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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Juan Raro (8 page)

BOOK: Juan Raro
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En la primera fase de la vida comercial de Juan, tuve que interpretar por lo tanto el papel de empedernido hombre de negocios. Desgraciadamente, como ya he dicho, yo mismo estaba muy mal preparado para la tarea, y al principio nos desprendimos de algunos buenos inventos por un precio que, descubrimos luego, era cómicamente inadecuado.

Pero a pesar de los primeros desastres, tuvimos en general un éxito sorprendente. Lanzamos veintenas de ingeniosos accesorios que han sido desde entonces universalmente reconocidos como imprescindibles en la vida moderna. El público notó la abundancia de invenciones menores que demostraban, según se decía, un nuevo florecer de la capacidad humana después de la guerra.

Entretanto nuestra cuenta bancaria crecía a saltos, y nuestros gastos eran mínimos. Cuando sugerí la instalación de un taller a mi nombre, Juan no aceptó. Esbozó diversos argumentos no muy convincentes. Concluí que estaba decidido a aferrarse a su cueva por amor infantil al sensacionalismo. Pero luego me confesó la verdadera razón y me horroricé.

—No —dijo—, todavía no debemos hacer gastos. Vamos a especular en la bolsa. Nuestro activo debe multiplicarse por cien, y luego por mil.

Protesté. Dije que nada sabía de finanzas, y que podíamos perder cuanto teníamos. Me aseguró que él había estado estudiando, y que ya tenía en la cabeza algunos planes.

—Juan —le dije—, no puedes hacerlo. En ese campo la inteligencia sola no basta. Para conocer el movimiento bursátil se necesita toda una vida. Y, además, aquí cuenta sobre todo la suerte.

De nada valieron mis argumentos. Al fin y al cabo Juan tenía buenas razones para fiarse de su propio criterio y no del mío. Y me probó que había estudiado seriamente el tema en los periódicos financieros y congraciándose con los agentes de cambio locales en los trenes que iban a la ciudad. Había dejado muy atrás al niño ingenuo que en su día entrevistara al señor Magnate, pero gustaba aún de hacer hablar a la gente.

—Ahora o nunca —dijo—. Estamos en un período de prosperidad, inevitable después de la guerra, pero dentro de unos años habrá tal crisis que la gente dudará del destino de la civilización.

Me reí de su seguridad y me endilgó una conferencia sobre economía y el estado de la sociedad occidental que ocho o diez años después sería tópico común de expertos en cuestiones sociales. Al terminar su discurso, Juan dijo:

—Invertiremos la mitad del capital en la industria liviana inglesa (motores, electricidad), que progresará con rapidez, comparativamente. El resto lo emplearemos en especulaciones.

—Lo perderemos todo, supongo —respondí. Luego ensayé otra línea de ataque—. Y por otra parte, esto de hacer dinero, ¿no es demasiado trivial para el
Homo Superior
? Creo que te ha picado el bichito de la especulación. Quiero decir, ¿qué pretendes realmente?

—Está bien, Fido —respondió. Alrededor de esta época empezó a llamarme con ese sobrenombre. Cuando protesté, me aseguró que el nombre provenía de Φαίδω, palabra griega que significaba «brillante»—. Está bien. No temas; no he perdido la cabeza. No me interesan las finanzas en sí, pero en el mundo del
Homo Sapiens
no hay nada mejor para obtener poder, es decir dinero. Y necesito dinero. No rezongues. Hemos tenido un buen comienzo, pero es sólo un comienzo.

—¿Y qué hay del «progreso del espíritu», como tú dices?

—Eso es la meta, desde luego; pero pareces olvidar que soy sólo un niño, y muy atrasado. Debo hacer ante todo aquello que está a mi alcance. Es decir, prepararme, obteniendo a) experiencia, y b) independencia. ¿Comprendes?

Evidentemente, así debía de ser. Pero acepté actuar como agente financiero de Juan de muy mala gana; y cuando insistió, contra mi consejo, en realizar algunas especulaciones arriesgadas, empecé a decirme que había sido un tonto al no tratarlo como lo que era en realidad, sólo un niño brillante.

Las operaciones financieras de Juan no ocuparon su atención del mismo modo que sus inventos. Pronto sus actividades se subordinaron al estudio de la sociedad humana y a las absorbentes relaciones personales de su adolescencia. Había cierto desinterés en su trato comercial que me resultaba exasperante, y aunque la mayor parte de nuestra fortuna común estaba a mi nombre, no me podía decidir a actuar sin su consentimiento.

En los primeros seis meses de esta aventura nuestras pérdidas superaron a nuestras ganancias. Al fin Juan comprendió que por este camino lo perderíamos todo. Después de oír el relato de un desastre particularmente grave tuvo una de sus memorables salidas.

—Caramba —exclamó—, quiere decir que debo ocuparme con más seriedad de este condenado asunto… ¡y hay tantas cosas que hacer, y que a la larga serán mucho más importantes! Veo que me va a resultar tan difícil derrotar al
Homo Sapiens
en el juego de las finanzas, como a éste derrotar a los monos en sus piruetas. El cuerpo humano no está equipado para vivir en la selva, y quizás mi mente no esté equipada para la selva de los asuntos financieros. Pero me las arreglaré de algún modo, así como el
Homo Sapiens
se las arregla para hacer piruetas.

Cuando por falta de experiencia Juan cometía un grave error, nunca trataba de ocultarlo. En una ocasión narró con una despreocupación absoluta, sin excusarse ni avergonzarse, cómo él, tan superior intelectualmente a todos los hombres, había sido engañado por un vulgar estafador. Una de sus amistades comerciales había supuesto que el interés del muchacho por la especulación no era totalmente espontáneo, y que, presumiblemente, algún capitalista adulto lo estaba utilizando como espía. Este individuo comenzó a tratar a Juan con gran amabilidad y a charlar con él acerca de sus actividades rogándole encarecidamente el mayor secreto. De esta manera el
Homo Superior
fue engañado por el
Homo Sapiens
. Juan insistió en que yo invirtiese grandes sumas de dinero en asuntos recomendados por su amigo. Al principio me negué, pero Juan tenía la seguridad de que íbamos a obtener grandes beneficios, y por fin accedí. No necesito relatar la historia de estas desastrosas especulaciones. Baste decir que perdimos todo lo que habíamos arriesgado y que el amigo de Juan desapareció.

Después de este desastre interrumpimos nuestras especulaciones. Juan pasaba gran parte del tiempo fuera de su casa y también de su taller. Cuando le pregunté en qué se ocupaba, me contestó:

—Estudio finanzas —pero se negó a ampliar la información.

En este período empezó a perder la salud. La digestión, su punto débil, le causaba diversos trastornos, y se quejaba de dolores de cabeza. Llevaba evidentemente una vida malsana.

Empezó a dormir fuera de su casa. Su padre tenía parientes en Londres y Juan los visitaba cada vez más a menudo. Pero los parientes no toleraron mucho tiempo su independencia. Desaparecía todas las mañanas y volvía muy tarde a la noche, o al día siguiente, negándose a dar cuenta de sus actos. En consecuencia, las visitas debieron terminar. Pero entre tanto Juan había aprendido que durante el verano, y a pesar de la Policía, podía llevar en la capital la vida de un gato abandonado. A sus padres les dijo que conocía un hombre que tenía un apartamento y que le permitía ir a dormir no importaba cuándo. En realidad, como supe mucho después, solía dormir en los parques o bajo los puentes. También supe en qué andaba. Mediante una serie de ardides se las había arreglado para ponerse en contacto con varios grandes financieros de Londres, a quienes cautivó y divirtió. Sin la menor dificultad estudiaba sus pensamientos antes que lo devolvieran en coche con una nota a casa de sus parientes, o le pagaran el viaje de vuelta en tren, enviando una carta a los padres por correo.

He aquí una muestra de las cartas que tanto perturbaron al doctor y a Pax:

Estimado señor:

La gira ciclística de su hijo llegó a un fin imprevisto ayer a la tarde, cerca de Guilford, a causa de un choque con mi auto. El muchacho admite plenamente su culpa. No sufrió herida alguna, pero la bicicleta quedó en un estado que no admite arreglos. Como era tarde lo llevé a mi casa a pasar la noche. Lo felicito por tener un hijo admirable cuya precoz pasión por las finanzas me hizo pasar una amable velada. Mi chofer lo pondrá en el tren de las 10.26 de la mañana en Euston. Le telegrafiaré cuando parta.

Atentamente suyo

(Firmado por un personaje cuyo nombre es mejor no divulgar).

Tanto los padres de Juan como yo conocíamos esa gira ciclística, pero creíamos que se había dirigido al norte de Gales. El hecho de que el accidente hubiese ocurrido tan pronto, en Surrey, demostraba que había llevado la bicicleta en tren. De más está decir que Juan no volvió en el tren de las 10.26. Se libró del chofer aprovechando la confusión del tráfico y saltando del automóvil. Esa noche fue huésped de otro financiero. Si no recuerdo mal, llegó a la casa, ya entrada la noche, con la historia de que él y su madre estaban alojados en la vecindad, que se había perdido y había olvidado la dirección. Como las investigaciones policiales no pudieron descubrir el paradero de la madre lo alojaron esa noche y la noche siguiente en casa del financiero, es decir, el sábado y el domingo. No dudo que aprovechó bien el tiempo. El lunes a la mañana, cuando el importante hombre de empresa salió a atender sus negocios, Juan desapareció.

Después de algunos meses dedicados en parte a esas aventuras y en parte a sesudos estudios sobre finanzas, economía política y evolución social, Juan se creyó preparado para reanudar la acción. Previendo el escepticismo que me inspirarían sus planes operó con dinero puesto a su nombre y no me dijo nada hasta que seis meses después mostró los resultados: una considerable suma de dinero.

Con el tiempo, fue evidente que dominaba los secretos de las especulaciones financieras como había dominado anteriormente la matemática. Ignoro qué principios guiaban su actividad, pues dejé de participar en sus tratos comerciales salvo cuando, como agente suyo, debía realizar alguna entrevista. Recuerdo que una vez me dijo:

—Al fin y al cabo, la especulación no es tan difícil. Basta conocer los hechos y el mecanismo de la distribución del dinero en el mundo. Naturalmente, la suerte cuenta mucho. Nunca se sabe con absoluta certeza dónde saltará la liebre, pero si se conoce bien la liebre (me refiero al
Homo Sapiens
) y el terreno, no hay mucho margen de error.

Con esta técnica, Juan amasó gradualmente, en la primera mitad de su adolescencia, una importante fortuna. En gran parte yo era su poseedor legal. Parecerá raro que no hablara a sus padres de esta riqueza hasta que llegó el momento de gastarla a manos llenas.

—No deseo alterar sus vidas antes de lo necesario —decía— y no quiero que carguen con el peso de un secreto.

Les dijo, por otra parte, que
yo
había ganado un montón de dinero, gracias a mi suerte en la bolsa. Comencé a ayudar al matrimonio de distintas maneras, pagando por ejemplo la educación de sus hijos y llevándolos a todos (incluso a Juan) a pasar las vacaciones en el extranjero. La gratitud de los padres, debo decirlo, me resultaba muy penosa. Juan la agravaba uniéndose despiadadamente al coro y llamándome «El Benefactor», título que redujo luego a «Bene».

8

Escandalosa adolescencia

Aunque Juan dedicó la mayor parte de su año decimocuarto a las finanzas, éstas no lo absorbieron totalmente, y pronto pudo aplicar sus mejores energías a otros asuntos. Las experiencias propias de su edad lo intrigaban cada vez más. Al mismo tiempo estudiaba muy seriamente las potencialidades y limitaciones del
Homo Sapiens
, tal como se manifestaban en los problemas universales contemporáneos. Y a medida que creció su desprecio por la especie normal, comenzó a buscar individuos de su propia naturaleza. Aunque estas actividades se desarrollaban simultáneamente, convendrá tratarlas por separado.

El despertar de la adolescencia de Juan fue tardío, comparado con el de los seres normales, y su duración muy prolongada. A los catorce años tenía el físico de un niño de diez. Cuando murió, a los veintitrés, era en apariencia un muchacho de diecisiete. Con todo, aunque físicamente estaba atrasado para su edad, su inteligencia, su sensibilidad y su temperamento parecían increíblemente desarrollados. Esta precocidad mental se debía enteramente al poder de su imaginación. El niño normal se aferra a las actitudes e intereses antiguos, aun después que hayan aparecido en él las capacidades propias del adulto. Juan, en cambio, parecía aprehender toda novedad que germinase en su naturaleza y la «forzaba» a florecer precozmente merced a la intensidad y el ardor de su imaginación.

Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de su experiencia sexual. Debe advertirse que la actitud de Pax y el doctor con relación a los problemas sexuales de sus hijos era poco común en aquella época. Los tres crecieron desusadamente liberados de las vergüenzas y obsesiones comunes. El doctor les inculcó una visión claramente fisiológica del desarrollo sexual, y Pax trató las curiosidades y experiencias eróticas de sus hijos con franqueza y humor.

Puede afirmarse por lo tanto que el punto de partida de Juan fue excepcionalmente bueno. Pero sus conclusiones fueron muy diferentes de las de sus hermanos. El clima en que éstos vivían era excepcional, ya que se les permitía desarrollarse naturalmente y no caían así en las deformaciones habituales. Hacían todo aquello que se prohíbe solemnemente a la mayoría de los niños, y no se los condenaba. No dudo que practicaban todos los vicios, y pasaban luego, sin sentirse culpables, a otros intereses. En el círculo hogareño se charlaba sobre el sexo y la gestación sin ninguna vergüenza; pero no en público, «pues la gente no comprende todavía que eso no tiene importancia». Más tarde, como es obvio, tuvieron relaciones sentimentales. Y luego ambos se casaron y fueron, aparentemente, felices.

El caso de Juan fue absolutamente diferente. Como sus hermanos, se interesó en su infancia por su propio cuerpo. Como ellos encontró un placer particular en ciertas zonas corporales. Pero mientras que en ellos el interés sexual comenzó mucho antes que adquiriesen plena conciencia de su personalidad, Juan tuvo ante todo conciencia clara y vívida del «yo» y el «otro». En consecuencia, cuando la pubertad empezó a afectarlo, y su imaginación aprehendió los primeros síntomas mentales, se lanzó de cabeza a una conducta muy avanzada para su edad.

Por ejemplo, cuando Juan tenía diez años, pero era fisiológicamente mucho menor, pasó por una fase de interés sexual algo similar a la sexualidad infantil del tipo común, aunque enriquecida por una inteligencia e imaginación precoces. Durante algunas semanas se divirtió y ultrajó a los vecinos decorando las paredes y puertas con traviesos dibujos en los cuales algunos adultos que no le gustaban aparecían caricaturizados y cometiendo diversos actos «obscenos». Arrastró a sus amigos por ese camino, y causó tal alboroto, entre los padres del vecindario que el doctor debió intervenir. Esta fase, me parece, se debió en gran parte a un sentimiento de impotencia y, por consiguiente, de inferioridad. Después de una semana o dos, perdió todo interés en este asunto tal como había ocurrido con los combates cuerpo a cuerpo. Pero los meses se convirtieron en años, y Juan sintió un claro y creciente placer en su propio cuerpo que cambió su actitud hacia la vida. A los catorce años parecía un curioso niño de diez, aunque no era raro que un observador sensible a las experiencias faciales lo considerara un «genio» de dieciocho con un cuerpo raquítico. Sus proporciones eran en general las de un chico de diez años; pero sobre un esqueleto de criatura se veía una musculatura magra y nudosa de la cual su padre solía decir que no era del todo humana, y que una larga cola prensil completaría bien el cuadro. No sé hasta qué punto este desarrollo muscular era debido a la naturaleza o a una cultura física deliberada.

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