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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (16 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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«Sin mí»
, pienso.

Ella permanece en silencio. La mano me agarra el pene con menos fuerza, luego aumenta la presión. Según la presión, mi pene se relaja un poco, después arde endurecido.

—Tienes ganas de eyacular, ¿verdad?

—Tal vez.

—¿Tal vez?

—Sí, muchas —corrijo.

Ella exhala un ligero suspiro y empieza a mover la mano despacio. Es una sensación maravillosa. No se limita a moverla arriba y abajo. Es algo más global. Sus dedos me tocan suavemente, con sentimiento, el pene y los testículos, me palpan cada centímetro. Cierro los ojos y exhalo un profundo suspiro.

—No me toques. Y, cuando vayas a eyacular, dímelo. No quiero que se manchen las sábanas. Es un engorro.

—Sí —le digo.

—¿Qué? Soy buena, ¿verdad?

—Muchísimo.

—Ya te he dicho que tengo muy buenas manos por naturaleza. Pero esto para nada está relacionado con el sexo, ¿eh? Sólo te estoy ayudando a relajarte. Hoy ha sido un día muy largo para ti y debes de tener los nervios a flor de piel. Y así no hay quien duerma. ¿Entiendes?

—Sí —digo—. ¿Puedo pedirte un favor?

—¿Qué?

—¿Puedo imaginarte desnuda?

Ella detiene un momento el movimiento de la mano y me mira.

—¿Imaginarme desnuda mientras te hago esto?

—Sí. Desde hace rato intento dejar de pensar en ello, pero no puedo.

—¿Que no puedes?

—No. Es como una televisión que no pudiera apagarse.

Ella ríe divertida.

—No lo entiendo. ¿No podías pensar lo que te diera la gana sin decírmelo a mí? No hace falta que me estés pidiendo permiso para esto y lo otro, ni tampoco que me cuentes lo que estás imaginando.

—Pero a mí me preocupa. Me da la sensación de que es importante imaginar algo. Y he pensado que sería mejor pedirte permiso antes. No se trata de que lo sepas o no lo sepas.

—Eres un chico muy bien educado —comentó ella con admiración—. Ahora que lo dices, no está mal que me pidas permiso de antemano. De acuerdo. Puedes imaginarme desnuda a tu gusto. Te doy permiso.

—Gracias —digo.

—¿Y qué? ¿Qué tal estoy? ¿Guapa?

—Muchísimo —respondo.

Pronto siento cierta languidez en la zona de las caderas. Como si estuviera flotando en un líquido denso. Cuando se lo digo, Sakura coge unos pañuelos de papel que tiene cerca de la almohada y me conduce hasta la eyaculación. Eyaculo una y otra vez, con fuerza. Poco después, ella va a la cocina, tira los pañuelos de papel y se lava las manos con agua.

—Lo siento —me disculpo.

—No pasa nada —me tranquiliza ella ya de vuelta a la cama—. Y deja de pedirme perdón. Esto sólo es una parte más del cuerpo, así que no le des tanta importancia. ¿Te sientes más relajado?

—Mucho más.

—Perfecto —dice ella. Luego se queda pensando en algo—. Será una tontería, pero se me acaba de ocurrir que ojalá fueras mi hermano, ¿sabes?

—A mí también me gustaría —digo yo.

Ella me acaricia el pelo.

—Vete a tu saco que quiero echar una cabezada. Si no estoy sola, no puedo dormir bien. Además, no soportaría que antes del amanecer volviera a acosarme esa cosa tan dura.

Regreso a mi saco y cierro los ojos. Esta vez, logro conciliar el sueño enseguida. Un sueño muy profundo. Quizá sea el sueño más profundo desde que me he ido de casa. Tengo la sensación de estar bajando despacio al centro de la Tierra en un ascensor grande y silencioso. Pronto, todas las luces se apagan, y todos los sonidos también.

Cuando me despierto, ella ya no está. Se ha ido a trabajar. El reloj señala las nueve. El hombro ya casi no me duele. Tal como Sakura me había anunciado. Encima de la mesa de la cocina está doblada la edición matutina del periódico junto con una nota. Esto y la llave del piso.

«He visto las noticias de las siete por la tele y me he leído el periódico de cabo a rabo. En los alrededores no ha habido ningún incidente sangriento. O sea, que seguro que la sangre no tiene ninguna importancia. Qué bien, ¿no? Dentro de la nevera no encontrarás gran cosa, pero come lo que quieras. Todo lo que hay en el piso puedes usarlo. Y, si no tienes adonde ir, puedes quedarte unos días aquí. Cuando salgas, deja la llave debajo del felpudo».

Saco leche de la nevera y, tras comprobar que no está caducada, la mezclo con cereales. Pongo agua a hervir y me tomo un té de bolsita Darjeeling. Me preparo dos tostadas, las unto con margarina
light
. Luego despliego el periódico y miro la sección de sociedad. Efectivamente, no ha habido ningún incidente violento por los alrededores. Exhalo un suspiro, pliego el periódico y lo dejo donde estaba. Al menos no tendré que ir de aquí para allá huyendo de la policía. Sin embargo, opto por no regresar al hotel. Debo ser precavido. Porque aún no recuerdo qué he hecho durante aquellas cuatro horas.

Llamo al hotel. Se pone un hombre cuya voz desconozco. Le digo que ha surgido un imprevisto y que deseo dejar la habitación. Intento hablar como un adulto. He pagado por adelantado, así que no tendría que haber ningún problema. Dentro de la habitación he dejado algunos objetos personales, pero no los necesito; pueden disponer de ellos como les plazca. Él mira en el ordenador y comprueba que no hay ningún problema con la liquidación. «De acuerdo, señor Tamura. La reserva de su habitación queda anulada», me dice. Como la llave es de tipo tarjeta, no hace falta que la devuelva. Le doy las gracias y cuelgo.

Después me ducho. En el lavabo hay tendidos unos calcetines y ropa interior de Sakura. Intento no mirarla y me lavo a conciencia cada centímetro del cuerpo tomándome tiempo. También trato de no acordarme de lo de anoche. Me lavo los dientes, me cambio de ropa interior. Pliego bien el saco de dormir y lo meto en la mochila. Lavo la ropa sucia en la lavadora. No hay secadora, así que, cuando acaba el centrifugado, pliego la ropa escurrida, la meto en una bolsa de plástico y la guardo en la mochila. Me bastará con secarla en cualquier lavandería.

Lavo todos los platos apilados en el fregadero y, tras dejarlos escurrir bien, los seco con un trapo y los meto en la alacena. Ordeno el interior de la nevera, tiro la comida estropeada. Entre ella hay algo que despide un olor nauseabundo. El brócoli está enmohecido. Los pepinos parecen de goma. El
tôfu
ya ha caducado. Cambio los recipientes, friego la salsa vertida. Tiro las colillas del cenicero, apilo los periódicos viejos desperdigados por la habitación. Paso la aspiradora. Es muy posible que Sakura tenga talento para los masajes, pero para las tareas domésticas es una completa nulidad. Plancho todas sus camisas apiladas de cualquier manera dentro de la cómoda y me entran ganas de hacer la compra y de preparar la cena de aquella noche. Mientras estaba en casa, aprendí a realizar las tareas del hogar con la finalidad de poder vivir solo algún día, así que hacerlas no me supone ningún problema. Sin embargo, puede que esté yendo demasiado lejos.

Al terminar el trabajo me siento frente a la mesa de la cocina y lanzo una mirada a mí alrededor. Pienso que no puedo quedarme aquí indefinidamente. Está bastante claro. No puedo permanecer en esta casa entre erecciones y fantasías perpetuas. No puedo seguir apartando la vista de sus pequeñas bragas negras tendidas en el lavabo. No puedo seguir pidiéndole permiso para imaginarme cosas. Y, ante todo, no puedo olvidar lo que me hizo Sakura anoche.

Le dejo una carta. Se la escribo con el lápiz de punta roma de un bloc de notas que hay junto al teléfono.

«Gracias. Has sido una gran ayuda. Siento muchísimo haberte llamado ayer a medianoche. Pero no tenía a nadie más».

Tras escribir esto hago una pausa y pienso cómo debo proseguir.

«Me has hecho un gran favor al dejarme pasar la noche en tu casa y te agradezco de todo corazón que me hayas ofrecido quedarme un tiempo. Ojalá pudiera hacerlo. Pero no quiero ocasionarte más molestias. No soy capaz de explicártelo bien, pero hay diversas razones para que actúe así. Tengo que salir adelante por mí mismo. Me sentiría muy feliz si guardaras un poco de tu buena disposición hacia mí para la próxima vez que lo necesite realmente».

Hago otra pausa. Alguien del vecindario tiene puesto a todo volumen un
talk show
matinal dirigido a las amas de casa. Todos los participantes braman a voz en grito y los anuncios hacen lo imposible para no quedarse atrás. Frente a la mesa ordeno mis pensamientos mientras le doy vueltas al lápiz de punta roma entre los dedos.

«Pero lo cierto es que no soy digno de tus atenciones. Trato de ser mejor persona, pero no lo consigo de ninguna de las maneras. La próxima vez que nos veamos, quiero portarme lo mejor que pueda. Pero no sé cómo me irán las cosas. Lo de anoche fue fantástico. Gracias».

Dejo la nota debajo de una taza. Cojo la mochila y salgo del apartamento. Dejo la llave bajo el felpudo, tal como ella me ha indicado. A media escalera hay un gato blanco moteado de negro haciendo la siesta. Debe de ser muy manso porque, al verme bajar, no hace ademán de levantarse. Me siento a su lado y acaricio a ese gran gato macho. Un tacto añorado. El gato entorna los ojos y empieza a ronronear. Permanecemos largo tiempo en la escalera disfrutando de nuestra intimidad. Poco después me despido de él y salgo a la calle. Fuera empieza a lloviznar.

Ahora que he dejado el hotel barato y que he abandonado el apartamento de Sakura, no tengo ningún lugar donde pasar la noche. Antes de que anochezca debo hallar un lugar bajo techo donde poder dormir tranquilo. No tengo la menor idea de adónde debo ir. Pero decido coger el tren y dirigirme a la biblioteca Kômura. Tal vez la solución esté allí. Es sólo un presentimiento sin fundamento alguno.

El destino me lleva por derroteros cada vez más extraños.

12

19 de octubre de 1972

Estimado señor profesor:

Tal vez le sorprenda recibir esta carta de un modo tan inesperado. Le ruego que perdone mi atrevimiento. Posiblemente mi nombre no le diga nada, pero yo he sido profesora de primaria en una pequeña escuela de la ciudad** de la prefectura de Yamanashi. Quizás, al leerlo, se acuerde usted de mí. Yo era la profesora tutora que condujo a aquel grupo de niños a realizar ejercicios prácticos a la montaña el día del incidente de la pérdida de conciencia colectiva, a finales de la guerra. Poco después del suceso, usted, acompañado de otros profesores de la Universidad de Tokio y de algunos miembros del ejército, visitó la zona para efectuar una investigación y fue entonces cuando tuve la oportunidad de hablar con usted.

Posteriormente, cada vez que sabía de su prestigio a través de periódicos y revistas sentía el más profundo respeto hacia su actividad profesional y, a la vez, recordaba su imagen de aquellos días y su manera de hablar tan clara. He leído algunas de sus obras y no dejan de admirarme su penetrante enfoque y la amplitud de sus conocimientos. Asimismo, me muestro completamente convencida por su coherente visión del mundo según la cual los seres humanos, pese a hallarnos inmersos en la más absoluta soledad como entes individuales, estamos al mismo tiempo unidos por la memoria colectiva. Yo misma he experimentado esa sensación innumerables veces a lo largo de mi vida. Espero que en el futuro prosiga usted su actividad profesional.

Durante mucho tiempo seguí impartiendo clases en la misma escuela primaria de la ciudad**, pero hace unos años enfermé de forma repentina y permanecí largo tiempo ingresada en el Hospital General de Kôfu, a raíz de lo cual solicité la jubilación anticipada. Me pasé alrededor de un año ingresada o acudiendo con frecuencia al hospital; y una vez hube recobrado la salud empecé a dirigir una pequeña academia en la misma localidad. Y los alumnos de la academia que hoy dirijo son los hijos de mis alumnos de antaño. Quizá sea una apreciación trivial, pero el tiempo vuela y los días y los meses pasan con una rapidez inusitada.

En aquella guerra perdí al marido que amaba y también a mi padre; a mi madre la perdí en los desórdenes que sucedieron a aquella época y, al no haber podido concebir un hijo durante mi breve vida matrimonial, he vivido siempre en la más absoluta soledad. Aunque a mi vida no se la puede calificar de feliz, a lo largo de mi larga carrera docente he podido educar a muchos niños en el aula y este hecho ha dado sentido a mi existencia. Le estoy infinitamente agradecida al Cielo por ello. De no haberme dedicado a la enseñanza, quizá no hubiera sido capaz de seguir viviendo.

El hecho de que el incidente de la pérdida de conocimiento colectiva de los niños en la montaña, en otoño de 1944, jamás se me haya borrado de la memoria me ha decidido a enviarle esta carta. Ya han transcurrido veintiocho años. Pero yo lo siento tan cercano como si hubiera ocurrido ayer. Su recuerdo jamás me abandona. Permanece a mi lado como una sombra. Me ha hecho pasar incontables noches insomne y su recuerdo se me aparece incluso en sueños.

Siento que sus reminiscencias han condicionado la totalidad de mi vida. Cada vez que me encuentro con uno de los niños que lo sufrieron (la mitad de ellos aún vive en la ciudad y se halla ahora en la treintena) no puedo evitar preguntarme, una vez más, qué consecuencias tuvo para ellos y cuáles para mí. Porque un suceso de aquella magnitud tiene que haber dejado alguna huella en nuestros cuerpos o en nuestras mentes. Siento que no puede ser de otro modo. Sin embargo, soy incapaz de imaginar cómo ha podido influir y cuánto.

En aquella época, como usted muy bien sabe, el incidente apenas trascendió a la opinión pública por deseo expreso de los militares. En la posguerra, la investigación se realizó en secreto por deseo del ejército de ocupación. A decir verdad, ya se trate del ejército norteamericano o del japonés, la forma de actuar de los militares es fundamentalmente la misma. Ni siquiera después de que finalizara la ocupación norteamericana y la censura de prensa apareció un solo artículo en los periódicos o las revistas. Se trataba de un suceso antiguo y ni tan siquiera había habido muertos.

Así que la mayor parte de la gente desconoce incluso que este incidente haya ocurrido. En primer lugar porque durante la guerra sucedieron cosas tan espantosas que, al escucharlas, entran ganas de taparse los oídos. Además en la guerra se perdieron millones de preciosas vidas humanas. ¿A quién iba a sorprender que unos alumnos de primaria se desmayaran en masa en el corazón de una montaña? Incluso en la zona son pocos los que recuerdan el incidente. Y aun éstos son reacios a hablar de ello. La ciudad es pequeña y lo que pasó no es algo que plazca a los afectados, así que posiblemente piensen que lo mejor es no tocar el tema.

BOOK: Kafka en la orilla
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