Con los ataques aéreos norteamericanos, nosotros teníamos grandes dificultades para proseguir nuestras investigaciones. La mayor parte de estudiantes y científicos había sido llamada a filas y la universidad estaba desierta. Los estudiantes de la Facultad de Psiquiatría no podían solicitar ninguna prórroga. Así pues, al recibir la notificación del ejército interrumpimos nuestra investigación, nos subimos a un tren y nos dirigimos a la ciudad** de la prefectura de Yamanashi. Fuimos un colega de la Facultad de Psiquiatría, un neurocirujano que siempre trabajaba con nosotros y yo. Tres en total.
Lo primero que hicieron fue prohibirnos terminantemente que contáramos una sola palabra de lo que íbamos a oír ya que se trataba de un secreto militar. A continuación nos explicaron lo que había sucedido a principios de mes. Dieciséis niños habían perdido el conocimiento en la montaña por causas desconocidas y quince de ellos lo habían recobrado espontáneamente más tarde. No recordaban nada de lo sucedido durante aquel lapso de tiempo. Sólo uno de ellos no había conseguido recobrar el sentido y seguía inconsciente en una cama del hospital del Ejército de Tierra en Tokio.
El médico del ejército que había visitado a los niños justo después del incidente nos explicó el caso con todo detalle desde el punto de vista de la medicina interna. Era un comandante llamado Tômaya. Entre los médicos del ejército abundan los que, más que verdaderos médicos, son unos burócratas interesados únicamente en salvaguardar su puesto. Por suerte, el doctor Tômaya era un médico tan riguroso como excelente. Además, con nosotros, que éramos forasteros, no se comportó con suficiencia. Tampoco intentó dejarnos de lado. Nos explicó, sin obviar detalle, todos los aspectos fundamentales de una manera concreta y objetiva. También nos mostró todas las hojas clínicas. Al parecer, no buscaba más que la aclaración de los hechos. Y nosotros simpatizamos con él. La característica principal que se desprendía de los datos que nos había facilitado el doctor era que,
desde el punto de vista médico,
a los niños no les habían quedado secuelas. Por más pruebas que les hubieran realizado desde el día del incidente hasta el presente, no habían logrado detectar anomalía alguna —ni interna ni externa— en sus cuerpos. Los niños seguían exactamente en el mismo estado que antes de ocurrir el accidente y rebosaban salud. Como resultado de esas pruebas tan exhaustivas, lo único que se había descubierto era que algunos de ellos tenían parásitos intestinales, pero eso, evidentemente, no era digno siquiera de ser mencionado. Ni cefaleas, ni vómitos, ni dolor, ni pérdida de apetito, ni insomnio, ni depresión, ni diarreas, ni pesadillas. No mostraban ninguno de estos síntomas.
Sólo que el hecho de haber estado inconscientes dos horas en la montaña se había borrado de sus memorias. A todos por igual. Ni siquiera recordaban el instante en que se habían desvanecido. Aquel retazo de memoria había sido arrancado de sus mentes. Se trataba de algo más parecido a la «ausencia» que a la «pérdida» de memoria. No existe ningún tecnicismo que señale este fenómeno, y yo lo estoy usando ahora de manera arbitraria, pero hay una gran diferencia entre la ausencia de memoria y la pérdida de ésta. Para explicarlo de manera sencilla, imagínese usted un tren de mercancías que corre por la vía. El cargamento de uno de los vagones desaparece. Queda el vagón vacío que ha perdido la carga, y aquí puede hablarse de «pérdida». Si hubiese desaparecido no sólo la carga sino la totalidad del vagón, entonces cabría hablar de «ausencia».
Ante todo, contemplamos la posibilidad de que los niños hubiesen inhalado gas tóxico. El doctor Tômaya nos dijo que ése había sido el tema central de las deliberaciones y que por esa razón el ejército se había interesado en el incidente, pero que, sin embargo, dado el estado actual de las cosas y siendo realistas, la posibilidad era muy remota. Se trataba de un secreto militar y no debía filtrarse al exterior, pero…
Y esto es, en líneas generales, lo que dijo a continuación: «El ejército de tierra está realizando en secreto experimentos para la fabricación de armas químicas, como el gas tóxico, y armas biológicas. Pero estas pruebas, principalmente, las llevan a cabo unidades especiales del ejército en China, no en el interior de Japón. Pues realizarlas en un país tan pequeño con una densidad de población tan elevada sería extremadamente peligroso. Y con respecto a la posibilidad de que este tipo de armas se almacenen en el interior del país, sobre esta cuestión yo no puedo ser más explícito, pero sí puedo garantizarles que esto no sucede en la prefectura de Yamanashi, al menos por el momento…».
—
Es decir, que el médico militar negó categóricamente que en la prefectura de Yamanashi se almacenaran armas especiales, empezando por el gas tóxico
.
—Sí, nos lo dijo con toda claridad. Y nosotros no teníamos otra opción que creerlo; además, nos dio la impresión de que nos estaba diciendo la verdad. Y con respecto a si un B29 del ejército norteamericano podía haber lanzado gas tóxico, concluimos que las posibilidades eran muy bajas. Si los norteamericanos hubiesen desarrollado armas de ese calibre y hubieran decidido utilizarlas, lo habrían hecho en una gran ciudad donde la efectividad hubiera sido muchísimo mayor. Lanzando una o dos bombas desde las alturas sobre aquella montaña desierta no hubiesen podido comprobar qué efecto había tenido la bomba, ni siquiera si lo había tenido. Y, en cuanto a la hipótesis de una pequeña fuga, lo cierto es que un gas tóxico que tras hacer perder el conocimiento a unos niños durante dos horas no les deja ninguna secuela, no tiene ningún sentido desde el punto de vista militar. Además, sea un gas tóxico químico o se trate de alguna emanación de algún gas maligno que se produzca en la naturaleza, es impensable que no deje una sola secuela en el organismo. Tratándose encima de niños, más sensibles y con defensas más débiles que las de un adulto, seguro que les habría dañado los ojos o las mucosas. Por ese mismo motivo, quedaba excluida la ingestión de algo venenoso. Llegados a este punto, sólo cabía pensar en causas psicológicas o en algún problema relacionado con el cerebro. Y si las causas se debían a factores psicológicos, era normal que fuera tan complicado encontrar secuelas en el campo de la medicina interna o de la traumatología. Porque éstas no se podían detectar a simple vista y no se podrían expresar en cifras. Y, llegados a este punto, se comprendía por qué el ejército nos había hecho llamar.
Interrogamos a todos los niños que habían perdido la conciencia. También escuchamos las versiones de la profesora y del médico de la escuela. El doctor Tômaya también participó. Pero nada nuevo pudimos deducir de esas entrevistas. Sólo corroborar una vez más lo que nos había explicado el médico militar. Los niños no recordaban nada de lo ocurrido. Habían visto brillar en el cielo algo que parecía un avión. Después habían subido al «bol de arroz» y habían empezado a buscar setas en el bosque. Luego el tiempo se interrumpía y lo único que recordaban era que yacían en el suelo rodeados de profesores y policías que los miraban con espanto. No se encontraban mal, no sentían ni dolor ni molestias. Tampoco estaban mareados. Sólo un poco aturdidos. Como por las mañanas al despertarse. Únicamente eso. El relato de todos los niños era idéntico, como timbrado por el mismo sello.
Al terminar las entrevistas, la hipótesis que cobraba más fuerza era la de un caso de hipnosis colectiva. Los síntomas que presentaban los niños mientras estaban inconscientes, tal como los habían descrito la profesora y el médico de la escuela, avalaban esta hipótesis. El movimiento regular de los globos oculares, la ralentización de la respiración y del pulso, el ligero descenso de temperatura, la ausencia de memoria. En principio todo coincidía. El hecho de que la profesora hubiese sido la única que no había perdido el conocimiento podía deberse a que ese
algo
que había conducido a la hipnosis colectiva, por una razón u otra, no afectaba a los adultos.
Qué diablos era ese
algo
, aún no podía concretarlo. Según la teoría general, para que se dé este fenómeno tienen que confluir diversos factores. Uno de ellos es la homogeneidad y cohesión del grupo, y la limitación del contexto. La otra es que haya un elemento que actúe como detonante. Y ese «pistoletazo de salida» debían de haberlo percibido todos los miembros del grupo al mismo tiempo. Podía tratarse, por ejemplo, del brillo del objeto parecido a un avión que habían visto poco antes de entrar en el bosque. Eso lo habían visto todos al mismo tiempo. Y menos de diez minutos después habían empezado a perder el conocimiento. Eso, por supuesto, tampoco era más que una hipótesis. En general, mis dos colegas se mostraron de acuerdo conmigo. Casualmente, aquel fenómeno, sin ser el tema de investigación al que nos dedicábamos en aquellos momentos, sí estaba relacionado con él.
«Parece lógico», dijo el doctor Tômaya tras reflexionar unos instantes. «Eso se encuentra fuera de mi especialidad, pero creo que es la hipótesis más plausible. Sin embargo, hay algo que no entiendo. Y es lo siguiente: ¿qué diablos suspendió el estado hipnótico? Porque es necesaria la existencia de un “antidetonante”, ¿no es así?».
«No lo sé», le respondí honestamente.
Se trataba de algo que sólo podía explicar a través de otra hipótesis. Y era que ese tipo de hipnosis cesa espontáneamente al cabo de cierto tiempo. Es decir, que el sistema de auto conservación del ser humano es de por sí muy poderoso y que, aunque pueda caer momentáneamente bajo el control de un sistema externo, transcurrido cierto lapso de tiempo suena una especie de timbre y se activa un programa de emergencia que desprograma el elemento extraño —en este caso el efecto hipnótico— que mantiene bloqueado el organismo.
«No tengo la documentación a mano», proseguí, «por lo que no puedo darle cifras exactas, pero en el extranjero hay documentados varios casos como éste».
Todos han sido catalogados como «incidentes misteriosos» sin explicación lógica. Muchos niños pierden el conocimiento a la vez y unas horas más tarde lo recobran. No recuerdan nada de lo ocurrido durante ese lapso de tiempo.
«O sea, que el incidente que nos ocupa es, por supuesto, muy extraño, pero que a su vez existen precedentes. Sobre el año 1930, en las afueras de una aldea del condado de Devonshire, en Gran Bretaña, ocurrió un suceso extraño. Unos treinta alumnos de bachillerato que andaban en fila por un sendero fueron desplomándose al suelo uno tras otro sin razón aparente. Sin embargo, unas horas más tarde, todos recobraron el conocimiento y volvieron a la escuela por su propio pie como si nada hubiese ocurrido. El médico los visitó enseguida, pero no pudo detectar ninguna anomalía desde el punto de vista médico. Y ninguno de ellos se acordaba de lo que había ocurrido.
»También hay registrado un caso similar a finales del siglo pasado, en Australia. En las afueras de Adelaide, unas quince niñas menores de quince años, alumnas de un colegio femenino, se desmayaron mientras iban de excursión y todas recobraron el conocimiento poco después. No se observaron en sus cuerpos ni heridas ni huellas de ningún tipo. Se barajó la posibilidad de que hubiese sido una insolación, pero todas se desmayaron casi al mismo tiempo, recobraron el conocimiento casi al mismo tiempo y tampoco mostraban los síntomas propios de una insolación. Así pues, era un misterio. También consta en el informe que, aquel día, no hacía demasiado calor. Sin embargo, como no había ninguna otra causa lógica, el asunto fue clasificado como “caso de insolación”.
»El punto que tienen en común todos estos incidentes es que un grupo de niños y niñas se encuentra en un lugar más o menos alejado de la escuela y que todos pierden el conocimiento y luego lo recobran casi simultáneamente. El incidente no les deja secuela alguna. En esto coinciden todos los casos. Con respecto a los adultos que los acompañan, hay casos en que se desmayan igual que los niños y otros en que no. Depende.
Estos dos incidentes no son los únicos, pero sí los más representativos por la exactitud y cantidad de documentación que se ha conservado. Sin embargo, en el caso ocurrido en la prefectura de Yamanashi se daba una notable diferencia. Y es que había un niño que seguía sin despertar del estado hipnótico, o que no había recobrado aún la conciencia. Y nosotros pensamos que, en ese niño, podía esconderse la clave para desentrañar el misterio. Y, cuando acabamos la investigación sobre el terreno, volvimos a Tokio y nos dirigimos al hospital del Ejército de Tierra donde estaba ingresado el niño.
—
O sea, que el interés que sentía el Ejército de Tierra por el incidente se debía a que sospechaba que las causas podían ser las armas químicas, ¿no es así?
—Eso creo. Sin embargo, posiblemente el doctor Tômaya podría responderle con más exactitud. Le sugiero que se lo pregunte a él.
—
El comandante Tômaya murió en marzo de 1945, en Tokio, durante un bombardeo, en el ejercicio de sus funciones
.
—¡Oh! Es terrible. En esta guerra han muerto tantas personas válidas…
—
Sin embargo, el ejército llegó a la conclusión de que el incidente no estaba relacionado con las armas químicas. Que las causas no se conocían, pero que: al parecer, no guardaban relación con la marcha de la guerra, ¿no es así?
—Eso creo. Y, en este punto, el ejército cerró sus conclusiones sobre la investigación con respecto al incidente. Sin embargo, que aquel niño llamado Nakata, que seguía inconsciente, continuara siendo atendido en el hospital se debió simplemente al interés particular que el comandante Tômaya sentía por el caso, ya que él, en aquellos tiempos, tenía cierto poder dentro del hospital. En consecuencia, cada día íbamos al hospital militar, o permanecíamos allí por turno, y estudiábamos desde diferentes ángulos la evolución del niño que permanecía en coma.
Pese a encontrarse inconsciente, su organismo funcionaba con normalidad. Se alimentaba mediante instilación, orinaba con regularidad. Por la noche, al apagar la luz de la habitación, cerraba los ojos y se dormía, y por la mañana los abría. Estaba, no cabía la menor duda, inconsciente, pero, aparte de eso, sus funciones fisiológicas eran normales. Pese a estar en coma, por lo visto no soñaba. Cuando una persona sueña, muestra siempre una serie de reacciones tanto en el movimiento de los globos oculares como en la expresión del rostro. La conciencia responde a las experiencias que se tienen en el sueño y el número de pulsaciones aumenta según sean éstas. Pero en Nakata no se observaba este efecto. Tanto el pulso como el ritmo de la respiración o la temperatura estaban un poco por debajo de lo normal y eran asombrosamente estables.