Kafka en la orilla (48 page)

Read Kafka en la orilla Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
3.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una vez desnuda, se mete en la pequeña cama. Su blanco brazo rodea mi cuerpo. Siento su aliento cálido en el cuello. Siento cómo su vello púbico roza mis muslos. Posiblemente, la señora Saeki piense que soy su novio muerto hace años. Tal vez esté repitiendo las mismas acciones que realizaba, años atrás, en esta misma habitación. Con toda naturalidad, como si fuera lo más normal, dormida. En sueños.

Pienso que debo despertarla. Hacer que abra los ojos. Se está confundiendo. Debo decirle que aquí hay un gran error. Que esto no es un sueño. Que es el mundo real. Pero todo va demasiado rápido. No tengo fuerzas para detener el flujo de los acontecimientos. Me siento terriblemente confuso. Yo mismo estoy siendo engullido por esta distorsión temporal.

Y tú mismo estás siendo engullido por esta distorsión temporal. Sus sueños te envolverán antes de que te des cuenta. Te envolverán cálida y suavemente, como el líquido amniótico. La señora Saeki te quita la camiseta, los bóxers. Te besa una y otra vez en el cuello; después alarga la mano, toma tu pene. Tu pene ya está erecto, duro como la porcelana. Ella envuelve tus testículos con sus manos. Y, sin una palabra, conduce tu mano hasta su vello púbico. Su sexo está húmedo y cálido. Besa tu pecho. Te lame los pezones. Tus dedos van hundiéndose, despacio, dentro de su cuerpo, como succionados.

¿Dónde diablos empieza tu responsabilidad? Mientras intentas despejar la nebulosa del campo visual de tu conciencia, intentas con todas tus fuerzas localizar tu posición actual. Intentas descubrir la dirección de la corriente. Intentas atrapar el verdadero eje del tiempo. Pero no logras hallar la línea que separa los sueños de la realidad. Ni siquiera encuentras la frontera entre los hechos reales y las posibilidades. Lo único que sabes es que, ahora, tú te encuentras en una posición delicada. En una posición delicada y, al mismo tiempo, peligrosa. Te están arrastrando hacia delante, sin haber llegado a dilucidar los principios de la profecía o su lógica. Igual que una ciudad que se encuentra junto a un río se ve inundada por la riada. Todos los caminos y postes indicadores se han quedado sumergidos bajo el agua. Lo único que se ve son los tejados anónimos de las casas.

Poco después, la señora Saeki se sube encima de ti, tú estás boca arriba. Abre las piernas, conduce tu pene erecto, duro como una piedra, hacia su interior. Tú no puedes elegir nada. Es ella quien elige. Su cintura se retuerce con profundos movimientos serpenteantes, como si trazara un dibujo con su cuerpo. Su pelo liso se derrama sobre tu hombro y tiembla, mudo, como las ramas del sauce. Sientes cómo un cálido lodo te va absorbiendo poco a poco. Este mundo es, en su totalidad, un magma cálido, húmedo, indistinto; tu pene, rígido y bruñido, es todo cuanto existe. Cierras los ojos, te sumerges en tu propio sueño. El paso del tiempo es terriblemente incierto. La marea avanza, la luna asciende en el cielo. Poco después eyaculas. Eyaculas con fuerza, una y otra vez, en su interior. Ella se contrae, recibe tu semen con dulzura. Con todo, sigue dormida. Con los ojos abiertos, duerme. Ella se encuentra en otro mundo. Tu semen está siendo engullido por un mundo distinto.

Ha transcurrido mucho tiempo. No puedo moverme. Todo mi cuerpo está paralizado por igual. Pero ni siquiera yo soy capaz de dilucidar si se trata de una verdadera parálisis o si lo que ocurre es que no siento ningún deseo de mover mi cuerpo. Ella se separa de mí, se tiende a mi lado en silencio. Luego se levanta, se pone las bragas, se abrocha los botones de la blusa. Alarga la mano con dulzura, vuelve a tocarme el pelo. Todo ello en silencio. Pensándolo bien, desde que ha aparecido no ha pronunciado ni una sola palabra. Lo único que llega a mis oídos es el leve crujido del entarimado, el susurro incesante del viento. El hálito que exhala la habitación, la leve vibración de los cristales de las ventanas. Ése es el único coro que hay a mis espaldas.

Dormida, cruza la habitación, se dispone a salir. Entreabre la puerta, se desliza por la estrecha rendija como un pequeño pez que se moviera en sueños. Cierra la puerta sin ruido. Desde la cama la veo salir. Sigo paralizado. No puedo mover ni un solo dedo. Mis labios están firmemente sellados. Las palabras duermen en un bache del tiempo.

Todavía sin poder moverme, aguzo el oído. Imagino que el ronroneo del motor del Volkswagen Golf de la señora Saeki llegará a mis oídos de un momento a otro desde el aparcamiento. Sin embargo, por más tiempo que espero, no oigo nada. Las nubes de la noche van desapareciendo arrastradas por el viento. Las ramas de los árboles se mecen levemente y una multitud de cuchillos brillan en la oscuridad. Esta ventana es la ventana de mi corazón, esta puerta es la puerta de mi corazón. Permanezco despierto en la misma postura hasta la mañana. Contemplando eternamente la silla vacía.

30

Los dos cruzaron un seto bajo y entraron en el bosquecillo del santuario sintoísta. El Colonel Sanders se sacó una pequeña linterna del bolsillo y dirigió el haz de luz hacia el suelo. Había un sendero estrecho. No era un bosquecillo muy grande, pero los árboles eran todos, sin excepción, viejos, grandes, con tupidas ramas entrelazadas que formaban una oscura techumbre sobre sus cabezas. El suelo despedía un intenso olor a hierba.

El Colonel Sanders iba delante, pero, a diferencia de antes, en ese momento avanzaba muy despacio. Daba un paso y otro paso con precaución, a la luz de la linterna, mirando atentamente dónde ponía los pies. Hoshino lo seguía.

—¡Eh, abuelo! ¿Y esto qué es? ¿Una machada o qué? —dijo el joven hacia la blanca espalda del Colonel Sanders—. ¡Aaah! ¡Un fantasma!

—¿No piensas parar de decir tonterías? ¿Por qué no te callas un poquito para variar? —dijo el Colonel Sanders sin volverse.

—Vale, vale.

«¿Qué estará haciendo Nakata en este momento?», pensó el joven. «Seguro que aún debe de estar metido en el futón, durmiendo a pierna suelta. El tío, una vez que se duerme, ya no hay quien lo despierte. Desde luego, la expresión “dormir como un tronco” debieron de inventarla pensando justamente en él». Pero lo que Nakata soñaba durante las largas horas que permanecía dormido, eso el joven no podía ni imaginarlo.

—¡Eh, abuelo! ¿Falta mucho?

—Ya estamos llegando —respondió el Colonel Sanders.

—Oye, abuelo —dijo el joven.

—¿Qué?

—¿Eres el Colonel Sanders de verdad?

El Colonel Sanders carraspeó.

—No. Pero he adoptado su aspecto por el momento.

—Ya me parecía a mí —dijo el joven—. Entonces, abuelo, ¿quién eres en realidad?

—No tengo nombre.

—¿Y no tienes problemas, así, sin nombre?

—Ningún problema. Yo, en principio, no tengo ni nombre ni forma.

—¡Anda! Como un pedo.

—Pues, según cómo te lo mires, sí. Como no tengo forma, pues puedo convertirme en cualquier cosa.

—¡Jo!

—De momento he tomado prestada la forma del Colonel Sanders. Un icono de la empresa capitalista fácil de reconocer. No habría estado mal convertirme en Mickey Mouse, pero los de Disney son muy quisquillosos en lo que respecta a los derechos de sus dibujos. Y yo no quería verme metido en pleitos.

—A mí, la verdad, no me habría hecho mucha gracia que fuera Mickey Mouse el que me hubiera proporcionado una mujer.

—Sí, también tienes razón.

—Además, abuelo, me da la impresión de que el aspecto del Colonel Sanders cuadra más con tu carácter.

—Yo no tengo carácter ni sentimientos. «Os hablo bajo esta forma, pero no soy un dios, ni tampoco soy Buda, y siendo, como soy, un ser desprovisto de sentimientos, mi corazón difiere del de cualquier hombre».

—¿Y eso qué es?

—Unas líneas de
Cuentos de la lluvia y de la luna
, de Ueda Akinari. Supongo que no lo habrás leído.

—No quisiera fardar, pero no.

—Dice que ha tomado la forma de un hombre y que ahora está aquí, pero que no es ni un dios ni Buda. Es algo que no tiene sentimientos y, por eso, su corazón funciona de manera distinta al corazón de la gente. Eso es lo que quiere decir.

—¡Ahh! —dijo el joven—. No lo acabo de entender, pero vendría a ser que tú, abuelo, no eres un hombre, ni tampoco un dios, ni Buda. ¿Es eso?

—«No soy ni un dios, ni tampoco Buda, sólo un ser desprovisto de sentimientos. No inquiero acerca del Bien y del Mal humanos, ni debo, por lo tanto, actuar en consecuencia».

—No lo entiendo.

—Quiere decir que, como no soy un dios, ni tampoco soy Buda, no necesito juzgar el Bien y el Mal del hombre. Tampoco tengo ninguna necesidad de actuar conforme a los principios basados en el Bien y el Mal.

—Es decir abuelo, que tú estás por encima del Bien y del Mal.

—Hoshino, me sobrevaloras. No es que esté por encima del Bien y del Mal. Simplemente, no tengo nada que ver con ello. No sé lo que está bien ni lo que está mal. Lo único que deseo es realizar a la perfección el cometido que llevo entre manos. Sólo eso. Soy un ser terriblemente pragmático. Un objeto neutral, por decirlo así.

—¿Qué quieres decir con eso de realizar a la perfección tu cometido?

—¿Tú no has ido a la escuela o qué?

—A la escuela sí he ido, pero era un instituto de formación profesional y me pasaba el día de aquí para allá en moto.

—Pues lo que yo debo hacer es controlar que las cosas desempeñen su papel original. Mi función es supervisar la correlación entre mundos distintos. Vigilar que las cosas estén ordenadas a la perfección. Que la causa preceda a la consecuencia. Que no se confundan los significados. Que el pasado preceda al presente. Que el futuro vaya detrás del presente. Aunque las cosas no estén ajustadas al milímetro, no importa. En este mundo no existe la perfección. Con que las cuentas salgan, Hoshino, yo me doy por satisfecho. Aquí donde me ves, yo, a veces, también hago las cosas a ojo de buen cubero. En términos técnicos, eso vendría a ser «omisión del proceso intuitivo de información continua», pero si empiezo a darte pormenores sobre esto, la cosa se alargará mucho y, además, me da la impresión de que tú tampoco lo entenderías. Así que abreviemos. Lo que quiero decirte es que yo no le voy buscando el pelo a un huevo. Pero, eso sí, el balance ha de cuadrar. Porque ésa es mi responsabilidad.

—Lo que no entiendo, abuelo, es qué hace una persona como tú, alguien con una misión tan importante, de chulo por los callejones.

—Yo no soy una persona. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—Sí, vale.

—Si he hecho de chulo, ha sido únicamente para traerte hasta aquí. Tienes que ayudarme en algo. Así que he dejado que, como recompensa, te divirtieras un rato. Es una especie de formulismo.

—¿Ayudarte?

—Sí. Tal como te he dicho hace un rato, yo no tengo forma. En sentido estricto, soy un ente conceptual, metafísico. Puedo adoptar la forma que quiera, pero no tengo sustancia. Y, para desempeñar una acción real, es imprescindible tener sustancia.

—O sea, que, en este caso, yo soy la sustancia.

—Exacto —dijo el Colonel Sanders.

Avanzaron poco a poco por el sendero del oscuro bosque hasta encontrar una pequeña capilla sintoísta debajo de un grueso roble. La capilla era vieja, estaba medio podrida, no tenía ofrendas ni ornamentación de ningún tipo. Se limitaba a permanecer allí, abandonada, a la intemperie, olvidada de todos. El Colonel Sanders la iluminó con la luz de la linterna.

—La piedra está dentro. Abre la puerta.

—¡Ni hablar! —exclamó el joven Hoshino sacudiendo la cabeza—. Una capilla de un santuario no puede abrirse cuando a uno le da la gana. No quiero que caiga sobre mí ninguna maldición, y que se me caigan la nariz o las orejas.

—No te pasará nada. Te lo digo yo. ¡Ábrela! No caerá sobre ti ninguna maldición ni nada por el estilo. Ni se te caerán la nariz o las orejas. ¡Vaya con lo que me sales tú ahora! No seas arcaico, hombre.

—¿Y por qué no la abres tú mismo, abuelo? Yo no quiero verme metido en estas cosas.

—Tú no entiendes nada, ¿eh? Te lo acabo de explicar hace un momento. Resulta que yo no tengo sustancia. Yo no soy más que un concepto abstracto. Soy incapaz de hacer algo por mí mismo. Por eso te he traído hasta aquí. Y por eso te lo he dejado hacer tres veces por una tarifa irrisoria.

—Sí, la verdad es que ha estado muy bien, pero… Mira, es que no me apetece. A mí, desde niño, mi abuelo siempre me decía que, al menos en los santuarios, no hiciera barbaridades.

—Olvida a tu abuelo. No me vengas ahora con la moral autóctona de la prefectura de Gifu. No tenemos tiempo para eso.

Refunfuñando, Hoshino abrió medrosamente la puerta de la capilla. El Colonel Sanders dirigió hacia el interior el haz de luz de la linterna. Allí había, en efecto, una vieja piedra redonda. Tal como había dicho Nakata, tenía forma de un
mochi
redondo. El tamaño vendría a ser el de un LP, y era blanca y plana.

—¿Es ésta?

—Sí —dijo el Colonel Sanders—. Sácala.

—¡Eh! ¡Espera, abuelo! Que eso es robar.

—¡Qué más da! Aunque la piedra desaparezca, nadie se va a dar cuenta. Nadie va a echarla en falta.

—Pero es que esta piedra es de Dios. Y si la cogemos, así por las buenas, se enfadará.

El Colonel Sanders se cruzó de brazos y clavó la mirada en el rostro de Hoshino.

—¿Y qué es Dios?

El joven se sumió en profundas cavilaciones.

—¿Qué cara tiene Dios? ¿Qué hace? —le acució el Colonel Sanders.

—Pues no lo sé. Pero Dios es Dios. Está en todas partes. Todo lo ve. Y juzga lo que está bien y lo que está mal.

—Vamos, como un árbitro de fútbol.

—Pues, quizá sí.

—O sea, que Dios lleva pantalones cortos, un pito en la boca y va cronometrando el tiempo que falta para finalizar el partido.

—¡Qué pesado eres, abuelo! —dijo el joven Hoshino.

—¿Y el Dios japonés y el Dios extranjero son parientes? ¿O son enemigos?

—¡Y yo qué sé!

—¿Sabes, Hoshino? Dios sólo existe en la mente de los hombres. Y especialmente en Japón, para bien o para mal, en lo que respecta a Dios somos muy flexibles. Una prueba de ello es que el emperador, que era Dios antes de la guerra, al recibir del comandante del ejército de ocupación, el general MacArthur, la orden: «¡Deja ya de ser Dios!», le contestó: «¡Vale! Ya sólo soy una persona normal», y, desde 1946, dejó de ser Dios. El Dios de Japón era así de fácil de ajustar. Viene un militar norteamericano con gafas de sol y una pipa barata entre los dientes, le da una simple orden y Él cambia de naturaleza. Eso es el no va más de la posmodernidad. Si crees que existe, existe. Si crees que no existe, no existe. Yo jamás me he preocupado por esos detalles.

Other books

Pop Goes the Weasel by M. J. Arlidge
Haunted by Amber Lynn Natusch
The Collective by Don Lee
THE GIFT by Brittany Hope
The Stonecutter by Camilla Läckberg
All the Pope's Men by John L. Allen, Jr.
Beast Behaving Badly by Shelly Laurenston
Possession by Elana Johnson