Kafka en la orilla (35 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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Leo este breve artículo, se lo devuelvo a Ôshima. En el artículo se esgrimen diversas hipótesis sobre la posible causa del incidente, pero todas son muy poco convincentes. Las líneas de la investigación policial apuntan al robo de pescado o a una gamberrada. El centro de meteorología afirma que no había ninguna condición atmosférica especial para que llovieran peces del cielo. El portavoz del Ministerio de Agricultura, Silvicultura y Pesca todavía no se ha pronunciado.

—¿Se te ocurre alguna idea de lo que pudo haber sucedido? —me pregunta Ósima.

Sacudo la cabeza. No tengo la menor idea.

—Al día siguiente de que asesinaran a tu padre caen del cielo dos mil sardinas y caballas justo al lado de tu casa. Debe de ser una coincidencia, supongo.

—Probablemente.

—Y en el periódico hay otro artículo que dice que, ese mismo día, a altas horas de la noche, cayó una lluvia de sanguijuelas en la autopista Tômei, en el área de servicio de Fujigawa. Sucedió en una zona muy localizada y provocó una serie de pequeñas colisiones entre vehículos. Por lo visto eran sanguijuelas muy grandes. Nadie se explica cómo pudo caer del cielo una legión de sanguijuelas. Apenas soplaba el viento. Era una noche despejada. ¿Tampoco tienes alguna pista sobre esto?

Sacudo la cabeza.

Y antes de cerrar el periódico y doblarlo dice Ôshima:

—El hecho es que han sucedido varios incidentes que nadie se explica. Es posible que no exista conexión alguna, por supuesto. Es posible que sean puras coincidencias. Pero a mí, no sé por qué, hay algo que me preocupa. Algo que no acaba de convencerme.

—Tal vez esto sea también una metáfora —digo.

—Quizá. Pero ¿qué diablos de metáfora puede ser que caigan sardinas y caballas del cielo?

Por unos instantes, enmudecemos los dos. Intento traducir en palabras algo que durante mucho tiempo he sido incapaz de formular.

—¿Sabes, Ôshima? Mi padre, hace muchos años, me hizo una profecía.

—¿Una profecía?

—Esto no se lo he contado a nadie. A decir verdad, no lo hacía porque dudaba de que me creyeran.

Ôshima calla. Pero su silencio me alienta a proseguir.

—Más que una profecía —digo—, tal vez fuera una maldición. Mi padre me la repetía una y otra vez. Como si grabara en mi mente con el cincel cada una de las palabras. —Respiro hondo. Y repaso una vez más las palabras que he de pronunciar. Claro que no necesito repasarlas, porque las palabras están ahí. Siempre lo han estado. Pero yo siento que debo calibrar una vez más su peso—. La profecía era: «Tú algún día matarás a tu padre con tus propias manos, algún día te acostarás con tu madre».

En el instante en que lo formulo en palabras, en el preciso instante en que éstas salen de mis labios, siento un gran vacío en mi interior. Y en este vacío imaginario mi corazón late con un sonido metálico y hueco. Ôshima, sin alterar la expresión, se me queda mirando durante mucho tiempo.

—Que tú algún día matarías a tu padre con tus propias manos y que algún día te acostarías con tu madre. ¿Eso es lo que te dijo tu padre?

Asiento varias veces.

—Es exactamente la misma profecía que le hicieron a Edipo. Claro que tú esto ya lo sabías, ¿verdad?

Asiento de nuevo.

—Pero esto no es todo. Hay algo más. Tengo una hermana seis años mayor que yo, mi padre me dijo que, algún día, también me acostaría con ella.

—¿Y tu padre te hizo a ti esta profecía?

—Sí, pero yo entonces aún estaba en primaria y no entendí a qué se refería exactamente con «acostarse». No lo comprendí hasta unos años después.

Ôshima no dice nada.

—Mi padre también me dijo que, por mucho que lo intentara, jamás podría escapar a mi destino. Que la profecía estaba sepultada entre mis genes como un mecanismo de relojería y que nada de cuanto yo hiciera podía cambiarla.
Yo mataría a mi padre y me acostaría con mi madre y con mi hermana
.

Ôshima se sume de nuevo en un largo silencio. Parece estar analizando cada una de mis palabras, como si quisiera descubrir en ellas alguna clave.

—¿Y por qué diantres te haría tu padre una profecía tan terrible? —pregunto.

—No lo sé. No me explicó nada más. —Sacudo la cabeza—. Quizá quería vengarse de mi madre y de mi hermana por haberlo abandonado. Quizá quería castigarlas a ellas. A través de mí.

—¿Aunque, al hacerlo, te hiciera daño a ti?

Asiento.

—Yo, para mi padre, tal vez no fuera más que otra de sus obras. Igual que una escultura. Que él era libre de demoler o destruir.

—Hay que tener una mente muy retorcida para hacerlo. Vamos, eso me parece a mí —dice Ôshima.

—¿Sabes, Ôshima? En el lugar donde he crecido yo, todo era retorcido. Tanto, que eran las cosas rectas las que, por el contrario, acababan pareciendo retorcidas. Hace mucho que lo comprendí. Pero era un niño y no tenía otro lugar adonde ir.

—Yo he visto la obra de tu padre en varias ocasiones —dice Ôshima—. Sus esculturas son geniales, muestran un gran talento. Son originales, provocativas, sin concesiones, llenas de fuerza. Lo que tu padre crea, sin duda, está lleno de autenticidad.

—Tal vez. Pero ¿sabes, Ôshima?, el poso que le quedaba tras extraer todo eso que creaba, esa especie de veneno, mi padre lo iba esparciendo a su alrededor y no había manera de escapar de ello. Mi padre ensuciaba a todos cuantos le rodeaban, los destruía. Si lo hacía intencionadamente o no, yo eso lo ignoro. Quizá no pudiese evitarlo. Quizás él estuviese hecho así, ya desde el principio. Pero, sea como sea, tengo la sensación de que mi padre estaba relacionado con
algo
especial. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Creo que sí —contesta Ôshima—. Y ese
algo
, probablemente, fuera algo que trascendía el Bien y el Mal. Tal vez podría llamarse fuente de energía.

—Y la mitad de mis genes proviene de ahí. Quizá sea ésa la razón por la cual me abandonó mi madre. Porque, al haber nacido de una fuente tan funesta, yo estaba manchado, destruido, y ella quiso romper los lazos conmigo y me abandonó.

Ôshima reflexiona presionándose suavemente la sien con las puntas de los dedos. Y me mira con los ojos entrecerrados.

—También existe la posibilidad de que tú no seas hijo verdadero de tu padre. En sentido biológico, claro está.

Sacudo la cabeza.

—Hace algunos años me hicieron unos análisis en el hospital. Fui al hospital con mi padre, nos extrajeron sangre y nos hicieron unos análisis genéticos. Y resultó que había un cien por cien de probabilidades de que fuéramos biológicamente padre e hijo. Mi padre me enseñó el resultado de los análisis.

—¡Vaya! Estaba en todo.

—Mi padre quiso mostrármelo. Que yo era su obra. Como si estampara su firma en mí.

Ôshima continuaba presionándose las sienes con los dedos.

—Pero, en realidad, la profecía de tu padre no se ha cumplido. Porque tú no has matado a tu padre. Tú entonces estabas en Takamatsu. A él lo mató otra persona, en Tokio. ¿No es así?

Abro las manos en silencio, me las miro. Son las mismas manos que, en las profundas tinieblas de la noche, estaban cubiertas de funesta sangre negra.

—A decir verdad, yo no estoy tan seguro —declaro.

Se lo confieso todo a Ôshima. Que aquella noche, a la vuelta de la biblioteca, perdí la conciencia y que, al recuperarla unas horas más tarde entre los árboles del santuario, llevaba la camisa empapada en sangre. Que me lavé la sangre en el lavabo del santuario. Que tengo un lapsus de unas horas en la memoria. La historia es muy larga y decido obviar la parte que pasé en el piso de Sakura. Ôshima pregunta de vez en cuando algo, confirma pequeños detalles, lo graba todo en su cabeza. Sin embargo, no expresa su opinión.

—No tengo la menor idea de dónde me pude manchar de sangre ni tampoco de quién podía ser. No me acuerdo de nada —digo—. Pero ¿sabes?, y esto no es una metáfora, quizá sí maté a mi padre con mis propias manos. Lo presiento. Es cierto que no regresé a Tokio aquel día. Tal como dices, estuve todo el tiempo en Takamatsu. Eso es cierto. Pero «la responsabilidad empieza en los sueños», ¿no es así?

—Un verso de Yeats —dice Ôshima.

—Quizás yo maté a mi padre a través de un sueño. Quizá fui a matar a mi padre pasando a través del circuito de algún sueño especial.

—Esto es lo que tú piensas. Y para ti, en cierto sentido, tal vez sea verdadero. Pero la policía, la policía y cualquier otra persona, no te exigirá responsabilidades poéticas. Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Einstein lo probó científicamente. La ley, además, así lo reconoce.

—Pero yo ahora no estoy hablando ni de ciencia ni de leyes.

—Escucha, Kafka Tamura —dice Ôshima—: lo que tú estás diciendo, en definitiva, no es más que una hipótesis. Una hipótesis audaz y surrealista. Suena a argumento de novela de ciencia ficción.

—Claro que es una mera suposición. Lo sé perfectamente. Y no creo que nadie llegara a creerse esta historia descabellada. Pero mi padre siempre decía que sin pruebas que refuten una teoría no existe avance en la ciencia. Su expresión favorita era: «Una hipótesis es un campo de batalla en tu cerebro». Y, en este momento, no se me ocurre ninguna prueba que refute mi hipótesis.

Ôshima enmudece.

A mí no se me ocurre nada más que decir.

—En todo caso, ésta es la razón por la que has venido a Shikoku desde tan lejos. Huir de la maldición de tu padre —deduce Ôshima.

Asiento. Señalo el periódico doblado.

—Pero al parecer no he podido huir, tal como era de esperar.

Me da la impresión de que no hay que confiar demasiado en la distancia
, dice el joven llamado Cuervo.

—Lo cierto es que necesitas una casa donde esconderte —comenta Ôshima—. Es lo único que puedo decirte de momento.

Me doy cuenta de que estoy exhausto. De repente me fallan las fuerzas. Me apoyo en el brazo de Ôshima, que está sentado junto a mí. Ôshima me abraza. Apoyo la cabeza en su pecho plano.

—¿Sabes, Ôshima? Yo no quiero hacer estas cosas. Yo no quería matar a mi padre. Y no quiero acostarme con mi madre ni con mi hermana.

—Claro que no —dice Ôshima. Y peina con los dedos mis cortos cabellos—. Claro que no. Pero eso es imposible.

—¿Ni siquiera en sueños?

—Ni en metáforas —responde Ôshima—. Ni en alegorías, ni en analogías.

»Si quieres, esta noche puedo quedarme aquí, contigo —propone Ôshima un poco después—. Yo puedo dormir en este sillón.

Le digo que no. Que prefiero estar solo.

Ôshima se echa hacia atrás el flequillo que le cae sobre la frente. Tras dudar unos instantes, dice:

—Ya sé que soy una asexuada tarada mujer
gay
y, si esto te molesta…

—¡Pero qué dices! —exclamo—. En absoluto. Sólo que esta noche quiero estar solo y reflexionar. Porque me han sucedido muchas cosas de golpe. Sólo es eso.

Ôshima apunta un número de teléfono en la hoja de un bloc.

—Si por la noche te entran ganas de hablar con alguien, llámame. Déjate de cumplidos. Tengo el sueño muy ligero.

Le doy las gracias.

Aquella noche, yo vi un espectro.

22

El camión que llevaba a Nakata entró en las calles de Kôbe pasadas las cinco de la mañana y, aunque ya había amanecido, aún no estaba abierto el almacén donde tenían que descargar la mercancía. Detuvieron el vehículo en una calle ancha, cerca del puerto, y decidieron descabezar un sueñecito. El joven abatió su asiento y se durmió, entre sonoros ronquidos, con expresión de felicidad. Nakata se despertaba de vez en cuando a causa de los ronquidos, pero enseguida volvía a sumirse en un sueño agradable. El insomnio era uno de los fenómenos que Nakata jamás había experimentado hasta el momento.

Ya eran casi las ocho de la mañana cuando, con un enorme bostezo, el joven se incorporó.

—¿Qué, abuelo? ¿Tienes hambre? —preguntó el joven a Nakata mientras se afeitaba con una maquinilla eléctrica mirándose en el espejo retrovisor.

—Sí, Nakata también tiene un poco de hambre.

—Pues vayámonos a desayunar por aquí cerca.

Nakata, desde que salieron de Fujigawa hasta que llegaron a Kôbe, estuvo durmiendo casi todo el rato dentro del camión. El joven, entretanto, había conducido sin abrir apenas la boca mientras escuchaba por la radio un programa de madrugada. De vez en cuando tarareaba al compás de la música. No había una sola melodía que Nakata conociera. Aquello debía de ser japonés, claro está, pero Nakata no conseguía entender la letra de las canciones. Lo único que lograba pillar era alguna palabra, aquí y allá, de modo fragmentario. En cierto momento, Nakata sacó de la bolsa el chocolate y los
onigiri
que le habían regalado las dos secretarias el día anterior en Shinjuku y los compartió con el joven.

El joven, además, no dejó de fumar ni un instante. Para despejarse, decía. Por esa razón, al llegar a Kôbe, las ropas de Nakata apestaban a tabaco.

Nakata bajó del camión con la bolsa y el paraguas.

—¡Eh! Todo eso tan pesado puedes dejarlo dentro del camión. Vamos aquí cerca, volveremos enseguida después de desayunar —dijo el joven.

—Sí, tiene usted razón, pero Nakata, si no lo lleva consigo, no se sentirá tranquilo.

—¡Vaya! —dijo el joven entrecerrando los ojos—. Bueno, haz lo que quieras. Total, vas a llevarlo tú.

—Muchas gracias.

—Oye, me llamo Hoshino. Se escribe con los mismos caracteres que el Hoshino que antes entrenaba a los Chûnichi Dragons. Pero no somos parientes.

—Señor Hoshino, ¿verdad? Mucho gusto. Yo me llamo Nakata.

—¡Vamos, hombre! ¡Que eso ya lo sabía! —exclamó Hoshino.

El joven parecía conocer muy bien la zona y avanzaba a grandes zancadas. Nakata lo seguía medio corriendo. Ambos entraron en un pequeño restaurante situado en un callejón. La clientela del local la componían los camioneros y los estibadores del puerto. No se veía a nadie con corbata. Todos los clientes desayunaban, en silencio, con cara de concentración, como si repostaran gasolina. El entrechocar de los platos, los gritos de los camareros recitando los pedidos, la voz del locutor de las noticias de NHK, los ruidos, en general, resonaban dentro del restaurante.

El joven señaló el menú pegado en la pared.

—Abuelo, pide lo que quieras. Aquí la comida es buena y barata.

—Sí —dijo Nakata, y tal como le decía, se quedó contemplando unos instantes el menú de la pared, pero de pronto recordó que no sabía leer.

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