—Señor Johnnie Walken —dijo Nakata con una voz ahogada que parecía arrancar del fondo de su estómago—. Se lo ruego. Deténgase, por favor. Si continúa, Nakata se volverá loco. Nakata tiene la sensación de no ser ya Nakata.
Johnnie Walken depositó a Mimí sobre la mesa y, como había hecho con anterioridad, le pasó un dedo en línea recta sobre el vientre.
—Tú ya no eres tú —dijo con voz calmada. Como si saboreara las palabras bajo la lengua—. Esto es muy importante, Nakata. Que una persona deje de ser ella misma.
Johnnie Walken cogió un bisturí limpio, que aún no había utilizado, de encima de la mesa y probó el filo con la yema del dedo. Luego, como si hiciera una prueba de incisión, se hizo un corte en el dorso de la mano. Tras un corto intervalo, la sangre empezó a manar. Gruesos goterones de sangre cayeron de la mano al suelo. Cayeron sobre Mimí. Johnnie Walken soltó una risita.
—Una persona deja de ser ella misma —repitió—. Tú dejas de ser tú. De eso se trata, Nakata. Es fabuloso. Fundamental. «¡Ah!, mi alma está llena de escorpiones!»
[21]
Otro verso de
Macbeth.
Sin pronunciar palabra, Nakata se levantó del sillón. Nadie habría podido detenerlo, ni siquiera él mismo. Avanzó a grandes zancadas y agarró con resolución un gran cuchillo de encima del escritorio. Un gran cuchillo de trinchar carne. Nakata lo agarró por el mango de madera y hundió sin vacilar la hoja casi hasta la empuñadura en el pecho de Johnnie Walken. Lo clavó una vez por encima del chaleco negro, arrancó el cuchillo y volvió a clavarlo con todas sus fuerzas en otro lugar. Un gran ruido resonaba junto a sus oídos. Al principio, Nakata no supo de qué se trataba. Eran las carcajadas de Johnnie Walken. Con el cuchillo hundido en el pecho hasta el fondo y la sangre manándole a borbotones, Johnnie Walken se reía a carcajadas.
—¡Muy bien! ¡Bravo! —gritaba—. Me lo has clavado sin dudarlo un instante. ¡Magnífico!
Aun tras derrumbarse en el suelo, Johnnie Walken siguió riendo. «¡Ja, ja, ja!», reía. Como si lo encontrase tan extremadamente divertido que no pudiese sofocar las carcajadas. Pero pronto la risa mudó a sollozo y se oyó cómo la sangre le obturaba la garganta. Sonaba como una tubería de desagüe atascada. Luego, violentos espasmos recorrieron su cuerpo y empezó a vomitar sangre a grandes borbotones. Junto con la sangre echó unos grumos negros y viscosos. Eran los corazones de los gatos que se acababa de comer. Esa sangre cayó sobre la mesa salpicando el atuendo de golf que vestía Nakata.
Tanto Nakata como Johnnie Walken estaban cubiertos de sangre de los pies a la cabeza. También estaba ensangrentada Mimí, tendida sobre la mesa.
Nakata se dio cuenta al instante de que Johnnie Walken yacía muerto a sus pies. Yacía de lado, hecho un ovillo, como un niño en una noche fría, muerto, sin lugar a dudas. Con la mano izquierda se atenazaba la garganta, la derecha la tenía tendida hacia delante, como si estuviese pidiendo algo. Los espasmos habían cesado y, por supuesto, sus risotadas también. Sin embargo, en sus labios aún flotaba la pálida sombra de una sonrisa helada. Y parecía que, por algún extraño efecto, fuera a permanecer allí eternamente. La sangre se extendía por el suelo de madera y en un rincón de la habitación yacía el sombrero de copa que se había desprendido de la cabeza de Johnnie Walken cuando éste se derrumbó. A Johnnie Walken le clareaba el pelo en la parte posterior de la cabeza y se le veía el cuero cabelludo. Sin sombrero parecía mucho más viejo y débil.
Nakata soltó el cuchillo. El metal cayó al suelo con estrépito. Sonó como las ruedas dentadas de una enorme máquina girando hacia delante en la distancia. Nakata permaneció largo tiempo junto al cadáver sin hacer un solo movimiento. En el interior de la estancia todo se había detenido. Sólo la sangre seguía fluyendo sin ruido y el charco se iba extendiendo poco a poco. Luego Nakata volvió en sí y cogió a Mimí, que aún yacía sobre la mesa. Nakata pudo sentir en sus manos aquel cuerpo pequeño e inerte. La gata estaba cubierta de sangre, pero no parecía herida. Mimí levantó la mirada hacia Nakata como si quisiera decirle algo, pero por culpa del sedante no pudo articular palabra. Después, Nakata localizó a Goma dentro de la maleta y la sacó con la mano derecha. Aunque únicamente la había visto en fotografía, sintió la alegría del reencuentro como si conociera a la gatita desde hacía mucho tiempo.
—Goma, bonita —le dijo Nakata.
Con los dos gatos en brazos, Nakata se derrumbó en el sillón.
—Vámonos a casa —les dijo a los gatos. Pero no pudo levantarse. El perro negro apareció de repente y se sentó junto al cadáver de Johnnie Walken. Tal vez lamiera la sangre, que formaba un estanque. Pero Nakata no lo recuerda. La cabeza le pesa, se le nubla. Nakata toma una gran bocanada de aire, cierra los ojos. La conciencia se desvanece, Nakata es succionado por unas tinieblas desconocidas.
Es mi tercera noche en la cabaña. Con el paso de los días me he ido acostumbrando al silencio, me he ido acostumbrando a las negras tinieblas. Casi he dejado de temer a la noche. Meto leña en la estufa, pongo una silla delante y leo. Cuando me canso de leer, me quedo contemplando las llamas con la mente en blanco. Jamás me canso de mirar las llamas. Tienen formas cambiantes, colores diferentes. Y se mueven con total libertad, como un ser vivo. Nacen, se unen, se separan, languidecen, mueren.
Si no está nublado, salgo afuera y levanto la vista al cielo. Las estrellas han dejado de producirme aquella sensación de impotencia. He llegado a sentirlas, más bien, como algo familiar y cercano. Cada una de ellas posee un destello distinto. He identificado algunas, observo cómo titilan. A veces, las estrellas despiden de pronto una fuerte luz, como si hubiesen tenido de pronto una idea importante. La luna brilla blanca en el cielo y, si fijas en ella la mirada, te da la impresión de que puedes distinguir cada roca de su superficie. En estos momentos soy incapaz de pensar en nada. Me limito a permanecer con la mirada clavada en el cielo, conteniendo el aliento. Como se me han agotado las pilas, ya no puedo escuchar música, pero no me importa tanto como creía. A la música la sustituyen montones de cosas. Los gorjeos de los pájaros, el chirrido de una miríada de insectos, el murmullo del arroyo, el susurro de las hojas de los árboles mecidos por el viento, el sonido de pasos en el techo de la cabaña, el rumor de la lluvia. Y, además, están esos sonidos inexplicables, que no pueden expresarse con palabras y que llegan de vez en cuando a mis oídos… Jamás me había percatado de que la Tierra estuviese poblada de tantos sonidos naturales rebosantes de frescura y belleza. He vivido de espaldas a ellos, sin verlos ni oírlos. Y ahora, como si quisiera suplir esta pérdida, permanezco largas horas en el porche con los ojos cerrados, borrando mi presencia, aguzando el oído para captar cualquier sonido, sin dejarme uno solo.
Tampoco el bosque me asusta tanto como antes. Siento por él una especie de respeto natural, y también familiaridad. Claro que, por mucho que diga, mis prospecciones en el bosque se limitan a los alrededores de la cabaña y al sendero. No me aparto del camino. Mientras siga las reglas, posiblemente no haya peligro. El bosque me aceptará sin palabras. Como mínimo hará la vista gorda y tolerará mi presencia. Y compartirá conmigo su paz y su belleza. Pero, en el instante en que yo deje de respetar las reglas, las bestias del silencio que se ocultan en él tal vez me apresen con sus garras de afiladas uñas.
Recorro innumerables veces el sendero, me tiendo en el pequeño y redondo claro del bosque, me sumerjo en la luz de aquel rincón soleado. Aprieto los párpados con fuerza y, mientras me llegan los rayos del sol, aguzo el oído al rumor del viento entre los árboles. Escucho el aleteo de los pájaros y el susurro de las hojas de los helechos. La honda fragancia de las plantas me envuelve. Hay momentos en que no noto la fuerza de la gravedad, levito unos instantes. Floto en el aire. Claro que no puedo permanecer indefinidamente en este estado. Es una percepción momentánea que desaparecerá al abrir los ojos y salir del bosque. Pero, por mucho que lo sepa, es una experiencia abrumadora. Poder flotar en el espacio.
Ha llovido algunas veces, pero siempre ha escampado pronto. En la alta montaña el tiempo es muy variable. Cada vez que ha llovido he salido afuera desnudo y me he lavado con jabón. Cuando estoy sudado después de hacer ejercicio, me quito la ropa y tomo el sol desnudo en el porche. Bebo mucho té, me concentro en la lectura sentado en el porche. Al anochecer leo frente a la estufa. Leo libros de historia, leo libros de ciencia, libros de folclore, mitología, sociología, psicología, obras de Shakespeare. Más que leerme un libro de cabo a rabo, lo que hago es escoger los fragmentos que me parecen más significativos y leerlos una y otra vez con atención hasta comprenderlos bien. Al leer de esta forma me da la impresión de que diversos tipos de conocimientos van, uno tras otro, grabándose en mi cerebro. Pienso en lo maravilloso que sería poder quedarme aquí para siempre. Las estanterías están atestadas de libros, queda suficiente comida en la despensa. Pero sé muy bien que éste es sólo un lugar de paso. Posiblemente deba dejarlo pronto. Este lugar es demasiado apacible, demasiado natural, demasiado perfecto. Y quizá yo todavía no me lo merezca. Posiblemente aún es demasiado pronto para ello…
El cuarto día, a mediodía, llega Ôshima. No se oye el coche. Llega andando con una pequeña mochila a la espalda. Yo estoy sentado en el porche, completamente desnudo adormilado a la luz del sol, y no oigo los pasos que se acercan. Puede que medio en broma él haya intentado sofocarlos. Irrumpe en el porche de repente, alarga el brazo y me toca la cabeza con suavidad. Me levanto de un salto. Busco una toalla con la que taparme. Pero no tengo ninguna a mano.
—No te preocupes —dice Ôshima—. Yo también solía tomar el sol desnudo cuando estaba aquí. Es una sensación muy agradable que el sol te dé en las partes que normalmente no están expuestas a la luz.
Allí tendido, desnudo ante Ôshima, siento que se me corta la respiración. Mi vello púbico, mi pene y mis testículos están expuestos al sol. Se ven terriblemente desprotegidos, vulnerables. No sé qué hacer. Ya es tarde para correr a tapármelos.
—¡Hola! —le digo—. ¿Has venido andando?
—Hace un tiempo maravilloso y he pensado que era una lástima no andar un poco. He bajado del coche frente a la verja —explica. Coge una toalla colgada de la barandilla y me la tiende. Yo me enrollo la toalla a la cintura y, por fin, logro serenarme.
Canturreando en voz baja, pone agua a calentar, saca de la mochila un paquete con un preparado a base de harina, huevos y leche, pone la sartén al fuego y hace panqueques. Los unta con mantequilla y jarabe. Saca una lechuga, tomates y cebollas. Prepara una ensalada tomando infinitas precauciones con el cuchillo. Nos lo comemos todo como almuerzo.
—¿Cómo te has sentido durante estos tres días? —me pregunta Ôshima mientras corta su panqueque.
Le explico lo mucho que me he divertido viviendo aquí. Pero no le explico lo que hice en el bosque. No sé por qué, me da la sensación de que es mejor no contárselo.
—¡Qué bien! —exclama Ôshima—. Ya me parecía que te iba a gustar.
—¿Pero nos volvemos a la ciudad ahora?
—Sí. Ahora regresamos los dos a la ciudad.
Preparamos las cosas para la vuelta. Ordenamos la cabaña con rapidez y eficacia. Lavamos los platos y los guardamos en la alacena, vaciamos la estufa. Tiramos el agua del depósito, cerramos la llave de la válvula del gas propano. Guardamos en el armario los alimentos que no caducan y tiramos los que se pasan. Barremos el suelo con la escoba, pasamos un paño por encima de la mesa y de las sillas. Hacemos un hoyo fuera y enterramos la basura. Doblamos a pequeños pliegues las bolsas de plástico y nos las llevamos.
Ôshima cierra la cabaña con llave. Me vuelvo y le dedico una última mirada. Pese a haber vivido en ella hasta hace unos instantes, todo lo referente a la cabaña me parece ahora una fantasía. Me basta con dar unos pasos para que todas las cosas que contiene dejen de parecerme reales. Incluso esa parte de mi propia persona que había estado allí hasta hace unos instantes se me antoja un ser imaginario. Tardamos una media hora en llegar, a pie, hasta el lugar donde Ôshima ha dejado el coche. Descendemos por el camino de montaña sin hablar apenas. Ôshima canturrea una melodía. Yo me pierdo en pensamientos deshilvanados.
Custodiado a sus espaldas por los altos árboles, el pequeño descapotable aguarda el regreso de Ôshima. Para evitar que algún desconocido se cuele por error (o a propósito), Ôshima cierra la verja con dos vueltas de cadena y el candado.
Igual que a la ida, atamos mi mochila al portaequipajes del automóvil con una cuerda. La capota desciende, el coche se abre.
—Y, ahora, de vuelta a la ciudad —dice él.
Yo asiento.
—Vivir solo inmerso en la naturaleza es algo realmente fabuloso, pero hacerlo por mucho tiempo no resulta nada fácil —declara Ôshima. Se pone las gafas de sol, se abrocha el cinturón de seguridad.
Me siento a su lado y me abrocho también el cinturón de seguridad.
—En teoría no tiene por qué ser imposible. En la práctica hay gente que lo hace. Pero la naturaleza, en cierto sentido, es muy antinatural. Y la paz, en cierto sentido, puede llegar a ser muy amenazadora. Para poder sobrellevar estas contradicciones hace falta preparación y experiencia. Así que tú y yo, ahora, nos volvemos a la ciudad. De vuelta a los asuntos del hombre en sociedad.
Ôshima pisa el acelerador y emprende el descenso por el camino de montaña. A diferencia del otro día, conduce despacio. Sin prisas. Disfruta del paisaje que se extiende a su alrededor, saborea la caricia del viento. El viento ondea su largo flequillo, se lo echa hacia atrás. Pronto acaba el sendero sin pavimentar y entramos en un camino asfaltado aunque estrecho. Aldeas y campos de cultivo van apareciendo ante nuestros ojos.
—Hablando de contradicciones —dice Ôshima como si se acordara de repente—. La primera vez que te vi me dio esa impresión. Que tú, pese a buscar algo desesperadamente, lo estabas rehuyendo a la vez con todas tus fuerzas. Ésa es la impresión que me diste.
—¿Y qué estoy buscando?
Ôshima sacude la cabeza. Mira por el espejo retrovisor, hace una mueca.
—¿Qué es? Pues eso yo no lo sé. Sólo te cuento la impresión que me diste.