Juan adujo que un mundo de hombres nuevos glorificaría mejor a Alá que unos pocos espíritus aislados en un mundo de criaturas subhumanas, y que, por lo tanto, la tarea más urgente era crear ese mundo.
Pero Adlan contestó:
—Así te parece, porque estás hecho para la acción, y porque eres joven. Y por cierto que es así. Nosotros, los contemplativos, sabemos que vosotros crearéis un día un mundo nuevo. Pero también sabemos que hay otra tarea. Quizá hasta sea parte de mi tarea ver muy lejos en el futuro para alabar las grandes hazañas que tú, o algún otro, estáis destinados a realizar.
Juan concluyó su relato diciendo:
—Luego el viejo dejó de comunicarse conmigo, y de hablar con Harry. Más tarde «pensó» en mí otra vez. Su alma me envolvió con grave ternura. «Es hora de que me dejes», expresó. «He vislumbrado tu futuro. Y aunque puedas oír mis presagios sin desmayos, y sin apartarte del camino de las alabanzas, no te hablaré de eso». Al día siguiente lo volví a encontrar, pero no deseaba hablarme. Al final del viaje, cuando los Robinson bajaban del bote, tomó a Harry en sus brazos y lo depositó en tierra diciéndole, en el lenguaje que los residentes europeos creían árabe: «¡Lhawaga swoia, quaïs ketir!». (El pequeño amo es muy hermoso). A mí me dijo con el pensamiento: «Esta noche o quizás mañana, moriré. Pues he alabado el pasado y el presente, y el futuro próximo, con toda la comprensión de que Alá me dotó. Y asomándome al futuro lejano sólo he podido ver cosas oscuras y terribles que no alabaré. Por lo tanto, he cumplido mi tarea. Ahora puedo descansar».
Al día siguiente otro barco llevó a Harry y sus padres a las casillas de baño.
Ng-Gunko y Lo
Se recordará que habíamos sacado pasajes para tres personas vía Oriente a Toulon e Inglaterra. El tercer miembro del grupo apareció tres horas antes que saliera el barco.
Juan explicó que había descubierto a esta sorprendente criatura, llamada Ng-Gunko, con la ayuda de Adlan. El viejo se había puesto en contacto con este contemporáneo de Juan desde el pasado.
Ng-Gunko era nativo de una remota montaña selvática de Abisinia, y aunque todavía en la infancia, se había encaminado —a pedido de Juan— hacia Port Said, pasando por una serie de aventuras que no narraré aquí.
Pasó el tiempo y Ng-Gunko no aparecía. Mi escepticismo e impaciencia crecieron, pero Juan esperaba confiado. Ng-Gunko apareció en el hotel mientras yo trataba de cerrar el baúl. Era un negrito grotesco y sucio, y me molestó la perspectiva de compartir con él nuestro camarote. Parecía tener unos ocho años, pero en realidad pasaba de los trece. Usaba un caftán azul y largo, muy arrugado, y un fez roto. Como supimos después, había comprado esta ropa para no llamar la atención. Pero era inútil. Al verlo, mi primera reacción fue de franca incredulidad: este animal no existe, me dije a mí mismo. Luego recordé que la mutación de una especie produce a menudo una larga serie de personajes tan fantásticos que muchos de los nuevos tipos no son siquiera viables. Ng-Gunko, decididamente viable era, sin embargo, una monstruosidad. Aunque en su rostro había una oscura mezcla de negroide y semita, con una inequívoca reminiscencia del tipo mongólico, su mota de negroide no era negra sino de un color rojo oscuro. El ojo derecho, enorme y negro, armonizaba con el cutis, pero el ojo izquierdo, mucho más pequeño, era azul. Estas discrepancias daban al rostro una comicidad siniestra. Los labios gruesos se le torcían frecuentemente en una sonrisa que revelaba tres dientecitos arriba y uno abajo. El resto de la dentadura no había salido todavía.
Ng-Gunko hablaba inglés con fluidez, pero con una pronunciación extraña. Había aprendido esta lengua en su viaje de seis semanas por el valle del Nilo. Cuando llegamos a Londres, su inglés era tan bueno como el nuestro.
La tarea de preparar a Ng-Gunko para el viaje fue singularmente ardua. Lo lavamos ante todo con agua y jabón y lo cubrimos luego de insecticida. Tenía varias heridas putrefactas en las piernas. Juan esterilizó la hoja más afilada de su cortaplumas, y cortó la carne en mal estado mientras Ng-Gunko nos hacía unas muecas de dolor y diversión. Le compramos, venciendo sus protestas, unos trajes europeos; lo hicimos fotografiar para el pasaporte, que Juan ya había tramitado ante las autoridades egipcias, y lo condujimos triunfalmente al barco con su pantalón nuevo y una camisa blanca.
Durante el viaje tratamos de enseñarle modales europeos. No debía limpiarse la nariz en público, y mucho menos sonársela con la mano. No debía tomar la carne y las verduras con los dedos. No debía hacer sus necesidades en cualquier lugar. No debía, aunque no era más que un niño, aparecer desnudo en el comedor. No debía exhibir su inteligencia. No debía observar fijamente a sus compañeros de viaje. Por sobre todo, le dijimos, debía dominar el impulso, aparentemente irresistible, de jugarles bromas pesadas.
Aunque frívolo, Ng-Gunko poseía evidentemente una inteligencia superior. Era notable, por ejemplo, que un chico que había vivido catorce años en la selva comprendiera fácilmente el principio de la turbina de vapor. El viejo y experimentado escocés que nos mostraba el cuarto de máquinas se rascaba la cabeza ante las preguntas de Ng-Gunko. Juan tuvo que susurrarle airadamente:
—Si no reprimes tu maldita curiosidad, te arrojaré al mar.
Llegamos a destino y Ng-Gunko fue instalado en casa de los Wainwright. Como no deseábamos llamar excesivamente la atención, le teñimos el cabello de negro y le compramos unas gafas oscuras. Desgraciadamente, Ng-Gunko era muy joven, y no resistía la tentación de estudiar a los nativos. Cuando salía con nosotros a la calle, agobiado por el clima inglés, solía retrasarse unos pasos. Si nos cruzábamos entonces con una anciana o un niño, Ng-Gunko adelantaba la barbilla, se sacaba las gafas y sonreía diabólicamente. A veces no reparaban en él; pero en una ocasión tuvo tanto éxito que la víctima lanzó un alarido. Juan se volvió hacia su protegido y lo tomó por el cuello.
—Vuelve a hacerlo —le dijo— y te arrancaré de cuajo ese ojo azul.
Ng-Gunko no volvió a repetir la jugarreta en presencia de Juan, pero se aprovechaba a menudo de mi condescendencia.
Sin embargo, pocas semanas más tarde, Ng-Gunko comenzó a interesarse por la gran aventura y su papel de conspirador. Pero era todavía, en el fondo, un pequeño salvaje. Hasta su pasión extraordinaria por las máquinas se parecía al deleite de una mente primitiva que descubre el mundo civilizado. Su talento para la mecánica eclipsaba en algunos sentidos al de Juan. A los pocos días del desembarco andaba en motocicleta y realizaba con ella increíbles malabarismos. Muy pronto la desarmó y volvió a armarla. Dominaba asimismo los principios del poder psicofísico desarrollado por Juan, y descubrió, con gran alegría, que podía realizar él mismo aquellos milagros. Ya se daba por sentado que sería el ingeniero responsable del barco y la futura colonia, dejando a Juan los asuntos más importantes. Pero en los actos de Ng-Gunko, y en su actitud hacia la vida, había una pasión y una intensidad muy distintas de la calma invariable de su amigo. Yo a veces me preguntaba si era verdaderamente un supernormal o sólo un ser insólito dotado de una brillante inteligencia. Pero cuando se lo sugerí a Juan, éste se rió:
—Ng-Gunko es un niño; pero con notables dones telepáticos. En ese sentido pronto me superará. Aunque ambos somos todavía unos verdaderos principiantes.
Poco después de nuestro regreso a Egipto llegó otro supernormal. Era la muchacha que Juan había encontrado en Moscú. Como los otros de su especie, parecía mucho más joven de lo que en realidad era. Tenía el aspecto de una niña y, sin embargo, había cumplido diecisiete años. Se había embarcado como camarera en un navío soviético y había descendido en un puerto inglés. Con dinero inglés que había conseguido en Rusia, llegó sin mayores dificultades a casa de los Wainwright.
Lo, a primera vista, era mucho más normal que Ng-Gunko o Juan. Podría haber pasado por la hermana menor de Jacqueline. Tenía, indudablemente, una cabeza de gran tamaño, pero las facciones eran regulares y el lacio cabello negro bastante largo como para parecer una melena. Los altos pómulos y los ojos hundidos, aunque grandes, delataban su origen asiático. La nariz era ancha y chata, y el cutis decididamente amarillo. Me sugería una estatua dotada de vida, donde el artista hubiese expresado un ideal felino.
—Es delgada y dúctil —decía Juan—. Parece a punto de romperse y, sin embargo, tiene músculos de acero recubiertos de seda.
En las semanas anteriores a la partida del yate, Lo ocupó la habitación que había pertenecido a Ana, la hermana de Juan. Las relaciones entre Lo y Pax, aunque amistosas, no fueron fáciles. Lo era excepcionalmente callada. Esto, estoy seguro, no molestaba a Pax, a quien atraían las personas silenciosas. Pero, cuando estaba con Lo sentía, aparentemente, una constante necesidad de hablar. Lo contestaba con corrección y amabilidad, pero Pax parecía incómoda. Se equivocaba, ponía las cosas en sitios inapropiados, cosía mal los botones, rompía la aguja, y todo parecía llevarle más tiempo del necesario.
Nunca descubrí por qué Pax se sentía tan incómoda con Lo. La muchacha era realmente un ser desconcertante, pero me parecía que Pax podía entenderse con ella mejor que con otras personas. En Lo, no sólo era turbador el silencio, sino también la falta casi completa de expresiones faciales, mejor dicho, de cambios de expresión, lo que significaba una profunda indiferencia. En las situaciones sociales comunes, cuando otros parecían divertidos, contentos o exasperados, la cara de Lo permanecía inmutable.
Al principio pensé que era insensible o quizás retardada; pero un curioso acontecimiento me demostró mi error. La muchacha descubrió su pasión por la novela y, especialmente, por Jane Austen. Leyó todas las obras de la incomparable novelista una y otra vez, con tal frecuencia que Juan, de intereses tan distintos, empezó a burlarse. Lo nos endilgó entonces un largo discurso.
—En mi patria —dijo— no hay nada similar a Jane Austen. Pero sí en mí, y estos viejos libros me ayudan a conocerme. Por supuesto, son solamente
sapiens
; lo sé; pero eso mismo contribuye a la diversión. ¡Es tan interesante transponerlos para que estén de acuerdo con «nosotros»! Por ejemplo, si Jane pudiera comprenderme, ¿qué diría de mí? La respuesta es extraordinariamente reveladora. Desde luego, nuestras mentes están fuera de su alcance, pero su actitud puede aplicársenos. Observa su pequeño mundo con notable inteligencia y vivacidad, y le otorga un significado que ese mundo no podría descubrir por sí mismo. Bueno, yo pienso estudiar a nuestro grupo y nuestra virtuosa colonia, desde el punto de vista de Jane. Deseo revelar su significado más oculto, aquel que no podría descubrir su honesto y noble jefe. ¿Sabes, Juan?, creo que el
Homo Sapiens
puede enseñarte muchas cosas. Acerca de la personalidad sobre todo. Y si estás demasiado ocupado para aprender, lo haré yo, o la colonia será intolerable.
Ante mi sorpresa, Juan respondió besándola. Lo insistió gravemente:
—Juan
Raro
, verdaderamente tienes mucho que aprender.
Este incidente puede sugerir que a Lo le faltaba humor. Pero no. Era una humorista amable. Aunque parecía incapaz de sonreír, hacía reír con frecuencia a los demás. Y, sin embargo, repito, era misteriosamente desconcertante para casi todos nosotros. Hasta Juan se sentía a veces incómodo en su presencia. Una vez, mientras hablaba de finanzas, se interrumpió para decir:
—Esa muchacha se está riendo de mí, a pesar de su cara solemne. Nunca se ríe, pero sólo en apariencia. Ahora dime, Lo, ¿qué te divierte?
Lo respondió:
—Querido e importante Juan, eres tú quien se ríe. Te ríes de tu propia imagen, tal como yo la reflejo.
La principal ocupación de Lo, durante las semanas que pasó en Inglaterra, consistió en adquirir la ciencia y el arte médicos, y familiarizarse con los últimos adelantos de la embriología. Sólo mucho más tarde conocí el motivo de sus estudios. Éstos se desarrollaban rápidamente gracias a la colaboración de un embriólogo distinguido de la universidad local. Lo tenía además con Juan prolongadas discusiones.
A medida que se acercaba el momento de la partida, los estudios de Lo se hacían más apremiantes. Por fin empezó a dar señales de agotamiento. Le pedimos que descansara algunos días.
—No —dijo—, debo terminar antes de partir. Ya descansaré luego.
Le preguntamos si dormía lo suficiente. Evadió la respuesta.
—¿Duermes alguna vez? —le preguntó Juan con suspicacia.
La muchacha vaciló y contestó:
—Nunca, si puedo evitarlo. En verdad, hace años que no duermo. La última vez dormí una eternidad. Pero nunca volveré a dormir.
—¿Por qué? —preguntó Juan, incrédulo.
Lo se encogió de hombros. Después agregó:
—Es una pérdida de tiempo. Me meto en cama, pero leo o pienso toda la noche.
No sé si he dicho que los otros supernormales dormían poco. A Juan, por ejemplo, le bastaban cuatro horas por noche, y podía pasarse tres días sin dormir.
Poco después de este incidente supe que Lo no había bajado a tomar el desayuno, y que Pax la había encontrado en cama, dormida.
—Pero no está bien —dijo Pax—. Aprieta los ojos y tiene una expresión de rabia y temor. Murmura constantemente en ruso o algo así, y se clava las uñas en el pecho.
Tratamos inútilmente de despertarla. La sentamos. Le echamos agua fría, le gritamos, la sacudimos y la pellizcamos. Sin resultado. Al atardecer empezó a gritar. Siguió así toda la noche. Me quedé con los Wainwright, aunque nada podía hacer. La calle entera estaba en vela. A veces era un grito inarticulado, como el de un animal dominado por el dolor y la furia; a veces un torrente de palabras en ruso, pero tan embrollado que Juan no podía entender una palabra.
Al amanecer se tranquilizó, y durante más de una semana durmió profundamente. Una mañana bajó a tomar el desayuno como si nada hubiera pasado, pero parecía, dijo Juan, «un cadáver animado por un alma escapada del infierno».
Cuando se sentó, le preguntó a Juan:
—¿Comprendes ahora por qué me gusta Jane Austen más que Dostoievski, por ejemplo?
Tardó algún tiempo en recuperar su serenidad habitual. Días más tarde le habló a Pax de sí misma.
En su infancia, antes de la revolución, cuando su familia vivía en una aldea siberiana, dormía todas las noches, pero tenía con frecuencia pesadillas espantosas, indescriptibles. Se veía convertida en una bestia furiosa, o un demonio y, sin embargo, en su interior, conservaba su yo normal, como espectador impotente de su propia locura. Creció, y estos terrores se disiparon. Durante la revolución, y los años siguientes, su familia sufrió los horrores del hambre y la guerra civil. Era todavía, en apariencia, una niña, pero ya podía apreciar el significado de la guerra. Había llegado, por ejemplo, a la convicción de que, aunque ambos bandos eran igualmente capaces de brutalidad y generosidad, uno estaba, en general, en lo cierto, y el otro en el error. Aun en esa temprana edad sentía, vagamente, pero con certeza que el horror de su vida, los bombardeos, los incendios, las ejecuciones en masa, el frío, el hambre eran algo que se debía aceptar. Aceptó, todo eso, triunfalmente; pero un día los blancos saquearon el pueblo y asesinaron a su padre. Lo huyó con su madre en un tren de refugiados y heridos. El viaje fue, por supuesto, desesperadamente fatigoso. Lo se durmió, se hundió una vez más en sus pesadillas, ahora pobladas por el espanto de la guerra civil, y asistió impotente al espectáculo de su otro yo, que perpetraba las más terribles atrocidades.