Muchos de sus clientes habían querido casarse con ella. Jacqueline se había reído, pero, al cumplir los ochenta años, la tranquila vida matrimonial comenzó a parecerle atractiva. Entre sus clientes se contaba un joven abogado, Jean Cazé. Cuando descubrió, sorprendida, que estaba embarazada, lo eligió como el más conveniente de los maridos. Cazé no había pensado en el matrimonio, y Jacqueline le deslizó la idea en la mente. Cazé la persiguió entonces, venció su fingida resistencia, y se casaron. Después de un embarazo de once meses, dio a luz una hija, y casi murió en la prueba. Cuatro años de atención maternal y de compañía al fiel Cazé le parecieron suficientes. Cazé cuidaría a la criatura. (Lo hizo con tal perfección que le arruinó la vida). Jacqueline abandonó París, y luego Francia, y empezó de nuevo en Dresde.
Durante los últimos dos tercios del siglo diecinueve, Jacqueline pasó alternativamente de la prostitución al matrimonio. Entre sus maridos se contaron un embajador inglés, un famoso escritor, y un negro que militaba en el ejército colonial francés. Nunca volvió a concebir. Probablemente Juan tenía razón al suponer que Jacqueline podía impedir la concepción mediante un acto voluntario.
Desde fines del siglo diecinueve, Jacqueline no volvió a casarse; prefirió continuar con su profesión. La suya debió de ser una extraña vida. Por supuesto, se daba por dinero, como cualquier miembro de su profesión, o de cualquier otra profesión. Sin embargo, elegía sus compañeros no por su riqueza, sino por sus necesidades. Combinaba aparentemente en su persona las funciones de una prostituta, un psicoanalista y un sacerdote.
Después de la guerra de 1914 se trasladó a Alemania. Allí sufrió un nuevo colapso en 1925, y debió pasar un año entero en una casa de salud. Cuando la vimos en París, estaba desempeñando sus funciones de siempre.
Al día siguiente del encuentro, Juan me dejó para visitar a Jacqueline. Regresó cuatro días más tarde, obviamente angustiado. No me habló de esto hasta mucho después.
—Jacqueline es espléndida, pero incurable —me dijo—. No puedo ayudarla y no me quiere ayudar. Fue buena y dulce conmigo. Afirma que nunca ha encontrado a nadie como yo, y que hubiese querido conocerme hace cien años. Dice que mi obra será magnífica. Pero,
en realidad
, piensa que sólo es una aventura de estudiantes.
Adlan
Juan continuó su búsqueda. Yo lo acompañaba. No hablaré ahora de los pocos jóvenes supernormales que decidieron colaborar con él. Eran una muchacha de Marsella, otra algo mayor de Moscú, un joven finlandés, una chica sueca y otra húngara, y un muchacho turco. Aparte de éstos, Juan sólo encontró lunáticos, inválidos y vagabundos inveterados a quienes el contacto con la especie normal había deformado sin remedio. Pero en Egipto, Juan descubrió realmente a su superior. El incidente fue tan extraño e increíble que vacilé varias veces antes de incluirlo en este libro.
Juan sabía desde hacía mucho que una mente extraordinaria se ocultaba en alguna parte del Levante o el Delta del Nilo. De Turquía fuimos a Alejandría, y después de algunas investigaciones, nos trasladamos a Port Said. Pasamos allí varias semanas. Fue aquél para mí un tiempo de ocio que dediqué a jugar al tenis, ir a la playa y permitirme pasajeros amoríos. Juan parecía igualmente ocioso. Se bañaba, o vagaba por el puerto y la ciudad con un aire de ausencia y a veces de irritación. Cuando Port Said comenzó a fastidiarme, sugerí que fuésemos a El Cairo.
—Ve tú —dijo Juan— si quieres. Yo me quedo aquí. Estoy ocupado.
No dije una palabra y crucé el Delta en tren. Mucho antes de llegar a El Cairo vislumbré por encima de las palmeras y la ciudad oculta, las grandes pirámides. No olvidaré esa visión. Más tarde pensé que simbolizaba la experiencia de Port Said. Eran de un azul grisáceo contra el cielo azul. Curiosamente sencillas, remotas y seguras.
Tomé una habitación en el
Shepheard's Hotel
, y me entregué al turismo. Un día, tres semanas después de haber dejado Port Said, recibí un telegrama. Decía sencillamente: «Volvemos. Juan». Hice las maletas y tomé el primer tren a Port Said. Al llegar, Juan me pidió que reservara tres pasajes para Toulon en una nave oriental que pasaría por el canal dos días después. El futuro miembro del grupo, explicó, venía del Alto Egipto, y se reuniría con nosotros tan pronto como le fuera posible. Antes de seguir hablando de nuestro nuevo compañero de viaje, trataré de reproducir lo que me contó Juan del ser con quien había estado en contacto en Port Said.
—El hombre que buscaba —dijo— se llamaba Adlan. Murió hace treinta y cinco años. Había intentado otras veces comunicarse conmigo, y al principio no comprendí. Al fin consiguió mostrarme lo que veía, y noté que los barcos del puerto eran pequeños y de vela. El edificio de la
Compañía del Canal
no estaba en su sitio. Todo esto me excitaba sobremanera. Me llevó largo tiempo trasladarme al pasado.
Es preciso condensar el relato de Juan. Para fortalecer su visión del pasado, buscó, dirigido por Adlan, un punto de apoyo: un inglés de mediana edad, armador de barcos, que había pasado gran parte de su infancia en Port Said. Este anglo-egipcio, Harry Robinson, le habló con gusto de los sucesos de su niñez y le describió a Adlan, a quien veía en aquel tiempo casi diariamente. Juan se familiarizó tanto con la mente de Robinson, que pudo visitar fácilmente el pasado, y pasearse por una Port Said ya desaparecida.
A través de los ojos de Harry, Adlan era un barquero nativo, viejo y pobre. Tenía una cara de momia, oscura y arrugada, pero vivaz, con una sonrisa frecuente y algo sombría. La cabeza gigantesca estaba coronada por un fez de un tamaño ridículo. Cuando el fez se le caía —lo que ocurría a menudo— se veía un cráneo totalmente calvo. Juan me dijo que le recordaba una pieza de madera oscura y pulida, curiosamente modelada. Tenía los típicos ojos grandes, uno de ellos inyectado en sangre y purulento. Como tantos nativos, sufría de oftalmia. Sus piernas oscuras estaban cubiertas de cicatrices. Había perdido, además, varias uñas de los dedos de los pies.
Adlan se ganaba la vida transportando pasajeros desde los barcos hasta la costa, y llevando a los residentes europeos desde y hacia las casas de baños, edificios de madera construidos en el mar, sobre grandes escuadras metálicas. La familia Robinson alquiló muchas veces a Adlan y su barca. Adlan esperaba junto a la casa de baños a que los Robinson terminasen de bañarse y almorzar, y luego los llevaba de vuelta al puerto. Mientras Adlan remaba —su barca era de larga proa y vivos colores—, y mientras Harry conversaba con sus padres, su hermana o el mismo Adlan, Juan, mirando la escena a través de los ojos de Harry, se comunicaba telepáticamente con aquel singular egipcio.
La proyección al pasado llevó a Juan al año 1896. Adlan afirmaba tener en ese momento trescientos ochenta y cuatro años de edad. Si Juan no hubiese conocido a Jacqueline, no lo habría creído. Adlan había nacido en alguna parte del Sudán en 1512. Fue en su primer siglo el sabio de la tribu, pero al fin resolvió cambiar de ambiente y buscar la civilización. Viajó por el Nilo y se estableció en El Cairo, donde conquistó gran fama como hechicero. Durante el siglo XVII desempeñó un activo papel en la turbulenta vida política de Egipto, y fue en cierto momento el hombre que movía los hilos del poder. Pero las actividades políticas no lo satisfacían. Se encontraba en la posición de un espectador inteligente que observa una partida de ajedrez entre dos jugadores muy torpes. No podía dejar de ver de qué manera se podía jugar mejor, y al fin se encontró jugando él mismo. Hacia fines del siglo XVIII empezó a dedicarse más y más al desarrollo de sus poderes ocultos y principalmente a su arte más reciente: el de proyectarse al pasado.
Poco antes de la llegada de Napoleón, Adlan interrumpió su vida política fingiendo un suicidio. Durante un tiempo vivió en El Cairo, humilde y oscuramente. Se ganaba la vida como aguatero, recorriendo con su asno, cargado de odres hinchados y goteantes, las calles polvorientas. Mientras tanto, sus poderes supernormales crecían todavía más. A veces los utilizaba para curar a sus compañeros de pobreza. Pero su interés principal era la exploración del pasado. En aquel tiempo se sabía muy poco del antiguo Egipto, y Adlan anhelaba apasionadamente tener una experiencia directa de la vieja raza. Hasta ese entonces sólo había podido remontarse a unos pocos años atrás. Decidió retirarse a una aldea y cultivar el suelo del Delta. La cultura y las costumbres de los campesinos habían cambiado poco, probablemente, desde los días de los faraones. Pasó el tiempo, y Adlan llegó a estar tan familiarizado con la antigua Memphis como con la moderna El Cairo.
En el segundo cuarto del siglo XIX, cuando aún parecía un hombre de mediana edad, quiso explorar otras culturas. Con este fin se estableció en Alejandría. Aunque con menos facilidad y menos éxito que en sus visitas al antiguo Egipto, entró en Grecia, en la época de la gran Biblioteca, y aún en la de Platón.
En el último cuarto del siglo XIX, Adlan recorrió en su asno la franja de arena que separa el lago Menzaleh del mar y se estableció en Port Said. No se limitó a practicar su profesión de aguatero. A veces alquilaba su asno, y corría entonces con los pies desnudos detrás de la bestia blanca, golpeándole cariñosamente los cuartos traseros y gritándole: «¡Hah! ¡Hah!». Una vez le robaron el asno, al que llamaba «Hermosos ojos negros». Siguió sus huellas sobre la arena húmeda, durante cuarenta kilómetros, alcanzó y castigó al ladrón, y regresó triunfante con su bestia. A veces subía a bordo de los transatlánticos, y entretenía a los pasajeros haciendo juegos malabares con bolas o anillos. En ocasiones vendía sedas y joyas.
El objeto de Adlan al trasladarse a Port Said había sido ponerse en contacto con la vida y el pensamiento europeos y, si era posible, con la India o la China. El canal era en ese entonces el punto más cosmopolita del mundo. Levantinos, griegos, rusos, láscaros, chinos, europeos que se dirigían a Oriente; asiáticos en viaje hacia Londres y París, musulmanes con destino a La Meca, todo el mundo pasaba por Port Said. Veintenas de razas, lenguas, religiones y culturas tropezaban unas con otras en aquella ciudad notoriamente híbrida.
Adlan aprovechó enseguida las posibilidades de su nuevo ambiente. Sus métodos eran muy diversos, pero todos dependían en lo esencial de sus dotes telepáticas y su extrema inteligencia. Pronto tuvo una clara imagen de la cultura europea y de las culturas india y china. Casi todos los turistas y residentes de Port Said eran una especie de filisteos, difíciles de utilizar. Pero mediante un brillante proceso de inferencia Adlan reconstruía la matriz cultural que había formado esas mentes. Los libros que le prestaba un agente de navegación, aficionado a las letras, le eran además de gran ayuda. Aprendió también a dar a sus poderes telepáticos tal alcance que, reuniendo en un haz todos sus conocimientos sobre Juan Ruskin, por ejemplo, podía entrar en contacto con ese sabio didáctico en su remoto hogar junto a Coniston Water.
Pronto fue evidente para Adlan que el período verdaderamente interesante del pensamiento europeo se hallaba en el futuro. La tarea de explorar el futuro no era tan sencilla como la de visitar el pasado, y si no hubiese encontrado a Juan —de mente similar a la suya— no habría podido realizarla. Enseñando en cambio a ese otro supernormal a remontarse al pasado, podría conocer el futuro sin el precario y peligroso trabajo de proyectarse a sí mismo.
Me sorprendió que aunque sólo habían transcurrido unas semanas desde nuestra llegada a Egipto, Juan hubiese pasado varios meses con Adlan. O tal vez debería decir que sus entrevistas con Adlan (a través de la mente de Harry) se distribuían a lo largo de un período de varios meses. Día tras día el anciano llevaba a los Robinson a su casilla de baños, remando vigorosamente y conversando en árabe con Harry sobre barcos y camellos. Y al mismo tiempo conversaba con Juan telepáticamente, acerca de la relatividad, la teoría de los cuanta, o el determinismo económico de la historia. Juan comprendió muy pronto que había encontrado una mente que, por una superioridad original o una prolongada meditación, estaba más adelantada que la suya, e incluso conocía mejor la cultura europea occidental. La inteligencia de Adlan hacía aún más incomprensible su modo de vida. Juan se decía a sí mismo, con cierta complacencia, que si vivía tanto como Adlan no pasaría la vejez trabajando. Pero antes de separarse del egipcio empezó a adoptar un punto de vista más humilde.
El anciano se interesó vivamente en las teorías biológicas de Juan y sus posibles consecuencias.
—Sí —dijo—, somos muy diferentes de los otros hombres. Lo he sabido desde los ocho años. Las criaturas que nos rodean son apenas humanas; pero me parece, hijo mío, que sobrestimas esa diferencia. Quiero decir que para ti el proyecto de fundar una nueva especie es el único camino posible y para mí es sólo un camino más. Y cada uno de nosotros debe servir a Alá como Alá se lo pida.
Adlan no pretendía, parece, enfriar el entusiasmo de Juan. Al contrario, aplaudía el proyecto y ofrecía numerosas y valiosas sugerencias. Tanto que una de sus ocupaciones favoritas, mientras remaba, era describir con profético entusiasmo el mundo que crearían «los nuevos hombres de Juan», y explicar cuánto más vitales y felices serían que el
Homo Sapiens
. Sin duda este entusiasmo era sincero, pero tenía, según Juan, un matiz de delicada ironía, no del todo distinto del celo con que los mayores participan de los juegos infantiles. En una ocasión Juan lo desafió deliberadamente, y le habló de su proyecto como de la aventura más grande que el hombre pudiese llevar a cabo. Adlan descansaba sobre los remos esperando a que un navío de la
Austrian Lloyd
pasase por el canal. Harry miraba fijamente el navío, pero Juan lo indujo a volver los ojos hacia el viejo. Adlan observó con gravedad al muchacho: «Hijo mío, mi querido hijo», expresó, «Alá desea de sus criaturas dos clases de servicios. Primero, una actividad creadora, y ésa es tu vocación. Segundo, que observen con inteligencia y alaben con discriminada alegría la excelencia de su obra. Y éste es mi servicio, ofrecer a Alá una vida de alabanzas que ningún hombre, ni siquiera tú, hijo mío, pueda igualar. Tú puedes servirle mejor en la acción, inspirada siempre por una comprensión profunda. Pero yo debo servirlo directamente en la contemplación y la alabanza, aunque para esto debí pasar ante todo por la escuela de la acción.