Kafka en la orilla (22 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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El silencio cae sobre la habitación. Nakata no entiende una sola palabra de lo que le está diciendo su interlocutor. Lo único que ha comprendido es que éste se llama Johnnie Walken.

—¿Es usted extranjero, señor Johnnie Walken?

Johnnie Walken ladeó ligeramente la cabeza.

—Bueno, si pensarlo hace que las cosas te sean más fáciles de entender, pues piénsalo. Tanto da una cosa como otra. Y tan cierta es una como la otra.

Definitivamente, Nakata es incapaz de comprender lo que le está diciendo su interlocutor. Igual que cuando habla con Kawamura, el gato.

—Que es usted extranjero y que, a la vez, no lo es. ¿Se trata de eso?

—Pues sí.

Nakata renuncia a seguir con aquel galimatías.

—¿Y, entonces, señor Johnnie Walken, usted le ha ordenado a este perro que me conduzca hasta aquí?

—Exacto —responde lacónicamente Johnnie Walken.

—¿O sea que… usted, señor Johnnie Walken, tiene algo que decirme?

—Yo diría más bien que
eres tú
quien tiene algo que contarme a mí —aclaró Johnnie Walken. Y tomó otro sorbo de whisky con hielo—. Por lo que sé, te has pasado muchos días en el descampado esperando a que yo apareciera.

—Sí. Es cierto. Lo había olvidado por completo. Es que Nakata es tonto y lo olvida todo enseguida. Pero sí, es exactamente tal como usted dice. Yo lo esperaba a usted en el descampado para preguntarle algo acerca de un gato.

Johnnie Walken dio un golpe seco con el bastón negro en la caña de las botas. Fue un pequeño golpe, pero el chasquido resonó por toda la estancia. El perro levantó un poco las orejas.

—El día llega a su fin, la marea sube. Vamos a intentar avanzar un poco más en nuestro asunto —dijo Johnnie Walken—. Lo que tú querías preguntarme, en definitiva, era sobre una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se llama Goma, ¿correcto?

—Sí, así es. A petición de la señora Koizumi, Nakata lleva unos diez días buscando a Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones. ¿Conoce usted, señor Johnnie Walken, a Goma?

—Conozco muy bien a ese gato.

—¿Y sabe usted también dónde se encuentra?

—Sé también dónde se encuentra.

Con la boca entreabierta, Nakata tenía la vista clavada en la cara de Johnnie Walken. Por unos instantes, sus ojos se posaron en el sombrero de copa y, luego, volvieron a fijarse en su rostro. Los finos labios de Johnnie Walken estaban firmemente apretados.

—¿Y está cerca?

Johnnie Walken asiente varias veces con la cabeza.

—Muy cerca.

Nakata barrió la estancia con la mirada. Pero allí no se veía ningún gato. Sólo hay un escritorio, la silla giratoria donde estaba sentado aquel hombre, el sillón donde estaba sentado Nakata, un par de sillas más, una lámpara de pie y una mesilla baja de café.

—Entonces —pregunta Nakata—, ¿podré llevarme a Goma?

—Eso depende de ti.

—¿Depende de Nakata?

—Sí. Depende de ti por completo —dijo Johnnie Walken arqueando levemente una ceja—. Basta con que tomes una decisión para poder llevarte a Goma. Y tanto la señora Koizumi como sus hijas se pondrán muy contentas. O tal vez no puedas llevártela bajo ningún concepto. Y, entonces, todos se sentirán decepcionados. ¿Y tú no querrás decepcionarlos a todos, verdad?

—No. Nakata no quiere decepcionar a nadie.

—Igual que yo. Yo tampoco quiero decepcionar a nadie. Es natural.

—¿Y qué tendría que hacer yo entonces?

Johnnie Walken dio vueltas al bastón con una mano.

—Quiero pedirte
algo
.

—¿Y está en mis manos hacerlo?

—Yo no pido nunca a la gente que haga cosas que no son capaces de llevar a cabo. Porque pedirlo sería una pérdida de tiempo. ¿No te parece?

Nakata reflexionó unos instantes.

—Supongo que debe de tener usted razón.

—Lo que significa que lo que te estoy pidiendo que hagas es algo que tú puedes llevar a cabo, ¿no es así?

Nakata reflexiona de nuevo.

—Sí, posiblemente sea así.

—Ante todo, una teoría general. Y es que toda hipótesis necesita una prueba que la refute.

—¿Pe-perdón? —dijo Nakata.

—Si no hay pruebas que refuten una teoría no existe avance en la ciencia —aclaró Johnnie Walken dando un golpe con el bastón en la caña de las botas. De una manera extremadamente agresiva. El perro volvió a levantar las orejas—. Bajo ningún concepto.

Nakata permanecía en silencio.

—A decir verdad hace mucho tiempo que estaba buscando a alguien como tú —dijo Johnnie Walken—. Pero jamás lo había encontrado. Sin embargo, por casualidad, el otro día te descubrí hablando con los gatos. Y pensé: «¡Caramba! Éste es justo el hombre que ando buscando». Así que he tenido el atrevimiento de hacerte venir. Te ruego que me disculpes por la forma en que te he invitado.

—¡Oh, no! No se preocupe usted. Nakata no tiene nada que hacer en todo el día —le dijo Nakata.

—He formulado varias hipótesis sobre ti —dijo Johnnie Walken—. Por supuesto, también tengo preparadas las correspondientes pruebas que las refutan. Es una especie de juego. Un juego mental que se juega en solitario. Pero todo juego debe tener un ganador y un perdedor. Y, en este caso, se trata de demostrar si las hipótesis son ciertas o no.

Nakata callaba, con la cabeza inclinada.

Johnnie Walken dio dos golpes con el bastón en la caña de sus botas. Ante esa señal, el perro se levantó.

15

Ôshima monta en el Road Star y enciende los faros. Al pisar el acelerador, una miríada de piedrecitas choca contra los bajos del coche. El vehículo va marcha atrás, luego enfila hacia el camino. Ôshima me hace un gesto de despedida con la mano. Yo levanto la mía. La luz de los faros traseros del coche es absorbida por las tinieblas, el ruido del motor se aleja: al fin se apaga por completo y la paz del bosque llena su vacío.

Entro en la cabaña, atranco la puerta. Al quedarme solo, el silencio se ciñe a mi cuerpo como si hubiese estado aguardando la oportunidad. El aire nocturno es tan frío que se me hace difícil creer que estemos a principios del verano, pero es demasiado tarde para encender la estufa. Esta noche, lo único que puedo hacer es meterme dentro del saco y dormir. Tengo la cabeza embotada de sueño y todos los músculos me duelen a causa del largo viaje en coche. Doy la vuelta al interruptor y bajo la intensidad de la luz. La habitación queda sumida en las tinieblas, las sombras que reinan en los rincones parecen más negras. Como me da pereza desnudarme, me meto en el saco de dormir tal como voy, con los tejanos y la chaqueta puestos.

Cierro los ojos e intento dormir, pero no puedo. Todo mi cuerpo reclama el sueño con insistencia, pero mi conciencia permanece fría y despierta. De vez en cuando, el agudo grito de alguna ave nocturna rasga el silencio. Se oyen diversos ruidos de naturaleza desconocida. El crujido de unas hojas que yacen en el suelo al ser pisadas por algo. El quejido de las ramas de los árboles combándose bajo algún peso. El jadeo de algo. Todo ello resuena muy cerca de la cabaña. De vez en cuando rechina de manera siniestra el suelo de madera del porche. Me siento cercado por una legión de seres desconocidos…, por seres vivos que pueblan las tinieblas.

Me siento observado por alguien. Siento el escozor de su mirada en mi piel. Mi corazón late con un ruido seco. Entreabro los ojos y embutido aún dentro del saco, barro con la mirada la estancia iluminada por la tenue luz de la lámpara, me cercioro una y otra vez de que allí no hay nadie. La puerta de entrada está cerrada con una gruesa tranca, las espesas cortinas de las ventanas están corridas a cal y canto. «¡Tranquilo! Dentro de la habitación no hay nadie más, nadie me está mirando».

Sin embargo, la sensación de «estar siendo observado por alguien» no desaparece. De vez en cuando se me corta la respiración de manera angustiosa, se me seca la garganta. Quiero beber agua. Pero, si lo hago, seguro que me entrarán ganas de orinar, y en una noche como ésta lo último que quiero es tener que salir afuera a orinar. Me aguantaré hasta mañana. Encogido dentro del saco de dormir, escondo un poco más la cabeza.

—¡Pero vamos! ¿Esto qué es? Temblando de miedo ante el silencio y la oscuridad. Como una niñita tímida. ¿Ése es tu verdadero yo? —me dice burlón el joven llamado Cuervo—. Tú siempre has creído que eras fuerte. Pero, por lo que se ve, de eso nada. Pero si parece que vayas a echarte a llorar de un momento a otro. ¡Mira que…! Espero que no te acabes meando en la cama.

Ignoro sus pullas. Cierro los ojos con fuerza, me subo la cremallera del saco de dormir hasta la nariz y alejo cualquier pensamiento de mi mente. Y aunque un búho dibuje en el espacio las palabras de la noche, aunque en la lejanía se oiga el sonido de algo pesado al caer, aunque en la habitación haya signos de que algo se está moviendo, yo no abro los ojos. «
Me están poniendo a prueba»
, pienso. Ôshima, a mi edad, también pasó unos días aquí. Seguro que él también sintió el pánico que yo estoy experimentando ahora. Por eso me dijo: «Hay diferentes tipos de soledad». Qué tipo de sensaciones iban a embargarme aquí en plena noche, eso Ôshima ya debía de saberlo. Porque eran las mismas sensaciones que él había experimentado antes. Al pensar en ello, mi cuerpo se relaja un poco. Voy a ser capaz de reseguir con el dedo las sombras del pasado que trascienden el tiempo. Voy a lograr sobreponer mi figura a esas sombras. Respiro hondo. Y, sin darme cuenta, me quedo dormido.

Me despierto a las seis de la mañana pasadas. El canto de los pájaros se vierte como un chorro de vitalidad sobre los alrededores. Los pájaros van saltando de rama en rama, llamándose con trinos penetrantes. En su mensaje no resuena aquel eco lleno de significados ocultos del ulular de las aves nocturnas.

Salgo del saco de dormir, abro las cortinas y compruebo que no queda ni un jirón de las tinieblas que anoche acechaban la cabaña. Todo brilla con una fresca tonalidad dorada recién estrenada. Prendo un fósforo, enciendo el fuego, pongo agua mineral a calentar, me tomo una manzanilla. Saco galletas saladas de la bolsa de papel de la comida, me como unas cuantas galletas con queso. Luego me dirijo al fregadero, me lavo los dientes, me lavo la cara.

Me pongo una sudadera encima de la chaqueta y salgo afuera. El sol de la mañana penetra a través de los altos árboles en el espacio abierto que hay delante del porche. Se levantan columnas de luz por doquier y la bruma matutina flota entre ellas como un espíritu recién nacido. Respiro hondo y una bocanada de aire purísimo aturde mis pulmones. Me siento en un escalón del porche, contemplo los pájaros que revolotean de árbol en árbol, aguzo el oído a su canto. La mayor parte de los pájaros va de dos en dos. A cada instante localizan con la mirada a su pareja y la llaman con sus trinos.

El arroyuelo se encuentra en un bosquecillo, cerca de la cabaña. Lo descubro enseguida por el sonido del agua. Hay una especie de estanque rodeado de piedras; el agua que brota se detiene ahí formando unos complicados remolinos, y luego cobra brío y reemprende su camino fluyendo hacia abajo. El agua se ve limpia y pura. Tomo un poco en la palma de la mano y la pruebo: está dulce y fría. Permanezco unos instantes con las manos sumergidas.

De vuelta en la cabaña alcanzo la sartén y me preparo unos huevos con jamón; hago tostadas en la parrilla, como. Caliento leche en un cazo y me la bebo. Luego saco una silla al porche, me siento, apoyo los pies en la barandilla y decido pasarme la mañana leyendo apaciblemente. Las estanterías de Ôshima están atiborradas de cientos de libros. Hay pocos títulos de ficción, y las que hay son únicamente obras clásicas muy conocidas. La mayoría son libros de filosofía, sociología, historia, psicología, geografía, ciencias naturales, economía…, ese tipo de libros. Posiblemente aquél era el resultado de los esfuerzos de Ôshima, que apenas había recibido educación académica, por adquirir él solo, a través de la lectura, los conocimientos generales necesarios. Aquellos libros cubren un terreno de materias amplísimo y, según como lo mires, inconexo.

Escojo un libro que trata sobre el juicio a Adolf Eichmann. Su nombre me sonaba, como criminal de guerra nazi, pero no tenía un interés especial por el tema. Sólo que, casualmente, el libro me saltó a la vista y acabé cogiéndolo. Al leerlo, descubrí qué brillante ejecutor había sido aquel teniente Colonel de las SS con gafas de montura dorada y pelo ralo. Poco después de estallar la guerra, la cúpula nazi le asignó la ejecución de la solución final —en otras palabras, de la matanza a gran escala— de los judíos y él estudió detalladamente cómo llevarla a cabo. Y elaboró un plan. La duda sobre si la ejecución de ese plan era moralmente correcta o no apenas se le cruzó por la conciencia. Lo que ocupaba su mente era cómo
deshacerse
de los judíos en un corto periodo de tiempo y con el menor coste posible. Según sus cálculos, la cifra de judíos de toda Europa ascendía a once millones.

¿Cuántos trenes de mercancías necesitaría y cuántos judíos cabrían en cada vagón? De éstos, ¿qué porcentaje perdería la vida de
forma natural
durante el transporte? ¿Cómo conseguiría desempeñar esa labor con el menor número posible de hombres? ¿Cuál era la manera más barata de deshacerse de los cadáveres? ¿Quemarlos? ¿Enterrarlos? ¿Fundirlos? Sentado ante su escritorio, calcula sin descanso. Sus planes se llevaron a la práctica casi con la efectividad que él había previsto. Antes de acabar la guerra se habían
deshecho
de unos seis millones de judíos (más de la mitad de lo previsto) siguiendo sus planes. Pero él no se siente en absoluto culpable. En el Tribunal de Justicia de Tel Aviv, sentado en el banquillo de los acusados, tras el cristal antibalas, Eichmann, cabizbajo, parece estar preguntándose por qué se le está sometiendo a un juicio de tanta envergadura y por qué los ojos del mundo entero no apartan de él la mirada. Si él sólo era un técnico que había desempeñado con la mayor eficacia posible la tarea que se le había asignado. ¿Acaso no hacía exactamente lo mismo cualquier otro concienzudo burócrata del mundo? ¿Por qué sólo lo acusaban a él?

Aquella mañana apacible, en el bosque, escuchando el canto de los pájaros, leo la historia del «ejecutor». En la solapa de atrás hay una nota a lápiz de Ôshima. Sé que la ha escrito él, porque es una letra muy peculiar.

«Todo es una cuestión de imaginación. Nuestro sentido de la responsabilidad nace de la imaginación. Como dice Yeats:
“In dreams begin the responsabilities”
. Y es exactamente así. Si lo formuláramos a la inversa sería: allí donde no existe la imaginación, no puede surgir la responsabilidad. Tal como podemos ver en el caso de Eichmann».

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