el pecho una compacta masa de aire. Como si hubiese absorbido las nubes cargadas de lluvia. Cuando, segundos después, abro los ojos, la niña ya ha desaparecido. Sólo queda la silla desierta. La sombra de una nube se desliza con sigilo a través de la superficie de la mesa.

Salto de la cama, voy junto a la ventana, levanto la vista al cielo. Pienso en el tiempo que no ha de volver. Pienso en el río, pienso en la marea. Pienso en el bosque, pienso en el manantial. Pienso en la lluvia, pienso en los rayos. Pienso en las rocas. Pienso en las sombras. Todo ello se encuentra dentro de mí.

Al día siguiente, pasado mediodía, un policía de paisano viene a la biblioteca. Como estoy encerrado en mi habitación, ni me entero. El policía le hace preguntas a Ôshima durante unos veinte minutos y luego se va. Entonces viene Ôshima a mi cuarto y me lo cuenta.

—Ha venido un oficial de la policía local. Me ha estado haciendo preguntas sobre ti.

Ôshima saca una botella de Perrier de la nevera, desenrosca el tapón, se sirve el agua en un vaso y bebe.

—¿Cómo se han podido enterar de que estaba aquí?

—Usaste el teléfono móvil. El de tu padre.

Rebusco en mi memoria. Asiento. La noche en que me desperté tumbado entre los árboles del santuario sintoísta con la camisa manchada de sangre llamé a Sakura con el teléfono móvil.

—Sólo una vez —digo.

—La policía ha descubierto que estabas en Takamatsu por el registro de conferencias. No suelen dar tantos detalles, pero el policía me lo ha contado charlando, de pasada. Porque yo, cuando quiero ser simpático, lo soy de veras. Total, que, por lo que me ha dicho, no han podido descubrir al titular del número del teléfono móvil al que llamaste. Debe de tratarse de un móvil de los que pagas las llamadas por adelantado. Sin embargo, averiguaron que estabas en Takamatsu y, por lo visto, la policía local ha ido inspeccionando, uno a uno, todos los hoteles y albergues de la zona. Y han descubierto que en un hotel que tiene un contrato especial con el YMCA estuvo alojado hasta el día veintiocho de mayo un joven que se parecía mucho a ti, o sea, hasta el día en que asesinaron a tu padre.

Es una suerte que al menos la policía no haya descubierto la identidad de Sakura por el número de teléfono. No quiero ocasionarle más quebraderos de cabeza.

—El director del hotel se acordaba de que una vez solicitaron información sobre ti a la biblioteca. Cuando llamaron del hotel para confirmar si venías aquí todos los días a leer. Te acuerdas, ¿verdad?

Asiento.

—Por eso ha venido la policía. —Ôshima bebe un sorbo de Perrier—. Yo he mentido, por supuesto. Le he dicho que, después del día veintiocho, no te había vuelto a ver más. Que hasta entonces habías venido todos los días, pero que desde el veintiocho habías dejado de venir.

—Pero tú puedes verte metido en un lío por mentirle a la policía.

—En un lío mucho más gordo te habrías metido tú si yo no llego a mentir

—Pero yo no quiero causarte ninguna molestia.

Ôshima sonríe entrecerrando los ojos.

—¿Es que no lo entiendes? Tú ya hace tiempo que me estás causando molestias.

—Sí, eso ya lo sé, pero…

—Así que dejemos las molestias en paz. No es nada nuevo. Hablar de eso ahora no nos lleva a ninguna parte.

Asiento en silencio.

—En fin, que el policía ha dejado la tarjeta. Me ha dicho que, si volvías por aquí, lo llamara enseguida.

—¿Crees que sospechan de mí?

Ôshima sacude despacio la cabeza varias veces.

—No, no creo que sospechen de ti. Pero deben de creer que puedes aportarles información muy valiosa sobre el asesinato de tu padre. Voy siguiendo el curso de las investigaciones por los periódicos y parece que se hallan en un punto muerto. La policía debe de estar perdiendo la paciencia. No tienen huellas dactilares. Ni pistas. Ni testigos. Tú eres lo único que les queda. Por eso están haciendo lo imposible por encontrarte. Debemos tener en cuenta que tu padre era un hombre famoso y que el crimen está teniendo una gran repercusión a través de la televisión y la prensa. La policía no puede quedarse de brazos cruzados.

—Pero, Ôshima, si se enteran de que has mentido a la policía, tu testimonio dejará de ser válido y yo me quedaré sin coartada. Y quizás acaben acusándome del crimen.

Ôshima sacude la cabeza una vez más.

—Kafka Tamura, la policía japonesa no es tan estúpida. Posiblemente no estén dotados de una gran imaginación, pero al menos no son unos incompetentes. La policía ya debe de haber inspeccionado de cabo a rabo los registros de pasajeros de todos los vuelos entre Shikoku y Tokio. Además, quizá tú no lo sepas, pero en todas las puertas de embarque de los aeropuertos hay cámaras de vídeo que van grabando a todos los pasajeros que embarcan y desembarcan. Ya deben de haber comprobado que tú no volviste a Tokio. En Japón es muy fácil obtener información pormenorizada de este tipo. Así que la policía ya sabe que tú no eres el culpable. Si creyeran que lo eres, no habrían enviado a un oficial de la policía de aquí. Habrían hecho venir directamente a un detective de la Jefatura Superior de Policía. Y, de ser así, el interrogatorio hubiera sido mucho más serio y yo no habría podido escabullirme tan fácilmente. Lo único que en estos momentos quieren de ti es que les ofrezcas información de antes del crimen.

Pensándolo bien, seguro que Ôshima tiene razón.

—En todo caso, durante un tiempo lo mejor será que no te vea nadie —dice—. Es posible que la policía patrulle por los alrededores vigilando. Llevaban una fotografía tuya. Es una copia de la fotografía de tu ficha escolar de secundaria, pero no se puede decir que se parezca mucho al original. No sé… Tienes cara de estar furioso.

Es la única fotografía que he dejado tras de mí. Siempre evitaba que me hicieran fotografías. Pero en esta ocasión no pude evitarlo.

—El policía me ha contado que tú, en la escuela, eras un chico problemático. Que habías ocasionado varios incidentes violentos entre tus compañeros y que te habían expulsado temporalmente tres veces.

—Dos veces. Además, no se trataba de una expulsión temporal, sino de un confinamiento domiciliario —aclaro. Aspiro una gran bocanada de aire y la expulso despacio—. Me pasaba
a veces
.

—Que no te podías controlar —dice Ôshima.

Asiento.

—¿Y hacías daño a los demás?

—Yo no quería. Pero a veces me sentía como si, en mi interior, hubiera una persona distinta. A la que me daba cuenta me descubría a mí mismo haciéndole daño a alguien.

—¿Cuánto daño? —pregunta Ôshima.

Lanzo un suspiro.

—Nada grave. Nunca he llegado a romperle un hueso a alguien, ni a partirle los dientes, por ejemplo.

Ôshima está sentado en la cama con las piernas cruzadas. Levanta una mano, se echa el flequillo para atrás. Lleva unos pantalones chinos de color azul marino, unas zapatillas Adidas de color blanco. Un polo negro.

—Parece que tienes que superar un montón de cosas —dice.

«¿Superar un montón de cosas?», pienso. Luego levanto la cabeza.

—¿Y tú, Ôshima, no tienes nada que superar?

Ôshima levanta ambos brazos en el aire.

—Llámalo superar o como te plazca. En mi caso se trata de una única cosa. Y no es otra que la de ir sobreviviendo, día tras día, dentro de este recipiente defectuoso que es mi cuerpo. Según lo mires, puede ser una labor muy sencilla o, por el contrario, puede ser muy complicada. Sea como sea, aunque consiga tirar hacia delante, nadie va a reconocerme que esto sea un gran logro. Nadie va a ponerse en pie y a aplaudirme calurosamente.

Me mordisqueo los labios durante unos instantes.

—¿No piensas en salir de ese recipiente? —pregunto.

—¿En abandonar mi cuerpo?

Asiento.

—¿En sentido simbólico o real?

—De cualquier modo.

Ôshima se aguanta el flequillo hacia atrás con la mano. Me muestra su frente de piel blanca y me parece ver cómo, detrás, funciona a toda máquina las ruedas dentadas de su pensamiento.

—¿Tú querrías hacerlo? —me pregunta a su vez, sin responderme.

Aspiro una bocanada de aire.

—La verdad, Ôshima, si te soy sincero, a mí no me gusta en absoluto el recipiente actual que me contiene. No me ha gustado nunca, ni un solo instante desde el día en que nací. Más acertado se decir que lo detesto. Mi cara, mis manos, mi sangre, mis genes… Me repugna todo cuanto he heredado de mis padres. Si pudiera desprenderme de todo eso, lo haría sin pensármelo dos veces. Al igual que me fui de casa.

Ôshima me mira a la cara y luego sonríe.

—Tienes un cuerpo maravillosamente esculpido. Y, las hayas heredado de quien las hayas heredado, las facciones de tu rostro son hermosas. Bueno, quizá sean demasiado personales para poder llamarlas así, pero no están nada mal. Al menos a mí me gustan. El cerebro te funciona bien. Y tu pene es magnífico. Ojalá tuviera yo uno igual. En el futuro harás perder la cabeza a montones de chicas. No entiendo por qué diablos no estás contento con tu
recipiente actual
.

Me sonrojo.

—En fin, dejémoslo. Seguro que ése no es el problema. A mí no me gusta en absoluto el
recipiente actual
que soy yo mismo. Lógico, ¿no? Lo mires como lo mires, no es más que un pobre sucedáneo. Y si me preguntas si es práctico o incómodo, te diré que es la cosa menos práctica que existe. Sin embargo, en mi fuero interno pienso: si consideramos la cáscara y la sustancia a la inversa, es decir, si consideramos que la cáscara es la sustancia y la sustancia es la cáscara, el sentido de nuestras vidas es entonces mucho más fácil de entender, ¿no te parece?

Vuelvo a mirarme las manos. Pienso en la gran cantidad de sangre que las cubría. Recuerdo vivamente su tacto húmedo y pegajoso. Pienso en mi sustancia y en mi cáscara. En la esencia que soy envuelta por la cascara que soy. Pero en definitiva, el tacto de la sangre es cuanto acude a mi pensamiento.

—¿Y la señora Saeki? —digo.

—La señora Saeki, ¿qué?

—Me pregunto si tendrá problemas que superar.

—Eso deberías preguntárselo directamente a ella —dice Ôshima.

A las dos le llevo un café en una bandeja a la señora Saeki. Está sentada ante la mesa de su estudio en el primer piso. La puerta permanece abierta. Sobre la mesa descansa la pluma estilográfica junto a algunas hojas de papel de borrador, como de costumbre. La pluma tiene el capuchón puesto. Con ambas manos sobre la mesa, la señora Saeki observa algún punto del espacio. No mira nada. Sólo contempla un lugar que no existe. Parece algo cansada. A sus espaldas, la ventana está abierta de par en par, el vientecillo de principios de verano hace danzar las blancas cortinas de encaje. Esta escena recuerda un cuadro alegórico bellamente pintado.

—Gracias —me dice cuando le dejo el café sobre la mesa.

—Parece cansada.

Ella asiente.

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