—¿Y quieres hacer el amor conmigo?
Asiento.
Ella entorna los ojos como si algo la deslumbrara.
—¿Has hecho alguna vez el amor con una mujer?
Asiento de nuevo. «Anoche. Con usted», pienso. Pero no puedo decírselo. Ella no se acuerda de nada.
La señora Saeki exhala una especie de suspiro.
—Tamura, ya debes de saberlo, pero tú tienes quince años, yo paso de los cincuenta.
—No es una cuestión tan simple. Nosotros, ahora, no nos estamos refiriendo a esa clase de tiempo. Yo la conozco a usted a los quince años. Estoy enamorado de usted a los quince años. Locamente enamorado. Y, a través de esa niña, la amo a usted. Esa niña, aún ahora, está dentro de usted. Permanece siempre dormida en su interior. Pero, cuando usted duerme, la niña se pone en movimiento. Yo la he visto.
La señora Saeki vuelve a cerrar los ojos. Miro cómo un tenue temblor agita sus párpados.
—Estoy enamorado de usted, y esto es muy importante. Usted debe entenderlo.
Ella, como quien emerge del fondo del mar, toma una gran bocanada de aire. Busca las palabras adecuadas. Pero no las encuentra.
—Tamura, lo siento, pero ¿podrías salir de la habitación? Quiero estar sola —me pide—. Y, cuando salgas, cierra la puerta.
Asiento, me levanto de la silla y me dispongo a salir de la habitación. Pero algo me retiene. Me detengo en el umbral, me vuelvo a la habitación, me acerco a ella. Acaricio sus cabellos. Mis dedos tocan sus pequeñas orejas a través de su pelo. No puedo contenerme. La señora Saeki alza la mirada con sorpresa y, tras vacilar unos instantes pone su mano sobre la mía.
—En cualquier caso, tú y tu hipótesis habéis lanzado una piedra a una diana que está muy lejos. ¿Eres consciente de ello?
Asiento.
—Lo sé. Pero, gracias a las metáforas, la distancia se hará mucho más corta.
—Pero ni tú ni yo somos una metáfora.
—Por supuesto que no —digo—. Pero las metáforas pueden eliminar en gran medida lo que nos separa a ambos.
Todavía con la cara vuelta hacia arriba, esboza de nuevo una tenue sonrisa.
—Son las palabras de seducción más estrafalarias que he oído en mi vida.
—¡Hay tantas cosas a mi alrededor que se han ido haciendo tan estrambóticas! Pero creo que me estoy acercando poco a poco a la verdad.
—¿Acercándote realmente a una verdad metafórica? ¿O acercándote de manera metafórica a una verdad real? ¿O, tal vez, se van aproximando la una a la otra para complementarse?
—En cualquier caso, no creo que pueda soportar la tristeza que, en estos momentos, hay aquí.
—Ni yo tampoco.
—Entonces, ¿volvió usted a esta ciudad con la intención de morir?
—En realidad, no es que esté intentando morir. Sólo me limito a esperar la muerte. Como quien se sienta en un banco de la estación a esperar el tren.
—¿Y sabe cuándo llegará ese tren?
Ella separa su mano de la mía, se toca los párpados con las yemas de los dedos.
—Tamura, la vida, hasta ahora, me ha desgastado mucho. Mi propio cuerpo está agotado. Cuando tenía que haber dejado de vivir, no pude hacerlo. No fui capaz de renunciar a la vida pese a saber que vivir no tenía ningún sentido. En consecuencia, he estado haciendo una cosa absurda tras otra durante toda mi vida, únicamente para ir pasando los días. Y, de este modo, me he herido a mí, e, hiriéndome a mí, he herido a los demás. Y ahora estoy recibiendo el castigo. Llámalo maldición, si quieres. Hubo una época en que alcancé algo demasiado perfecto. Y luego no me quedó otra cosa más que despreciarme a mí misma. Esa es mi maldición. Una maldición de la que no podré escapar mientras viva. Por eso no le temo a la muerte. Y, si esto responde a tu pregunta, sé más o menos cuándo llegará.
Vuelvo a cogerle la mano. El fiel de la balanza oscila. Por poco peso que añada, vencerá hacia un lado u otro. Tengo que pensar. Tengo que juzgar. Tengo que dar un paso adelante.
—Señora Saeki, ¿quiere acostarse conmigo? —pregunto.
—¿A pesar de que yo, en tu hipótesis, sea tu madre?
—A mí alrededor, todo está en constante movimiento. Todo tiene un doble sentido.
La señora Saeki reflexiona sobre lo que le digo.
—Pero, en mi caso, tal vez no sea así. En mi caso, las cosas no están tan escalonadas. Quizá sean: o bien al cero o bien al cien por cien.
—¿Y usted sabe cuál de los dos es?
Asiente.
—Señora Saeki, ¿puedo hacerle una pregunta?
—¿De qué se trata?
—¿Dónde descubrió usted aquellos dos acordes?
—¿Dos acordes?
—Los acordes de
Kafka en la orilla del mar
.
—¿Te gustan?
Asiento.
—Los hallé en una vieja habitación que se encuentra muy lejos. Entonces la puerta de entrada estaba abierta —dice ella en voz baja—. Es una habitación que se encuentra muy, muy lejos.
La señora Saeki cierra los ojos y vuelve a sus recuerdos.
—Tamura, cuando salgas, cierra la puerta —dice.
Hago lo que me indica.
Tras cerrar la biblioteca, Ôshima me invita a subir a su coche y me lleva a cenar a un restaurante de pescado que se encuentra en un lugar un poco alejado. A través de los grandes ventanales del restaurante se ve el mar de noche. Pienso en los seres vivos que lo habitan.
—De vez en cuando va bien que salgas y tomes una comida decente, que te alimentes bien —dice Ôshima—. No creo que la policía esté merodeando por aquí. No tienes por qué estar en guardia. Distráete un poco.
Comemos una gran ensalada, pedimos una paella y nos la repartimos.
—Algún día quiero ir a España —dice Ôshima.
—¿Por qué?
—Quiero luchar en la guerra civil española.
—La guerra civil española ya acabó hace mucho tiempo.
—Ya lo sé. Lorca murió y Hemingway sobrevivió —dice Ôshima—. Pero yo también tengo derecho a ir a España a luchar.
—Metafóricamente hablando.
—Pues claro —dice haciendo una mueca—. ¿Cómo crees, si no, va a ser capaz de ir hasta España, a luchar, un hemofílico de sexualidad incierta que, en toda su vida, apenas ha salido de Shikoku?
Nos comemos una enorme paella y bebemos agua Perrier.
—¿Hay alguna novedad en el caso de mi padre? —pregunto.
—No creo que la cosa haya avanzado mucho. Los periódicos, de momento, no hablan de ello. Lo único que sale es algún artículo necrológico sobre tu padre, y siempre publicado en la sección de cultura. La investigación debe de encontrarse en punto muerto. Es una pena, pero el caso debe de estar haciendo bajar el índice de arrestos de la policía japonesa. En la bolsa, si la policía tuviese acciones, su manera de actuar haría que éstas cayesen en picado. Como que ni siquiera son capaces de localizar el paradero de su hijo.
—Un niño de quince años.
—Un niño de quince años, de carácter agresivo, con una notoria obsesión por escaparse de casa —añade Ôshima.
—¿Y no ha caído nada más del cielo? ¿No dicen nada sobre eso?
Ôshima sacude la cabeza.
—Por ahora, vacaciones. Por lo visto no ha vuelto a caer nada digno de mención. Exceptuando los horrorosos rayos y truenos del otro día, que deberían formar parte del Tesoro Nacional.
—O sea, que todo está en calma.
—Parece que sí. O quizás estemos en el ojo del huracán.
Asiento, tomo un mejillón con la mano, saco la carne con el tenedor y me la como. Dejo la concha en un recipiente junto con otras ya vacías.
—¿Y tú, sigues enamorado? —me pregunta Ôshima.
Asiento.
—¿Y tú, Ôshima?
—¿Si yo estoy enamorado? ¿Es eso lo que me estás preguntando?
Asiento.
—¿O sea, que te atreves a hacerme una pregunta indiscreta sobre los amores ilícitos que alegran mi pervertida vida, a mí, un homosexual que no es más que una asexuada tarada?
Asiento. Él asiente a su vez.
—Sí, hay alguien en mi vida —dice Ôshima. Come el marisco con cara seria—. No es un amor apasionado, de esos que se encuentran en las óperas de Puccini. ¿Cómo te diría? No estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Sólo nos vemos de vez en cuando. Pero, básicamente, nos comprendemos muy bien el uno al otro.
—¿Os comprendéis muy bien?
—Haydn, cuando componía, se vestía siempre de gala y se ponía una magnífica peluca. Al parecer, incluso se la empolvaba.
Sorprendido, miro a Ôshima a la cara.
—¿Haydn?
—Si no lo hacía, no podía componer bien.
—¿Y por qué?
—No lo sé. Era una cuestión entre él y su peluca. Nadie más puede entenderlo. Quizá ni siquiera haya explicación posible.
Asiento.
—¿Sabes, Ôshima? ¿Te has puesto triste alguna vez pensando en él cuando estás solo?
—Pues claro —dice Ôshima—. A menudo. Especialmente en la estación en que la luna aparece azulada. O en la estación en que los pájaros emigran hacia el sur. O…
—¿Y por qué dices
claro?
—pregunto.
—Porque, cuando nos enamoramos, todos buscamos en la persona amada una parte de nosotros que nos falta. Por eso, al pensar en esa persona, siempre nos ponemos en mayor o menor medida tristes. Nos sentimos como si volviéramos a pisar una habitación añorada que habíamos perdido hace muchísimo tiempo. Es natural. Esa sensación no la has descubierto tú. Así que mejor que no intentes patentarla.
Dejo el tenedor y alzo la mirada.
—¿Una vieja habitación añorada que está lejos?
—Exacto —dice Ôshima. Y levanta el tenedor en el aire—. Es una metáfora, claro.
Pasadas las nueve de la noche, la señora Saeki viene a mi habitación. Yo estoy sentado en una silla, leyendo, cuando llega a mis oídos desde el aparcamiento, el ronroneo del motor de su Volkswagen G. El ronroneo se extingue. Oigo cómo se cierra la puerta del coche. Unos zapatos con suela de goma cruzan despacio el aparcamiento. Poco después oigo cómo llaman a mi puerta. La puerta se abre, aparece la señora Saeki. Hoy no está dormida. Lleva una camisa a rayas de seda y unos tejanos finos. Zapatos blancos de lona. Es la primera vez que la veo con pantalones.
—Mi querida habitación. ¡Hacía tanto tiempo que no entraba en ella! —exclama. Luego se planta ante el cuadro, lo contempla—. Y aquí está mi querido cuadro.
—El lugar que representa el cuadro, ¿se encuentra por aquí cerca? —pregunto.
—¿Te gusta el cuadro?
Asiento.
—¿Quién lo pintó?
—Un joven pintor que pasó aquel verano por casa de la familia Kômura. No era un pintor famoso. Al menos no lo era entonces. Incluso se le olvidó firmar el cuadro. Pero era muy buena persona y creo que este cuadro está muy bien pintado. Posee, no sé, fuerza. Mientras él pintaba el cuadro, yo permanecí todo el rato a su lado. No dejé de mirarlo en ningún momento y, medio en broma, tampoco paré de pedirle cosas. Los dos nos llevábamos muy bien. El pintor y yo. Aquel verano, hace tantos años. Yo tenía entonces doce años —dice ella—. Y el niño del cuadro también.
—La playa que aparece en el cuadro induce a pensar que se trata de alguna playa de por aquí.
—Ven —dice ella—. Paseemos un rato. Te llevaré al lugar exacto.
Vamos andando hasta la playa. Cruzamos el pinar, caminamos por la orilla. La luz de la luna, que asoma a duras penas entre los jirones de nubes, ilumina las olas. Unas olas que dibujan una leve cresta antes de romper en la orilla con suavidad. Ella se sienta en la arena. Yo tomo asiento a su lado. La arena aún está tibia. Ella me señala un lugar donde rompen las olas como si calculara el ángulo.
—Es allí —dice—. Pintó el cuadro desde este ángulo. Puso la tumbona ahí e hizo que él se sentara. Luego plantó el caballete por aquí. Lo recuerdo perfectamente. ¿Ves como la posición de la isla es la misma que la del cuadro?
Miro hacia donde señala la punta de su dedo. En efecto, la posición de la isla parece ser la correcta. Pero, lo mire como lo mire, aquél no me parece el lugar que figura en el cuadro. Se lo digo.
—Es que ha cambiado mucho —dice la señora Saeki—. Piensa que han pasado cuarenta años. Y eso es mucho tiempo. La configuración del terreno va cambiando de forma natural. Las olas, el viento, los tifones, son muchos los elementos que van modificando la línea de la costa. Erosionan la arena, la transportan de un lugar a otro. Pero no hay ninguna duda. Es aquí. Aún hoy me acuerdo de aquella época a la perfección. Además, aquel verano tuve mi primera regla.
La señora Saeki también se queda contemplando el paisaje sin decir palabra. Las nubes cambian de forma, la luz de la luna alumbra ahora la playa a trozos. El viento cruza, a ráfagas, el pinar: suena como si una multitud de personas estuviera barriendo el suelo con una escoba. Cojo un puñado de arena, dejo que los granos se vayan escurriendo, despacio, entre mis dedos. Los granos de arena caen y, como si fueran el tiempo perdido, se mezclan y confunden con la otra arena de la playa. Lo repito una y otra vez.
—¿En qué estás pensando? —me pregunta la señora Saeki.
—En ir a España —digo.
—¿Para qué?
—A comerme una buena paella.
—¿Y nada más?
—Para luchar en la guerra civil española.
—Pero si la guerra de España terminó hace más de sesenta años.
—Ya lo sé —digo—. Lorca murió, Hemingway sobrevivió.
—Pero tú quieres participar, ¿no?
Asiento.
—Y también volar puentes.
—Y enamorarte de Ingrid Bergman.
—Pero, en realidad, estoy en Takamatsu y estoy enamorado de usted.
—¡Qué mala suerte tienes!
Le paso un brazo alrededor de los hombros.
Le pasas un brazo alrededor de los hombros
.
Ella se recuesta en ti. Pasa un largo intervalo de tiempo.
—¿Sabes? Hace muchísimo tiempo yo hice exactamente lo mismo que estoy haciendo ahora. En este mimo lugar.
—Ya lo sé —dices tú.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunta la señora Saeki. Luego te clava la mirada.
—Porque yo, entonces, estaba aquí.
—Estabas aquí volando puentes, ¿no?
—Estaba aquí volando puentes.
—Metafóricamente.
—Por supuesto.
La rodeas con tus brazos, la estrechas contra tu pecho, la besas. Sientes cómo ella se abandona.
—Todos nosotros estamos soñando —dice la señora Saeki.
Todos nosotros estamos soñando.
—¿Por qué tuviste que morir?
—No pude evitarlo —dices tú.
Tú y la señora Saeki volvéis a la biblioteca caminando por la playa. Encendéis la luz de la habitación, corréis las cortinas, os abrazáis en silencio entre las sábanas. Repetís casi lo mismo que la noche anterior. Pero hay dos diferencias. Después de hacer el amor, ella llora. Ésa es la primera. Hunde la cara en la almohada y llora largo rato en silencio. Tú no sabes qué hacer. Depositas con dulzura una mano sobre su hombro desnudo. Piensas que deberías decirle algo. Pero no sabes qué. Las palabras se hallan muertas en un hoyo del tiempo. Se acumulan sin ruido en el oscuro fondo de un lago volcánico. Ésa es la primera. Luego, cuando se va, esta vez sí, oyes el motor de su Volkswagen Golf. Ésa es la segunda. Ella pone en marcha el motor, lo detiene, lo mantiene parado durante unos instantes, como si estuviera reflexionando, lo vuelve a poner en marcha, sale del aparcamiento y se va. Aquel vacío, el intervalo de tiempo desde que ella para el motor hasta que vuelve a ponerlo en marcha te produce una infinita tristeza. Aquel vacío se filtra en tu corazón como la niebla que viene del mar. Y permanece largo tiempo en tu corazón. Y pronto pasa a formar parte de ti.