Kafka en la orilla (38 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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No puedo dormir. Dejo la habitación a oscuras y me escurro entre las sábanas. Pero no logro conciliar el sueño. Comprendo que la enigmática niña ejerce un extraño poder de atracción sobre mí. Jamás había experimentado nada parecido. Tengo la sensación real de que
algo
que posee un poder salvaje ha brotado en mi corazón, ha echado raíces en él y ahora está creciendo con fuerza. Encerrado en la jaula de mi caja torácica, un corazón ardiente se dilata y se contrae desvinculado de mi voluntad.

Vuelvo a encender la luz y, sentado en la cama, espero a que amanezca. No puedo leer, no puedo escuchar música.
No puedo hacer nada
. Lo único que puedo hacer es quedarme así, aguardando a que llegue la mañana. Una vez que el cielo se ha teñido de una tonalidad lechosa, logro, finalmente, dormir un poco. Por lo visto, he llorado en sueños. Al despertarme, la almohada estaba mojada y fría. Pero no sé por qué razón he vertido esas lágrimas.

A las nueve pasadas llega Ôshima acompañado del ronroneo del motor de su Road Star y, juntos, hacemos los preparativos para abrir la biblioteca. Al terminar le preparo un café. Él me enseña cómo hacerlo. Se muele el grano en un molinillo, se calienta el agua en una cafetera especial, de pitón muy estrecho, se deja reposar unos instantes y, a continuación, se va vertiendo el agua muy despacio a través de un filtro. Al café recién hecho Ôshima le echa un poco de azúcar. Apenas una pizca, casi como de muestra. Y ni una gota de crema de leche. Es la mejor manera de tomarse el café, me explica. Yo me bebo un té Earl Grey. Ôshima lleva una camisa brillante de color marrón de manga corta y unos pantalones de lino blanco. Se limpia los cristales de las gafas con un pañuelo novísimo que se saca del bolsillo y vuelve a mirarme.

—Tienes cara de sueño —me dice.

—He de pedirte un favor —le digo.

—Lo que sea.

—Quiero escuchar
Kafka en la orilla del mar
. ¿Hay manera de conseguir el disco?

—¿No te va bien el cedé?

—A ser posible, preferiría el disco antiguo. Es que quiero oírlo tal como sonaba entonces. Claro que también necesitaré un tocadiscos.

Ôshima reflexiona unos instantes apoyando los dedos sobre las sienes.

—Pues, ahora que lo dices, creo que hay uno en el trastero. Aunque no estoy muy seguro de que funcione.

El trastero es un pequeño cuarto que da al aparcamiento con una única ventana que, en realidad, es un tragaluz alto. En el trastero se acumulan, sin orden ni concierto, objetos de diversas épocas que, por una u otra razón, han caído en desuso. Muebles, vajilla, revistas, ropa, cuadros… Tal vez haya algún objeto que posea cierto valor, pero los otros (la mayor parte de ellos, en realidad) no valen nada.

—Un día, alguien tendría que arreglar un poco todo esto, pero no hay nadie que tenga el valor necesario para hacerlo —dice Ôshima con voz sombría.

En esta habitación, donde el tiempo se ha detenido, encontramos un viejo equipo de música Sansui. Es un aparato de fabricación muy buena, pero deben de haber transcurrido unos veinticinco años desde que salió al mercado este modelo. Una fina capa de polvo blanco cubre el aparato. Hay auriculares, amplificador, plato giratorio y altavoces. Junto con el aparato encontramos una vieja colección de LP. Los Beatles, los Rolling Stones, los Beach Boys, Simon y Garfunkel, Stevie Wonder… Todo música de los 60. Habrá unos treinta discos. Los saco de la funda. Al parecer, los cuidaron bien, no están rayados. Tampoco están cubiertos de moho.

En el trastero también se ve una guitarra. Como mínimo tiene todas las cuerdas. También hay una pila de revistas antiguas cuyo título no había oído nunca, y también una vieja raqueta. Todo esto parecen las ruinas de un pasado reciente.

—Los discos, la guitarra y la raqueta debían de pertenecer al novio de la señora Saeki —comenta Ôshima—. Tal como te dije, él vivía en este edificio. Por lo visto, dejaron todas sus pertenencias aquí. Claro que el estéreo es de una época más reciente.

Llevamos el equipo y la colección de discos a la habitación. Le quitamos el polvo, lo enchufamos, conectamos el plato al amplificador, apretamos el interruptor. Se enciende la luz verde del piloto del amplificador y el plato empieza a girar suavemente. El estroboscopio que marca las revoluciones también vacila unos instantes, pero, pronto, como si hubiera tomado una determinación, se queda fijo. Después de comprobar que la aguja está en, más o menos, buen estado, pongo sobre el plato un disco de vinilo rojo de
Sergeant Pepper's
Lonely Hearts Club Band
. Por los altavoces suena la familiar entrada de guitarra. El sonido es mucho más límpido de lo que esperaba.

—Nuestro país tendrá muchos problemas, pero, al menos, en lo que se refiere a la tecnología merece un respeto —dijo Ôshima admirado—. Pensar que suena tan bien un aparato que lleva tanto tiempo fuera de uso.

Escuchamos
Sergeant Pepper's
Lonely Hearts Club Band
. Es tan diferente del
Sergeant Pepper's
que había escuchado en disco compacto que diría que es otra música.

—Bueno, ya tenemos aparato reproductor. Ahora nos falta el
single
de
Kafka en la orilla del mar
. Y creo que nos va a ser difícil encontrarlo. Hoy en día es una especie de reliquia. Le preguntaré a mi madre. Quizás ella lo tenga. Y, si ella no lo tiene, quizá conozca a alguien que sí lo tenga.

Asiento.

Y Ôshima, con el dedo índice levantado como un maestro que llama la atención a un alumno, me dice:

—Sólo que, y creo que ya te lo he advertido antes, no quiero que pongas, bajo ningún concepto, este disco cuando se encuentre aquí la señora Saeki. ¿Te ha quedado claro?

Asiento.

—Esto es como
Casablanca
—dice Ôshima. Y tararea los primeros compases de
As Time Goes by
—. Ésta no la toques.

—Oye, Ôshima, ¿puedo hacerte una pregunta? —me decido a preguntarle—. ¿Hay alguna niña de unos quince años que venga por aquí a menudo?

—¿
Por aquí
te refieres a la biblioteca?

Asiento. Ôshima ladea ligeramente la cabeza y reflexiona sobre ello.

—Que yo sepa, por aquí no hay ninguna niña de unos quince años —responde. Y me clava una mirada como si estuviera atisbando hacia el interior de una habitación a través de la ventana—. ¿Por qué me preguntas una cosa tan rara?

—Es que me ha parecido verla últimamente —digo.


¿Últimamente?
¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Anoche viste por aquí a una niña de unos quince años?

—Sí.

—¿Y cómo era?

Me ruborizo un poco.

—Pues era una niña normal. Con el pelo hasta los hombros. Llevaba un vestido azul.

—¿Era bonita?

Asiento.

—Tal vez fuera una fantasía erótica —dice Ôshima sonriendo—. En este mundo suceden cosas muy extrañas. Y, además, algo así, en un chico de tu edad, sano y heterosexual, tampoco es tan raro.

Me acuerdo de que Ôshima me vio desnudo aquel día en la montaña y vuelvo a ruborizarme.

Durante el descanso del mediodía, Ôshima me entrega a escondidas un
single
de
Kafka en la orilla del mar
metido en un sobre cuadrado.

—Tal como pensaba, mi madre lo tenía. Y cinco copias más, por añadidura. Es muy cuidadosa con las cosas. Mi madre nunca tira nada. Es una mala costumbre, según como lo mires, pero ahora nos ha ido la mar de bien.

—Gracias —digo.

Regreso a mi habitación y saco el disco del sobre. El disco está sorprendentemente nuevo. Es muy posible que lo hubieran guardado en algún sitio sin escucharlo ni una sola vez. Primero miro la fotografía de la funda. Es una fotografía de la señora Saeki a los diecinueve años. Está sentada ante el piano del estudio de grabación, mirando hacia la cámara. Tiene el codo hincado en el atril, el mentón apoyado en la mano, la cabeza ligeramente ladeada y esboza una sonrisa algo tímida pero natural. Los labios cerrados se extienden hacia los lados con agradable expresión y, en las comisuras, se le dibujan unas finas arrugas llenas de encanto. No parece maquillada. Lleva el flequillo sujeto con un pasador de plástico para que no le caiga sobre la frente. A través del pelo le asoma un poco la oreja derecha. Lleva un vestido suelto, cortito, de color azul claro. En la muñeca izquierda luce un fino brazalete de plata, el único adorno. Tiene los bonitos pies desnudos. Junto a las patas de la banqueta, un par de ligeras sandalias.

Parece el símbolo de algo. Lo que simboliza probablemente sea cierto lugar, cierto momento. O cierta manera de ser. Parece un hada surgida de un feliz encuentro casual. Pensamientos llenos de ingenuidad e inocencia, que jamás serán defraudados, flotan a su alrededor como las esporas en primavera. En la fotografía, el tiempo se ha detenido en un punto. 1969… Mucho antes de nacer yo.

Claro que yo ya sabía desde el principio que la jovencita que me visitó anoche era la señora Saeki. No me cabía la menor duda. Sólo quería asegurarme.

La joven Saeki de diecinueve años tiene unas facciones un poco más adultas. Los contornos del rostro —hilando muy fino— tal vez sean más definidos. Tal vez haya desaparecido aquella ligera sensación de desvalimiento que ofrecía a los quince años. Pero, en líneas generales, es casi idéntica, a los quince y a los diecinueve. La sonrisa de la fotografía es la misma que vi anoche en labios de la niña, también la manera de apoyar la barbilla en la mano y la manera de ladear la cabeza son idénticas. Y, tanto sus facciones como la atmósfera que la envuelve son, cosa natural donde la haya, casi idénticas a las de la señora Saeki del presente. En la señora Saeki actual puedo descubrir la expresión y los gestos de cuando tenía quince y diecinueve años. Sigue poseyendo aquella correcta fisonomía y aquella magia desvinculada de la realidad. Tampoco su figura ha cambiado apenas. Y yo me siento feliz por ello.

Con todo, en la fotografía de la funda del disco se trasluce algo que la señora Saeki actual ha perdido. Y no es más que una especie de fluido de energía. Nada llamativo. Algo puro y natural que se clava directamente en el corazón de las personas, algo incoloro y transparente como un manantial de aguas límpidas que brota escondido entre las rocas. Esta fuerza se materializa en una luz especial que emana de todo el cuerpo de la Saeki de quince años sentada frente al piano. Sólo con contemplar la sonrisa que aflora a sus labios puedes trazar el hermoso camino que seguiría un corazón feliz. Al igual que puedes inmovilizar en el fondo de tus pupilas el rastro de luz que ha dejado una luciérnaga en la oscuridad.

Permanezco unos instantes sentado a los pies de la cama con la funda del disco en la mano. Dejo transcurrir el tiempo sin pensar en nada. Abro los ojos, me acerco a la ventana, lleno los pulmones de aire fresco. El viento huele a mar. Es un viento que atraviesa el bosque de pinos. La que vi anoche en esta habitación es, sin ningún género de dudas, la señora Saeki cuando tenía quince años. La señora Saeki real está viva, por supuesto. Es una mujer de más de cincuenta años que lleva una vida real en un mundo real. Ahora debe de estar trabajando frente a su mesa en una habitación del primer piso. Si saliera de mi cuarto y subiera las escaleras podría verla. Podría hablar con ella. Pero,
a pesar de ello
, lo que yo vi aquí fue su «espectro». «Una persona no puede estar en dos lugares a la vez», me dijo Ôshima. Pero hay casos en que sí es posible. Yo lo he comprobado. Una persona puede convertirse en un espectro a pesar de estar viva.

Y existe otro hecho crucial: yo me siento atraído por este espectro. Me siento atraído, no por la señora Saeki
que está aquí ahora
, sino por la Saeki de quince años que no está aquí ahora. Y la atracción es fortísima. Tanto que no logro expresarla con palabras. Y éste sí es un hecho real. Aquella jovencita quizá no sea real. Pero lo que late con violencia dentro de mi pecho, eso sí es mi corazón real. Igual que era real la sangre que empapaba mi pecho aquella noche.

Se acerca la hora de cerrar la biblioteca y la señora Saeki baja. Sus tacones resuenan con el sonido acostumbrado por el hueco de la escalera. Al contemplar su rostro, mi cuerpo se paraliza por completo y los latidos de mi corazón resuenan con fuerza en mis oídos. Acabo de descubrir en la señora Saeki a la niña de quince años. Duerme acurrucada en un pequeño hoyo, como un animalito hibernando dentro del cuerpo de la señora Saeki. Lo veo.

La señora Saeki me pregunta algo. No logro responder. Ni siquiera he entendido la pregunta. Las palabras han llegado a mis oídos, por supuesto. Han hecho vibrar mis tímpanos, la vibración se ha transmitido al cerebro y se ha traducido en lenguaje. Pero no se ha producido la relación entre palabra y significado. Me desconcierto, me sonrojo, digo algo que no viene a cuento. Ôshima le responde por mí. Y yo asiento. La señora Saeki sonríe, se despide de nosotros y se va. Del aparcamiento llega el ruido del motor del Volkswagen Golf. El ruido se aleja y, al final, desaparece. Ôshima se queda y me ayuda a cerrar la biblioteca.

—¿Estás enamorado o qué? —pregunta Ôshima—. Tienes la cabeza en las nubes.

Como no sé qué responderle, me quedo callado. Y le pregunto a mi vez:

—Oye, Ôshima. Voy a hacerte una pregunta muy extraña. ¿Crees que una persona que está viva puede transformarse en un espectro?

Ôshima deja de ordenar el mostrador y me mira.

—Una pregunta muy interesante. Te refieres al espíritu del hombre en sentido literario, metafórico, supongo. ¿O quieres decir en la realidad?

—Más bien en la realidad.

—Esto, dando por supuesto que los espectros existan, claro.

—Sí.

Ôshima se quita las gafas, se las limpia con un pañuelo y se las vuelve a poner.

—A eso lo llaman «espíritus vivos». No sé en la literatura extranjera, pero en la japonesa salen de vez en cuando. El
Genji Monogatari
, por ejemplo, está lleno de espíritus vivos. En la época
Heian
,
[29]
o al menos en la mentalidad de la gente de la época
Heian
, era posible que una persona viva se convirtiera en un espectro y se desplazara por el espacio para realizar su misión. ¿Has leído el
Genji Monogatari?

Sacudo la cabeza.

—Léelo. En esta biblioteca hay varias versiones actualizadas. La dama Rokujô, por ejemplo, sentía unos violentos celos por la esposa principal del príncipe Genji, la dama Aoi, y, convertida en un espíritu maligno, la atormentó. Noche tras noche la atacaba en su lecho hasta que acabó con su vida. La dama Aoi esperaba un hijo del príncipe Genji y la noticia despertó el odio de Rokujô. Hikaru Genji reunió a monjes budistas para que, a través de las plegarias, ahuyentaran a aquel espíritu maligno, pero el odio era demasiado intenso y todo fue inútil.

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