Guiado por el monje, Juan encontró fácilmente el monasterio. Langatse tenía cuarenta años, aunque físicamente apenas había pasado de la juventud. Era ciego de nacimiento. A causa de esta ceguera había desarrollado sus facultades telepáticas mucho más que Juan. Veía telepáticamente por los ojos de otros. Para leer, por ejemplo, le bastaba que alguien mirase una página. Como podía utilizar a la vez varios pares de ojos, y ver un objeto desde distintos y simultáneos puntos de vista, sus imágenes mentales eran realmente insólitas. Como decía Juan,
asía
las cosas visualmente.
Juan había pensado que Langatse se uniría al grupo, pero el tibetano no era, en este sentido, muy distinto de Adlan. Se interesó en la aventura y alentó al muchacho, pero nada más. La fundación de un nuevo mundo, aunque alguien debía realizarla, no era para él asunto urgente. No quería abandonar tampoco su actividad espiritual. Consintió, sin embargo, de buena gana, en convertirse en consejero de la colonia telepática y otras actividades supernormales. Hubiera preferido, sin embargo, que Juan se quedase en el Tíbet, y compartiese sus difíciles y exaltados ejercicios.
Juan permaneció una semana en el monasterio. Mientras volvía recibió un mensaje de Langatse. Había decidido ayudar a Juan, buscando y preparando jóvenes supernormales. Lo, por su parte, comunicó que había descubierto a dos hermanas más jóvenes que ella. Se unirían a la expedición, pero más tarde. La mayor estaba enferma, y la menor era todavía una niña.
El
Skid
partió otra vez. En Cantón, Juan encontró a Shen Kuo, joven chino con quien ya se había comunicado. Shen Kuo se dirigió enseguida al interior del continente en busca de otros cuatro jóvenes descubiertos por Langatse en la remota provincia oriental de Sze Chwan. Desde allí los cinco viajarían al Tíbet, al monasterio de Langatse. Allí pasarían un tiempo preparándose para la nueva vida. Langatse informó que había hallado a otros cuatro tibetanos y que éstos se educarían también en el monasterio.
Más tarde el mismo Langatse descubrió otra adepta: una jovencita chino-americana de San Francisco, llamada Washingtonia Jong. El
Skid
cruzó el Pacífico, y la joven se convirtió sin más en un nuevo tripulante. La conocí mucho después, pero puedo decir que «Washy», como la llamaban, me pareció a primera vista una muchacha común, una simpática
flapper
norteamericana de ojos rasgados y cabello negro. Descubrí más tarde que era algo más.
Era necesario ahora descubrir una isla. Debía ser de clima templado, con suelo fértil y pesca abundante, y estar alejada de todas las rutas. Este último requisito era importante. Como un día, tarde o temprano, alguien visitaría la isla, Juan ideó ciertas medidas para impedir que los barcos se acercaran o evitar que los viajeros hablasen luego de la colonia. Me referiré más adelante a estas medidas.
El
Skid
cruzó el ecuador e inició la exploración sistemática de los mares del Sur. Al cabo de algunas semanas, descubrió una isla conveniente, aunque diminuta. Estaba situada en el interior del ángulo formado por las rutas que, partiendo de Nueva Zelanda, se dirigen respectivamente a Panamá y al cabo de Hornos. Este descubrimiento fue realmente afortunado, casi providencial, pues la isla no figuraba en ningún mapa, y parecía haber surgido a la superficie en los últimos veinte años. No había en ella animales mamíferos ni reptiles, y la vegetación era aún escasa y uniforme. Sin embargo, la isla estaba habitada. Un pequeño grupo de indígenas vivía allí de la pesca. De su hogar original habían traído plantas y árboles.
Nada supe de estos indígenas hasta que, mucho más tarde, visité la colonia.
—Eran criaturas sencillas y atractivas —me dijo Juan—, pero por supuesto, no podíamos permitir que nos molestaran. Hubiésemos podido, quizá, destruir sus recuerdos de la isla y nosotros, y luego trasladarlos. Pero nuestra técnica para provocar el olvido era aún, a pesar de las enseñanzas de Langatse, muy imperfecta. Además, ¿dónde podíamos dejar a los nativos sin despertar la curiosidad de la gente? Si se quedaban en la isla, por otra parte, estorbarían nuestra obra, y les causaríamos un enorme daño espiritual. Decidimos, por lo tanto, destruirlos mediante cierta técnica hipnótica (o magia, si prefieres) que en aquellas mentes religiosas no podía fracasar. Los nativos nos habían recibido con una fiesta, a la que siguieron algunas danzas rituales. Cuando la excitación llegó a su clímax, Lo bailó para ellos. Y luego les dije, en su propio idioma, que éramos dioses, que necesitábamos la isla, y que debían levantar una pira funeraria, acostarse en ella, y morir contentos y felices. Así lo hicieron; hombres, mujeres y niños.
No puedo defender esta acción. Pero señalaré que, si los invasores hubiesen pertenecido a la especie normal, habrían bautizado sin duda a los nativos, distribuyendo entre ellos libros devotos, ropas europeas, ron y un sinnúmero de enfermedades. Y luego de haberlos esclavizado económicamente, habrían aplastado sus espíritus exhibiendo la superioridad trivial del hombre blanco. Por fin, cuando todos hubiesen muerto a causa del desaliento o la bebida, habrían llorado sobre sus tumbas.
Quizás la única defensa de este asesinato psicológico cometido por los supernormales sea la siguiente: decididos a adueñarse de la isla, no eludieron las consecuencias de esa decisión. Cumplieron su tarea del modo más limpio posible. No juzgaré aquí si el fin que tan despiadadamente persiguieron justificaba los medios. Aunque pienso que el crimen nunca puede justificarse, por elevados que sean los fines. Si ese crimen hubiese sido perpetrado por miembros de mi propia especie, tal acción habría merecido mi más firme condena. Pero no seré yo quien juzgue a seres que me demostraron diariamente que no sólo poseían una mayor inteligencia que la mía, sino también una mayor comprensión moral.
Una vez que Juan, Lo, Ng-Gunko, Washingtonia y el niño Sambo tomaron posesión de la isla, pasaron allí algunas semanas descansando del viaje, preparando la instalación de la colonia, y comunicándose con Langatse y los supernormales a su cargo. Cuando estos asiáticos estuviesen preparados, viajarían a alguna isla de la Polinesia, donde los recogería él
Skid
. Mientras tanto, el barco iría a Inglaterra, pasando por el estrecho de Magallanes, para traer a la isla algunos materiales y el resto de los supernormales europeos.
Se funda la colonia
El
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llegó a Inglaterra —sin aviso previo— tres semanas antes de la fecha en que debía casarme. Berta y yo habíamos salido de compras, y pasamos por mi casa para dejar algunos paquetes. Entramos en la sala, y allí estaban los tripulantes del
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, cómodamente instalados, comiendo mis manzanas y unos bombones que yo tenía reservados para Berta. Durante un momento no supimos qué decir. Sentí que Berta me apretaba el brazo. Juan, estirado en un sillón junto al fuego, comía una manzana. Lo, tirada en la alfombra de la chimenea, hojeaba el
New Statesman
. Ng-Gunko, en otro sillón, masticaba bombones y se inclinaba sobre Sambo. Creo que ayudaba a la criatura a ajustarse las gruesas ropas sin las cuales no hubiera sobrevivido en el clima inglés. Sambo, de cabeza y vientre enormes, con miembros que parecían ramitas, me miró inquisitivamente. Washingtonia, a quien yo no conocía, me pareció, al lado de aquellos monstruos, notablemente vulgar.
Juan se había levantado y nos decía, con la boca llena:
—Hola, viejo Fido. Hola, Berta. Me vas a odiar, Berta, pero necesitaré a Fido durante algunas semanas. Tengo que comprar varias cosas.
—Pero si estamos a punto de casarnos —protesté.
—Maldita sea —contestó Juan.
Y enseguida, sorprendido de mí mismo, aseguré a Juan que, por supuesto, podríamos demorar el casamiento un par de meses.
—Por supuesto —murmuró Berta desplomándose en un sillón.
—Muy bien —dijo Juan alegremente—. Después de este asunto, no os molestaré más. —Sentí, inesperadamente, que me apretujaban el corazón.
Las semanas siguientes transcurrieron en un remolino de actividades prácticas. Era necesario reacondicionar el
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y preparar el avión. Las herramientas, maquinarias, implementos eléctricos y otros materiales se mandarían a Valparaíso. Desde las selvas sudamericanas había que enviar madera al mismo puerto. Los víveres saldrían de Inglaterra. De todo esto debía encargarme yo, bajo la dirección de Juan. Él mismo preparó una lista de libros que yo tenía que conseguir. Había docenas de obras técnicas sobre temas biológicos, agricultura tropical, y otros asuntos. Abundaban también los libros de música teórica, astronomía y filosofía y las obras puramente literarias —curiosamente seleccionadas— en varios idiomas. La búsqueda de unas cuantas docenas de escritos asiáticos relacionados con el ocultismo me llevó mucho tiempo.
Poco antes de la fecha de partida, llegaron los miembros europeos. Juan mismo fue a buscar a Jelli, una niña húngara que decía tener diecisiete años. No era una belleza. Las regiones occipital y frontal del cráneo se habían desarrollado de un modo repulsivo. La parte posterior caía sobre la nuca y la frente se adelantaba más allá de la nariz, que era rudimentaria. De perfil, la cabeza parecía un mazo de
croquet
. La niña tenía, además, labio leporino y piernas cortas y torcidas. Parecía una cretina y, sin embargo, su inteligencia y temperamento eran supernormales, y su vista, hipersensible. No sólo distinguía dos colores primarios en lo que llamamos azul, sino que veía también el infrarrojo. Además de poseer esta sensibilidad para el color, percibía las formas con notable agudeza. La causa residía sin duda en la estructura de su retina. Podía leer un periódico a veinte metros de distancia, y le bastaba un golpe de vista para saber si una moneda era o no perfectamente circular. Echaba un vistazo a las piezas mezcladas de un rompecabezas, y reconstruía rápidamente la figura. Esta sorprendente habilidad la molestaba a menudo, pues los objetos fabricados por el hombre le parecían siempre imperfectos. En cuanto al arte, se sentía atormentada no sólo por la inadecuada ejecución sino también por la crudeza de las concepciones.
Polo opuesto de Jelli era la francesita Marianne Laffon, más bien bonita, de ojos negros y piel de aceituna. Enciclopedia andante de la cultura francesa, citaba de memoria cualquier pasaje de cualquier clásico, y ponía agudamente al desnudo el pensamiento del autor.
Había también una muchacha sueca, Sigrid, a quien Juan llamaba la peinadora de mentes. Tenía el don de acabar con las confusiones del espíritu. Había sufrido de tuberculosis, y se había curado merced a una especie de inmunización mental; pero conservaba la alegría de los tísicos. Frágil, de ojos grandes, unía a su inteligencia y simpatía una ternura maternal ante la fuerza bruta. La brutalidad la emocionaba «como si fuese un niño travieso».
Varios jóvenes supernormales fueron uniéndose a la tripulación del
Skid
. La casa de los Wainwright se convirtió en esos días en un manicomio. Conocí allí a Kemi, el finlandés, una especie de Juan más joven; al turco Shahin, algo mayor que Juan, pero fiel y feliz subordinado, y al caucasiano Kargis.
Desde un punto de vista normal, Shahin era el más atractivo. Parecía un bailarín ruso, y era en su trato de una dulzura que unos interpretaban como encantadora frivolidad y otros como sublime indiferencia. Kargis, no mucho menor que Juan, llegó casi loco.
Había hecho un penoso viaje en un buque de carga y su mente inestable no había soportado el esfuerzo. Pertenecía en apariencia al tipo de Juan, pero era más moreno y menos vigoroso. Este curioso joven me resultaba incomprensible. Pasaba rápidamente de la excitación al letargo, de la pasión a la frialdad. Estas fluctuaciones no obedecían a ritmos fisiológicos, sino a acontecimientos externos que yo no alcanzaba a percibir. Cuando pregunté qué acontecimientos eran, Lo, tratando de ayudarme, me explicó:
—Como Sigrid, estima profundamente el valor de la personalidad, pero de muy distinto modo. Sigrid ama a la gente, le causan gracia, las ayuda, las cura. Para Kargis, en cambio, toda persona es una obra de arte, con una calidad y un estilo peculiares, o una forma ideal que la vida materializa, con mayor o menor perfección. Y cuando una persona no es fiel a su estilo, o su forma ideal, Kargis sufre atrozmente.
Los diez jóvenes y el niño se hicieron a la vela en el
Skid
en agosto de 1928.
Juan no dejó de escribirnos. Como luego explicaré, el
Skid
, y a veces el avión, hacían frecuentes viajes a las islas o a Valparaíso. De este modo Juan podía enviarnos sus cartas. Supimos así que el viaje no había tenido inconvenientes; que pararon en Valparaíso para cargar la mayor cantidad posible de provisiones; que el
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, gobernado por Ng-Gunko, Kemi y Marianne, volvió varias veces a ese puerto.
Los miembros asiáticos ya habían llegado a la isla y «se adaptaban magníficamente». Un huracán había asolado la isla, destruyendo algunos edificios, golpeando el
Skid
contra la costa e hiriendo a un joven tibetano. La colonia disponía ya de frutales y hortalizas, y seis canoas para pescar. Se creyó que Kargis, gravemente afectado por una enfermedad digestiva, iba a morir, pero curó. Los restos de una tortuga de las Galápagos habían aparecido en la playa después de sabe Dios qué viaje. Sigrid había domesticado un albatros que robaba el desayuno. La colonia había sufrido su primera tragedia: un tiburón había sorprendido a Yang Chung, y Kemi, que había intentado rescatarlo, estaba gravemente herido. Sambo se pasaba las horas leyendo, aunque todavía no sabía sentarse. Habían fabricado flautas como la de Jaime Jones, pero para manos de cinco dedos. Tsomotre (uno de los tibetanos) y Shahin componían una música maravillosa. Lo había operado con éxito a Jelli de apendicitis aguda, y, después de trabajar duramente en ciertos experimentos de embriología, había vuelto a caer en una de sus terribles pesadillas. Marianne y Shen Kuo vivían ahora en un lugar solitario de la isla, porque «deseaban estar solos un tiempo». Washy, que odiaba a Lankor (una muchacha tibetana) por haberle robado el corazón de Shahin, había querido matarla y suicidarse luego. Sigrid, a pesar de su paciencia, no podía curar a Washy y parecía agotada. La influencia telepática de Langatse curaba desde lejos a las dos jóvenes. El edificio de la biblioteca había sido concluido, e iniciaban la construcción del observatorio. Tsomotre y Lankor, evidentemente los telépatas más expertos, comunicaban diariamente a la colonia las noticias del mundo. Los más adelantados, se ejercitaban mentalmente bajo la dirección de Langatse. Un grave temblor de tierra había hundido la isla medio metro, y se habían visto obligados a fortalecer los muelles. El
Skid
estaba preparado para un éxodo de emergencia.