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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (24 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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Pasado el mediodía, unas nubes oscuras empiezan a extenderse sobre mi cabeza. El cielo adquiere una tonalidad misteriosa. Sin tregua, empieza a caer una lluvia violenta: el tejado y los cristales de la ventana de la cabaña gimen doloridos. Al instante me desprendo de la ropa, salgo desnudo afuera. Me lavo el pelo con jabón, me lavo el cuerpo. Es una sensación maravillosa. Suelto alaridos sin sentido con toda la fuerza de mis pulmones. Los grandes y duros goterones me golpean por todo el cuerpo como si de piedrecillas se tratase. Ese dolor punzante parece formar parte de un ritual religioso. Las gotas me azotan las mejillas, los párpados, el pecho, el vientre, el pene, los testículos, la espalda, las piernas, el trasero. Ni siquiera puedo mantener los ojos abiertos. El dolor contiene, sin duda alguna, cierta intimidad. Siento que el mundo me está tratando con una equidad ilimitada. Y eso me llena de alegría. De repente me siento liberado. Alzo las manos al cielo, abro la boca de par en par, bebo el agua que se vierte en ella.

Regreso a la cabaña, me seco todo el cuerpo con una toalla. Tomo asiento en la cama, me contemplo el pene. Un pene que acaba de asomar del prepucio, saludable, todavía de tonalidad clara. El glande aún conserva una vaga sensación de dolor tras ser azotado por la lluvia. Me quedo contemplando durante largo tiempo aquel extraño órgano que; pese a pertenecerme, actúa la mayor parte de las veces a su libre albedrío. Y que parece que piense por sí mismo, y piensa cosas distintas a las que piensa la cabeza.

Ôshima, cuando estuvo aquí solo, a mi edad, ¿debió de sentirse atormentado también por el deseo sexual? Posiblemente sí. Es la edad. Sin embargo, no puedo imaginármelo resolviendo
eso
él solo, Ôshima está por encima de todo.

«Soy una persona especial», me dijo Ôshima. En aquel momento no entendí lo que intentaba decirme. Pero sí comprendí que no era algo que se le hubiera ocurrido decir sin más. También comprendí que no me estaba insinuando nada.

Alargué la mano, pensé en masturbarme. Pero cambié de idea. Deseaba mantener un poco más aquella extraña sensación de pureza que me había poseído mientras me azotaba con fuerza la lluvia. Me puse unos bóxers limpios, respiré hondo varias veces y luego hice levantamiento de pesas. Después de cien veces, hice cien abdominales. Concentrando toda mi atención en cada músculo. Tras realizar los ejercicios como es debido, me sentía mucho más despejado. Cesó de llover, las nubes se dispersaron, el sol apareció y los pájaros reanudaron su canto.

Pero esta calma no durará mucho y tú lo sabes. Esto te perseguirá hasta el infinito como una bestia incansable. Ellos llegan hasta la profundidad de los bosques. Son fuertes, obstinados y crueles, no conocen ni el cansancio ni la renuncia. Aunque te hayas reprimido las ganas de masturbarte, pronto lo harás en una polución nocturna. Y, en el sueño, quizás acabes violando a tu verdadera hermana o a tu madre. Porque tú eso no puedes controlarlo. Porque es algo que excede a tus fuerzas. Y lo único que puedes hacer es aceptarlo.

Temes a la imaginación. Y a los sueños más aún. Temes a la responsabilidad que puede derivarse de ellos. Pero no puedes evitar dormir. Y si duermes, sueñas. Cuando estás despierto, puedes refrenar, más o menos, la imaginación. Pero los sueños no hay manera de controlarlos.

Me tiendo sobre la cama, escucho a Prince con los auriculares puestos. Me concentro en su música machacona. La primera pila se me agota a medio escuchar
Little Red Corvette
. La música se acaba como tragada por arenas movedizas. Al quitarme los auriculares se oye el silencio. Porque el silencio es algo que el oído puede percibir. Lo he descubierto.

16

El perro negro se levantó y condujo a Nakata a la cocina. La cocina se encontraba, saliendo del estudio, al fondo de un oscuro pasillo. Era una habitación oscura, con pocas ventanas. Estaba limpia y ordenada, pero tenía algo de inorgánico. Parecía, más bien, el laboratorio de una escuela. El perro se detuvo ante la puerta de un gran refrigerador, se volvió y clavó sus fríos ojos en el rostro de Nakata.

«Abre la puerta de la izquierda»
, le dijo el perro con voz grave. Pero no era el perro quien estaba hablando, eso lo comprendió incluso Nakata. En realidad era Johnnie Walken quien hablaba. Era él quien, a través del perro, se estaba dirigiendo a Nakata, a través de los ojos del perro, observaba a Nakata.

Tal como le decían, Nakata abrió la puerta izquierda del refrigerador de color verde claro. Éste era más alto que Nakata. Al abrir la puerta, el termostato se disparó con un ruido seco y empezó a oírse el zumbido del motor. Una humareda blanca semejante a la niebla brotó del interior del frigorífico. La parte izquierda era congelador y, al parecer, estaba programada a una temperatura muy baja.

Dentro, cuidadosamente alineadas, había una especie de frutas de forma redondeada. Habría unas veinte en total. Nada más. Nakata se agachó y las estudió con los ojos entrecerrados. Cuando la blanca humareda se hubo extendido por fuera y se disipó un poco, Nakata comprobó que lo que allí se alineaba no eran frutas. Eran cabezas de gato. Cabezas de gato cortadas, de tamaños y colores distintos. Se alineaban en los tres compartimentos del frigorífico igual que naranjas expuestas en las estanterías de la frutería. Todos los gatos mantenían la congelada faz mirando directamente hacia delante. Nakata tragó saliva.

«Mira con atención»
, le ordenó el perro.
«Comprueba con tus propios ojos si Goma está aquí».

Tal como le decían, Nakata fue examinando una cabeza tras otra. Hacerlo no le producía ningún temor en particular. Lo que ocupaba la mente de Nakata era, ante todo, el afán de descubrir el paradero de Goma. Nakata examinó a conciencia todas las cabezas de gato y comprobó que la de Goma no se hallaba entre ellas. No había duda alguna. Allí no se encontraba ningún gato a rayas blancas, negras y marrones. Todos los gatos, o las cabezas, que era cuanto quedaba de ellos, mostraban una extraña expresión de vacío en el rostro. Pero no había ni uno en cuya cara se leyera el sufrimiento. Eso, al menos, fue un alivio para Nakata. Había unos cuantos gatos con los ojos cerrados, pero la mayoría de ellos los mantenían abiertos, con la mirada vaga, fija en algún punto del espacio.

—No parece que Goma esté aquí —le dijo Nakata al perro con voz átona. Luego carraspeó y cerró la puerta del frigorífico.

«¿Estás seguro?».

—Sí, estoy seguro.

El perro se levantó y condujo a Nakata de vuelta al estudio. Allí se encontraba Johnnie Walken sentado en la silla giratoria, esperándolo en la misma postura en que lo había dejado. Al entrar Nakata se llevó la mano al ala del sombrero a modo de saludo y sonrió afablemente. Luego dio dos palmadas. El perro salió de la habitación.

—He sido yo quien les ha cortado la cabeza a todos esos gatos —dijo Johnnie Walken. Cogió el vaso de whisky y tomó un sorbo—. Es que las colecciono.

—¿O sea que es usted, señor Johnnie Walken, quien atrapaba a los gatos en el descampado y los mataba?

—Sí, exacto. Yo soy Johnnie Walken, el famoso asesino de gatos.

—Nakata no acaba de entenderlo. ¿Me permite hacerle una pregunta?

—Claro, claro —dijo Johnnie Walken. Y sostuvo el vaso de whisky en el aire—. Pregunta lo que quieras. Te responderé con mucho gusto. Pero, para economizar el tiempo, permíteme que me adelante y te diga que lo primero que tú quieres saber es por qué tengo que matar gatos. Por qué razón colecciono cabezas de gato.

—Sí, exactamente. Eso es lo que Nakata quiere saber.

Johnnie Walken dejó el vaso sobre la mesa y clavó la mirada en el rostro de Nakata.

—Se trata de un gran secreto, y a una persona normal no se lo contaría jamás. Pero bueno, tratándose de ti haré una excepción. Aunque no debes contárselo a nadie… Claro que, aunque lo contaras, tampoco te creería nadie. —Tras decir esto, Johnnie Walken soltó una risita—. ¡Vamos allá! Yo no mato gatos por diversión. No estoy tan mal de la cabeza como para matar tantos gatos sólo para divertirme. Tampoco tengo tan pocas cosas que hacer. Porque atrapar gatos y matarlos de este modo requiere una considerable inversión de tiempo. Si mato gatos es para reunir sus almas. Con las almas de esos gatos muertos voy a hacer una flauta muy especial. Y, tocando esa flauta, voy a poder reunir almas más grandes. Y si reúno almas más grandes, podré hacer una flauta mayor. Y, al final, posiblemente consiga hacer una flauta enorme, una flauta cósmica. Pero hay que empezar por los gatos. Tengo que reunir almas de gato. Ése es el punto de partida. En cualquier labor se impone un orden. Y seguir escrupulosamente ese orden es una manifestación de respeto. Algo esencial en cuanto a almas se refiere. Porque, evidentemente, no es lo mismo tratar con almas que con piñas o melones, ¿no te parece?

—Sí —dijo Nakata, aunque no había entendido una sola palabra. ¿Flautas? ¿Caramillos o flautas traveseras? ¿Cómo sonaba aquello? Y, ante todo, ¿qué podía ser eso de las almas de gato? Todas esas cuestiones excedían la capacidad de comprensión de Nakata. El cual lo único que tenía claro era que debía encontrar a Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones, y llevarla de vuelta a casa de los Koizumi.

—Pero tú lo único que quieres es llevarte a Goma —atajó Johnnie Walken como si leyera la mente de Nakata.

—Sí, exacto. Nakata quiere llevar a Goma a casa.

—Ésa es tu misión —dijo Johnnie Walken—. Todos vivimos desempeñando la misión que se nos ha encomendado. Es lo más natural del mundo. Por cierto, tú nunca has oído cómo suena una flauta hecha con almas de gatos, ¿verdad?

—No, jamás.

—Es natural. Porque el oído no la capta, ¿sabes?

—¿Es una flauta que no se oye?

—Exacto. Yo sí la oigo, claro. Si no, no sé de qué estaríamos hablando. Pero la gente normal no. Aunque oigan el son de la flauta, no se dan cuenta. Y aunque lo hayan oído antes, no lo recuerdan. Es una flauta extraña. Claro que, pensándolo bien, es posible que tú pudieras oírla. Si tuviera la flauta aquí haría la prueba, pero ahora, por desgracia, no la tengo —dijo Johnnie Walken. Y luego, levantando un dedo vertical en el aire, añadió como si se acordara de repente—: A decir verdad, Nakata, yo ahora justamente me disponía a córtales la cabeza a unos cuantos gatos. «Ha llegado la hora de la cosecha», he pensado. En aquel descampado ya he atrapado a todos los gatos que podía atrapar, es hora de irme a otra parte. Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones que tú estás buscando, forma parte de la cosecha. Claro que, si le cortara la cabeza, ya no podrías llevártela de vuelta a casa de los Koizumi, ¿verdad?

—No, claro que no —dijo Nakata—. Una cabeza cortada no podría llevarla a casa de los Koizumi. Si las dos niñas pequeñas la vieran, quizá no volvieran a probar alimento alguno en toda su vida.

—Yo quiero cortarle la cabeza a Goma. Y tú no quieres que se la corte. Los dos tenemos una misión, nuestros intereses se contraponen. Es algo que suele pasar en este mundo. Negociemos. Mira, Nakata, si tú haces
algo
por mí, yo te entregaré a Goma sana y salva.

Nakata se llevó las manos a la cabeza y se acarició el corto pelo canoso con la palma de la mano. Era el gesto que solía hacer cuando se sumía en profundas cavilaciones.

—¿Y se trata de algo que Nakata es capaz de hacer?

—Creía que eso ya había quedado claro —repuso Johnnie Walken con una sonrisa sarcástica.

—Sí, en efecto —admitió Nakata recordándolo—. Así es. Ya había quedado claro. Le pido excusas.

—Tenemos poco tiempo. Te lo diré sin rodeos. Lo que quiero que hagas es matarme. Quitarme la vida.

Nakata, con las manos sobre la cabeza, permaneció largo tiempo con la vista clavada en el rostro de Johnnie Walken.

—¿Que Nakata lo mate a usted?

—Exacto —contestó Johnnie Walken—. A decir verdad, Nakata, ya estoy harto de vivir así. Llevo mucho tiempo viviendo. Tanto, que incluso he olvidado mi edad. Y no quiero seguir viviendo. También estoy harto de matar gatos. Pero mientras viva tendré que seguir haciéndolo. Deberé reunir sus almas. Siguiendo estrictamente el orden del uno al diez y, una vez llego al diez, vuelta a empezar por el uno. Y repetirlo una y otra vez hasta el infinito. Estoy cansado, harto. Lo que yo hago no puede hacer feliz a nadie. No merece el respeto de nadie. Pero así está establecido y yo no puedo plantarme y decir: «Lo dejo». Tampoco puedo matarme a mí mismo. También eso está establecido así. No puedo suicidarme. Hay un montón de reglas al respecto. Si quieres morir, la única manera posible es pedirle a alguien que te mate. Por eso quiero que me mates. Quiero que me mates sintiendo miedo y odio hacia mí. Primero me temes. Luego me odias. y, finalmente, me matas.

—¿Pero por qué…? —preguntó Nakata—. ¿Por qué yo? Nakata jamás ha matado a alguien. Esas cosas no están hechas para Nakata.

—Ya lo sé. Que tú jamás has matado a alguien, que no tienes ningunas ganas de hacerlo. Que no estás hecho para estas cosas. Pero ¿sabes, Nakata? En esta vida hay casos en los que no puedes aplicar este razonamiento. Hay situaciones en las que nadie piensa si estás hecho para algo o no. Y tú eso debes entenderlo. Sucede en la guerra, por ejemplo. Tú sabes lo que es la guerra, ¿verdad?

—Sí, sé lo que es. Cuando Nakata nació había una guerra muy grande. Lo he oído decir.

—Cuando estalla la guerra, te llaman a filas. Y, al reclutarte, te ponen un fusil en las manos, te envían al frente y, allí, tienes que matar soldados enemigos. Cuantos más mates, mejor. Si te gusta matar o no, eso nadie te lo pregunta. Eso es lo que debes hacer. Y, si no lo haces, te matan a ti. —Johnnie Walken apuntó con el dedo índice al pecho de Nakata—. ¡Bang! En esto se resume la historia humana.

Nakata preguntó:

—¿Es que el señor gobernador va a llamar a filas a Nakata y le va a ordenar que mate a alguien?

—¡Exacto! Eso es lo que te ordena el gobernador. Que mates a alguien.

Nakata reflexionó pero no consiguió hilvanar sus ideas. ¿Por qué había de pedirle el gobernador semejante cosa?

—En suma, que tú debes pensar del siguiente modo: que
esto es la guerra
. Y que tú eres un soldado. Tienes que decidirte. O yo mato a los gatos o tú me matas a mí. Una de dos. Tienes que elegir. Ya sé que para ti es injusto. Pero míralo de esta manera: ¿acaso no es injusto el hecho, en sí mismo, de elegir?

Johnnie Walken se llevó una mano a su sombrero de copa. Como si quisiera comprobar que seguía sobre su cabeza.

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