Juan Raro (24 page)

Read Juan Raro Online

Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
3.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tiene el alma destrozada. Nunca mejorará. Esta mañana me conocía, y buscó mi mano, pero no es la de antes. Tiene miedo. Y muy pronto dejará de conocerme. Esperaré a que se duerma y hoy mismo la mataré.

Horrorizado, corrí a buscar a Juan. Cuando se lo conté, suspiró y dijo:

—Shahin sabe lo que hace.

Esa tarde, en presencia de toda la colonia, Shahin llevó el cadáver de Hsi Mei hasta una roca, a orillas del mar. La depositó allí, dulcemente; la miró un momento con tristeza, y se unió a sus compañeros. Enseguida, Juan desintegró mentalmente algunos átomos del cadáver, y la energía liberada consumió el cuerpo con una enceguecedora conflagración. Shahin se pasó la mano por la frente, y bajó con Kemi y Sigrid a las canoas. Pasó el resto del día remendando redes, hablando con alegría de May, y hasta riéndose de su desesperada batalla con los poderes de las tinieblas.

Me dije a mí mismo: «Ésta es una isla de monstruos».

¿Y cómo describiré mi impresión, oscura y vívida a la vez, de que en la isla se sucedían continuamente, aunque yo no los viese, acontecimientos extraños e importantes? Me pareció estar jugando al gallo ciego con espíritus invisibles. Mi cerebro percibía aquel mundo de luz y los movimientos de los jóvenes; pero mi mente llevaba una venda. Mis sentidos, en fin, sólo captaban oscuros indicios de sucesos incomprensibles.

Uno de los rasgos más desconcertantes de la vida de la isla era que la mayor parte de las conversaciones se desarrollaba telepáticamente. El lenguaje oral, me parece, estaba atrofiándose. Los miembros más jóvenes lo usaban todavía con cierta frecuencia y aun los mayores se permitían esa concesión, como quien prefiere caminar a tomar un autobús. Pero el valor de ese lenguaje era para los isleños principalmente estético. No sólo se dedicaban poemas, con tanta frecuencia como los japoneses cultos. Conversaban también en metros, ritmos y asonancias sutiles. El lenguaje oral se usaba asimismo, deliberada o inadvertidamente, para expresar estados emotivos. Nuestra civilización persistía en la isla en interjecciones tales como «maldita sea» y otras que no es posible imprimir. El habla desempeñaba, además, un papel importante en el mundo de las relaciones. Era a menudo el vehículo expresivo de la rivalidad, la amistad y el amor. Pero aún en este dominio los sentimientos más delicados dependían de la telepatía. La palabra hablada servía sólo de acompañamiento al tema real. La discusión seria era telepática y silenciosa. A veces, no obstante, las emociones se traducían en un comentario espontáneo, pero grosero, al discurso telepático. En estas ocasiones la actividad vocal era confusa y fragmentaria, como las palabras de un hombre dormido. A mí, que no podía entrar en la conversación telepática, estos gruñidos me asustaban. Al principio, me estremecía de pies a cabeza cuando un silencioso grupo de isleños se echaba de pronto a reír, aparentemente sin motivo, aunque en realidad en respuesta a una broma telepática. Con el tiempo llegué a aceptar estas rarezas sin sacudimientos nerviosos.

Pero en la isla ocurrían acontecimientos mucho más extraños. Por ejemplo, una noche, tres días después de mi llegada, los colonos se reunieron en el salón. Juan explicó que esas reuniones se realizaban cada doce días «para estudiar las relaciones del grupo con el universo». Me pidieron que fuera a la reunión, pero si me aburría podía retirarme.

Todos se sentaron en sillas de madera, a lo largo de las paredes. Reinaba el silencio. Yo había asistido a algunas reuniones cuáqueras y en un principio no me sentí incómodo. De pronto, una terrible inmovilidad se apoderó del grupo. No sólo cesaron los gestos, sino también esos movimientos casi imperceptibles que indican la presencia de la vida. Me pareció estar en una sala de estatuas. Había en aquellas caras una expresión concentrada e intensa, pero serena, y nada solemne. Y enseguida, todos los ojos se volvieron hacia mí. Tuve miedo, de veras, aunque inmediatamente una sonrisa recorrió aquellos rostros abstraídos. Es difícil describir lo que ocurrió entonces. Sentí en mi interior la presencia de esos seres supernormales, la sensación vaga, pero continua de una joven majestad. Luché desesperadamente por alzarme hasta ellos, y caí otra vez destrozado, en mi pequeño yo, con el bienestar de quien se duerme luego de un trabajo fatigoso, pero sintiendo también la soledad de un exiliado.

Los ojos dejaron de mirarme. Las jóvenes mentes aladas habían emprendido vuelo y se perdían en la distancia.

Luego Tsomotre, el tibetano sin cuello, fue en busca de una especie de clavecín. Comenzó a tocar. Su música me desagradaba indescriptiblemente. Hubiera gritado de disgusto, o aullado como un perro. Cuando terminó, un murmullo involuntario de aprobación recorrió la sala.

Shahin dejó su silla y miró interrogativamente a Lo. La muchacha vaciló un instante y se puso de pie. Tsomotre volvió a tocar. Lo, mientras tanto, abría un arcón y sacaba un vestido. Era sólo una amplia y ondulante seda rayada, de varios colores. Se envolvió en la tela. La música adquirió una forma más definida. Lo y Shahin se deslizaron sobre el piso con movimientos graves y solemnes. De pronto la danza se transformó en un vendaval apasionado. La seda giraba y flotaba alrededor de Lo, revelando sus delgados miembros o se recogía sugiriendo desdén y orgullo. Shahin saltaba alrededor de Lo, se acercaba a ella, era rechazado, aceptado y rechazado otra vez. De cuando en cuando el baile simulaba una ceremonia sexual. Poco después me pareció que los dos amantes, unidos y abrazados, eran devorados por un torbellino. Alzaban y bajaban la cabeza con expresiones de horror y exaltación, o se miraban triunfalmente. Parecían apartar de sí a algún asaltante invisible, cada vez con menos fuerza, hasta que al fin cayeron al suelo. Pasaron unos instantes y los jóvenes volvieron a incorporarse, y ejecutaron una danza de marionetas. No comprendí su sentido. Luego la música y la danza se detuvieron. Al regresar a su silla Lo miró a Juan con ojos inquisitivos y burlones.

Más tarde, cuando mostré a Lo mi descripción de ese baile, la muchacha me dijo:

—No advertiste lo más importante. Has hecho de la danza una historia de amor. Lo que dices aquí es cierto, pero falso a la vez.

Luego de la danza, el grupo volvió al silencio y la inmovilidad. Minutos más tarde salí a dar un paseo. Cuando volví, la atmósfera parecía distinta. Nadie advirtió mi entrada. Aquellas caras jóvenes que contemplaban el vacío con adusta gravedad, me parecieron misteriosas e incomprensibles. Sambo, sobre todo, me conmovió. Sentado en su silla, demasiado grande para él, parecía un muñeco negro. Las lágrimas le corrían por la cara, pero su boca era dura, orgullosa y vieja. Después de algunos minutos, huí del edificio.

A la mañana siguiente (aunque la reunión había concluido en las primeras horas del alba), la colonia tenía un aspecto normal. Le pedí a Juan que me explicase qué había ocurrido en la reunión. Ante todo, me dijo, habían estudiado sus propios fines. Los jóvenes, especialmente, tenían aún mucho que aprender en ese sentido. Y luego, tanto los jóvenes como los viejos, habían profundizado sus relaciones personales. Esas relaciones que, en la especie normal, se desarrollan siempre por debajo del nivel de la conciencia.

En esas reuniones aprendían, además, a ensanchar el presente, hasta que abarcara horas, y días, y también a estrecharlo, hasta distinguir en un mosquito dos movimientos de ala.

—Exploramos el tiempo —continuó Juan— con la ayuda de Shen Kuo. Adquirimos así una especie de conciencia astronómica. A veces vislumbramos miríadas de mundos, y lejanas estrellas, y nebulosas. Y también nuestra muerte, y otras cosas que no puedo decirte.

La vida en la isla no era sólo esa exaltada actividad colectiva. Los trabajos prácticos tenían también su importancia. Todos los días dos o tres canoas salían de pesca, y la reparación de redes, botes y arpones llevaba mucho tiempo. Se trabajaba además en huertas, jardines y plantaciones de maíz. Hasta hacía poco las construcciones de piedra y madera se habían alzado una tras otra. Pero al descubrir la inminencia del fin, los isleños dejaron esos trabajos, aunque continuando con la carpintería menor. Buena parte de la vajilla era de madera, y el resto de conchilla y calabazas. Las máquinas exigían una atención constante, y lo mismo el
Skid
. Me sorprendió saber que el
Skid
había hecho numerosos viajes por la Polinesia, aparentemente para permutar algunas muestras de artesanía por productos nativos, pero, como supe luego, con otro objetivo.

Los trabajos manuales no eran obligatorios. Había asuntos más importantes, como la lectura, y las investigaciones científicas relacionadas con la especie inferior. De todo esto se ocupaban principalmente los jóvenes. Los mayores preferían estudiar los atributos físicos y mentales de su propia especie, y en particular el problema de la reproducción. ¿A qué edad podían concebir las mujeres? ¿Debía practicarse la reproducción ectogenética? ¿Cómo obtener una descendencia que fuera a la vez viable y supernormal? En un principio estos estudios habían tenido un sentido práctico, pero los isleños los continuaron (aun después de vislumbrar el fin) por su interés teórico.

Juan me llevó a un laboratorio donde Lo, Kargis y los dos chinos experimentaban con gametas de moluscos, peces y animales mamíferos, y óvulos y espermatozoides de seres humanos, normales y supernormales. Observé, sorprendido, treinta y ocho embriones, cada uno en una incubadora. Pero la historia de su concepción me sorprendió todavía más. En verdad, sentí horror y una violenta, aunque breve, indignación.

El mayor de estos embriones tenía tres meses. El padre, me informaron, era Shahin, y la madre una nativa del archipiélago de Tuamotu. La infortunada muchacha, llevada con engaños a la isla, había muerto en la mesa de operaciones. Los ejemplares más recientes, sin embargo, se habían obtenido de otro modo. Gracias a la técnica desarrollada por Lo, se podía extraer un óvulo fertilizado sin violencia para la madre. Ésta cedía su tesoro, en su misma isla nativa. Bastaba que cumpliese ciertas instrucciones. La técnica combinaba métodos físicos y psíquicos, y tenía la apariencia de un ritual religioso.

Cinco óvulos más jóvenes habían sido fertilizados fuera de la matriz. Los padres y madres eran en este caso miembros de la colonia. Lo había contribuido con un ejemplar. El padre era Tsomotre.

—Soy demasiado joven para la gestación, pero, ya ves, mis óvulos son aptos para fines experimentales.

Me quedé perplejo. En la isla se permitían las relaciones sexuales. ¿Por qué entonces esa fecundación artificial? Delicadamente, le expuse a Lo mi problema.

—Es fácil adivinarlo —respondió Lo con cierta sequedad—. No estoy enamorada de Tsomotre.

Ya que he hablado de esto, será mejor que continúe. Algunos colonos, como Ng-Gunko y Jelli, no habían entrado en la adolescencia; sin embargo, se atraían tanto física como mentalmente. La imaginación precoz suplía por otra parte las deficiencias físicas.

Entre los miembros mayores, las uniones eran más serias. Como la concepción dependía en ellos de la voluntad, no había en esas uniones dificultades de orden práctico. La tensión emocional, en cambio, era muy alta.

Creí entender que entre el amor de estos isleños y el de las personas normales había diferencias sutiles. Los colonos poseían una mayor conciencia del yo y del prójimo, un mayor desinterés. Lo primero creaba, como es natural, una corriente de comprensión, tolerancia y simpatía mutuas. El amor alcanzaba así una gran intensidad. De vez en cuando emociones primitivas amenazaban esta comprensión. El desinterés impedía entonces el desastre. Entre espíritus tan disímiles como Shahin y Lankor abundaban, como es natural, los conflictos. Pero la comprensión y la generosidad transformaban esos conflictos en un estimulo mental. Por otra parte, cuando Shahin abandonó a Washingtonia, la muchacha dominada por instintos primarios, llegó a odiar a su rival. Una emoción de este tipo era, desde el punto de vista supernormal, pura demencia. La joven llegó a temerse a sí misma. Un incidente similar ocurrió cuando Marianne concedió sus favores a Kargis y no a Hwan-Te. Pero el joven chino se curó muy pronto, aparentemente sin ayuda.

Después de un tiempo de promiscuidad las parejas se estabilizaron, gradualmente. Algunas veces habitaban juntos una misma casa, pero más a menudo seguían viviendo en sus residencias anteriores. A pesar de estos «matrimonios» permanentes, había muchas uniones fugaces que no parecían quebrar las relaciones más serias. De este modo, en uno u otro momento, casi todos los hombres habían tenido relaciones con casi todas las mujeres. Esta afirmación podría sugerir una incesante ronda de promiscua actividad sexual. De ningún modo. El acto sexual era un hecho raro, aunque toda la vida de la colonia parecía estar envuelta, podría decirse, por una aureola de erotismo.

Sólo había un joven y una muchacha, me parece, que nunca habían pasado juntos una noche. Ni siquiera se habían besado, a pesar de la amistad e intimidad que había entre ellos. Eran Juan y Lo. Al principio atribuí ese hecho a mera indiferencia sexual. Pero me equivocaba. Cuando le hablé a Juan, con mi habitual torpeza, de esa situación sorprendente, éste me dijo:

—Estoy enamorado de Lo. —Concluí que la joven no se sentía atraída, pero Juan me leyó el pensamiento, y agregó—: No. Es un amor recíproco.

—¿Entonces? —pregunté.

Juan calló y yo insistí. Al fin apartó la mirada como un tímido adolescente. Iba a pedir perdón por mi curiosidad, cuando me dijo:

—Realmente, no lo sé. En todo caso, lo sé a medias. ¿Has notado que no quiere que la toque? Y yo tengo miedo de tocarla. Y a veces me rechaza. Eso duele. Hasta temo comunicarme telepáticamente con ella. Y, sin embargo, la conozco tanto… Por supuesto, somos muy jóvenes, a pesar de nuestras experiencias, y no quisiéramos dar un paso en falso y echarlo todo a perder. Tenemos miedo de empezar. Aún no conocemos de veras el arte de vivir. Probablemente, si viviéramos otros veinte años… pero no.

En ese «no» había tanto dolor que me sentí conmovido. No sabía que Juan podía sentirse turbado por una emoción puramente personal.

Decidí aprovechar la primera oportunidad para interrogar a Lo. Un día, mientras yo pensaba en cómo iniciar la conversación, la muchacha descubrió telepáticamente mis intenciones, y dijo:

—Sobre Juan y yo… Sé, y él también lo sabe, que no podemos darnos, aún, lo mejor de nosotros mismos. Aunque más inteligente que la mayoría de nosotros, Juan es todavía, en algunos aspectos, demasiado simple. Es… Juan
Raro
. Yo soy más joven, pero me siento mayor que él. Estos años que he pasado a su lado, en la isla, han sido muy hermosos. Tal vez dentro de cinco años… Pero, naturalmente, como moriremos pronto, no esperaré mucho. Si el árbol ha de ser destruido, recogeremos los frutos antes que maduren.

Other books

The Murmurings by West, Carly Anne
Island's End by Padma Venkatraman
Murder of the Bride by C. S. Challinor
Indebted by A.R. Hawkins
JC2 The Raiders by Robbins Harold
Mockery Gap by T. F. Powys