Kafka en la orilla (64 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—Exacto —asintió Ôshima.

—Pero ¿por qué tuvo que llevar una vida tan dura? Me da la impresión de que hubiera podido vivir de una manera más normalita, como todo el mundo.

Ôshima hizo rodar el lápiz entre los dedos.

—Sí, pero tenga en cuenta que, en la época de Beethoven, se consideraba importante la manifestación del ego. En la época anterior, o sea, durante el absolutismo, un acto similar habría sido considerado inapropiado, una aberración social y, como tal, duramente reprimido. Pero a principios del siglo XIX, cuando la burguesía empezó a detentar el poder político, ese control desapareció. Y el ego se manifestó libremente en la mayoría de los campos. La libertad y la liberación del yo eran considerados una misma cosa. El arte, en especial la música, se hizo eco de esa nueva corriente. Los músicos posteriores a Beethoven que siguieron su legado, como Berlioz, Wagner, Liszt o Schumann, llevaron todos una vida excéntrica y accidentada. En aquella época se creía que la excentricidad era un requisito de la vida ideal. Simplemente. A esa época se la llama Romanticismo. Seguro que para ellos debía de ser muy duro, a veces, llevar ese tipo de vida —explicó Ôshima—. ¿Le gusta la música de Beethoven?

—No la conozco tanto como para decir si me gusta o no —reconoció el joven Hoshino con franqueza—. Vamos, que casi no he escuchado nada. Lo que a mí me gusta es el Trío del archiduque.

—A mí también me gusta.

—Y el que me gusta más es el del Trío del millón de dólares —manifestó el joven.

—Yo, personalmente, prefiero el trío Suk —dijo Ôshima—. Es un trío checo. Mantienen un equilibrio rebosante de belleza. Al escucharlos, te parece estar oliendo el viento que cruza a través de la maleza. Pero también he escuchado al Trío del millón de dólares. Rubinstein, Heifetz y Feuermann. La suya también es una interpretación exquisita, de las que se te quedan en el corazón.

—Oye, Ôshima —dijo el joven tras leer la cartulina con su nombre que había en el mostrador—. Tú sabes mucho de música, ¿no?

Ôshima sonrió.

—No es que sepa mucho, pero me gusta y, cuando estoy solo, suelo escuchar música a menudo.

—Entonces me gustaría preguntarte una cosa. ¿Crees que la música posee el poder de cambiar a la gente? Es decir, que si, en un momento determinado, escuchas una música determinada, ésta puede hacer que se produzcan grandes cambios dentro de ti.

Ôshima asintió.

—Por supuesto —dijo—. Eso sucede. Experimentamos algo y, como resultado, ocurre
algo
. Es una especie de reacción química. Luego nos examinamos a nosotros mismos y descubrimos que la gradación de todo lo que nos rodea ha ascendido un punto. Y que, a nuestro alrededor, el mundo se expande. Yo lo he experimentado. No sucede muy a menudo, pero a veces ocurre. Es como el amor.

Hoshino no se había enamorado nunca hasta ese punto, pero optó por asentir.

—Y algo así es muy importante, ¿no? Para nuestras vidas, quiero decir.

—Sí, eso creo —respondió Ôshima—. Si no existiera, nuestras vidas serían más vacías, más áridas. Berlioz lo dice. Si terminas tu vida sin haber leído a
Hamlet
, es como si la hubieses pasado dentro de una mina de carbón.

—¿Dentro de una mina de carbón?

—Sí, es una hipérbole del siglo XIX.

—Gracias por el café —dijo Hoshino—. Me ha gustado mucho hablar contigo.

Ôshima sonrió afablemente.

Nakata y Hoshino leyeron hasta las dos. Nakata estuvo devorando con la mirada la compilación de fotografías de muebles, y las fue subrayando con gestos. Aparte de las dos señoras, por la tarde acudieron tres lectores más. Pero Nakata y Hoshino eran los únicos que deseaban visitar el interior de la biblioteca.

—¿No importa que seamos sólo dos? Me sabe mal que se tenga que tomar tanto trabajo sólo por nosotros —le dijo Hoshino a Ôshima.

—No se preocupe. Aunque sólo hubiera una persona, la directora de la biblioteca se la mostraría encantada —dijo Ôshima.

A las dos, una hermosa mujer de mediana edad descendió las escaleras. Andaba con la espalda erguida, con elegancia. Llevaba un traje azul marino de corte severo y zapatos negros de tacón. El pelo se lo había recogido atrás y en el amplio escote lucía un fino collar de plata. Muy refinada, de buen gusto, sin nada superfluo.

—Buenas tardes. Me llamo Saeki. Soy la directora de la biblioteca —dijo. Y sonrió plácidamente—. Aunque lo cierto es que sólo trabajamos en ella Ôshima y yo.

—Yo me llamo Hoshino —se presentó el joven.

—Nakata ha venido del distrito de Nakano —dijo Nakata agarrando con fuerza la gorra de alpinista.

—Bienvenido. Gracias por visitarnos desde tan lejos —dijo la señora Saeki.

Al oír a Nakata, Hoshino sintió cómo un escalofrío le recorría la espina dorsal, pero la señora Saeki no pareció concederle la menor importancia. Y Nakata tampoco.

—Sí. Nakata ha venido cruzando un gran puente.

—¡Qué hermoso edificio! —A su lado, Hoshino metió baza con precipitación. Si empezaba con lo de los puentes, la historia podía alargarse de manera indefinida.

—Sí. El edificio fue construido a principios de la época
Meiji
por la familia Kômura con el fin de albergar la biblioteca y las habitaciones destinadas a los huéspedes. Muchos artistas y hombres de letras visitaron en aquellos tiempos el lugar y se alojaron en él largas temporadas. El edificio ha pasado a formar parte del patrimonio cultural de la ciudad de Takamatsu.

—¿Artistas y hombres de letras? —preguntó Nakata.

La señora Saeki sonrió.

—Personas que se dedican a las artes y a la literatura. Personas que escriben, recitan poesías, escriben novelas. Antes, los hombres de patrimonio de la región amparaban a los artistas. Porque los artistas, a diferencia de ahora, no podían vivir de su arte. Los Kômura fueron unos de esos hombres de patrimonio que protegieron la cultura en la región a lo largo de los años. Esta biblioteca se construyó como legado de la historia para las generaciones venideras.

—Nakata sabe lo que es un hombre de patrimonio —dijo Nakata—. Se tarda mucho tiempo en serlo.

La señora Saeki asintió con una sonrisa en los labios.

—Sí, se tarda mucho tiempo. Por más dinero que tengas, lo que no puedes comprar es el tiempo. Voy a mostrarles, en primer lugar, el primer piso.

Recorrieron por orden las estancias del primer piso. La señora Saeki les iba explicando, como de costumbre, cosas sobre los artistas y hombres de letras que se habían alojado en cada una de aquellas habitaciones, les mostraba los escritos y las obras que habían dejado. Encima del escritorio del estudio que la señora Saeki utilizaba como despacho se encontraba, como de costumbre, su pluma estilográfica. Durante la visita, Nakata inspeccionó con gran interés todos y cada uno de los objetos que se encontraban allí. No parecía estar enterándose de nada de lo que le decían. Hoshino era el único que iba asintiendo ante las explicaciones de la señora Saeki. Mientras tanto, aterrado, miraba con el rabillo del ojo a Nakata, temiéndose que empezara a hacer alguna de las suyas. Sin embargo, Nakata se limitó a ir inspeccionando detalladamente todo lo que veía. Por su parte, la señora Saeki apenas prestaba atención a las evoluciones de Nakata. Los fue guiando con habilidad por el interior del edificio. « ¡Qué persona tan serena!», se admiró Hoshino.

La visita duró unos veinte minutos. Los dos le dieron las gracias a la señora Saeki. Mientras los conducía de una habitación a otra, la señora Saeki no había dejado de sonreír ni un instante. Sin embargo, cuanto más la observaba, más extraña le había ido pareciendo a Hoshino. «Nos mira sonriente», se había dicho, «pero, al mismo tiempo, no nos mira. O sea, que ella nos está mirando a nosotros, pero, al mismo tiempo, está mirando otra cosa distinta. Mientras habla, piensa en otra cosa distinta. Es muy educada y muy amable. Si le preguntas algo, te responde de una manera amable y fácil de entender. Pero parece que su cabeza se halle en otro lugar. No es que lo haga con desgana. En parte, parece incluso contenta al desempeñar su trabajo con tanta meticulosidad. Sólo que su mente se halla en otro lugar».

Los dos regresaron a la sala de lectura, se sentaron en el sofá y se sumergieron cada uno, en silencio, en las páginas de sus respectivos libros. Mientras volvía las páginas del suyo, Hoshino no podía quitarse de la cabeza a la señora Saeki. Aquella hermosa mujer poseía algo extraño. Pero él no sabía traducir en palabras de qué se trataba. El joven desistió y volvió a la lectura.

A las tres, Nakata, sin previo aviso, se levantó. Con una resolución y una energía infrecuentes en él. Agarrando con firmeza la gorra de alpinista.

—¡Eh, abuelo! ¿Adónde vas ahora? —le preguntó Hoshino en voz baja. Pero Nakata no respondió. Con los labios tan firmemente cerrados que formaban una línea horizontal, se dirigió a paso rápido hacia el vestíbulo, tras dejar la bolsa a los pies del sofá. Hoshino cerró el libro, se puso en pie. Aquello era muy extraño—. ¡Eh! ¡Espera! —le llamó. Y al ver que Nakata no se detenía, lo siguió precipitadamente. Los otros lectores levantaron la vista y los miraron.

Poco antes de llegar al vestíbulo, Nakata giró hacia la izquierda, empezó a subir las escaleras sin titubear ni un instante. Al pie de las escaleras había un cartel donde se leía:
PRIVADO
, pero Nakata lo ignoró —de hecho, no sabía leer—. La gastada suela de goma de sus zapatillas de tenis rechinaba sobre el entarimado.

—¡Disculpe! —alzó Ôshima la voz, inclinándose sobre el mostrador, a la espalda de Nakata—. Ahora está cerrado al público.

Pero su voz no pareció llegar a los oídos de Nakata. Hoshino subió las escaleras en pos del anciano.

—¡Abuelo! Está cerrado. No se puede entrar ahí.

Ôshima salió de detrás del mostrador y siguió a Hoshino escaleras arriba.

Nakata, sin vacilar, avanzó por el pasillo, entró en el estudio. La puerta estaba abierta, como de costumbre. La señora Saeki se encontraba de espaldas a la ventana, sentada ante el escritorio, leyendo. Al oír los pasos levantó la cabeza y miró a Nakata. Éste llegó hasta la mesa, se detuvo, miró de frente, desde su altura, a la señora Saeki. Nakata no le dijo ni una palabra a la señora Saeki, ella tampoco habló. Justo después entró el joven Hoshino. Ôshima apareció detrás.

—¡Abuelo! —exclamó Hoshino. Y, por la espalda, le puso a Nakata una mano en el hombro—. No se puede entrar aquí por las buenas. Son las normas. Volvámonos abajo.

—Nakata tiene algo que decir —le dijo Nakata a la señora Saeki.

—¿De qué se trata? —preguntó la señora Saeki con voz calmada.

—Tengo que hablarle de la piedra. Tengo que hablarle de la
piedra de la entrada
.

La señora Saeki se quedó mirando unos instantes a Nakata, sin decir palabra. En sus ojos brillaba una luz neutra. Luego parpadeó varias veces, cerró el libro que estaba leyendo. Depositó una mano sobre la otra encima de la mesa, levantó de nuevo la vista hacia Nakata. Parecía estar dudando qué debía hacer, pero realizó un único y pequeño movimiento afirmativo con la cabeza. Miró a Hoshino y, a continuación, a Ôshima.

—¿Nos dejáis a los dos solos, por favor? —le pidió a Ôshima—. Tengo que hablar con este caballero. Cierra la puerta al salir.

Ôshima vaciló un instante, pero al final asintió. Y, tomando suavemente a Hoshino del codo, salió al pasillo y cerró la puerta.

—¿No hay problema? —preguntó Hoshino.

—La señora Saeki siempre sabe qué hay que hacer —le tranquilizó Ôshima conduciéndolo escaleras abajo—. Si ella dice que está bien, es que está bien. Por lo que respecta a la señora Saeki, no hay nada de qué preocuparse. Vayamos abajo a tomar un café.

—Pues por lo que respecta a Nakata, preocuparse no sirve de nada. Te lo aseguro yo —dijo el joven Hoshino sacudiendo la cabeza.

41

Esta vez, antes de penetrar en el bosque, me equipo bien. Brújula y cuchillo, cantimplora y comida de emergencia, guantes de trabajo, un aerosol de pintura de color amarillo que he encontrado en el cobertizo de herramientas, una podadera. Lo meto todo en una pequeña mochila de nailon (me la he encontrado también en el cobertizo) y me dirijo hacia el bosque. Me rocío con
spray
insecticida las partes del cuerpo que llevo al descubierto. Me pongo una camisa de manga larga, me enrollo una toalla alrededor del cuello, me pongo la gorra que me dio Ôshima. El cielo está cubierto de nubes plomizas, hace bochorno y parece que vaya a ponerse a llover de un momento a otro. Decido meter la capellina de plástico dentro de la mochila. Una bandada de pájaros cruza el cielo bajo y gris llamándose los unos a los otros.

Alcanzo el pequeño claro circular del bosque con la facilidad de siempre. Miro la brújula, compruebo que me he dirigido, por lo general, hacia el norte. Decido adentrarme un poco más en el corazón del bosque. Esta vez voy dejando a mi paso en los troncos una señal amarilla con el aerosol. Siguiéndola, podré regresar. A diferencia de las migas de pan que dejaron Hänsel y Gretel, no hay de qué preocuparse, no es posible que los pájaros se me coman la pintura.

Voy bien equipado, así que no siento el pánico atroz que me asaltó la vez anterior. Estoy inquieto, por supuesto. Pero hoy mi corazón no late con aquella fuerza inusitada. Es la curiosidad lo que me mueve. Quiero saber qué hay más allá del camino. Y, si no hay nada, también quiero saberlo.
Tengo que saberlo
. Grabo en mi memoria el paisaje que me circunda, doy un paso tras otro, siempre hacia delante.

De vez en cuando se oyen ruidos de procedencia desconocida. El sonido que hace algo al caer al suelo, el sonido del suelo que cruje bajo un peso. También me llegan otros ruidos misteriosos que no sabría describir con palabras. No sé qué pueden significar. Incluso me resulta difícil imaginarlo. Son ruidos que proceden de muy lejos y, a la vez de muy cerca. La percepción de la distancia se expande y se contrae. De vez en cuando oigo un batir de alas sobre mi cabeza. Resuena con una potencia extraña, probablemente exagerada con respecto al sonido real. Cuando lo oigo, detengo mis pasos, aguzo el oído. Conteniendo el aliento, espero a que algo ocurra. Pero no pasa nada. Reemprendo la marcha.

Aparte de esos ocasionales ruidos repentinos, en el bosque reina, por lo general, el silencio. No hay viento, ni siquiera se escucha el susurro de las hojas. Lo único que llega a mis oídos es el ruido de mis pasos abriéndose paso a través de la maleza. Cuando la piso, la hojarasca exhala un crujido seco.

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