Kafka en la orilla (74 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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Estamos hablando sentados cada uno a un lado de la mesa. Sus dos manos descansan sobre ésta. Una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Veo sus diez dedos, fuertes, sin titubeos, aquí presentes como algo real. La miro de frente. Contemplo el delicado temblor de sus pestañas, cuento sus parpadeos. Observo la pequeña oscilación de su flequillo. No puedo apartar los ojos de ella.


¿El momento?

—El momento en que tú descubras que no es necesario cortarte algo de ti mismo para arrojarlo fuera. Nosotros no lo desechamos, nosotros lo asimilamos en nuestro interior.

—¿Y yo lo asimilaré en mi interior?

—Sí.

—Entonces —pregunto—, cuando lo haya asimilado, ¿qué diablos ocurrirá?

La niña reflexiona con la cabeza algo ladeada. Un gesto muy natural. Su flequillo también se ladea al compás del movimiento de la cabeza.

—Pues, quizá, que tú seas enteramente tú —dice.

—O sea, que yo ahora no soy enteramente yo.

—Tú, ahora, eres tú más que de sobra —dice ella. Reflexiona un poco—. A lo que yo me refiero es a algo ligeramente diferente. Pero no sé explicarlo con palabras.

—¿Que no lo entenderé hasta que llegue el momento en que lo experimente en realidad?

Ella asiente.

Cuando me empieza a resultar duro mirarla, cierro los ojos. Vuelvo a abrirlos enseguida. Para asegurarme de que ella todavía sigue allí.

—¿Aquí vivís en comunidad?

Ella vuelve a reflexionar.

—Aquí todos vivimos juntos y algunas cosas son de uso común. Como, por ejemplo, las duchas, la central eléctrica o el intercambio comercial. Sobre el uso de estas cosas hay una especie de acuerdos sencillos. Nada del otro mundo. Cosas que se pueden entender sin pensar demasiado, cosas que se pueden comunicar sin tener que traducirlas en palabras. Por lo tanto, casi no hay nada sobre lo que yo pueda decirte: «Esto se hace así», o «Aquí tienes que hacer esto otro». Lo más importante es que aquí cada uno es quién es y que vamos diluyéndonos en lo que nos rodea. Si actúas de este modo, no tendrás ningún problema.

—¿Diluirse?

—Es decir, que cuando tú estás en el bosque, tú eres, sin fisuras, parte del bosque. Cuando estás bajo la lluvia, tú eres, sin fisuras, parte de la lluvia que cae. Cuando estás inmerso en la mañana, tú eres, sin fisuras, parte de la mañana. Cuando estás delante de mí, tú eres parte de mí. De eso se trata. Explicado de una manera fácil de entender.

—Cuando tú estás frente a mí, eres parte de mí.

—Sí.

—¿Y qué sensación produce eso de que siendo completamente tú pases a formar parte, sin fisuras, de otra cosa?

Ella me mira de frente. Se toca la horquilla del pelo.

—Que yo, siendo yo, pase a ser una parte sin fisuras de ti es algo muy natural cuando te acostumbras, incluso algo muy sencillo. Como volar por el cielo.


¿Puedes volar por el cielo?

—Sólo era un ejemplo —dice ella sonriendo. Una sonrisa por el placer de sonreír. Desprovista de significados profundos o de sentidos ocultos—.Tampoco puedes entender qué es volar por el cielo hasta que vuelas de verdad. Se trata de lo mismo.

—Pero se trata de algo natural en lo que no hace falta pensar, ¿no es así?.

Asiente.

—Sí. Es algo muy natural, muy plácido, muy agradable, en lo que no hace falta pensar. Algo sin fisuras.

—¿No te estaré haciendo demasiadas preguntas?

—En absoluto. Para nada —dice—. Pero me gustaría poder explicártelo mejor.

—¿Tienes recuerdos?

Ella vuelve a sacudir la cabeza. Deposita de nuevo las manos sobre la mesa. Esta vez con las palmas hacia arriba. Ella se las mira un instante. Pero en su rostro no aflora expresión alguna.

—No tengo recuerdos. Donde no es importante el tiempo, tampoco lo son los recuerdos. Por supuesto, me acuerdo de lo de ayer. Yo vine aquí y te preparé un estofado de verduras. Y tú te lo comiste todo, ¿verdad? De lo que sucedió anteayer también me acuerdo de algo. Pero ya no recuerdo lo anterior. El tiempo se va disolviendo en mí, forma un todo, no puedo distinguir una cosa de la siguiente.

—Los recuerdos aquí no son algo tan importante.

Ella sonríe.

—Sí. Los recuerdos aquí no son algo tan importante. La memoria ya la trata la biblioteca.

Cuando ella se va, me acerco a la ventana y dejo que se me calienten las manos al sol de la mañana. La sombra de mis manos se proyecta en el alféizar. Se distingue claramente la forma de los cinco dedos. La abeja deja de volar y se posa en silencio en el cristal de la ventana. También ella parece estar, al igual que yo, sumergida en serias meditaciones.

Poco después de que el sol haya alcanzado su punto más alto,
ella
me visita. Pero no es la señora Saeki bajo la forma de la jovencita. Llama débilmente a la puerta, abre la puerta. Por un instante me cuesta discernir entre
ella
y la jovencita. Las cosas pueden sufrir fácilmente una alteración a causa de sutiles cambios de la luz debidos a la forma en que sopla el viento. Me da la impresión de que ella se convertirá de un momento a otro en la jovencita, y de que, acto seguido, volverá a ser la señora Saeki. Pero esto no ocurre. Frente a mí está la señora Saeki, y nadie más.

—Buenas tardes —me saluda la señora Saeki con voz muy natural. Como cuando nos cruzábamos por el pasillo en la biblioteca. Lleva una blusa azul marino y, como es de esperar, una falda hasta las rodillas también de color azul marino. El fino collar de plata, el par de pequeñas perlas en los lóbulos de las orejas. Su aspecto habitual. Sus tacones resuenan con un ruido seco en el entarimado del porche. Este sonido contiene algo inapropiado, que no casa con el lugar.

La señora Saeki, de pie en el umbral, un poco alejada de mí, me observa con atención. Como si quisiera comprobar si soy realmente yo. Claro que soy mi yo verdadero. Al igual que ella es la auténtica señora Saeki.

—¿Quiere pasar a tomar un té? —pregunto.

—Gracias —dice la señora Saeki. Y, finalmente, como si hubiese tomado una decisión, accede a la estancia.

Voy a la cocina, enchufo el calentador eléctrico, caliento agua. Mientras tanto acompaso mi respiración. La señora Saeki toma asiento frente a la mesa. En la misma silla donde se ha sentado antes la niña.

—Parece que nos encontremos en la biblioteca.

—Sí, es cierto —asiento—. Aunque sin café y sin Ôshima.

—Y sin un solo libro —dice la señora Saeki.

Hago una infusión, la sirvo en dos tazas, las llevo a la mesa. Nos sentamos cara a cara. A través de la ventana abierta llega el trino de los pájaros. La abeja sigue durmiendo en el cristal de la ventana.

La señora Saeki es la primera en hablar.

—La verdad es que no me ha sido nada fácil llegar hasta aquí. Pero tenía que verte y hablar contigo.

Asiento.

—Gracias por venir.

Ella esboza la sonrisa de siempre.

—Tenía que decírtelo —confiesa. Su sonrisa es casi idéntica a la de la niña. Pero la de la señora Saeki posee más profundidad. Esta sutil diferencia hace que se me estremezca el corazón.

La señora Saeki sostiene la taza envolviéndola con ambas manos. Contemplo las dos pequeñas perlas blancas en los lóbulos de sus orejas. Ella reflexiona unos instantes. Tarda más que de costumbre en pensar.

—He quemado todos mis recuerdos —dice escogiendo las palabras despacio—. Todos se han convertido en humo y han desaparecido en el cielo. Así que algunas cosas no podré seguir recordándolas por mucho tiempo. Olvidaré. Algunas cosas, todas las cosas. También a ti. Por eso quería hablar contigo lo antes posible, aunque sólo fuera unos instantes. Mientras mi mente todavía pueda recordar.

Doblo el cuello y miro la abeja en el cristal de la ventana. En el alféizar, la sombra de la abeja negra se proyecta en un único punto.

—Lo más importante de todo —dice la señora Saeki en voz baja— es que tienes que salir de aquí lo antes posible. Cruza el bosque, vete y vuelve a tu vida de antes. Porque la puerta de entrada no tardará en cerrarse. Prométeme que lo harás.

Sacudo la cabeza.

—Señora Saeki, usted no lo entiende. Yo no tengo
mundo al que volver
. A mí nadie me ha querido, nadie me ha necesitado en toda mi vida. Aparte de mí, jamás he tenido a nadie en quien confiar. La «vida de antes» de la que usted habla para mí no tiene ningún sentido.

—A pesar de ello, debes volver.

—¿Aunque allí no tenga nada? ¿Aunque no haya nadie que desee que yo esté allí?

—No es así —dice ella—. Yo lo deseo. Yo deseo que tú estés allí.

—Pero
usted
no está allí. ¿No es cierto?

La señora Saeki baja la mirada hacia la taza, que rodea con ambas manos.

—Sí. Por desgracia, yo ya no estoy allí.

—Entonces, ¿qué quiere usted de mí una vez que esté yo de vuelta?

—Quiero una sola cosa —responde la señora Saeki. Alza los ojos, me mira de frente—. Quiero que te acuerdes de mí. Si tú me recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide.

El silencio se abate sobre nosotros. Un silencio profundo. Dentro de mi pecho crece una pregunta. Tan enorme que me obstruye la garganta y me corta la respiración. Pero consigo tragármela.

Le pregunto otra cosa:

—¿Tan importantes son los recuerdos?

—Depende —dice ella. Cierra los ojos con desmayo—. A veces no hay nada tan importante como los recuerdos.

—Pero usted ha quemado los suyos.

—Ya no me servían para nada —dice la señora Saeki apoyando ambas manos sobre la mesa, una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Exactamente igual que ha hecho antes la niña—. Tamura, quiero pedirte un favor. Llévate el
cuadro
.

—¿El cuadro de la orilla del mar? ¿El que estaba colgado en la habitación de la biblioteca donde me alojaba yo?

—Sí.
Kafka en la orilla del mar
. Quiero que te lo lleves. A donde sea. A donde vayas en el futuro.

—Pero aquel cuadro debe de pertenecer a alguien.

La señora Saeki sacude la cabeza.

—Es mío. Antes de irse a Tokio, él me lo regaló. Desde entonces siempre lo he tenido junto a mí y, adondequiera que haya ido, siempre lo he colgado en mi cuarto. Cuando empecé a trabajar en la biblioteca Kômura, lo devolví a su habitación. A su lugar de origen. En el cajón de mi escritorio hay una carta dirigida a Ôshima en la que digo que te cedo el cuadro. En primer lugar, originalmente, aquel cuadro era
tuyo
.

—¿Mío?

Asiente.

—Sí. Tú estabas allí. Yo estaba a tu lado y te miraba. Hace mucho, muchísimo tiempo, en la orilla del mar. Soplaba el viento, unas nubes blanquísimas flotaban en el cielo y siempre era verano.

Cierro los ojos. Estoy en la playa, en verano. Estoy tendido en una tumbona. Puedo sentir el tacto áspero de la lona en la piel. Lleno mis pulmones del olor a agua marina. Aunque cierre los párpados sigue deslumbrándome la luz del sol. Se oye el rumor de las olas. El rumor se aleja y se acerca como si oscilara movido por el tiempo. Un poco más allá, alguien me está pintando. A su lado hay sentada una niña con un vestido azul celeste de manga corta. La niña mira hacia donde yo estoy. Lleva un sombrero de paja, con una cinta blanca, y deja escurrir la arena entre los dedos. Tiene el pelo liso, los dedos largos y fuertes. Dedos de pianista. Bañados por la luz del sol, sus brazos brillan, tersos como la porcelana. En las comisuras de sus labios se dibuja una sonrisa espontánea. Yo la amo. Ella me ama.

Éstos son mis recuerdos.

—Quiero que conserves siempre el cuadro —dice la señora Saeki.

Se levanta, se acerca a la ventana. Mira hacia fuera. Hace poco que el sol ha alcanzado su cénit. La abeja sigue durmiendo. La señora Saeki alza la mano derecha, se la pone en la frente formando visera y mira a lo lejos. Luego se vuelve hacia mí.

—Me tengo que ir —dice.

Me levanto, me acerco a ella. Su oreja roza mi cuello. Noto el tacto duro de la perla. Apoyo las palmas de las manos en su espalda. Como si intentara descifrar algún enigma. Su pelo acaricia mi mejilla. Sus manos me abrazan con fuerza. Las puntas de sus dedos se me clavan en la espalda. Dedos que se aferran a una pared llamada tiempo. Huele a mar. Se oye el rumor de las olas rompiendo en la playa. Alguien me está llamando. En la lejanía.

—¿Es usted mi madre? —le pregunto al fin.

—Tú ya deberías conocer la respuesta —dice la señora Saeki.

Sí. La conozco. Pero ni ella ni yo podemos formularla con palabras. Si lo hiciéramos, todo perdería su sentido.

—Hace mucho tiempo abandoné a alguien a quien no debería haber abandonado —me revela la señora Saeki—. Al ser que amaba por encima de todas las cosas. Me aterraba perderlo, así que tuve que dejarlo yo. Antes de que me lo arrebataran o de que desapareciera por cualquier circunstancia fortuita preferí abandonarlo yo. Por supuesto, también estaba presente un sentimiento de ira que no amainaba. Pero me equivoqué. Jamás tenía que haberlo abandonado.

Permanezco en silencio.

—A ti te abandonó alguien que, a su vez, nunca debió ser abandonado —dice la señora Saeki—. ¿Podrás perdonarme?

—¿Tengo derecho a hacerlo?

Inclinada sobre mi hombro, ella asiente varias veces.

—Si no te lo impiden la ira y el miedo.

—Señora Saeki, si tengo derecho a hacerlo, la perdono —digo.

Madre, dices, yo te perdono. Y algo helado que se halla dentro de tu corazón empieza a crujir.

La señora Saeki se deshace del abrazo en silencio. Se quita una horquilla del pelo y, sin titubear, se clava la afilada punta en la parte interior del brazo izquierdo. Violentamente. Y, con la mano derecha, se presiona la vena con fuerza. La sangre empieza a manar de la herida. La primera gota cae al suelo con un estrépito inesperado. Luego, sin decir nada, la señora Saeki me tiende el brazo. Vuelve a caer otra gota al suelo. Me inclino y poso los labios sobre la herida. Lamo la sangre con la lengua. Con los ojos cerrados, la saboreo. Me lleno la boca de sangre, me la bebo despacio. Recibo su sangre en el fondo de la garganta. Y la piel reseca de mi corazón la va absorbiendo en silencio. Por primera vez comprendo cuánto necesitaba yo esta sangre. Mi mente se halla en un mundo terriblemente lejano. Pero, al mismo tiempo, mi cuerpo permanece
aquí
. Igual que un espíritu vivo. Llego a pensar que me gustaría beber hasta la última gota de su sangre. Pero no puedo hacerlo. Aparto los labios de su brazo, la miro.

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