—¡Compórtate y presta atención! ¡Imbécil! ¡Pedazo de cojones podridos! —le gritó a Kawamura con voz amenazadora—. A este chico, si de buen principio no lo pones en su sitio, la cosa no marcha —dijo Mimí, en tono de disculpa, dirigiéndose a Nakata—. Se relaja y empieza a decir cosas raras. Lo cierto es que él no tiene la culpa, pobrecillo. Me da pena, pero no hay más remedio.
—Sí —convino Nakata sin saber muy bien en qué.
Luego empezó la conversación entre los dos gatos, pero hablaban tan rápido y en voz tan baja que Nakata no pudo entenderlos. Mimí inquiría con voz cortante, Kawamura contestaba en tono medroso. A poco que se demorara en la respuesta, Mimí le arreaba, implacable, un papirotazo. Era una gata siamesa muy válida en cualquier terreno. Tenía cultura. Nakata había conocido muchos gatos, pero ninguno sabía de marcas de coches o escuchaba ópera. Nakata se quedó contemplando con admiración aquel expeditivo modo de trabajar.
Cuando Mimí consideró que ya había oído lo suficiente, se lo quitó de encima con ademán de decirle: «Ya basta. Ahora, lárgate». Y Kawamura se fue con aire abatido. Luego, Mimí, muy de hacerse querer, se subió a las rodillas de Nakata.
—Ya sé dónde puede estar —informó Mimí.
—Muchas gracias —dijo Nakata.
—A este chico…, al señor Kawamura, le ha parecido ver a la gatita Goma entre unos matorrales que hay más allá. En un solar donde tienen previsto construir un edificio. Una empresa inmobiliaria adquirió los almacenes de piezas de una empresa automovilística y los derribó con la intención de levantar un gran rascacielos de apartamentos de lujo, pero los vecinos están en contra, se han enzarzado en pleitos muy complicados y las obras aún no han comenzado. Es algo que hoy en día pasa mucho, ¿verdad? Así que el solar se ha cubierto de maleza y la gente no entra dentro, por lo que se ha convertido en centro de actividades de los gatos callejeros. Yo no tengo muchas amistades y, además, me preocupa que me peguen las pulgas, así que no me acerco. Como usted podrá comprender, lo de las pulgas es un engorro. Una vez las coges ya no puedes deshacerte de ellas. Son igual que un vicio.
—Sí —respondió Nakata.
—Dice que vio una gatita muy mona a rayas blancas, marrones y negras, todavía joven, con un collar antipulgas, como en la fotografía, y que estaba terriblemente asustada. Tanto que ni siquiera podía hablar bien. Y que saltaba a la vista que era un gato casero sin experiencia que se había extraviado.
—¿Cuándo fue?
—Pues debe de hacer tres o cuatro días. Este chico es tan imbécil que no se aclara con las fechas. Pero dice que fue un día despejado después de la lluvia, o sea, que debió de ser el lunes. Porque recuerdo que el domingo llovió mucho.
—Sí. No podría precisarle qué día fue, pero Nakata también cree que llovió. ¿Y no volvió a verla?
—Dice que ésa fue la última vez. Esto lo corroborarán todos los gatos de los alrededores. Este chico es más corto que el rabo de una boina, así que me he asegurado bien, pero creo que es tal como dice.
—Muchísimas gracias.
—De nada. Ha sido un placer. En general sólo suelo hablar con los imbéciles de los gatos del barrio y, como no tenemos los mismos temas de conversación, siempre acabo impacientándome. Tener la oportunidad de hablar con un ser humano racional como usted me abre el mundo.
—¡Aah! —exclamó Nakata—. Por cierto, cuando el señor Kawamura hablaba con tanta insistencia de la caballa, ¿se refería al pescado? Eso no he acabado de entenderlo.
Mimí levantó grácilmente la pata izquierda delantera y, mostrando su almohadilla rosada, soltó una risita.
—Es que este chico tiene poco vocabulario y…
—¿Vocabulario?
—Es que conoce pocas palabras —se corrigió educadamente Mimí— y a cualquier alimento que le gusta lo llama caballa. Porque, para él, la caballa es el manjar más exquisito que pueda imaginarse. Vamos, como que el besugo o el lenguado ni siquiera sabe que existen.
Nakata carraspeó.
—A decir verdad, a Nakata también le gusta mucho la caballa. Pero también le gusta la anguila.
—La anguila también me gusta a mí. Claro que no es algo que puedas comer todos los días.
—Exacto. No es algo que puedas comer todos los días.
A continuación, ambos se sumieron en sendas reflexiones sobre la anguila. Entre los dos discurrió un tiempo durante el que la anguila estuvo omnipresente en sus pensamientos.
—Lo que quería decir este chico —Mimí reemprendió el hilo de su discurso— es que poco después de que los gatos del barrio empezaran a reunirse en el solar apareció por allí un hombre malvado que atrapaba a los gatos. Y que los gatos se preguntan si ese tipo no se llevaría a Goma. Por lo visto, el hombre ese usa deliciosos manjares como cebo y, cuando atrapa un gato, lo mete en un gran saco. Su manera de cazarlos es muy hábil y los gatos inexpertos y hambrientos caen fácilmente en la trampa. Incluso dicen que ha conseguido llevarse a algunos gatos callejeros de los alrededores, que son mucho más precavidos. Se trata de algo muy cruel. Para un gato no hay nada peor que acabar metido en un saco.
—¡Aah! —exclamó Nakata, y volvió a acariciarse su cabeza cana con la palma de la mano—. ¿Y qué hace ese hombre con los gatos que atrapa?
—No lo sé. Antiguamente atrapaban gatos para hacer
shamisen
, pero hoy en día ese instrumento musical ya no está muy de moda y, además, en su fabricación se utiliza sobre todo el plástico. Por otra parte, he oído decir que en algunas partes del mundo aún se comen a los gatos, pero en Japón, afortunadamente, no existe esa costumbre. Así que pueden excluirse estas dos posibilidades. Luego, lo único que se me ocurre es, pues, no sé, hay mucha gente que utiliza los gatos para experimentos científicos. En este mundo se realizan muchos experimentos científicos con gatos. Yo tengo un amigo al que lo utilizaron para hacer unas pruebas de psicología en la Universidad de Tokio. Es una historia espeluznante, pero ¡en fin!, si empiezo a contarla no acabaré, así que dejémoslo. Y, luego, no es que sean muchos, pero también están los pervertidos que sólo disfrutan maltratando a los gatos. Cogen a un gato y, por ejemplo, le cortan la cola con unas tijeras.
—¡Aah! —exclamó Nakata—. ¿Y qué hacen luego con las colas?
—Pues nada. Lo único que buscan es hacer daño a los gatos, hacerles sufrir. Se divierten de ese modo. Personas de mente retorcida también te las encuentras en este mundo.
Nakata reflexionó unos instantes sobre todo aquello, pero no logró entender de ninguna de las maneras qué diversión podía encontrar alguien en cortarle con unas tijeras la cola a un gato.
—Entonces, ¿cabe pensar que a Goma se la ha llevado una de
esas personas de mente retorcida?
—preguntó Nakata.
Mimí hizo una mueca combando sus grandes bigotes blancos.
—Sí. No me gusta pensarlo. No quiero ni imaginármelo, pero no podemos excluir esa posibilidad. Señor Nakata, yo no he vivido muchos años, pero he presenciado las escenas más horribles que imaginarse pueda. La mayoría de personas piensan que los gatos son seres indolentes que se pasan el día tendidos al sol, sin preocupaciones, pero nuestra vida no es tan bucólica. Somos seres humildes, impotentes y frágiles. No tenemos caparazón como las tortugas, ni alas como los pájaros. No podemos ocultarnos bajo tierra como los topos, ni cambiar de color como los camaleones. El mundo desconoce cuántos gatos son maltratados día tras día y cuántos tienen una muerte miserable. Yo he tenido la suerte de ir a parar al cálido hogar de los Tanabe, allí los niños me miman, no me falta de nada, pero, no obstante, mi vida no siempre es fácil. Por eso pienso que, para un gato callejero, la lucha por la supervivencia debe de ser muy dura.
—Señorita Mimí, es usted muy inteligente —dijo Nakata admirado ante la elocuencia de la gata siamesa.
—¡Oh, no! ¡Qué va! —dijo Mimí tímidamente entrecerrando los ojos—. Me he vuelto así al pasarme el día en casa tumbada ante la tele. Es horrible no acumular más que conocimientos superficiales. ¿Ve usted la televisión, señor Nakata?
—No, Nakata no ve la televisión. La gente que hay dentro habla demasiado rápido y no puedo seguirlos. Nakata es un idiota y no sabe leer, y, si no sabes leer, no puedes entender bien la televisión. Alguna que otra vez, escucho la radio, pero también hablan demasiado deprisa y enseguida me canso. A mí me divierte mucho más salir de casa y hablar con los gatos bajo el cielo, como estoy haciendo ahora.
—¡Oh! ¿De veras? —preguntó Mimí.
—Sí —dijo Nakata.
—Ojalá no le haya pasado nada a Goma —dijo Mimí.
—Señorita Mimí. Voy a ir a ese solar a vigilar.
—Según dice el chico este, es un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero. Anda muy rápido. Por lo visto tiene un aspecto tan raro que es muy fácil reconocerlo. Los gatos que se reúnen en el solar se dispersan a los cuatro vientos en cuanto lo ven. Pero claro, los gatos recién llegados, que desconocen las circunstancias…
Nakata grabó esa información en su cabeza. La guardó bien guardada en el importante cajón de las cosas que no podía olvidar.
Un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero
.
—Espero haberle sido útil —dijo Mimí.
—Gracias de todo corazón. Si usted no hubiera tenido la amabilidad de dirigirme la palabra, yo aún seguiría dándole vueltas a lo de la caballa, incapaz de avanzar un paso. Le estoy muy agradecido.
—Me da la impresión —dijo Mimí alzando los ojos hacia el rostro de Nakata y frunciendo ligeramente el entrecejo— de que ese hombre es peligroso. Pero que muy peligroso. Quizá más de lo que usted, señor Nakata, pueda imaginarse. Yo, en su lugar, no me acercaría al descampado. Ya sé que es usted un ser humano, que se trata de su trabajo y que no tiene más remedio que ir, pero tenga muchísimo cuidado.
—Muchas gracias. Lo tendré.
—Señor Nakata, este mundo es extremadamente violento. Y nadie puede escapar a la violencia. No lo olvide. Por mucho cuidado con que se ande, nunca es suficiente. Y esto es válido tanto para los gatos como para los hombres.
—Sí, lo tendré muy en cuenta —dijo Nakata.
Pero en qué diablos consistía la violencia de este mundo y dónde estaba, Nakata no acababa de entenderlo. Porque había muchas cosas en este mundo que Nakata no entendía, y entre ellas se incluía todo lo relacionado con la violencia.
Nakata se despidió de Mimí y se dirigió al solar que le habían indicado. Tenía la extensión de un campo de deportes pequeño. Estaba rodeado por una alta valla de madera contrachapada con un cartel que decía:
PRÓXIMA CONSTRUCCIÓN. PROHIBIDA LA ENTRADA A PERSONAS AJENAS A LA OBRA
(cosa que Nakata, por supuesto, no pudo leer). La puerta de acceso estaba cerrada con una pesada cadena. Sin embargo, al rodear el descampado, Nakata encontró, en la parte trasera, una abertura por donde se podía entrar con facilidad. Al parecer, alguien había arrancado un tablón.
Las naves del almacén habían sido demolidas y, en el terreno que seguía sin allanar, crecía, frondosa y verde, la hierba. Había hierbajos que alcanzaban la altura de un niño. Y algunas mariposas revoloteaban alrededor. Montículos de tierra endurecidos por la lluvia se alzaban, aquí y allá, como pequeñas colinas. Era el típico lugar que adoran los gatos. Allí no entraba la gente, en él moraban diversos animalitos, y no faltaban los escondrijos.
No vio a Kawamura por ninguna parte. Sí encontró a dos gatos delgaduchos de pelaje deslucido que respondieron al afable «¡Buenas tardes!» de Nakata con una mirada gélida y desaparecieron entre la maleza sin responderle siquiera. Estaba muy claro. Ninguno quería que lo atrapara un loco y que le cortase la cola con unas tijeras. Tampoco Nakata —aunque no tenía cola, por supuesto— hubiera deseado que le ocurriera una cosa semejante. Con razón los gatos estaban ojo avizor.
Nakata se plantó sobre un pequeño montículo y lanzó una mirada en derredor. Allí no había nadie. Sólo blancas mariposas revoloteando sobre la hierba como si estuviesen buscando algo. Nakata se sentó en el lugar que le pareció apropiado, sacó dos bollos rellenos de la bolsa de lona que llevaba colgada al hombro y se los comió en sustitución del almuerzo. Luego, entornando un poco los ojos, se bebió con calma el té caliente que llevaba en un termo pequeño. Era un apacible panorama de primeras horas de la tarde. Todo reposaba entre la armonía y la calma. A Nakata le costaba creer que en aquel lugar se ocultase alguien que tratara cruelmente a los gatos.
Mientras masticaba despacio un bollo, se acarició la canosa cabeza rapada con la palma de la mano. De haber tenido un interlocutor, habría sido el momento de decirle: «Es que Nakata es idiota», pero no había nadie, por desgracia. Así que tuvo que dedicarse a sí mismo unos cuantos movimientos afirmativos de cabeza. Luego siguió comiendo bollos en silencio. Cuando terminó, plegó bien la envoltura de celofán y la metió dentro de la bolsa, tapó bien el termo y también lo metió dentro. El cielo estaba cubierto por una capa uniforme de nubes, pero por la tonalidad se comprendía que el sol casi había alcanzado su cénit.
Un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero
.
Nakata intentó representarse en la cabeza la imagen del hombre. Pero era incapaz de imaginar cómo debía de ser el sombrero de copa, cómo debían de ser las botas de cuero. Porque no los había visto jamás. «Si lo vieras, lo reconocerías», había dicho Mimí, repitiendo las palabras de Kawamura. En ese caso, concluyó Nakata, la cosa era fácil, le bastaba con encontrárselo. Era lo más seguro. Nakata se levantó del suelo y orinó de pie ante la maleza. Fue un largo y recto chorro de orina. Luego se sentó en un extremo del descampado, en un lugar oculto entre la maleza, y decidió pasar la tarde esperando a que apareciera aquel hombre extraño.
Esperar es muy aburrido. Y no había trazas de que el hombre fuera a aparecer. Puede que fuera al día siguiente, o pasada una semana. O quizá no volvía a acercarse jamás. También cabía esa posibilidad. Pero Nakata estaba acostumbrado a esperar sin ningún objetivo, avezado a dejar transcurrir el tiempo sin hacer nada. Y eso no le producía ninguna angustia.
Porque, para Nakata, el tiempo no es una cuestión fundamental. Ni siquiera tiene reloj. Para Nakata, el tiempo discurre a su manera. Al llegar la mañana sale el sol; por la tarde se pone. Y, cuando anochece, va a los baños públicos del vecindario, y a la vuelta le entra sueño. Los baños públicos cierran un determinado día de la semana, y Nakata, ese día, se resigna y vuelve directamente a casa. Cuando llega la hora de la comida le dan ganas de comer y, cuando llega el día de ir a recoger el subsidio (siempre hay alguien que lo avisa amablemente de que el día ese se acerca), comprende que ya ha transcurrido un mes. Y al día siguiente de recibir el subsidio va a la barbería del barrio a cortarse el pelo. Cuando llega el verano, los del ayuntamiento del distrito lo invitan a comer anguila; cuando llega Año Nuevo, le dan
mochi.
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