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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (70 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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Tengo que esforzarme mucho para no perderlos de vista. Los soldados ni siquiera comprueban si los estoy siguiendo. Es como si pusieran a prueba mis fuerzas. Están midiendo hasta dónde puedo resistir. Incluso (aunque no sé por qué) parece que estén enfadados conmigo. No se dirigen la palabra. No sólo no me hablan a mí, tampoco hablan entre sí. Avanzan obcecados. Se van alternando en el puesto de cabeza sin intercambiar ni una sola palabra. Ante mis ojos, los fusiles que cuelgan a sus espaldas se van balanceando rítmicamente de izquierda a derecha. Parecen dos metrónomos. Andar con la vista clavada en ellos me produce un efecto hipnótico. Siento cómo me abandona la conciencia, alejándose de mí como si resbalara por encima del hielo. Pero yo me concentro en no perder el paso y avanzo en silencio, con el sudor manando de mis axilas.

—¿Vamos demasiado deprisa? —me pregunta, al fin, el soldado fornido tras volverse hacia mí. En su voz no se advierte el menor sofoco.

—No —contesto—. No hay problema. Os voy siguiendo.

—Eres joven, pareces fuerte —dice el alto sin dejar de mirar hacia delante.

—Nosotros estamos acostumbrados a ir y venir por este camino y, sin darnos cuenta, quizás apretemos el paso —dice el soldado fornido en tono de disculpa—. Así que, si andamos demasiado deprisa, tú nos lo dices, ¿de acuerdo? No te lo pienses dos veces. Y reduciremos la marcha. Sólo es que, en principio, no queremos andar más despacio de la cuenta, ¿comprendes?

—Si no puedo seguiros, ya os avisaré —respondo. Intento, sin conseguirlo, acompasar mi respiración para que no se den cuenta de que estoy sin aliento—. ¿Falta todavía mucho?

—No, no mucho —dice el alto.

—Llegamos enseguida —dice el otro.

Pero no me puedo fiar mucho de su opinión. Tal como ellos mismos han dicho, aquí el tiempo no es un factor importante.

Caminamos durante un rato en silencio. Pero el ritmo no es tan agotador como antes. Al parecer, ya ha finalizado la prueba.

—¿Hay serpientes venenosas en este bosque? —pregunto, porque es algo que me viene preocupando.

—¿Serpientes venenosas? —repite, sin volverse, el soldado alto de las gafas. Siempre anda con la mirada clavada al frente, como si esperara que, ante él, algo importante se le fuera a aparecer de un salto—. Pues nunca me lo había preguntado, la verdad.

—Quizá sí las haya —dice el soldado fornido volviéndose—. Aunque yo nunca he visto ninguna. Claro que eso a nosotros no nos afecta.

—Lo que queremos decir —dice el alto con tono despreocupado—, es que este bosque no tiene ninguna intención de hacernos daño.

—Así que no nos preocupan ni las serpientes venenosas ni nada por el estilo —dice el soldado fornido—. ¿Te has quedado tranquilo?

—Sí —digo.

—Ni serpientes venenosas, ni arañas venenosas, ni insectos venenosos, ni setas venenosas. Aquí, nada ajeno nos va a hacer daño —aclara el soldado alto. Sin volverse, claro.

—¿Nada ajeno? —repito. Posiblemente se deba al cansancio, pero me cuesta captar el sentido de las palabras.

—Nada ajeno. Lo que no somos nosotros —dice—. En resumen, que aquí nada ajeno nos va a hacer daño. Estamos en el punto más profundo del corazón del bosque. Nadie, ni siquiera tú mismo podrías hacerte daño.

Me esfuerzo en comprender sus palabras. Pero aquel reiterado efecto hipnótico ha mermado en gran manera mi capacidad de comprensión. Soy incapaz de hilvanar mis ideas.

—Cuando éramos soldados, nos hicieron practicar con frecuencia la manera de abrirle el vientre a un enemigo en un ataque con bayoneta —dijo el soldado fornido—. ¿Sabes cómo se clava la bayoneta?

—No —digo.

—Primero le clavas con todas tus fuerzas la bayoneta en el vientre al enemigo. Una vez está bien clavada, la empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. El enemigo morirá en medio de terribles sufrimientos. Es una muerte horrible. La agonía se prolonga y el sufrimiento es enorme. Pero sólo con clavarla no basta. El enemigo puede levantarse de golpe y ser tú quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. Éste es el mundo en el que hemos caído.

Las vísceras. Ôshima me explicó que son la metáfora del laberinto. Dentro de mi cabeza hay varias cosas que se van entrelazando y que acaban por embrollarse. Ya no sé discernir bien
lo que es
de lo que no es.

—¿Sabes por qué una persona tiene que hacerle a otra cosas tan crueles? —pregunta el soldado alto.

—No lo sé —digo.

—Yo tampoco —dice el soldado alto—. Me daba igual un soldado chino, que uno ruso o que uno americano. Yo no quería trincharle las tripas a nadie. Pero vivíamos en un mundo así. De modo que tuvimos que desertar. Pero no te equivoques. Nosotros no somos débiles. Éramos muy buenos soldados. Sólo que no podíamos soportar algo que conllevara tanta violencia. Tú tampoco eres débil, ¿verdad?

—No lo sé. Es difícil juzgarse a uno mismo —contesto con franqueza—. Pero durante toda mi vida me he esforzado en ser cada vez más fuerte, aunque sólo fuera un poco más.

—Eso es muy importante —dice el soldado fornido volviéndose hacia mí—. Muy importante. Eso de esforzarse en ser cada vez más fuerte.

—A ti no hace falta que te digan que eres fuerte. Ya se ve —dice el alto—. A tu edad, cualquiera no puede llegar hasta aquí.

—Muy recio, sí —dice el soldado fornido con admiración.

Por fin se detienen. El soldado alto se quita las gafas, se frota las aletas de la nariz, se vuelve a poner las gafas. Ninguno de los dos respira de forma entrecortada, ni siquiera sudan.

—¿Tienes sed? —me pregunta el soldado alto.

—Un poco —admito. En realidad, me siento terriblemente sediento. Es que he tirado la mochila donde llevaba la cantimplora. El soldado alto coge la cantimplora de aluminio que lleva prendida a la cintura y me la ofrece. Tomo algunos sorbos de agua tibia. El agua apaga la sed de todos los rincones de mi cuerpo. Limpio el gollete de la cantimplora y se la devuelvo—. Gracias —digo.

El soldado alto asiente en silencio.

—Estamos en la cresta de estas montañas —me informa el soldado fornido.

—Bajaremos derechos hasta abajo, ve con cuidado para no resbalar —dice el soldado alto.

Y empezamos a descender la resbaladiza pendiente con gran precaución.

En medio de la empinada pendiente tomamos una gran curva y, tras cruzar un bosque, aquel mundo aparece de repente ante nuestros ojos.

Los dos soldados se detienen, se vuelven y me miran a la cara. No dicen nada. Pero sus ojos me transmiten un mensaje mudo.
Éste es el lugar. Tú vas a entrar en él
. Yo también me detengo y contemplo ese mundo.

Es una cuenca llana que se ha aprovechado utilizando la configuración original del terreno. No sé cuánta gente vivirá ahí, pero, a juzgar por las dimensiones, seguro que no mucha. Hay varias calles, a cuyos lados se levantan aquí y allá unos cuantos edificios. Las calles son pequeñas, los edificios también. No se ve un alma. Todos los edificios son inexpresivos, parecen haber sido construidos pensando más en que sirvieran como protección frente a las inclemencias meteorológicas que en la belleza. El conjunto es demasiado pequeño como para adoptar el nombre de «pueblo». No hay tiendas ni edificios públicos. No hay ni carteles ni letreros. Sólo aquellos edificios sobrios, de idéntico tamaño e idéntica forma que se han agrupado, como si de pronto se le hubiera ocurrido a alguien, formando una población. Ningún edificio tiene jardín, en las calles no se ve un solo árbol. Como si hubiesen decidido que ya tienen bastante vegetación a su alrededor.

Sopla una ligera brisa. La brisa cruza el bosque y hace temblar las hojas de los árboles, aquí y allá, a mi alrededor. El anónimo susurro que produce deja ondas en la piel de mi corazón, como las dejaría el viento en la superficie de una duna. Apoyo una mano en el tronco de un árbol y cierro los ojos. Esta impronta del viento parece un signo. Pero yo aún no puedo descifrar su significado. Para mí es como un idioma extranjero que desconozco totalmente. Resignado, abro los ojos, vuelvo a contemplar este mundo nuevo que se abre ante mí. En mitad de la pendiente, con la vista clavada en ese lugar junto con los soldados, siento que la impronta del viento que se encuentra en mi interior se está desplazando. De manera simultánea, los signos se recomponen, las metáforas se transforman. Tengo la sensación de que me voy alejando de mí mismo, de que floto. Soy una mariposa que aletea en el borde del mundo. Más allá de la linde del mundo se encuentra un espacio donde el vacío y la sustancia se superponen a la perfección. Donde el pasado y el futuro forman un círculo continuo y sin límite. Por allí vagan los signos que nadie ha leído, los acordes que nadie ha escuchado jamás.

Acompaso mi respiración. Mi corazón todavía no ha acabado de adoptar una única forma. Pero ya no tengo miedo.

Los soldados, sin pronunciar palabra, vuelven a emprender la marcha y yo los sigo en silencio. Conforme vamos bajando la pendiente, el pueblo se acerca. Un riachuelo con un muro de protección de piedra fluye a lo largo de la calle. Se oye un agradable murmullo de agua. Un agua limpia, transparente. Aquí todo es sencillo y pequeño. Aquí y allá se levantan postes de la electricidad con hilos tendidos entre poste y poste. Es decir, que la electricidad llega hasta aquí. ¿La electricidad? Me produce cierta sensación de extrañeza.

La alta cresta verde de las montañas rodea el lugar por los cuatro costados. Una uniforme capa gris vuelve a cubrir el cielo. Mientras los soldados y yo andamos por las calles, no nos cruzamos con nadie. El lugar está silencioso y tranquilo, sin un ruido. Tal vez la gente esté encerrada dentro de sus casas, esperando, con el aliento contenido, a que pasemos de largo.

Los dos soldados me conducen hasta un edificio. Se parece muchísimo, en el tamaño y la forma, a la cabaña de Ôshima. Tanto que se podría pensar que uno ha estado hecho a imagen y semejanza del otro. En la fachada hay un porche y, en éste, una silla. Es una construcción de una sola planta, la chimenea de la estufa sale por el tejado. La diferencia es que aquí el dormitorio está separado de la salita de estar, que hay lavabo, que hay corriente eléctrica. En la cocina hay un refrigerador eléctrico. No muy grande, un modelo antiguo. Hay lámparas colgando del techo. Incluso hay un televisor. ¿Televisor?

En el dormitorio veo una sencilla cama individual, sin adornos, ya hecha.

—De momento, quédate aquí y relájate —me indica el soldado fornido—. No por mucho tiempo.
De momento.

—Tal como te hemos dicho antes, aquí el tiempo no es tan importante —dice el soldado alto.

—No tiene ninguna importancia —conviene el soldado fornido.

¿De dónde viene la electricidad?

Los dos se miran.

—Hay una pequeña central eólica. Produce electricidad en el corazón de las montañas. Allá siempre sopla el viento —explica el soldado alto—. Uno no puede estar sin electricidad, ¿verdad?

—Sin electricidad no hay neveras, y sin neveras no se pueden conservar los alimentos —me explica el soldado fornido.

—No es que no puedas vivir sin nevera, claro —dice el soldado alto—. Pero es muy útil.

—Si tienes hambre, hay comida en la nevera. Come lo que quieras. Pero me temo que no habrá gran cosa —dice el soldado fornido.

—Aquí no tenemos carne, ni pescado, ni café, ni alcohol —dice el soldado alto—. Al principio, es un poco duro, pero luego te acostumbras.

—Pero hay huevos, queso y leche —dice el soldado fornido—. Es que las proteínas de origen animal son, hasta cierto punto, necesarias.

—Claro que, como aquí no producimos estas cosas, para conseguirlas tenemos que ir a donde los otros —dice el alto—. Y hacemos trueque.

¿Los otros?

El soldado alto asiente.

—Pues, claro. Aquí no estamos aislados del mundo. Existen
los otros
. Faltaría más. Ya te irás enterando, poco a poco, de muchas cosas.

—Al atardecer, alguien te preparará la comida —dice el soldado alto—. Hasta entonces, si te aburres, puedes ver la televisión.

¿Echan algún programa por la televisión?

—Pues…, ¿qué deben de hacer? —dice el soldado alto con cara de apuro. Con la cabeza ladeada mira al soldado fornido.

El soldado fornido también ladea la cabeza, desconcertado. Pone cara seria.

—La verdad es que todo eso de la televisión yo no lo sé muy bien. Es que no la he visto nunca.

—La pusimos aquí porque pensamos que, a lo mejor, les sería útil a los recién llegados —dice el soldado alto.

—Pero
algo
podrás ver, seguro —dice el soldado fornido.

—En fin, quédate aquí y descansa —dice el soldado alto—. Nosotros tenemos que volver a nuestro puesto.

Gracias por traerme.

—De nada. Ha sido muy fácil —dice el soldado fornido—. Tienes las piernas mucho más robustas que los demás. Hay un montón de gente que no puede seguirnos. Incluso alguna vez hemos tenido que llevar a alguno a cuestas.

—Decías que aquí había alguien a quien querías ver, ¿verdad? —dice el soldado alto.

Sí.

—Seguro que no tardaréis mucho en encontraros —dice el soldado alto. Y hace varios movimientos afirmativos de cabeza—. Este mundo es muy pequeño.

—Espero que te acostumbres pronto —dice el soldado fornido.

—Una vez te acostumbras, todo es muy fácil —dice el soldado alto.

Muchas gracias.

Los dos juntan los pies, se ponen en posición de firmes y hacen un saludo militar. Salen, de nuevo con el fusil en bandolera. Recorren la calle a paso rápido y vuelven a su puesto. Deben de pasarse día y noche haciendo guardia en la puerta de entrada.

Voy a la cocina y atisbo dentro del frigorífico. Hay un montón de tomates, hay queso. También hay huevos, nabos y zanahorias. Una gran jarra de porcelana llena de leche, y mantequilla. Encuentro pan dentro de una alacena, corto un trozo y lo mordisqueo. Está un poco duro, pero no sabe mal.

En la cocina hay un fregadero con agua corriente. Doy la vuelta al grifo, sale agua. Un agua límpida y helada. Teniendo electricidad, es posible que la bombeen de algún pozo. Lleno un vaso, me lo bebo.

Me acerco a la ventana y contemplo lo que hay al otro lado. El cielo sigue cubierto de nubes grises, pero no parece que vaya a llover. Permanezco largo rato mirando por la ventana pero no consigo ver a nadie. El pueblo parece estar completamente muerto. O, tal vez, la gente, por alguna razón que desconozco, se oculta para que no la vea.

BOOK: Kafka en la orilla
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