Imagino a Ôshima sentado en esta silla con un afilado lápiz en la mano, anotando sus impresiones en la solapa del libro.
La responsabilidad empieza en los sueños
. Estas palabras resuenan con fuerza en mi corazón.
Cierro el libro, lo dejo sobre mis rodillas. Pienso en mi responsabilidad. No puedo evitar pensar en ella. Porque mi camiseta blanca estaba manchada de sangre fresca. Y yo lavé la sangre con mis propias manos. Había una cantidad suficiente como para teñir el lavabo de rojo. Probablemente, yo debería asumir mi responsabilidad con respecto a esa sangre derramada. Imagino que estoy siendo juzgado. La gente me acusa, me exige responsabilidades. Todos me miran con hostilidad, me señalan con el dedo. «Donde no hay memoria, no hay responsabilidad», argumento. «Y yo ni siquiera sé qué ocurrió realmente». Pero ellos dicen: «Pertenezcan a quien pertenezcan
en origen
los sueños, tú los has compartido. Y, en consecuencia, debes asumir la responsabilidad sobre lo que ha ocurrido en ellos. Porque, en definitiva, ellos se han infiltrado en ti a través del oscuro pasadizo de tu alma».
Igual que Adolf Eichmann, atrapado a la fuerza en la perversidad gigantesca del sueño de Hitler.
Dejo el libro, me levanto de la silla y, de pie en el porche, enderezo la espalda. He permanecido mucho tiempo leyendo. Necesito moverme. Cojo dos garrafas de plástico y voy a buscar agua al arroyo. Las acarreo hasta la cabaña y las vacío en el depósito de agua. Tras cinco viajes, el depósito de agua queda lleno. Llevo brazadas de leña a la cabaña desde la caseta de atrás y la apilo junto a la estufa.
En un rincón del porche cuelga una cuerda de nailon desteñida para tender la ropa. Saco de dentro de la mochila la colada medio mojada, la despliego, aliso las arrugas y la tiendo. Extraigo todo el contenido de la mochila y lo coloco sobre la cama para que se airee. Luego me siento frente a la mesa y escribo mi diario de los últimos días Con un rotulador de punta fina anoto en un cuaderno con letra diminuta, una a una, todas las cosas que me han sucedido. Mientras mantenga claro el recuerdo, debo tomar nota detallada de todo. Porque, no sé hasta cuándo tendré una conciencia real de las cosas.
Echo marcha atrás en mis recuerdos. Perdí el sentido y, cuando lo recuperé, me encontré a mí mismo tumbado entre los árboles, detrás de un santuario sintoísta. Rodeado de tinieblas, con la camisa manchada de abundante sangre. Llamé a Sakura, fui a su casa, pasé allí la noche. Yo se lo conté todo, ella
me hizo
aquello.
Ella ríe divertida. «No lo entiendo. ¿No podías pensar lo que te diera la gana sin decírmelo a mí? No hace falta que me estés pidiendo permiso para esto y lo otro, ni tampoco que me cuentes qué te estás imaginando».
No, no es cierto. Lo que yo estoy imaginando pertenece a este mundo y posiblemente tenga mucha importancia.
Pasado mediodía voy al bosque. Tal como me ha dicho Ôshima, es peligroso adentrarse demasiado. «No pierdas nunca de vista la cabaña», me advirtió. Pero tal vez permanezca unos cuantos días viendo en este lugar. Así que, en vez de seguir desconociéndolo todo; me sentiría más tranquilo si pudiera recabar alguna información sobre este bosque que me rodea como un enorme muro. Con las manos vacías, dejo atrás el claro bañado por los rayos del sol y penetro en un océano de negra vegetación.
Hay una senda rudimentaria. Se abre camino aprovechando la configuración del terreno, pero está allanada y la han cubierto, aquí y allá, con piedras planas para apoyar los pies. En las zonas donde el terreno es blando han colocado troncos gruesos de tal modo que, aunque crezcan los hierbajos, pueda verse el camino. Tal vez el hermano de Ôshima vaya arreglándolo poco a poco cada vez que viene. Sigo la senda. Subo una cuesta, desciendo un poco. Rodeo una gran roca, vuelvo a subir. El camino asciende, pero la inclinación del terreno no es muy pronunciada. A ambos lados del sendero se yerguen altos, los árboles. Troncos de tonalidades sombrías, grandes ramas que se extienden a su antojo en todas direcciones, denso follaje cubriendo el cielo sobre mi cabeza. En el suelo crecen frondosos helechos y hierbajos como si succionaran con todas sus fuerzas aquella tenue luz. En las zonas adonde no llega la luz del sol, el musgo cubre sin palabras la superficie de las rocas.
De la misma manera que un relato que empieza a ser contado con brío antes de que comiencen a enmarañarse las palabras, el sendero, conforme va avanzando, va estrechándose cada vez más, cediendo su dominio a los hierbajos. Las zonas allanadas van desapareciendo y se hace más difícil adivinar si se trata de una senda o si simplemente lo parece. Y al final muere en un verde mar de helechos. O quizá la senda prosiga hasta más adelante. Sin embargo, será mejor que aguarde a la siguiente ocasión para comprobarlo. Para seguir adelante necesitaría preparar ciertas cosas y un atuendo de los que ahora carezco.
Me detengo, me doy la vuelta. La escena que aparece ante mis ojos no recuerdo haberla visto antes. No hay nada que me aliente. Los troncos de los árboles se superponen unos a otros bloqueando de manera funesta la visión. Todo está sumido en la penumbra y un color verde profundo enturbia el aire. Aquí no llegan los trinos de los pájaros. Siento que la piel se me eriza, como si hubiese soplado una corriente de aire helado. «¡Tranquilo!», me digo a mí mismo.
«El camino está ahí».
Ahí debe de estar el camino por el que he venido. Si no lo pierdo, voy a ser capaz de regresar. Con la vista clavada en el sendero bajo mis pies lo voy siguiendo, paso a paso, con infinitas precauciones, y para volver a la cabaña tardo mucho más tiempo que a la ida.
Una luz de principios de verano inunda el claro abierto frente a la cabaña y los pájaros picotean en busca de comida mientras dejan oír su canto transparente por los alrededores. Nada ha cambiado desde mi partida.
Probablemente
nada haya cambiado. En el porche veo la silla donde he estado sentado hasta hace poco. Y ahí se encuentra, boca abajo, el libro que estaba leyendo hasta hace poco.
Sin embargo, he tenido una conciencia real de los peligros que acechan en el interior del bosque. Y me digo a mí mismo que no debo olvidarlo. Tal y como me dijo una vez el joven llamado Cuervo, el mundo está lleno de cosas que todavía no he visto. Yo no sabía, por ejemplo, lo siniestras que podían llegar a ser las plantas. Las únicas que había visto y tocado eran las plantas domésticas, cuidadas con esmero, que se encuentran en la ciudad. Pero las que hay aquí…, ¡no! Las que
viven
aquí…, éstas son totalmente distintas. Poseen fuerza física, respiran, poseen una mirada acerada que avista a su presa. Las de aquí inducen a pensar en la magia negra de la antigüedad remota. El bosque es un lugar dominado por los árboles…, al igual que los seres que pueblan el fondo del mar reinan sobre los abismos marinos. De quererlo, el bosque podría expulsarme con toda facilidad, o podría acabar succionándome. Probablemente yo debería sentir hacia aquellos árboles el temor y el respeto que merecen.
Regreso a la cabaña y saco de la mochila la brújula. Levanto la tapa y compruebo que la aguja señala el norte. Me meto la brújula en el bolsillo. Quizá me sea de utilidad en un momento u otro. Luego me siento en el porche, contemplo el bosque, escucho música con el
discman.
Escucho a Cream, escucho a Duke Ellington. Estas antiguas melodías las grabé en la sección de música de la biblioteca. Escucho una y otra vez
Crossroads.
La música calma un poco mis nervios. Pero no podré estar mucho tiempo escuchando música. Aquí no hay electricidad y no puedo cargar las pilas. Cuando se me agote. ¡Se acabó!
Antes de la cena hago gimnasia. Flexiones, abdominales, levantamiento de pesas, el pino, diferentes tipos de estiramientos. Un programa de mantenimiento pensado para realizarlo en un sitio pequeño, sin aparatos ni instalaciones. Ejercicios simples, bastante aburridos, pero muy completos por su variedad de movimientos, muy efectivos si se realizan correctamente. Me los enseñó un monitor del gimnasio. «Éstos son los ejercicios más solitarios del mundo», me explicó. «Los que más los practican son los prisioneros encerrados en sus celdas». Me concentro y los realizo. Hasta que la camisa queda anegada en sudor.
Tras una cena sencilla, cuando salgo al porche incontables estrellas titilan sobre mi cabeza. Más que un cielo tachonado de estrellas, parece que las hayan esparcido al azar. Ni siquiera en el planetarium se ven tantas. Algunas son gigantescas, rebosantes de vida. Parecen hallarse al alcance de la mano. La visión es tan hermosa que quita el aliento.
Pero no sólo es hermosa. «Sí, las estrellas también viven y respiran, igual que los árboles», pienso. Ahora me están contemplando. Saben lo que he hecho hasta este momento, saben lo que me dispongo a hacer en el futuro. Nada escapa a su mirada, ni el más trivial de los detalles. Bajo este cielo resplandeciente vuelve a invadirme un pánico atroz. Se me hace difícil respirar, los latidos del corazón se me aceleran. Hasta hoy había vivido bajo un número prodigioso de estrellas y ni siquiera había reparado en su existencia. No me había detenido un solo segundo a pensar en las estrellas. Y no sólo en las estrellas. ¿Cuántos miles de cosas habrá en este mundo que desconozco? ¿Cuántas cosas en las que no he reparado jamás? Al pensar en ello, me siento terriblemente impotente. Vaya donde vaya no podré huir jamás de esta impotencia.
Entro en la cabaña, meto leña en la estufa, la apilo con sumo cuidado. Hago una bola con un periódico viejo que había dentro de un cajón, la enciendo con una cerilla, compruebo que el fuego prende en la leña. Cuando estaba en primaria, me enviaron de acampada, allí aprendí a encender un fuego. Ir de acampada fue una experiencia horrible, pero al menos de algo me sirvió. Abro completamente el regulador de tiro de la estufa y entra el aire del exterior. Al principio el fuego no prende, pero por fin empieza a arder un leño. El fuego pasa de un leño a otro. Cierro la tapa de la estufa, coloco una silla delante, me acerco la lámpara y, a su luz, prosigo la lectura. Cuando las llamas se aúnan y crecen en vigor, coloco la tetera llena de agua encima de la estufa y hago hervir el agua. La tapa de la tetera hace de vez en cuando un ruido agradable.
Claro que los planes de Eichmann no siempre pudieron ejecutarse sin problemas. Diversos factores impidieron a veces que las cosas marcharan tal como él había previsto. Y, en esos casos, Eichmann mostraba una faceta un poco más humana. Se enfurecía. Odiaba aquella serie de imponderables, el colmo de la imprecisión, que osaba arruinar las preciosas estimaciones que él había realizado. Los trenes se retrasan. Los trámites burocráticos lo entorpecen todo. Los comandantes cambian y los traspasos de poder no acaban de funcionar. Tras el hundimiento del frente del Este, los guardianes de los campos de concentración son enviados al frente. Caen grandes nevadas. Hay apagones. Falta el gas. Las líneas férreas son bombardeadas. Eichmann odia la guerra con todas sus fuerzas, ese «imponderable», que entorpece la ejecución de sus planes.
Todo ello, Eichmann lo expone ante el Tribunal de Justicia con desapego, sin alterar la expresión del rostro. Su memoria es prodigiosa. Su vida entera parece estar compuesta de pequeños detalles concretos.
Cuando las agujas del reloj señalan las diez, dejo de leer, me lavo los dientes, me lavo la cara. Cierro el regulador de tiro de la estufa para que el fuego se vaya apagando poco a poco mientras duermo. El fuego confiere al interior de la cabaña una tonalidad anaranjada. La estancia está caldeada, y esa agradable sensación me relaja y mitiga el pánico que siento. Me deslizo dentro del saco de dormir vestido sólo con una camiseta y unos bóxers y siento que esta noche soy capaz de cerrar los ojos de una manera mucho más natural que la víspera. Dedico un breve pensamiento a Sakura.
«Ojalá fueras mi hermano», me había dicho ella.
Pero decido no pensar más en Sakura. Debo dormir. Dentro de la estufa, los leños se van cuarteando. Un búho ulula. Y yo me sumo en un sueño indistinto.
A la mañana siguiente hago más o menos lo mismo. Pasadas las seis me despierta el animado canto de los pájaros. Pongo agua a calentar, me tomo un té, preparo el desayuno y me lo como. Leo en el porche, escucho música con el
discman,
voy a buscar agua al arroyo. Emprendo de nuevo la senda del bosque. Esta vez, llevo la brújula. La voy mirando a trechos, compruebo la dirección aproximada hacia la que se encuentra la cabaña. Luego cojo una podadera de la caseta de herramientas y voy haciendo toscas señales en el tronco de los árboles. Arranco los hierbajos que crecen por todas partes, dejo el camino más limpio y fácil de reconocer.
El bosque es tan profundo y oscuro como la víspera. Enhiestos árboles me rodean como un grueso muro. Algo de tonalidad oscura, oculto entre los árboles como si fuese un animal tridimensional que emerge de un dibujo de «buscar la figura escondida», espía mis movimientos. Pero ya no siento el pánico atroz de la víspera que hacía que se me erizase la piel. Me he dictado unas reglas y las voy a cumplir al detalle. Así posiblemente no me extraviaré.
Llego hasta donde llegué ayer y prosigo. Pongo el pie en el mar de helechos que ocultan el camino. Tras avanzar unos pasos, reencuentro la senda. La muralla vegetal vuelve a cercarme. Para poder hallar con facilidad el camino de regreso voy haciendo a trechos señales en el tronco de los árboles con la podadera. En algún lugar entre las ramas que se encuentran sobre mi cabeza, un enorme pájaro bate sus alas para amedrentar al intruso. Levanto la vista pero no consigo verlo. Tengo la garganta reseca, tengo que tragar saliva de vez en cuando, y cada vez que lo hago resuena con estrépito.
Tras avanzar un poco llego a un claro del bosque de forma redondeada. Circundado por altos árboles, recuerda el fondo de un gran pozo. Los rayos de sol penetran en línea recta a través de las ramas abiertas de los árboles e iluminan el suelo a mis pies como un brillante foco. Siento que este lugar es especial. Tomo asiento dentro del chorro de luz, recibo la calidez del sol. Me saco una chocolatina del bolsillo, saboreo el dulzor que se va extendiendo por toda mi boca. Experimento una vez más la importancia vital que tiene para el ser humano la luz del sol. Saboreo con todo mi cuerpo, segundo a segundo, su valor. La violenta sensación de soledad y de impotencia que me provocó la visión de aquel incontable número de estrellas ya se ha borrado de mi corazón. Pero, con el paso de las horas, el sol irá cambiando de posición y su luz desaparecerá. Me levanto y vuelvo a la cabaña por el mismo camino por el que he venido.