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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (36 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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—Mil perdones, señor Hoshino. Pero Nakata no es inteligente y no sabe leer.

—¿¡Qué!? —exclamó Hoshino con asombro—. ¿Que no sabes leer? Pues hoy en día esto es muy raro, ¿no? ¡Bueno! Da igual. Yo voy a tomar pescado a la plancha y tortilla, ¿te va bien lo mismo?

—Sí, el pescado a la plancha y la tortilla son dos de los platos favoritos de Nakata.

—Fantástico.

—Y también me gusta la anguila.

—Sí. La anguila también me gusta a mí. Pero la anguila no es algo que se coma por la mañana, ¿no te parece?

—Sí. Además, anoche, un señor que se llamaba Hagita invitó a Nakata a comer anguila para cenar.

—Pues mira qué bien —se alegró el joven. Y le gritó a un camarero—: ¡Dos de pescado a la plancha con tortilla y un bol grande de arroz!

—¡Dos de pescado a la plancha con tortilla y un bol grande de arroz! —repitió éste a voz en grito.

—Pues eso de no saber leer debe de resultar un problema, ¿no? —le preguntó el joven a Nakata.

—Sí, no saber leer me coloca a veces en situaciones muy apuradas. Cuando estaba en el distrito de Nakano, en Tokio, no era tan problemático, pero ahora que estoy fuera de Nakano, todo lo encuentro muy difícil.

—Pues claro. Kôbe está muy lejos de Nakano.

—Sí. Y yo no distingo el norte del sur. Lo único que conozco es la derecha y la izquierda. Y, entonces, me pierdo y tampoco puedo comprar un billete.

—Lo que es alucinante es que, de esta manera, hayas podido llegar hasta aquí.

—Sí. Muchas personas han tenido la amabilidad de ayudar a Nakata. Y usted, señor Hoshino, es una de ellas. No sé cómo darle las gracias.

—¡Jo! Debe de ser muy difícil eso de ir por ahí sin saber leer. Mi abuelo chocheaba, pero leer, al menos, sí sabía.

—Sí. Es que Nakata es especialmente tonto.

—¿En tu familia sois todos así?

—No, no lo somos. El mayor de mis hermanos pequeños es jefe de departamento de un sitio que se llama Itôchû, el menor trabaja en unas oficinas gubernamentales llamadas Tsûsanshô.

—¡Jo! —exclamó el joven admirado—. ¡Vaya intelectuales del copón! O sea, que sólo tú, abuelo, eres un poco raro.

—Sí, sólo Nakata tuvo un accidente de pequeño y se quedó tonto. Así que siempre me avisan de que no moleste ni a mis hermanos, ni a mis sobrinas ni a mis sobrinos, y que intente que no me vea demasiado la gente.

—¡Ya! Supongo que a mucha gente le da vergüenza mostrar a alguien como tú a los demás.

—Nakata no entiende las cosas complicadas, pero, cuando vivía en el distrito de Nakano, no se perdía nunca. El señor gobernador me ayudaba y yo me llevaba bien con los gatos. Una vez al mes iba a cortarme el pelo y, alguna vez que otra, incluso podía comer anguila. Pero apareció Johnnie Walken y Nakata ya no puede permanecer más en Nakano.

—¿Johnnie Walken?

—Sí, un hombre que llevaba unas botas altas y un sombrero negro de copa. Llevaba chaleco y también un bastón. Recogía gatos y les arrancaba el alma.

—¡Va! ¡Déjalo! —dijo Hoshino—. A mí tampoco me van las historias largas. Vamos, que tú, por lo que sea, te has marchado de Nakano.

—Sí, Nakata se ha marchado de Nakano.

—¿Y adónde vas a ir ahora?

—Nakata todavía no lo sabe. Pero de lo que me he enterado al llegar aquí es que ahora tengo que cruzar un puente. Un gran puente que está por aquí cerca.

—O sea, que te vas a Shikoku.

—Disculpe, señor Hoshino, pero es que Nakata no sabe nada de geografía. ¿Shikoku está al cruzar el puente?

—¡Pues claro! Todos los puentes grandes que hay por aquí llevan a Shikoku. Hay tres. Uno va de Kôbe a Awajishima y, luego, a Tokushima. Otro cruza desde más abajo de Kurashiki a Sakaide. Y el tercero une Onomichi y Imabari. Con un solo puente hubiera habido bastante, pero los políticos metieron las narices y acabaron construyendo tres.

El joven vertió agua del vaso sobre la mesa de tablas de resina sintética y dibujó un esquemático mapa de Japón con el dedo. Luego trazó los tres puentes entre Honshû y Shikoku.

—¿Son muy grandes estos puentes? —preguntó Nakata.

—Enormes. Y no es broma.

—¿Ah, sí? Entonces, lo primero que Nakata debe hacer es cruzar uno de esos puentes. Probablemente el que esté más cerca. Lo que viene luego ya lo pensaré más adelante.

—O sea, que no tienes a ningún conocido que te espere en un sitio determinado ni nada por el estilo.

—No. Nakata no tiene a ningún conocido.

—O sea, que cruzarás el puente, llegarás a Shikoku y, luego, ya verás para
dónde
te vas.

—Sí, en efecto.

—¿Y este
dónde
no sabes dónde es?

—No. Nakata no sabe nada. Pero creo que lo sabrá cuando llegue.

—¡Me rindo! —dijo Hoshino. Se alisó el pelo revuelto, comprobó si la cola de caballo seguía en su sitio y volvió a ponerse la gorra de los Chûnichi Dragons.

Pronto les sirvieron el pescado asado con tortilla y ambos empezaron a comer en silencio.

—¡Jo! ¡Qué buena, la tortilla! —exclamó Hoshino.

—Sí. Está muy buena. Es totalmente distinta a la que Nakata comía en Tokio.

—Es que ésta es tortilla de Kansai.
[28]
La hacen de una manera muy distinta a aquella especie de suela de zapato reseca que te dan en Tokio.

Los dos enmudecieron, comieron la tortilla, comieron la caballa asada a la sal, tomaron los
misoshiru
de marisco, comieron el nabo macerado, comieron las espinacas hervidas sazonadas con bonito y salsa de soja, no dejaron ni un solo grano de aquel arroz recién cocido. Nakata masticaba cada bocado exactamente treinta y dos veces, por lo cual, le llevó bastante tiempo comérselo todo.

—¿Estás lleno?

—Sí, Nakata está lleno. ¿Y usted, señor Hoshino?

—Pues a reventar. Claro. ¿Qué? ¿A que uno se siente feliz habiendo comido tanto, y, además, cosas tan buenas?

—Sí. Muy feliz.

—¿Qué? ¿Te han entrado ganas de cagar?

—Sí. Ahora que lo dice, Nakata ya está en disposición de hacerlo.

—Pues hazlo. El váter está allí.

—¿Y usted, señor Hoshino?

—Yo me acercaré luego y me tomaré mi tiempo. Así que ve tú primero.

—Sí, muchas gracias. Nakata se va a cagar.

—Oye, no lo repitas a grito limpio, que te van a oír. Y están comiendo.

—Sí, mil perdones. Es que Nakata no es muy inteligente.

—Vale, vale. No pasa nada. Vete ya.

—¿Le importaría que me lavara los dientes de paso?

—No. Lávatelos. Tenemos tiempo de sobra. Haz lo que quieras. Pero, oye, ¿no podrías dejar al menos el paraguas? Si sólo vas al lavabo.

—Sí. Dejaré el paraguas.

Cuando Nakata volvió del lavabo, Hoshino ya había pagado la cuenta.

—Señor Hoshino. Nakata también tiene dinero, déjele al menos pagar el desayuno.

El joven sacudió la cabeza.

—¡Que no, hombre! Si no es nada. Que yo, a mi abuelito, le debo mucho. De cuando era un golfo, hace tiempo.

—Sí, pero Nakata no es el abuelito del señor Hoshino.

—El problema es mío. Tú no te preocupes. Y no seas pesado. Cállate y déjate invitar.

Nakata, tras pensárselo unos instantes, decidió aceptar la gentileza del joven.

—Muchas gracias. Acepto con mucho gusto su invitación.

—Que sólo es caballa y tortilla en un restaurante de mala muerte. No hace falta que me hagas tantas reverencias.

—Pero es que, señor Hoshino, pensándolo bien, todos ustedes han sido tan amables conmigo que, desde que he salido de Nakano, apenas he gastado dinero.

—Pues fantástico. ¡No te digo! —exclamó Hoshino admirado.

Nakata le pidió a un camarero que le llenara de té caliente el pequeño termo que llevaba. Y, luego, se lo guardó con cuidado en la bolsa.

Los dos volvieron andando a donde habían estacionado el camión.

—Oye, eso de que te vas a Shikoku…

—¿Sí? —preguntó Nakata.

—¿Y qué vas a hacer allí?

—Eso, ni siquiera Nakata lo sabe.

—Vamos, que no sabes lo que vas a hacer y tampoco sabes adónde vas. Pero, de momento, te vas a Shikoku.

—Sí. Nakata cruzará el gran puente.

—Y, una vez hayas cruzado el puente, verás las cosas más claras.

—Sí. Posiblemente sí. Pero, mientras no cruce el puente, yo no sabré nada.

—¡Jo! —dijo el joven—. Pues sí que es importante cruzar el puente.

—Sí. Cruzar el puente es lo más importante del mundo.

—¡Me rindo! —exclamó Hoshino rascándose la cabeza.

El joven se puso al volante del camión y se dirigió al depósito de los grandes almacenes para descargar los muebles que llevaba. Mientras, Nakata se sentó en el banco de un pequeño parque que había cerca del puerto y se dispuso a matar el tiempo.

—¡Eh, abuelo! No te muevas de aquí —le dijo el joven—. Aquí hay un váter y una fuente para beber agua. O sea, que aquí tienes todo lo que necesitas. Si te alejas demasiado, te perderás y no sabrás volver.

—Sí. Porque esto no es el distrito de Nakano.

—Exacto. Esto no es Nakano. Así que quédate aquí quieto y no te muevas.

—Sí, de acuerdo. Nakata no se moverá de aquí.

—Vale. Yo voy a descargar y vuelvo.

Nakata, tal como le había dicho el joven, no se alejó un paso del banco. Ni siquiera fue al lavabo. Quedarse quieto en un lugar y matar el tiempo no representaba ningún esfuerzo para él. De hecho, era una de las cosas que mejor hacía.

Desde el banco se veía el mar. Hacía muchísimo tiempo que Nakata no veía el mar. Cuando era pequeño, había ido en varias ocasiones a bañarse con su familia. Jugaba en la arena, en bañador. También había ido alguna que otra vez a recoger conchas cuando la marea estaba baja. Pero los recuerdos de aquella época eran terriblemente confusos. Todo parecía haber sucedido en otra vida. Luego, no recordaba haber vuelto a ver el mar.

Después del extraño incidente en las montañas de la prefectura de Yamanashi, Nakata volvió a la escuela de Tokio. Había recobrado la conciencia y las aptitudes físicas, pero había perdido por completo la memoria y ya no fue capaz de leer y escribir. No podía leer el libro de texto, no podía hacer los exámenes. Los conocimientos adquiridos con anterioridad al incidente se habían borrado del todo de su memoria y su capacidad de razonamiento abstracto se había visto mermada en gran manera. A pesar de ello, dejaron que se graduara. Apenas entendía las asignaturas que se impartían en clase y lo único que podía hacer era permanecer callado, sentado en un rincón. Seguía las instrucciones del profesor al pie de la letra. No molestaba a nadie. De modo que el profesor apenas recordaba su presencia. Digamos que era un «invitado», pero no una «carga».

Incluso todos olvidaron enseguida que antes del extraño «suceso» él había sido un estudiante que sobresalía en todo. Los actos y actividades de la escuela se realizaban sin él. Tampoco tenía amigos. Pero eso no le importaba. Al contrario. Gracias a que nadie le hacía caso, él podía sumergirse a gusto en su propio mundo. De las actividades de la escuela le fascinaba cuidar de los pequeños animales (conejos o cabras) que tenían en el recinto, cuidar las flores de los parterres o hacer la limpieza del aula. Y estas tareas las realizaba sin cansarse, siempre con una sonrisa en los labios.

Pero no sucedía sólo en la escuela, también en su hogar solían olvidarse de que existía. Los padres, unos fanáticos de la educación, tan pronto como comprendieron que su hijo primogénito no podría volver a leer y que no sería capaz de proseguir los estudios con normalidad, se volcaron en sus hijos menores, muy buenos estudiantes ambos, y prácticamente dejaron de hacer caso a Nakata. Al graduarse, como no podía continuar los estudios en el instituto público, lo enviaron a la prefectura de Nagano, a casa de unos parientes. A la casa paterna de su madre. Allí asistió a una escuela de prácticas agrícolas. Como no sabía leer, le costaban todas las asignaturas, pero los ejercicios prácticos en el campo le encantaban. De no haber sufrido agresiones en la escuela, posiblemente Nakata hubiera acabado dedicándose a la agricultura. Sin embargo, sus compañeros de clase no perdían la oportunidad de golpear al elemento extraño, al niño que venía de la capital. Las heridas que le infligieron llegaron a ser tan graves (una vez le aplastaron el lóbulo de una oreja) que sus abuelos decidieron sacarlo de la escuela. Y, a partir de entonces, se quedó en casa ayudando en las faenas domésticas. Como era un niño tranquilo y obediente, sus abuelos lo adoraban.

En aquella época aprendió a hablar con los gatos. En la casa tenían algunos y Nakata acabó haciéndose muy amigo de ellos. Al principio sólo sabía unas cuantas palabras, pero fue desarrollando sus capacidades poco a poco, con paciencia, como cuando se aprende una lengua extranjera, y al final logró mantener conversaciones bastante largas con ellos. En cuanto tenía un rato libre se sentaba en el corredor exterior de la casa y hablaba con los gatos. Ellos le enseñaron muchas cosas sobre la naturaleza y la sociedad. De hecho, casi todos los conocimientos básicos que tenía Nakata sobre el funcionamiento del mundo los había aprendido de los gatos.

A los quince años empezó a trabajar la madera en una fábrica de muebles cercana. En realidad, más que una fábrica, era un taller artesanal donde se trabajaba la madera y se hacían muebles de artesanía popular japonesa; y las sillas, mesas y estanterías que construían se enviaban a Tokio. A Nakata le gustó enseguida trabajar la madera. Siempre había tenido muy buenas manos y, como jamás descuidaba las tareas más pesadas y minuciosas, y trabajaba sin quejarse ni pronunciar una palabra de más, el dueño del taller pronto le cobró aprecio y cariño. Leer un dibujo o hacer cálculos matemáticos no era lo suyo, pero las demás tareas las desempeñaba a la perfección. Una vez grababa un patrón en su cabeza, era capaz de repetirlo indefinidamente sin cansarse. Tras dos años de trabajar como aprendiz, pasó a ser oficial de plantilla.

Nakata llevó este género de vida hasta pasados los cincuenta años. Jamás tuvo un accidente, jamás se puso enfermo. No bebía, no fumaba, no trasnochaba, no comía en exceso. Nunca veía la televisión; por la radio, sólo escuchaba el programa matutino de gimnasia. Únicamente hacía muebles, día tras día. Mientras tanto, murieron sus abuelos, murieron sus padres. Todo el mundo lo apreciaba, pero nunca tuvo un verdadero amigo. Podía decirse que era inevitable. A una persona normal, a los diez minutos de estar hablando con él, se le acababan los temas de conversación.

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