Kafka en la orilla (30 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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Por entonces, Nakata ya había abandonado la ciudad.

19

Es lunes y la biblioteca está cerrada. De ordinario, en la biblioteca reina el silencio, pero los días de descanso el silencio resulta incluso excesivo. Parece que el tiempo se haya olvidado de ella. O bien, que esté conteniendo el aliento para que el tiempo no la descubra. Al final de un pasillo que nace en la sala de lectura puede verse un rótulo que dice:
PERSONAL
, tras él hay un fregadero y un mostrador donde los empleados pueden prepararse alguna infusión o calentar algo. También hay un microondas. Al fondo está el cuarto de invitados. Anexo a la habitación hay un baño sencillo. También un armario ropero. Una cama individual y, en la mesita que se encuentra junto a la cabecera, una lamparilla y un reloj despertador. Un escritorio y una lámpara. Un antiguo tresillo cubierto con una funda de color blanco y una cómoda donde meter la ropa doblada. Una pequeña nevera de uso individual y, encima, platos y una alacena. Uno se puede preparar algo sencillo para comer en el mostrador al otro lado de la puerta. En el cuarto de baño hay jabón y champú, secador de pelo y toallas. Contiene todo lo que una persona puede necesitar para llevar una vida cómoda durante un periodo no muy largo de tiempo. Por la ventana orientada al oeste se ven los árboles del jardín. Cae la tarde y los rayos del sol poniente centellean al otro lado de las ramas de los cedros.

—Aparte de mí, que me he quedado a dormir aquí alguna vez cuando me daba pereza volver a casa, nadie utiliza nunca esta habitación —dice Ôshima—. La señora Saeki, que yo sepa, no la usa jamás. O sea, que no molestas a nadie alojándote aquí.

Deposito la mochila en el suelo y echo una mirada a la habitación.

—Hay sábanas limpias y te he llenado la nevera con lo más básico. Leche, fruta, verdura, mantequilla, jamón, queso… Aquí, platos elaborados no te los podrás preparar, pero sí hacerte sándwiches, puedes pedir que te la traigan o salir a comer fuera. La colada puedes hacerla en el cuarto de baño. En fin, no creo que se me olvide decirte nada.

—¿Dónde trabaja habitualmente la señora Saeki?

Ôshima señala el techo.

—En el estudio del primer piso. Supongo que ya lo viste el día de la visita guiada. La señora Saeki siempre está allí escribiendo. Cuando tengo que dejar mi puesto por algo, ella baja y me sustituye detrás del mostrador. Pero si no hay nada en la planta baja que requiera su presencia, siempre se queda arriba.

Asiento.

—Mañana llegaré a eso de las diez y te explicaré, más o menos, en qué consiste tu trabajo. Hasta entonces descansa.

—Muchas gracias por todo —le digo.


My pleasure
—me responde en inglés.

Cuando Ôshima se va, deshago la mochila. Guardo en la cómoda la poca ropa que llevo, cuelgo las camisas y las chaquetas en las perchas, pongo la libreta y los utensilios para escribir encima de la mesa, mis enseres de aseo los llevo al cuarto de baño y guardo la mochila en el armario.

En la habitación no hay elementos decorativos, sólo un pequeño cuadro en la pared. Un retrato, realista, de un niño en la orilla del mar. El cuadro no es malo. Tal vez sea de algún pintor famoso. El niño debe de tener unos doce años. Lleva un sombrero blanco para el sol y está sentado en una pequeña tumbona. Hinca el codo en un brazo de la tumbona y tiene la mejilla apoyada en la palma de la mano. Su rostro expresa algo de melancolía pero, también, cierta altivez. Un pastor alemán de color negro está sentado a su lado con aire protector. Al fondo, reluce el mar. También aparecen otras personas en el cuadro, pero las figuras son demasiado pequeñas para que se puedan distinguir las facciones. Mar adentro hay una isla. Sobre el mar flotan algunas nubes de forma parecida a puños cerrados. Es una escena veraniega. Me siento frente a la mesa y me quedo mirando el cuadro. Me da la impresión de estar oyendo el rumor de las olas, de percibir el olor del agua de mar.

El niño del cuadro posiblemente sea el muchacho que vivió antes en esta habitación. El muchacho de su misma edad a quien la señora Saeki amó. El muchacho que a los veinte años se vio involucrado en una lucha entre facciones contrarias en las revueltas estudiantiles y que murió de forma absurda. No tengo ninguna evidencia, pero me da la impresión de que es así. También el paisaje me recuerda las playas de los alrededores. Y, si así fuera, resultaría que en el cuadro figura una escena de hace alrededor de cuarenta años. Y, a mí, cuarenta años me parecen una eternidad. Intento imaginarme a mí mismo dentro de cuarenta años. Pero es igual que imaginar el fin del universo.

A la mañana siguiente, Ôshima llega y me explica todos los pasos que he de seguir para abrir la biblioteca. Quitarles el cerrojo a las ventanas, abrirlas y ventilar las estancias, pasar un momento el aspirador, limpiar las mesas con un paño, cambiar el agua de los floreros, encender las luces, regar con un poco de agua el jardín si hace falta y, cuando llega la hora, abrir la puerta principal. Al cerrar, más o menos lo mismo pero a la inversa. Cerrar las ventanas con llave, volver a pasar un paño por encima de las mesas, apagar las luces, cerrar el portal.

—No creo que haya peligro de que entren a robar aquí, así que tampoco te preocupes demasiado por cerrar la puerta —dijo Ôshima—. Pero ni a la señora Saeki ni a mí nos gusta la dejadez. Así que haz bien tu trabajo. Ésta es nuestra casa. Y la tratamos con respeto. Espero que tú hagas lo mismo.

Asiento.

Luego me da instrucciones sobre el trabajo en la recepción. Qué debo hacer una vez me siente detrás del mostrador. Qué debo explicarles a los lectores.

—Quédate un rato conmigo y mira cómo lo hago. Así aprenderás. No es muy difícil. Y, si surge alguna complicación, ve al primer piso y avisa a la señora Saeki. Déjalo en sus manos, ella lo resolverá.

La señora Saeki llega poco antes de las once. Adivino que es ella por el sonido del motor de su Volkswagen Golf, un ruido muy especial. Deja el coche en el aparcamiento, entra por la puerta trasera y nos saluda a Ôshima y a mí. «Buenos días», dice ella. «Buenos días», contestamos Ôshima y yo. Éstas son las únicas palabras que cruzamos. La señora Saeki lleva un vestido azul marino de manga corta y una chaqueta de algodón en la mano. Le cuelga un bolso del hombro. Casi no se pone adornos y apenas va maquillada. Con todo, su apariencia es deslumbrante. Me mira a mí, que estoy de pie al lado de Ôshima, y parece que quisiera decirme algo, pero finalmente desiste. Me dirige una pequeña sonrisa y luego sube despacio las escaleras hasta el primer piso.

—Tranquilo —me dice Ôshima—. Lo tuyo ya está arreglado. No hay ningún problema. Simplemente no le gusta malgastar palabras. Eso es todo.

A las once, Ôshima abre la biblioteca. De momento no acude nadie. Ôshima me enseña cómo buscar los libros con el ordenador. En la biblioteca tienen un modelo IBM y yo ya estoy acostumbrado a utilizarlo. Luego me enseña cómo ordenar las fichas catalográficas. Otro trabajo que me corresponderá hacer es rellenar a mano las fichas de los libros recién publicados que cada día llegan a la biblioteca.

A las once y media aparecen dos mujeres juntas. Las dos llevan pantalones tejanos de diseño y color idénticos. La más baja tiene el pelo tan corto como una nadadora, la más alta se lo ha recogido en una trenza. Ambas calzan zapatillas de deporte, una Nike, la otra Asics. La alta aparenta unos cuarenta años; la baja, unos treinta. La alta lleva puesta una camisa a cuadros y usa gafas; la baja, una blusa blanca. Las dos acarrean una pequeña mochila a la espalda y la expresión de sus caras es tan sombría como un cielo nublado. Son de pocas palabras. A la entrada, Ôshima les guarda las pequeñas mochilas y ellas, con cara de pocos amigos, extraen de su interior los utensilios para escribir.

Examinan una tras otra las estanterías, pasan febrilmente las fichas catalográficas. De vez en cuando apuntan algo en el cuaderno. No leen ningún libro. Tampoco se sientan. Más que usuarios de la biblioteca parecen inspectores de Hacienda realizando un inventario. Ni Ôshima ni yo logramos adivinar quiénes son ni qué diablos están haciendo aquí. Ôshima me dirige una mirada significativa y se encoge ligeramente de hombros. Yo diría que, siendo optimistas, cabe augurar lo peor.

A mediodía, mientras Ôshima almuerza en el jardín, yo lo sustituyo detrás del mostrador.

—Me gustaría hacerles algunas preguntas —dice una de las mujeres. La alta. Su tono de voz es duro y tenso. Me recuerda un mendrugo de pan olvidado en el fondo del armario.

—¿De qué se trata?

Ella frunce el ceño y se me queda mirando enarcando las cejas.

—¿No serás por casualidad estudiante de bachillerato?

—Sí. Estoy aquí haciendo un cursillo —le respondo.

—¿Puedes llamar a alguien con más responsabilidad?

Voy al jardín en busca de Ôshima.

Él toma despacio un sorbo de café para tragar lo que tiene en la boca, se sacude las migas de pan de las rodillas y acude.

—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta Ôshima afablemente.

—Trabajamos para un organismo que se encarga de investigar sobre el terreno, desde el punto de vista de la mujer, diversas instalaciones culturales públicas de todo el país para evaluar la facilidad de uso y la equidad en el acceso a éstas. Es decir, facilidad de acceso de las mujeres a las instalaciones —dice la mujer—. Es un estudio que estamos llevando a cabo durante un año, a lo largo del cual visitamos cada uno de los centros y estudiamos sus instalaciones para luego publicar un informe con el resultado de nuestras investigaciones. En este trabajo colaboran muchas mujeres y nosotras somos las encargadas de esta zona.

—¿Le importaría decirme cómo se llama ese organismo? —pregunta Ôshima.

La mujer saca una tarjeta y se la entrega. Ôshima, sin cambiar la expresión del rostro, la lee con suma atención, la deposita sobre el mostrador, luego levanta la cabeza, clava la mirada en su interlocutora y le dedica una deslumbrante sonrisa. Una sonrisa tan magnífica que, de tratarse de una mujer más normal, habría enrojecido. Pero ella ni siquiera arquea una ceja.

—En conclusión, lo que quería comunicarle es que en esta biblioteca hemos detectado, por desgracia, algunos problemas —dice ella.

—¿Se refiere usted a problemas desde el punto de vista de la mujer? —pregunta Ôshima.

—Así es.
Desde el punto de vista de la mujer
—responde ella. Luego carraspea—. Y nos gustaría conocer la opinión de la administración de la biblioteca sobre estas cuestiones.

—En el caso que nos ocupa, la palabra administración es casi un poco exagerada, pero, si yo puedo serles de alguna utilidad, estoy a su disposición.

—Bien. En primer lugar, ustedes no tienen lavabos de mujeres, ¿cierto?

—Sí. En esta biblioteca no hay lavabo de mujeres. Los lavabos son de uso compartido.

—Por mucho que ésta sea una entidad privada, al tratarse de una biblioteca abierta al público, ¿no cree usted que, ya por principio, los lavabos deberían estar separados?

—¿Por principio? —Ôshima repite las palabras de su interlocutora como para cerciorarse.

—Sí. Los lavabos compartidos facilitan diversos tipos de acoso. Según nuestros estudios, la mayoría de mujeres se manifiesta terminantemente contraria al uso de lavabos compartidos. Éste es un caso claro de desatención hacia sus usuarias.

—¿Desatención? —cuestiona Ôshima. Y, por la expresión de su cara, parece que se haya tragado, por error, algo amargo. Evidentemente, las connotaciones de esa palabra no le gustan.

—Falta de atención deliberada.

—¿Falta de atención deliberada? —vuelve a repetir él. Y reflexiona unos instantes sobre la brusquedad de esa frase.

—En fin, ¿y qué opina usted al respecto? —pregunta la mujer conteniendo a duras penas la irritación.

—Tal como puede usted observar, esta biblioteca es muy pequeña —dice Ôshima—. Y, por desgracia, no tenemos suficiente espacio para construir unos lavabos para hombres y otros lavabos separados para mujeres. Posiblemente, sería deseable que los hubiera, pero por el momento ninguna de nuestras usuarias se ha quejado. Por suerte o por desgracia, a nuestra biblioteca no acude tanta gente. Y si ustedes defienden el uso de lavabos separados, les sugiero que se dirijan a la empresa Boeing en Seattle y les expongan el tema de los lavabos en los Jumbo. Los Jumbo son mucho más grandes que esta biblioteca, están mucho más llenos de gente y, por lo que sé, a bordo los lavabos son de uso compartido.

La mujer alta entorna los ojos con expresión severa y se queda mirando a Ôshima a la cara. Al entornar los ojos se le pronuncian los pómulos de ambas mejillas. Al mismo tiempo, las gafas se le deslizan por la nariz hacia arriba.

—El objeto de la investigación que nos ocupa no son los medios de transporte. ¿A qué viene mencionar ahora los Jumbo?

—Dado que los lavabos de los Jumbo son de uso común y los de la biblioteca también lo son, si pensamos en términos de principios, los problemas derivados de este uso compartido son los mismos, ¿no es cierto?

—Nosotros estudiamos las instalaciones de cada una de las instituciones. No hemos venido hasta aquí para hablar de principios.

De los labios de Ôshima no se borra la plácida sonrisa.

—¿Ah, no? Creía que estábamos hablando de
principios
.

Al parecer, la mujer alta se da cuenta de que ha metido la pata. Sus mejillas enrojecen un poco. Pero no se deben al
sex appeal
de Ôshima. Ella intenta recuperar posiciones.

—En estos momentos no es el problema de los Jumbo el que nos ocupa. No confunda usted las cosas sacando a colación lo que no tiene nada que ver.

—De acuerdo. Dejemos el tema de los aviones —dice Ôshima—. Mantengamos los pies en el suelo.

Ella dirige una mirada hostil a Ôshima. Toma una bocanada de aire y prosigue:

—Otra cosa de la que quería hablarle es de la clasificación de los autores por sexos.

—Sí, efectivamente. Este catálogo lo hizo mi predecesor y, no sé por qué razón, llevó a cabo una clasificación por sexos. Tengo intención de rehacerlo, pero aún no he podido disponer del tiempo necesario para ello.

—A esto nosotras no tenemos nada que objetarle —dice ella.

Ôshima ladea ligeramente la cabeza.

—Sin embargo, el problema es que, en todas las materias, los autores masculinos van delante de las autoras femeninas —explica ella—. Y a nosotras eso nos parece una injusticia, algo que va contra el principio de igualdad entre los sexos.

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