Kafka en la orilla (77 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—¡Vaya! Conque te has vuelto la piedra de la entrada, ¿eh? —dijo el joven—. O sea, que tengo que cerrarte antes de que la cosa esa llegue hasta aquí. Para que no pueda entrar.

El joven intentó con todas sus fuerzas levantar la piedra. Pero ésta seguía sin moverse.

—No quieres moverte, ¿eh? —le dijo Hoshino a la piedra respirando hondo—. ¿Sabes, piedrecita, que pesas más que la otra vez? Lograrás que se me caigan los cojones al suelo, maja.

A sus espaldas seguía oyéndose aquel susurro. La cosa blanca se aproximaba cada vez más. Apenas quedaba tiempo.

—Voy a intentarlo de nuevo —dijo el joven y puso una mano sobre la piedra. Respiró hondo, se llenó los pulmones de aire hasta casi reventar, retuvo el aire dentro. Se concentró en un solo punto, agarró la piedra con las dos manos por un extremo. Si no lograba levantarla, no tendría una segunda oportunidad. «¡Ánimo, Hoshino!», se dijo a sí mismo. «Ha llegado la hora de la verdad, déjate aquí los huevos». Con toda la fuerza de la que fue capaz, acompañándose de un alarido, trató de levantar la piedra. La piedra se levantó sólo un poco. Volvió a tensar al máximo sus músculos para lograr que la piedra se separara del suelo.

Su mente quedó en blanco. Sintió cómo los músculos de los brazos se le hacían jirones. Sus testículos ya debían de estar por los suelos desde hacía rato. Pero la piedra no se separaba del suelo. Hoshino pensó en Nakata. Él había sacrificado los años de vida que le quedaban para cumplir la misión de abrir y cerrar la piedra. Y él debía desempeñar su papel hasta el final. Había heredado los
requisitos
de Nakata. Se lo había dicho el gato negro. Sus músculos necesitaban un suministro de sangre nueva. Los pulmones le pedían el aire fresco necesario para fabricar sangre. Pero él no podía respirar. Comprendió que la muerte se le estaba aproximando. Pronto, ante sus ojos, el abismo del vacío abriría sus fauces. Pero Hoshino, reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, atrajo de nuevo la piedra hacia sí. Logró levantarla como pudo y la piedra cayó del revés, con estrépito, al suelo. El suelo tembló por el impacto. Los cristales de las ventanas vibraron. Era un peso terrible, inmenso. Hoshino, sentado tal como había caído, aspiró una profunda bocanada de aire.

—¡Buen trabajo, Hoshino! —se dijo a sí mismo un poco después.

Una vez que estuvo cerrada la puerta de entrada, acabar con la cosa blanca le resultó a Hoshino mucho más fácil de lo que había esperado. Aquello ya no tenía ningún lugar adonde ir. Y la cosa blanca lo sabía. Dejó de avanzar hacia donde se dirigía y vagó por la habitación buscando algún lugar donde esconderse. Tal vez hubiese querido volver a meterse dentro de Nakata. Pero carecía de las fuerzas necesarias para huir. Rápido como una centella, Hoshino la persiguió y asestó varios golpes sobre ella con la macheta. Volvió a cortar los trozos seccionados en trozos más pequeños. Al principio, los trozos blancos quedaron retorciéndose sobre el suelo de madera de la estancia, pero pronto las fuerzas los abandonaron y, poco a poco, dejaron de moverse. Allí quedaron, rígidos, redondos, muertos. Debido a la mucosidad, la alfombra despedía un brillo blanco. Hoshino recogió todos los pedazos del cadáver con el recogedor, los metió en una bolsa de basura, la ató fuertemente con un cordel y, luego, metió esta primera bolsa dentro de una segunda bolsa de basura, que ató, asimismo, fuertemente con un cordel. Al final metió la bolsa de basura en una bolsa de tela gruesa que había dentro del armario empotrado.

Cuando hubo terminado, Hoshino sintió cómo las fuerzas lo abandonaban de repente, cayó de rodillas al suelo, permaneció allí respirando hasta que se le llenaron los pulmones mientras alzaba los hombros. Las dos manos le temblaban. Quiso decir algo, pero no le salían las palabras.

—¡Lo has conseguido, Hoshino! —se dijo a sí mismo poco tiempo después.

Debido a la lucha con la
cosa blanca
y al hecho de haberle dado la vuelta a la piedra, había ocasionado un estrépito espantoso y a Hoshino le preocupaba la posibilidad de que algún vecino se hubiera despertado y llamado a la policía. Sin embargo, por suerte, no sucedió nada. No se oyó la sirena de ninguna ambulancia, nadie llamó a la puerta. Lo último que quería Hoshino era ver a la policía irrumpiendo de pronto en el apartamento. Sabía que no había ninguna posibilidad de que la cosa blanca volviera a la vida. Ya no tenía lugar adonde ir. Sin embargo, mejor curarse en salud. En cuanto amaneciera la quemaría en la playa. La convertiría en cenizas. Y después volvería a Nagoya.

Ya casi eran las cuatro de la mañana. Pronto amanecería. Era hora de retirarse. Hoshino metió algo de ropa para cambiarse en la bolsa de viaje. Decidió guardar dentro las gafas de sol y la gorra de los Chûnichi Dragons por si acaso. Sólo faltaría que la policía lo pillara al final de todo. Cogió una botella de aceite para ensalada con el objetivo de quemar la bolsa. Se acordó del CD de El
Trío del archiduque
y lo metió también en la bolsa. Por último se acercó a la cama donde yacía Nakata. El aire acondicionado seguía funcionando a toda máquina y la habitación parecía un congelador.

—¡Eh, abuelo! Me voy —dijo el joven—. Me sabe mal, pero tú no te puedes quedar aquí para siempre. En cuanto llegue a la estación llamaré a la policía para que se hagan cargo de tu cadáver. Te dejaré en manos de los simpáticos guardias. O sea, que ya no nos volveremos a ver. No te olvidaré, abuelo. Nunca. Vamos, como si eso fuera posible.

El aire acondicionado se detuvo con estrépito.

—¿Sabes qué pienso, abuelo? —prosiguió el joven—. A partir de ahora, siempre que ocurra algo en mi vida, por pequeño que sea, pensaré: «Nakata, en esta situación, diría esto», «Nakata, en esta situación, haría lo otro». Al menos ésa es la sensación que tengo. Y eso, abuelo, es algo muy grande. Es decir, que significa que una parte de ti, abuelo, sigue viviendo dentro de mí. Vamos, no es que yo sea un continente muy lúcido, pero ¡en fin!, mejor eso que nada, ¿no?

Sin embargo, la persona a la que Hoshino se estaba dirigiendo no era más que la muda de Nakata. La parte más importante hacía mucho tiempo que se había ido a otra parte. Y eso también lo sabía Hoshino.

—¡Eh, piedrecita! —le dijo Hoshino a la piedra. La acarició. Volvía a ser una piedra cualquiera. Fría, áspera—. Me voy. Me vuelvo a Nagoya. Tu asunto, al igual que el del abuelo, lo dejaré en manos de la policía. Quería devolverte personalmente al santuario, pero tengo muy mala memoria y no me acuerdo de dónde está la capilla de la que te saqué. Lo siento mucho. Perdóname. No me lances ninguna maldición. Yo sólo hice lo que el Colonel Sanders me dijo. Así que, si se tiene que maldecir a alguien, que sea a él. ¡En fin! Pase lo que pase, encantado de haberte conocido. A ti, piedrecita, tampoco te olvidaré.

Luego, se calzó las Nike, con su suela gruesa, y salió de la casa. No cerró la puerta con llave. Llevaba la bolsa de viaje en la mano derecha y la bolsa con los pedazos de cadáver de la
cosa blanca
en la izquierda.

—Damas y caballeros, es la hora de la fogata —dijo Hoshino alzando la vista al cielo del este que empezaba a teñirse con los colores del amanecer.

49

Pasadas las nueve de la mañana oigo el motor de un vehículo que se acerca y salgo a la puerta. Poco después aparece un todoterreno de sólidas ruedas y cabina elevada. Es un Datsun cuatro por cuatro que tiene toda la pinta de llevar más de medio año sin que lo haya lavado nadie. En la parte de atrás acarrea dos largas tablas de surf muy usadas. El coche se detiene frente a la cabaña. Al pararse el motor, la tranquilidad vuelve a los alrededores. La puerta del todoterreno se abre, se apea un hombre alto. Lleva una camiseta holgada de color blanco, unos pantalones cortos caqui y unas zapatillas de deporte con la desgastada suela rajada. En la camiseta, llena de manchas de aceite, puede leerse: NO FEAR. Debe de rondar los treinta años. Es de espaldas anchas, está bronceado de los pies a la cabeza, lleva barba de tres días. El pelo lo tiene lo bastante largo como para cubrirle del todo las orejas. Deduzco que debe de tratarse del hermano de Ôshima, el surfista, el que vive en Kôchi.

—¡Hola! —saluda.

—¡Buenos días! —digo.

Me extiende la mano, se la estrecho en el porche. Su apretón de manos es vigoroso. He acertado. Es el hermano mayor de Ôshima. Me dice que todo el mundo lo llama Sada. Habla despacio, escogiendo las palabras. No se apresura. Como si quisiera demostrar que tiene todo el tiempo del mundo.

—Me han llamado de Takamatsu para que te venga a buscar y te lleve allí de vuelta —me dice—. Por lo visto se trata de algo urgente.

—¿De algo urgente?

—Sí. Pero no sé qué es.

—Gracias por venir a buscarme —digo.

—No tiene importancia. ¿Tardarás mucho en recoger tus cosas?

—Estoy listo en cinco minutos.

Mientras meto de cualquier manera mis cosas en la mochila, él me ayuda a recogerlo todo sin parar de silbar. Cierra la ventana, corre las cortinas, comprueba que la llave de paso del gas esté cerrada, recoge la comida que ha sobrado, pasa un poco de agua por el fregadero. En cada uno de sus movimientos se adivina que Sada considera la cabaña como una prolongación de sí mismo.

—Parece que a mi hermano le caes muy bien —me dice Sada—. Y a él no suele gustarle la gente. Tiene un carácter un poco difícil.

—Conmigo ha sido muy amable.

Sada asiente.

—Cuando quiere, es amabilísimo. —Comenta de manera concisa.

Me siento en el asiento del copiloto, dejo la mochila a mis pies. Sada enciende el motor, pone una marcha y, por último, asoma la cabeza por la ventanilla, hace un lento y minucioso repaso de la cabaña y aprieta el acelerador.

—Esta cabaña es una de las pocas cosas que tenemos en común mi hermano y yo —dice Sada conduciendo con mano experta por el camino de descenso de la montaña—. De vez en cuando, a los dos nos entran ganas de venir aquí a pasar unos cuantos días solos. —Reflexiona unos instantes sobre lo que acaba de decir, luego prosigue—. Esta cabaña era muy importante para nosotros, todavía lo sigue siendo. Nos da fuerza. Pero una fuerza tranquila. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Creo que sí —contesto.

—Mi hermano me dijo que seguro que lo entenderías —dijo Sada—. Quien no lo entiende no lo entenderá jamás.

En la tela descolorida de los asientos hay adheridos muchos pelos blancos de perro. Huele a perro y a mar. A la cera de las tablas de surf. A tabaco. Los botones de regular el aire acondicionado han saltado. El cenicero está lleno a rebosar de colillas. En el hueco portaobjetos de la puerta hay un montón de cintas de casete, todas sin caja.

—He entrado en el bosque —digo.

—¿Muy adentro?

—Sí —contesto—. Aunque Ôshima me advirtió que no lo hiciera.

—¿Pero tú has entrado hasta muy adentro?

—Sí —digo.

—Yo también tomé una vez la decisión de adentrarme en el bosque, y lo hice. De esto hará unos diez años.

Después enmudece durante unos instantes, se concentra en las manos mientras sujeta el volante. Se suceden las grandes curvas. Las ruedas gruesas del todoterreno arrojan un montón de piedrecitas al fondo del precipicio. De vez en cuando aparece algún cuervo al lado del camino. No huye al ver aproximarse el vehículo y, una vez que ha pasado de largo, se lo queda mirando con curiosidad.

—¿Viste a los soldados? —me pregunta Sada como si fuera lo más natural. Igual que si me estuviese preguntando la hora.

—¿A los dos soldados que van juntos?

—Sí —dice Sada. Me lanza una rápida mirada de reojo—. ¿Tan adentro llegaste?

—Sí —respondo.

Con las dos manos asiendo el volante con lasitud, permanece en silencio durante un tiempo. No manifiesta su opinión. La expresión de su rostro no cambia.

—Sada —digo.

—¿Sí?

—Hace diez años, cuando viste a los soldados, ¿qué hiciste?

—¿Que qué hice cuando vi a los soldados? —repite mi pregunta.

Asiento, espero su respuesta. Sada observa algo por el retrovisor, vuelve a dirigir la mirada al frente.

—Hasta ahora no se lo he contado a nadie —dice—. Ni siquiera a mi hermano. Bueno, a mi hermano o a mi hermana, es igual. A mi hermano. Él no sabe nada de lo de los soldados.

Asiento en silencio.

—Y tal vez tampoco ahora quiera contárselo a nadie. Ni siquiera a ti. Y es posible que tú tampoco quieras hablar de ello en toda tu vida. Ni siquiera conmigo. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Me parece que sí —digo.

—¿Qué crees que es aquello?

—Lo que hay allí es imposible de explicar con palabras. La verdadera respuesta no se puede describir con palabras.

—Exacto —dice Sada—. De eso se trata. Y lo que no se puede explicar con palabras, mejor no tratar de explicarlo de ninguna forma.

—¿Ni siquiera a uno mismo? —digo yo.

—Ni siquiera a uno mismo —dice Sada—. Mejor no explicarte nada ni siquiera a ti mismo.

Sada me ofrece un chicle de menta. Tomo uno, lo masco.

—¿Has hecho surf alguna vez? —me pregunta.

—No.

—Cuando te vaya bien, te enseñaré —dice—. Bueno, si te apetece, claro. En la costa de Kôchi hay olas muy altas, y no hay mucha gente. El surf es un deporte con más trasfondo de lo que parece. A través del surf aprendemos a no ir en contra de la naturaleza. Ni siquiera cuando más violenta se muestra.

Saca un cigarrillo del bolsillo de su camiseta, se lo pone en la comisura de los labios, le prende fuego con el encendedor del salpicadero.

—Ésta es otra de las cosas que no se pueden explicar con palabras. Una de esas que es imposible responder con un sí o con un no —dice.

Entrecierra los ojos, exhala el humo del tabaco, despacio, por la ventanilla.

—En Hawái hay un lugar que se llama Toilet Bowl. Allí chocan las olas que se retiran con las que llegan a la playa y se forman unos remolinos impresionantes. El agua se arremolina como en la taza del váter. A la que en un
wipe out
[54]
la espiral te succiona hasta el fondo, cuesta mucho salir a flote. Según la fuerza de las olas, es posible que no lo consigas jamás. Allá estás tú, en el fondo del mar, zarandeado por las olas, impotente. Lo único que puedes hacer es debatirte a la desesperada contra la potencia del agua. Y tus fuerzas van menguando. Cuando lo vives en tu propia piel, comprendes lo terrible que es. Pero, mientras no seas capaz de superar ese pánico, no puedes considerarte un surfista hecho y derecho. Estás solo y te enfrentas a la muerte, la conoces, logras superarlo. En el fondo del remolino piensas en muchas cosas. En cierto sentido te haces amigo de la muerte, empiezas a poder hablar con ella con el corazón en la mano.

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