Los meses se convirtieron en años, y las cartas de Juan se hicieron más breves y menos frecuentes. Vivía absorbido por los asuntos de la colonia. Sus miembros, por otra parte, se dedicaban cada vez más a actividades supernormales, y a Juan le resultaba difícil darnos un informe inteligible.
En el verano de 1932 recibí, sin embargo, una larga carta de Juan. Me pedía que fuese a la isla lo antes posible. Reproduzco el pasaje más importante:
Te reirás de mi pedido. Quiero que utilices aquí tus talentos de periodista. Podrás escribir por fin esa biografía con que me has amenazado. No para nosotros, sino para tu propia especie. Seré más explícito. Hemos comenzado bien. Hubo algunas dificultades, pero nuestra vida es ahora satisfactoria. En las actividades prácticas no encontramos ya obstáculos mayores, y podemos aspirar a un plano superior de experiencia. Somos muy distintos de lo que éramos al llegar. Hemos visto muy lejos, muy hondo, y el sentido de nuestra tarea se nos ha revelado claramente. No obstante, ciertos signos indican que antes de algunos meses la colonia será destruida. Si tu especie nos descubre, tratará de aniquilarnos. Y no estamos, todavía, preparados para luchar. Langatse nos urge, con razón, a apresurar la parte espiritual de nuestra obra, y completarla, si es posible, antes del fin. De cualquier modo, conviene que se registre esta aventura, como ejemplo para los futuros supernormales y los individuos más sensibles de tu especie. Langatse se ocupará de los primeros; en lo que concierne al
Homo Sapiens
sólo exige poderes comunes, y podrás realizarlo con facilidad.
Yo era por ese entonces un periodista libre, de cierto porvenir. Me había casado y Berta esperaba un hijo. Sin embargo, acepté inmediatamente. Esa misma tarde averigüé qué barcos salían para Valparaíso y le escribí a Juan a esa ciudad, diciéndole cuándo debía esperarme.
Culpablemente, le di la noticia a Berta. Fue un golpe, pero dijo:
—Por supuesto, si Juan te necesita debes ir.
Luego fui a la casa de los Wainwright. Pax me asombró. No bien le hablé de la carta, me interrumpió diciéndome:
—Ya lo sé. Durante estos últimos tiempos, Juan se comunicó conmigo. Me dijo que te llamaría.
La colonia
A mi llegada a Valparaíso me esperaba el
Skid
, tripulado por Ng-Gunko y Kemi. Ambos habían cambiado notablemente. Los sucesos de esos últimos cuatro años habían apresurado el desarrollo —comúnmente lento— de la especie. Ng-Gunko sobre todo, que contaba ahora dieciséis años, y aparentaba doce, tenía una gracia y una seriedad que nunca hubiera esperado en él. Los dos parecían tener prisa por hacerse a la mar. Les pregunté si los esperaba algo urgente en la colonia.
—No —me contestó Ng-Gunko—, pero quizá no nos quede un año de vida, y amamos la isla y a nuestros amigos. Anhelamos volver a casa.
Embarcamos mi equipaje y unos cajones de libros, y partimos hacia el oeste. Era un día caluroso. Ng-Gunko y Kemi se quitaron enseguida las ropas. La piel de Kemi, tostada por el sol, tenía el color de las maderas del barco.
A unos sesenta kilómetros de la isla, Kemi, que estaba en el timón, miró el compás magnético y el compás giroscópico, y comentó:
—Están usando el desviador. O sea que un barco se ha acercado demasiado.
Me explicó que un aparato instalado en la isla desviaba el compás magnético de las naves en un radio de ochenta kilómetros. Lo habían usado tres veces.
Por fin vimos la isla, una diminuta joroba sobre el horizonte que se convirtió, al acercarnos, en una montaña de dos picos. No vi señales de construcciones. La ubicación de los edificios —me explicó Ng-Gunko— impedía que fuesen vistos desde el mar. Al entrar en el puerto, pude ver un techo entre los árboles, y minutos después apareció ante mí toda la colonia. Eran veinte edificios de madera y uno más grande de piedra, construido detrás de los otros, en la falda de la montaña. La mayoría de las casas de madera, me dijeron, eran residencias privadas. El edificio de piedra servía de biblioteca y sala de reunión. La fábrica de energía —también de piedra— se alzaba junto al muelle. Algo más lejos estaban los laboratorios: una serie de casillas de madera.
Había poco calado y el
Skid
amarró en el más bajo de los tres muelles. Los colonos nos esperaban. Eran un grupo de jóvenes de uno y otro sexo, desnudos, de piel tostada y muy diversa apariencia. Juan saltó a bordo para saludarme. Me quedé mudo. Se había convertido en un joven deslumbrante, al menos para mis ojos fieles. Poseía una firmeza y una dignidad nuevas. Su rostro, tostado por el sol, era duro y terso como una avellana. El cuerpo parecía un roble tallado y lustrado. El cabello era de un blanco enceguecedor. Había en el grupo varias caras nuevas, las de los chinos, tibetanos e hindúes.
Al ver a todos los supernormales reunidos, me llamó la atención una semejanza china o mongólica entre ellos. Habían venido de países diversos, pero tenían un aire de familia. Quizás Juan estaba en lo cierto al pensar que provenían de un tronco común muy antiguo, probablemente del Asia central. De esa mutación original, o de varias mutaciones análogas, habrían nacido sucesivas generaciones que mezcladas con el
Homo Sapiens
, produjeron de cuando en cuando individuos realmente superiores. Supe posteriormente que las investigaciones de Shen-Kuo habían confirmado esta teoría.
Mi vida en la colonia me inspiraba algún temor. Pensaba que me sentiría de más, perdido como un perro en una reunión de intelectuales. Pero la recepción me animó. Los más jóvenes, despreocupados y alegres, me recibieron como a un tío cuya habilidad especial es hacerse el tonto. Los mayores fueron más reservados, pero amables.
Se me asignó como residencia una casa rodeada por una veranda.
—Quizás prefieras sacar la cama afuera —me dijo Juan—. No hay mosquitos. —Advertí que la casa había sido construida con la precisión de una obra de ebanistería. Los muebles eran sólidos y simples. En una de las paredes del saloncito, un panel tallado representaba, en estilo abstracto, una joven y un muchacho (del tipo supernormal) en una canoa. En el dormitorio se veía otro panel, mucho más abstracto, que sugería vagamente un sueño. Las sábanas y colchas eran de un material tosco y desconocido. Me sorprendió ver luz y estufas eléctricas. Detrás del dormitorio había un diminuto cuarto de baño con grifos de agua fría y caliente. Me dijeron que abundaba el agua fresca, destilada del mar y subproducto de la planta de energía psicofísica.
Mirando el reloj eléctrico adosado a la pared, Juan dijo:
—Servirán la comida dentro de pocos minutos. El comedor es ese edificio largo.
Señaló una casa baja, entre los árboles. Frente a ella se extendía una terraza con mesas.
Nunca olvidaré mi primera comida en la isla. Me senté entre Juan y Lo. En la mesa se amontonaban los comestibles raros, especialmente frutos tropicales y subtropicales, pescado y algo parecido al pan; todo servido en cuencos de conchilla o madera. Marianne y las dos muchachas chinas parecían las encargadas de la comida. Entraban en la cocina y salían de ella trayendo nuevas fuentes.
Miré las delgadas y desnudas figuras. Había pieles de muy distinta tonalidad, desde el negro africano de Ng-Gunko al tostado claro de Sigrid. Sentadas alrededor de la mesa, comían con voracidad de escolares. Me sentí como en una isla habitada por duendes. Esta impresión se debía principalmente a las enormes cabezas, los ojos como lupas y las manos desproporcionadamente grandes. Era aquélla, ciertamente, una colección de jóvenes monstruos. Pero había uno o dos más monstruosos que los demás. Jelli, por ejemplo, con la cabeza de martillo y el labio leporino; Ng-Gunko, de mota roja y ojos discrepantes; Tsomotre, el muchacho tibetano, de cabeza insertada directamente en los hombros, sin cuello. Y por último Hwan-Te, un joven chino, con manos más grandes que sus compañeros, y un útil pulgar extra.
Desde la muerte de Yang Chung el grupo contaba con once hombres (incluyendo a Sambo) y diez mujeres. La mujer más joven era la niña india. De estos veintiún individuos, tres muchachos y una joven eran tibetanos; dos muchachos y dos muchachas chinos, y dos muchachas hindúes. Todos los demás procedían de Europa, excepto Washingtonia Jong. Descubrí que entre los asiáticos los más notables eran Tsomotre, el joven sin cuello, experto en telepatía, y Shen-Kuo, muchacho chino de la edad de Juan, investigador del pasado. Este joven, delicado y amable, a quien, observé, se le preparaban comidas especiales, era considerado, en cierto sentido, el más «despierto» de la colonia. De él me dijo una vez Juan, con una sonrisa:
—Es una reencarnación de Adlan.
El primer día, Juan me llevó a conocer la colonia. Visitamos ante todo la fábrica del muelle. Fuera del edificio pataleaba el niño Sambo, acostado en una alfombra. Curiosamente, parecía haber cambiado menos que los otros. Las piernas, aún demasiado débiles, no lo sostenían. Al pasar llamó a Juan:
—¡Eh! Quisiera conversar contigo. Tengo un problema.
Juan contestó sin detenerse:
—Lo siento, estoy muy ocupado.
Dentro del edificio encontramos a Ng-Gunko, cubierto de sudor, y echando arena o quizás barro seco en una especie de horno.
—Qué conveniente —dije riendo— poder quemar barro.
Ng-Gunko se detuvo, sonrió, y se limpió la frente con el dorso de la mano.
—El elemento que usamos ahora —explicó Juan— se desintegra fácilmente, pero escasea. Por supuesto, si desintegráramos
todo
este material, volaríamos la isla. Pero sólo utilizamos una millonésima parte del material bruto. En el horno se obtiene una especie de ceniza, que luego refinamos y guardamos en este recipiente hermético.
Me llevó a la otra habitación, y me mostró un aparato pequeño y sólido.
—El verdadero proceso se realiza aquí —me dijo Juan—. Ng-Gunko introduce en el aparato una pizca de material y lo «hipnotiza». Los átomos no «existen» entonces, no pueden actuar materialmente. Luego Ng-Gunko los despierta, y la energía producida mueve las dinamos.
Pasamos a un cuarto abarrotado de máquinas: cilindros, ruedas, pistones, vástagos y cuadrantes. Más lejos se veían tres grandes dinamos, y el aparato que destilaba el agua de mar.
Pasamos luego al laboratorio, una sucesión de edificios de madera, bastante apartados de la colonia. Lo y Hwan Te examinaban aquel día, con unos microscopios, un insecto que atacaba el maíz. El lugar se parecía bastante a un laboratorio común, con sus frascos, tubos de ensayo, retortas, etc. Se estudiaba allí física y biología, pero principalmente esta última. En una pared había un inmenso armario, o una serie de armarios pequeños que se utilizaban como incubadoras. Más tarde me hablaron de estos trabajos.
La biblioteca y sala de reuniones era un edificio hermoso y sólido, pero pequeño. Casi todos los libros se amontonaban aún en unas construcciones de madera. Pero en los estantes estaban ya los de mayor importancia. Cuando entramos, vimos a Jelli, Shen Kuo y Shahin, rodeados por pilas de volúmenes. La sala de reuniones ocupaba una pequeña parte del edificio. En los paneles de los muros, de maderas raras, se veían grabados muy estilizados. Algunos me intrigaban y repelían, otros me dejaban indiferente. Los primeros, me dijo Juan, habían sido hechos por Kargis; los últimos por Jelli. Las creaciones de Jelli eran para mí incomprensibles, pero advertí que Juan las apreciaba. Vi, además, sorprendido, que Lankor, la muchacha del Tíbet, de pie, inmóvil, con labios temblorosos, observaba fijamente un grabado. Juan me dijo bajando la voz:
—Lankor está muy lejos. No debemos interrumpirla.
Salimos del edificio y atravesamos una huerta donde trabajaban algunos jóvenes. Cruzamos luego el valle que separaba las dos montañas. Vi allí plantaciones de maíz, naranjos enanos y pomelos. La vegetación de la isla era tropical o subtropical. Los pioneros nativos habían introducido árboles valiosos como el ubicuo y el cocotero, el árbol del pan, el mango y la guayaba. En un comienzo, a causa del aire salino, sólo habían prosperado los cocoteros, pero los supernormales utilizaban ahora una fumigación que contrarrestaba los efectos de la sal. Dejamos el valle por un sendero que corría entre plantas aromáticas, y llegamos a una colina rocosa, cubierta en algunas partes de limo suboceánico. Aquí y allá, alguna semilla traída por el viento había germinado creando un islote de verdura. En un contrafuerte de la montaña, Juan me mostró «la mayor atracción turística de la isla». Era la quilla de un velero, que se había hundido mucho antes que la isla emergiese del fondo del Pacífico. Un cráneo y unos trozos de loza se habían incrustado en la madera.
Llegamos a la cima de la montaña y al inconcluso observatorio. Las paredes tenían una altura de unos pocos centímetros y la obra parecía abandonada. A mi pregunta, Juan contestó:
—Cuando supimos que nos quedaba poco tiempo, dejamos esto y nos dedicamos a tareas más cortas. Ya hablaremos del asunto.
Paso ahora a la parte de mi narración que debería ser más minuciosa y fiel. Una y otra vez esbocé un informe antropológico y psicológico sobre la colonia. Pero luego de varios y repetidos fracasos he comprendido que esta tarea está fuera de mi alcance. Sólo puedo ofrecer unas pocas observaciones incoherentes. Diré, por ejemplo, que había algo incomprensible, «inhumano», en la vida emocional de los isleños. En las situaciones comunes, podían mostrar la exuberancia de Ng-Gunko, la susceptibilidad de Kargis o la calma de Lo, pero sus emociones parecían normales. Sin duda, aun en las reacciones más sinceras, había siempre una curiosa auto observación, una fruición desinteresada desconocidas para el
Homo Sapiens
. Pero en las situaciones graves e insólitas, y particularmente en las catástrofes, el abismo que los separaba de nosotros parecía ahondarse todavía más. Un incidente servirá de ejemplo.
Poco después de mi llegada, Hsi Mei, la muchacha china a quien llamaban comúnmente May, sufrió una especie de ataque, con desastrosas consecuencias. Su naturaleza supernormal, aunque muy desarrollada, era aparentemente precaria. La causa del ataque fue, sin duda, una súbita vuelta a la normalidad, a una normalidad desnaturalizada y salvaje. Un día, pescaba con Shahin que era, desde hacía un tiempo, su compañero. Había estado muy rara toda la mañana. De pronto se arrojó sobre él, y comenzó a atacarlo con uñas y dientes. El bote se dio vuelta, y el inevitable tiburón mordió la pierna de la joven. Afortunadamente, Shahin llevaba consigo un cuchillo que usaba para el pescado. Con él atacó al tiburón. Luego de una lucha encarnizada, el animal soltó su presa y huyó. Shahin, malherido y exhausto, llevó a May a la costa con gran dificultad. Las tres semanas siguientes, cuidó a la enferma noche y día, sin permitir que nadie lo ayudase. Con la pierna casi cortada y su alteración mental, el estado de May era desesperado. A veces parecía reaparecer su verdadero yo, pero más a menudo yacía inconsciente, o deliraba. A Shahin le costó mucho trabajo evitar que lo hiriera o se hiriera. Cuando al fin la muchacha pareció recobrarse, Shahin lloró de alegría. Pero muy pronto May empezó a empeorar. Una mañana, cuando le llevaba el desayuno a la casita, el joven me saludó con una expresión grave, pero plácida, y me dijo: