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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (54 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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—Si, y creo que tenía, más o menos, la misma edad que usted.

Ella sacude la cabeza.

—No recuerdo a ningún Tamura. Entre la gente a la que entrevisté no había nadie que se llamara así.

Permanezco en silencio.

—Eso también era parte de tu hipótesis, ¿verdad? Que cuando yo estaba escribiendo el libro sobre los rayos conocí a tu padre y que, como resultado, naciste tú.

—En efecto.

—Pues, entonces, aquí acaba la historia. Este suceso no se produjo nunca. O sea, que tu hipótesis no tiene fundamento alguno.

—No lo creo —digo.

—¿No lo crees?

—No me creo lo que me está diciendo.

—¿Y por qué?

—Por ejemplo, porque en cuanto he nombrado el apellido Tamura, me ha dicho que no había nadie, que se llamara así. Sin pensárselo dos veces. Usted entrevistó a mucha gente y de eso ya hace más de veinte años. ¿Cómo se iba a acordar al instante de que no había ninguno entre ellos que se llamara Tamura?

La señora Saeki sacude la cabeza. Bebe otro sorbo de café. Esboza una pálida sonrisa.

—Oye, Tamura. Yo… —empieza a decir, pero se detiene. Busca palabras.

Espero a que las encuentre.

—Tengo la impresión de que, a mi alrededor, las cosas han empezado a transformarse —dice la señora Saeki.

—¿Qué cosas?

—No sabría decirte. Pero lo sé. La presión del aire, la reverberación del sonido, el reflejo de la luz, el movimiento de los cuerpos, el flujo del tiempo. Todo ello está cambiando poco a poco. Es como si una acumulación de incesantes cambios diminutos fuera formando una gran corriente. —La señora Saeki toma su Montblanc negra la contempla, vuelve a dejarla en su sitio. Luego me mira de frente—. Lo que pasó anoche entre nosotros, en tu habitación, creo que también es uno de esos cambios. No sé si lo que hicimos está bien o no. Pero yo, en aquel momento, decidí no obligarme a mí misma a juzgar. Pensé que, si fluía la corriente, dejaría que me arrastrara también a mí.

—¿Puedo decirle lo que pienso de usted?

—Pues, claro.

—Lo que está haciendo es, tal vez, recuperar el tiempo perdido.

La señora Saeki reflexiona unos instantes sobre ello.

—Quizá sí —dice—. Pero ¿cómo lo sabes?

—Porque yo tal vez esté haciendo lo mismo.

—¿Recuperar el tiempo perdido?

—Sí —digo—. A mí, desde que era pequeño, me han ido robando muchas cosas. Muchas cosas
valiosas
. Y ahora tengo que recuperarlas, aunque sólo sea una parte de ellas.

—Para seguir viviendo.

Asiento.

—Debo hacerlo. Para una persona es importante tener algo así como un lugar al que poder volver. Ahora tal vez esté todavía a tiempo. Posiblemente. Yo, y también tú.

La señora Saeki cierra los ojos, une los dedos de ambas manos sobre la mesa. Después vuelve a separarlos, resignada.

—¿Quién eres? —Pregunta la señora Saeki—. ¿Cómo sabes tantas cosas y las sabes tan bien?

«Quién soy yo, seguro que tú también lo sabes», le dices a la señora Saeki. Yo soy
Kafka en la orilla del mar
. Tu amado, tu hijo. El joven llamado Cuervo. Ninguno de los dos puede ser libre. Estamos siendo engullidos por un remolino. A veces nos encontramos fuera del tiempo. En algún lugar fuimos alcanzados por un rayo. Por un rayo que no tenía ni sonido ni forma.

Esa noche volvéis a hacer el amor. Tú escuchas cómo se va llenando el vacío que hay dentro de ti. Es un sonido tan leve como el de la fina arena de la playa desmenuzándose bajo la luz de la luna. Contienes el aliento, aguzas el oído. Estás dentro de una hipótesis. Estás fuera de ella. Estás dentro. Estás fuera. Inspiras, retienes el aire, espiras. Inspiras, retienes el aire, espiras. Prince canta sin descanso, como un molusco, dentro de tu cabeza. La luna asciende en el cielo, la marea avanza. El agua del mar se vierte en el río. Las ramas del árbol que hay junto a la ventana tiemblan nerviosamente. Tú la abrazas. Ella esconde la cara en tu pecho. Tú percibes su aliento en tu pecho desnudo. Ella palpa cada uno de tus músculos. Lame dulcemente tu pene enrojecido como si lo aliviara. Eyaculas una vez más en su boca. Ella traga tu semen como si fuera algo precioso. Besas su sexo. Lo recorres con la punta de la lengua. Te conviertes ahí en otra persona, en otra cosa. Estás en otro lugar.

—Dentro de mí no hay una sola cosa que tengas que saber —dice ella. Hacéis el amor hasta que llega la mañana del lunes, aguzáis el oído al tiempo que pasa.

34

Los negros y gigantescos nubarrones cruzaron la ciudad con lentitud y, como si quisieran averiguar los entresijos de una moralidad perdida, soltaron todos los relámpagos en rápida sucesión, de tal forma que, pronto, sólo quedaron unos pálidos ecos de la ira que llegaba desde el cielo del este. Al mismo tiempo, la violenta lluvia cesó de repente. Siguió una extraña calma. El joven Hoshino se levantó, abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco. Ya no quedaba ni rastro de los oscuros nubarrones, el cielo volvía a estar cubierto por una membrana de tonalidad pálida. Todos los edificios que aparecían ante sus ojos estaban empapados de lluvia, las grietas que recorrían las paredes estaban ennegrecidas, como las venas de un anciano. Los postes de la electricidad goteaban, se habían formado charcos por doquier. Los pájaros que huyendo de la lluvia se habían refugiado en alguna parte empezaban a salir de nuevo y trinaban buscando los insectos que la lluvia había empapado.

El joven Hoshino giró varias veces la cabeza de un lado a otro, comprobó en qué estado se encontraban sus huesos. Luego se desperezó tanto como pudo. Se sentó junto a la ventana, permaneció unos instantes contemplando el paisaje tras la lluvia, se sacó un Marlboro del bolsillo, le prendió fuego con el mechero.

—Pero oye, Nakata, yo casi me mato dándole la vuelta a la piedra para abrir la «entrada» esa, y ¿qué ha pasado? Pues nada. Ni ranas, ni demonios ni cosas raras. Nada. Con todos esos truenos terroríficos reventando por ahí, el decorado era cojonudo, pero luego va y no hay espectáculo. Si te digo la verdad, me he quedado con las ganas.

No hubo respuesta. Al volverse vio a Nakata sentado todavía sobre sus piernas, pero en ese momento estaba inclinado hacia delante, tenía ambas manos apoyadas en el suelo y los ojos cerrados. Parecía un insecto mojado por la lluvia.

—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —preguntó entonces el joven Hoshino.

—Disculpe, pero Nakata está cansado. No se encuentra muy bien A ser posible, le gustaría acostarse y dormir un rato.

Ciertamente, la sangre parecía haber huido del rostro de Nakata, que estaba blanco como una sábana. Tenía los ojos hundidos, incluso le temblaban un poco los dedos. Tenía aspecto de haber envejecido años en cuestión de unas pocas horas.

—Vale. Ahora mismo te extiendo el futón y te acuestas. Y duerme tanto como quieras —dijo Hoshino—. Pero ¿estás bien? No te dolerá la cabeza, o tendrás vómitos, o te silbarán los oídos, o querrás hacer caca… ¿Nada de eso? ¿No? ¿Quieres que llame a un médico? ¿Tienes cartilla del seguro?

—Sí. El señor gobernador me dio una cartilla de la sanidad pública, la tengo guardada dentro de la bolsa.

—¡Ah, muy bien! Sin embargo, ya sé que no es el momento de andarse con estas chorradas, pero las cartillas del seguro no las da el gobernador. La sanidad pública es para todos los japoneses, es el gobierno japonés quien da las cartillas. No conozco muy bien el tema, pero es así como creo que va. No tiene por qué ser el gobernador quien siempre te lo esté dando todo. Así que intenta olvidarte un poco de él, ¿vale? —dijo el joven sacando el futón del armario empotrado y tendiéndolo en el suelo.

—Sí. De acuerdo. La cartilla sanitaria no la da el gobernador. Y yo intentaré olvidarme un poco del gobernador. Pero, señor Hoshino, en cualquier caso, Nakata no necesita ningún médico. Sólo con acostarse y dormir se pondrá bien.

—Escucha, Nakata. ¿Vas a dormir tanto como el otro día? ¿Treinta y seis horas seguidas o así?

—Mil perdones, pero Nakata no puede responderle a esto. Es que Nakata no decide de antemano cuánto tiempo va a dormir.

—Sí, claro. Tienes razón —dijo el joven—. La gente no calcula lo que podrá dormir. Vale, vale. Duerme tanto como quieras. Hoy ha sido un día muy duro. Con todos esos truenos y, además, la historia de la piedra. Pero, bueno, hemos abierto la piedra esa. Y una cosa así no pasa todos los días, ¿no? Has hecho trabajar mucho la cabeza y ahora debes de estar hecho polvo. Así que no te preocupes por nada y duerme hasta que el corazón te diga basta. Del resto ya me encargaré yo solito. Tú duerme tranquilo.

—Muchas gracias, señor Hoshino. No he dejado de ocasionarle molestias ni un solo instante. Por más que se lo agradezca, nunca se lo agradeceré bastante. Si no hubiera sido por usted, Nakata se habría encontrado completamente perdido. Teniendo en cuenta, además, que usted tiene un trabajo importante que hacer.

—¡Jo! ¡Pues sí! —exclamó el joven con voz fúnebre. Habían sucedido tantas cosas, sin tregua entre una y otra, que Hoshino había olvidado por completo su trabajo—. Ahora que lo dices, es cierto. Ya va siendo hora de que vuelva al trabajo. El patrón debe de estar hecho una furia. Le solté de repente por teléfono que tenía un compromiso, que me cogía dos o tres días de fiesta. Y no me ha vuelto a ver el pelo. Cuando regrese, me va a pegar una bronca descomunal.

Hoshino se encendió otro Marlboro. Exhaló el humo despacio. Luego le hizo muecas a un cuervo que estaba posado en lo alto de un poste eléctrico.

—¡En fin! Que diga el patrón lo que le venga en gana. Y si quiere explotar de la rabieta, pues que explote. Ya llevo demasiados años sacándole las castañas del fuego y trabajando como un burro. «¡Eh, Hoshino! Que falta personal. ¿Podrías ir tú esta noche a Hiroshima?» «Sí, patrón. Ahora voy». Haciendo siempre lo que me dice, sin rechistar. Así he acabado con la espalda hecha polvo. Suerte que el otro día me la arreglaste tú, que si no… ¡Ya me dirás por qué tengo que arruinarme la salud, a los veinticinco años, por un trabajo de mierda! No se va a hundir el mundo porque me tome unas vacaciones, digo yo. Pero, escucha, Nakata…

Al decir eso, el joven se dio cuenta de que Nakata ya estaba profundamente dormido. Con los ojos cerrados con fuerza, la cara vuelta hacia el techo, los labios apretados formando una línea horizontal, respiraba apaciblemente por la nariz. Junto a su almohada permanecía la piedra vuelta del otro lado.

—¡Caray! Éste se duerme en un periquete —dijo el joven admirado. Sin saber qué hacer, se quedó un rato tumbado viendo la televisión, pero los programas de la tarde eran todos tan aburridos que Hoshino no los pudo soportar y decidió salir. Además se había quedado sin una sola muda de ropa interior, ya iba siendo hora de renovar existencias. Nada se le daba peor a Hoshino que hacer la colada. Antes que lavarse los calzoncillos prefería comprarse unos calzoncillos nuevos baratos. Fue a la recepción del hotel, pagó el alojamiento del día siguiente, les dijo que su compañero estaba muy cansado y que dormía, que no lo molestaran.

—Claro que, aunque intentarais despertarlo, no lo lograríais —añadió.

Hoshino recorrió las calles sin rumbo, aspirando el olor a lluvia. Con su gorra de los Chûnichi Dragons, sus Ray-Ban de cristales verdes y su camisa hawaiana. Fue a parar delante de la estación, compró el periódico en el quiosco. En la sección de deportes miró cómo iba el Chûnichi Dragons (había perdido en el campo del Hiroshima), y luego echó una ojeada a la cartelera de cine. Daban la última película protagonizada por Jackie Chan y decidió ir a verla. La hora del pase le iba de maravilla. En el puesto de policía preguntó dónde estaba el cine y, como resultó que se encontraba muy cerca de la estación, decidió ir andando. Compró la entrada, entró en el local, vio la película mientras se comía unos cacahuetes tostados con mantequilla.

Cuando acabó la película, al salir del cine, anochecía. No tenía mucho apetito, pero, ya que no se le ocurría nada mejor, decidió ir a comer algo. Entró en una
sushi-ya
que vio por las inmediaciones, pidió una ración de
nigirizush
[44]
y una cerveza. Apenas pudo beberse media. Debía de estar más cansado de lo que se pensaba.

«Es normal. La piedra pesaba como un muerto. Pues claro que estoy cansado», se dijo el joven. «Me siento como aquella porquería de casa que hizo el mayor de
Los tres cerditos
. Al primer soplo del malvado lobo feroz me iría a parar a Okayama».

Al salir de la
sushi-ya
vio un
pachinko
y entró. Perdió dos mil yenes en un abrir y cerrar de ojos. Por lo visto no estaba en forma. Resignado, salió del
pachinko
, empezó a vagar de nuevo por las calles. Mientras andaba, recordó de repente que aún no había comprado la ropa interior. «¡Qué desastre! Pero si he salido justamente para eso», se dijo. Entró en una tienda del barrio comercial que anunciaba grandes descuentos, compró calzoncillos, camisetas de color blanco y calcetines. Por fin podría tirar la ropa sucia. También iba siendo hora de cambiarse la camisa hawaiana, pero, tras husmear por varias tiendas, llegó a la conclusión de que en Takamatsu no le iba a ser fácil encontrar una camisa que le gustara. Tanto en verano como en invierno solía llevar camisas hawaianas, pero eso no quería decir que se conformara con cualquiera.

Entró en una panadería del barrio comercial y, barajando la posibilidad de que Nakata se despertara a medianoche con hambre, compró algunos panecillos. También compró un pequeño tetrabrik de zumo de naranja. Luego entró en el banco, retiró cincuenta mil yenes del cajero automático y se los metió en la cartera. Al mirar el saldo comprobó que aún le quedaba bastante dinero. Durante los últimos años había estado tan ocupado que apenas había tenido tiempo de gastarse el sueldo.

Ya había anochecido por completo. De repente, le entraron ganas de tomarse un café. Buscando por los alrededores, descubrió el letrero de una cafetería en una zona un poco apartada del barrio comercial. Se trataba de una cafetería antigua, de esas que apenas se ven hoy en día. Entró, se sentó en un sillón mullido y confortable, pidió café. Por unos altavoces de fabricación inglesa de madera de nogal sonaba música de cámara. Hoshino era el único cliente. Apoltronado en el sillón, el joven se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía completamente en paz. La calma y la naturalidad que emanaban de todas las cosas del local le producían una sensación muy placentera. El café, servido en una preciosa taza, era espeso y exquisito. Con los ojos cerrados y la respiración tranquila aguzó el oído para escuchar aquel antiguo entrelazado. Apenas había escuchado música clásica a lo largo de su vida, pero aquella melodía, no sabía por qué, lo relajaba. Incluso se podía decir que lo invitaba a reflexionar.

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