Hundido en el mullido sillón, mientras escuchaba la música con los ojos cerrados, dejó correr sus pensamientos. Se centró básicamente en su persona. Pero, cuantas más vueltas le daba, más carente de sustancia se encontraba a sí mismo. Le dio la impresión de no ser más que un apéndice sin sentido en relación con lo que allí había.
«Por ejemplo, yo, hasta ahora, he sido un gran hincha de los Chûnichi Dragons. Pero ¿qué son, para mí, en realidad, los Chûnichi Dragons? ¿Seré mejor persona si ganan a los Yomiuri Giants? ¡Qué va!», pensó el joven. «Entonces, ¿por qué, hasta ahora, los he apoyado como si formaran parte de mí mismo?».
»Nakata dice que está vacío. Tal vez sea cierto.
Pero, en ese caso, ¿que diablos soy yo?
Nakata dice que se quedó vacío a raíz de un accidente que tuvo cuando era niño. Pero a mí no me ha pasado nada. Si Nakata tiene la mente vacía, yo, lo mire como lo mire, la tengo mucho más vacía. Nakata, como mínimo… Nakata, como mínimo, posee ese
algo
que me hizo seguirlo expresamente hasta Shikoku. Algo especial. Algo que ni yo mismo acabo de entender de qué se trata».
El joven pidió otro café.
—¿Le gusta nuestro café? —le preguntó el dueño, de pelo canoso acercándosele. (Hoshino, por supuesto, no lo sabía, pero era un antiguo funcionario del Ministerio de Educación que, al jubilarse, había vuelto a su Takamatsu natal y había abierto una cafetería donde se servía buen café y se podía escuchar música clásica).
—¡Mmm! Muy bueno. Y tiene muy buen aroma.
—El grano lo tuesto yo mismo. Selecciono los granos a mano, uno a uno.
—¡Ah! Así se entiende que sea tan bueno.
—¿Le molesta la música?
—¿La música? ¡Ah, no! Es muy buena. No me molesta. ¡Qué va! Para nada. ¿Quién toca?
—Un trío compuesto por Rubinstein, Heifetz y Feuermann. En su época los llamaban el «Trío del millón de dólares». Eran grandes artistas. La grabación es de 1941, pero su brillo no se ha apagado en absoluto.
—Sí, eso me parece a mí. Las cosas buenas no envejecen.
—También hay quien prefiere una versión del
Trío del archiduque
un poco más estructurada, más clásica, más ortodoxa. Como la de Oistrach, por ejemplo.
—¡Qué va! Ésta está bien —dijo el joven—. Tiene algo, no sé, algo dulce.
—Muchas gracias —dijo el dueño, agradeciéndoselo educadamente en nombre del Trío del millón de dólares.
Al retirarse el dueño, Hoshino prosiguió su labor introspectiva mientras saboreaba una segunda taza de café.
«Pero yo, ahora, a Nakata le sirvo para algo. Puedo leer por él. Fui yo, además, quien encontró la piedra. La verdad es que, ayudando a la gente, uno se siente pero que muy bien. Es la primera vez en la vida que me pasa algo así. He dejado el trabajo tirado, he venido expresamente hasta Shikoku, me he visto involucrado en una locura tras otra, pero, a pesar de todo, no me arrepiento.
»No sabría explicarlo, pero es como si ahora tuviese la sensación real de estar en el lugar correcto. La pregunta esa “pero quién
diablos soy yo
”, cuando estoy junto a Nakata deja de tener importancia. Si he de compararlo con algo, tal vez sea un poco exagerado, pero es como se debían de sentir los discípulos de Buda o Jesucristo. “Cuando estoy con Buda, me siento así”, y todo eso. Antes que hablar de dogmas, verdades y cosas complicadas, tal vez se diera eso.
»Cuando era pequeño, mi abuelo me contaba historias de los discípulos de Buda. Había uno que se llamaba Myôga. Era tan tonto, que ni siquiera podía aprenderse bien los
sutras
más sencillos. Por eso los otros discípulos se reían de él. Un día, Buda le dijo: “¡Eh, Myôga! Como tú eres tonto, no hace falta que te aprendas los
sutras
. A cambio te sentarás en la entrada y limpiarás los zapatos de todos nosotros”. Como Myôga era obediente, no le replicó: “¡No me fastidies, tío! ¡Límpialos tú!”. Y durante diez, veinte años, estuvo limpiando como una hormiguita los zapatos de todos, tal como le había dicho Buda. Hasta que un día, de repente, alcanzó la Verdad Absoluta y llegó a ser uno de los discípulos más destacados de Buda».
Hoshino recordaba esa historia. La razón por la cual la recordaba tan bien era porque siempre había pensado que limpiar durante diez o veinte años los zapatos de los demás era, lo miraras por donde lo mirases, una mierda de vida. «Será broma, ¿no?», se había dicho siempre. Pero, ahora, al volver a pensar en la historia, se dio cuenta de que despertaba un eco distinto en su corazón. «La vida siempre es una mierda», pensó el joven. Lo que pasaba era que él, de niño, no lo sabía.
Eso fue lo que pensó antes de que finalizara el
Trío del archiduque
. Aquella música le ayudaba a pensar.
Cuando se disponía a salir de la cafetería, llamó al dueño:
—¡Eh, oye! ¿Cómo se llamaba, me lo has dicho antes, pero ya no me acuerdo.
—El
Trío del archiduque
, de Beethoven.
—
¿Trío de archi-buque?
¿De la marina de guerra?
—No, no se trata del
Trío del archi-buque
sino del
Trío del archiduque
. Beethoven compuso esta melodía para el archiduque Rodolfo de Austria. Por eso la obra es vulgarmente conocida como
Trío del archiduque
, aunque el título de verdad sea otro. El archiduque Rodolfo era hijo del emperador Leopoldo II, o sea, que pertenecía a la familia imperial. Era un muchacho muy dotado para la música y, desde los dieciséis años, fue discípulo de Beethoven, de quien aprendió piano y teoría musical. Y llegó a sentir un profundo respeto por su maestro. Pero el archiduque no fue nunca un pianista excelente o un gran compositor, sin embargo, en el terreno práctico le tendió una mano a Beethoven, que se manejaba mal en la vida, y le prestó ayuda tanto en lo público como en lo privado. Si no hubiera sido por el archiduque, las penalidades de Beethoven hubieran sido mucho mayores.
—La verdad es que, en este mundo, también es necesario ese tipo de personas.
—En efecto.
—Si el mundo estuviera compuesto sólo de sabios y genios, andaría muy mal. Hace falta alguien que esté alerta y que despache los asuntos.
—Tiene usted toda la razón. Si todos fuéramos sabios y genios, el mundo se encontraría en una situación muy apurada.
—Es buena esa melodía.
—Es una pieza maravillosa. No te cansas nunca de escucharla. Es el más logrado, el más exquisito terceto para piano que Beethoven escribió jamás. Lo terminó a los cuarenta años y jamás volvió a componer otro terceto para piano. Es posible que él mismo sintiera que con ese terceto había llegado a la cima de la perfección formal.
—Me parece que lo entiendo. Todas las cosas deben tener una cima —dijo el joven Hoshino.
—Visítenos de nuevo.
—Sí, volveré.
De regreso a la habitación, Nakata seguía durmiendo, tal como Hoshino había previsto. Como era la segunda vez que ocurría, el joven no se extrañó demasiado. Bastaba con dejarlo dormir cuanto quisiera. La piedra continuaba en la misma posición, junto a su almohada. El joven dejó la bolsa del pan al lado de la piedra. Luego se metió en el baño y se cambió de ropa interior. Embutió la que había llevado puesta hasta entonces en una bolsa de papel y la tiró a la basura. Se tumbó en el futón y se quedó dormido al instante.
A la mañana siguiente se despertó poco antes de las nueve. En el futón de al lado, Nakata seguía durmiendo sin cambiar de postura. Respiraba de forma tranquila y acompasada. Estaba profundamente dormido. Hoshino desayunó solo y le dijo a la camarera del
ryokan
que su compañero aún estaba durmiendo, que no lo despertara.
—No hace falta que retires el futón —le dijo.
—¿No hay problema con que duerma tanto tiempo? —preguntó la camarera.
—Tranquila, tranquila. No se nos va a morir. No te preocupes. Tiene que dormir para recuperar las fuerzas. Me lo conozco bien al tipo este.
En la estación compró el periódico, se sentó en un banco y leyó la cartelera. En el cine que se encontraba cerca de la estación pasaban una sesión retrospectiva de François Truffaut. No tenía la menor idea de quién era (ni siquiera si se trataba de un hombre o de una mujer), pero la sesión era doble, ideal para matar el tiempo hasta el anochecer, así que decidió ir a verla. Pasaban
Los cuatrocientos golpes
y
Tirad sobre el pianista
. Los espectadores se podían contar con los dedos de una mano. A Hoshino no se le podía considerar un gran aficionado al cine. Pisaba los cines en raras ocasiones y lo único que veía eran películas de kung-fu o de acción. Así que era lógico que hubiera muchas partes o situaciones de aquellas obras del primer Truffaut que le resultaran un poco difíciles de entender, y que encontrara terriblemente lento el tempo de aquellas películas viejas. Sin embargo, disfrutó con la particular atmósfera de la película, con la tonalidad de las imágenes, con los sugestivos retratos psicológicos de los personajes. Al menos no se aburrió ni se le pasó por la cabeza que estarse mirando aquello fuese una pérdida de tiempo. Al contrario. Al acabar de ver la película casi se sentía en disposición de ver otra del mismo director.
Después de salir del cine caminó hasta el barrio comercial y se dirigió a la cafetería de la noche anterior. El dueño se acordaba de él. El joven se sentó en el mismo sillón y pidió un café. También ese día era el único cliente. Por los altavoces sonaba un concierto de violonchelo.
—Un concierto de Haydn. El número uno. El violonchelo es Pierre Fournier —le dijo el dueño al traerle el café.
—Suena como muy natural —dijo el joven Hoshino.
—Tiene usted toda la razón —convino el dueño de la cafetería—. Pierre Fournier es uno de mis músicos favoritos. Es como un buen vino. Tiene aroma, tiene cuerpo, caldea la sangre, te alienta en silencio. Yo siempre le llamo «maestro Fournier». Por supuesto, no lo conozco personalmente, pero para mí se ha convertido en una especie de maestro vital.
Aguzando el oído al fluido y exquisito violonchelo de Fournier, el joven se acordó de su niñez. De cuando iba todos los días a un río cercano a pescar peces, especialmente lochas. «En aquella época, yo no tenía por qué pensar en nada», se dijo el joven. «Había bastante con ir viviendo. Sólo por el simple hecho de vivir, yo ya era
alguna cosa
. Era algo espontáneo. Pero, en un momento dado, dejó de ser así. Vivir me fue convirtiendo en nada. ¡Qué cosa tan extraña! La gente nacemos para vivir, ¿verdad? ¿Cómo es que yo, conforme he ido viviendo, he ido perdiendo contenido hasta convertirme en una persona vacía? Y además, de aquí en adelante, a medida que vaya viviendo posiblemente siga convirtiéndome en una persona más vacía aún, que, valga menos todavía. Aquí hay un error. No puede pasar una cosa tan extraña. En alguna parte debe de poder cambiarse la dirección de la corriente».
—¡Eh! ¡Oye! —El joven llamó al dueño, que se encontraba junto a la caja registradora.
—¿Qué desea?
—Si tienes tiempo y no te molesta, te vienes aquí y charlamos un rato, ¿vale? Me gustaría saber cosas de ese Haydn que ha compuesto la melodía.
El dueño se acercó y empezó a hablar con fervor de Haydn y de su música. El dueño era una persona más bien reservada, pero cuando se trataba de música clásica se volvía muy locuaz. Explicó cómo Haydn se había convertido en un músico contratado, cómo había servido a diferentes monarcas a lo largo de su vida y la gran cantidad de obras que, a sus órdenes, había compuesto por encargo de éstos. Habló de lo realista, afable, humilde y magnánimo que era. De cómo, al mismo tiempo, era una persona compleja, con silenciosas tinieblas en su interior.
—En cierto sentido, Haydn es un enigma. A decir verdad, nadie puede comprender el violento
pathos
que, en su fuero interno, escondía Haydn. Pero en la época feudal en la que nació no le quedaba más remedio que ocultar hábilmente su personalidad bajo una capa de sumisión y vivir de manera alegre y elegante. Si no lo hubiera hecho así, seguro que habría sido aplastado. Mucha gente lo infravalora al compararlo con Bach o con Mozart. Tanto en lo que respecta a su música como en lo que respecta a su vida. Si bien es cierto que, a través de su larga vida, fue moderadamente reformista, jamás se situó en la vanguardia. Pero si se le escucha con amor, y con gran atención, en sus notas puede descubrirse un anhelo oculto hacia un yo moderno. Éste siempre permanece escondido en la música de Haydn como un eco lejano lleno de contradicciones. Escuche, por ejemplo, este acorde. ¡Mire! Es muy suave, pero posee un espíritu obstinado y centrípeto, lleno de una curiosidad abierta como la de un muchacho.
—Como una película de François Truffaut.
—¡Exacto! —exclamó el dueño, y le dio sin pensar un golpecito en el hombro—. ¡Tiene usted toda la razón! También podemos encontrarlo en las obras de Truffaut. Un espíritu obstinado y centrípeto, lleno de una curiosidad abierta como la de un muchacho.
Cuando terminó la música de Haydn, el joven le pidió que le dejara escuchar de nuevo la versión de Rubinstein, Heifetz y Feuermann del
Trío del archiduque
. Mientras aguzaba el oído para percibir la música, volvió a sumirse en largas reflexiones.
«De momento, voy a seguir a Nakata mientras pueda. ¡Y lo del trabajo, ya se andará!», decidió Hoshino.
A las siete de la mañana, cuando suena el teléfono, estoy profundamente dormido. Sueño que me encuentro en el fondo de una caverna, linterna en mano, agachado, buscando algo en la oscuridad. Luego oigo que me llaman desde la entrada de la cueva. Pronuncian mi nombre. En la distancia. Débilmente. Respondo a voz en grito desde donde estoy. Pero ese alguien no me oye. Continúa llamándome con insistencia. No tengo más remedio que incorporarme y dirigirme hacia la entrada. «¡Qué Lástima! Un poco más y lo habría encontrado», pienso. Pero, al mismo tiempo, en mi fuero interno me siento aliviado por no haber podido encontrar ese algo. En ese punto abro los ojos. Miro a mi alrededor, voy recogiendo despacio los fragmentos de mi conciencia. Comprendo que está sonando el teléfono. Es el aparato que hay en el pupitre de la biblioteca. La luz brillante de la mañana penetra a través de las cortinas y veo que la señora Saeki ha desaparecido. Estoy solo en la cama.
Salto de la cama en camiseta y bóxers y me dirijo al lugar donde se halla el teléfono. Tardo bastante tiempo en llegar, pero el teléfono sigue sonando incansable.