Juan Raro (3 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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Pero Juan no se contentaba con caminar. Tenía ante sí una nueva meta, y con su característica decisión se apresuró a alcanzarla.

Ante todo, tuvo que vencer el obstáculo de su raquitismo. Sus piernas eran aún casi fetales, cortas y arqueadas. Pero gracias al uso constante, y a su indomable voluntad, pronto empezaron a desarrollarse: rectas, largas y fuertes. A los siete años corría como un conejo y trepaba como un gato. Su estatura era la de un niño de cuatro años, pero algo musculoso recordaba en él a los muchachos de ocho o nueve. Y aunque su cara tenía formas infantiles, su expresión era a veces casi la de un hombre de cuarenta. Los ojos enormes y el pelo corto y blancuzco le daban un aspecto sin edad, casi inhumano.

Había logrado ya un sorprendente dominio de sus músculos. Sus miembros le obedecían con toda precisión, como se demostró inconfundiblemente cuando, dos meses después de haber caminado por vez primera, aprendió a nadar. Estuvo un rato de pie en el agua mirando las prácticas brazadas de su hermano, luego recogió las piernas y nadó.

Durante varios meses se dedicó a emular a los demás chicos en diversas proezas físicas, y a imponerles su voluntad. Al principio, todos estaban encantados con los esfuerzos del niño, todos excepto Tomás, quien ya comprendía que era superado por su hermano menor. Los chicos de la calle eran más generosos, pues al principio el éxito de Juan los afectaba menos, pero poco a poco fueron quedando atrás.

Fue por supuesto Juan quien, cuando no parecía sino un escuálido chiquillo de cuatro años, trepó por una tubería de desagüe y se deslizó a lo largo del alero para rescatar una pelota. Arrojó la pelota, y enseguida subió alegremente por las tejas y se sentó a horcajadas en lo alto del tejado. Pax estaba de compras en la ciudad, y los vecinos se aterrorizaron. Entonces Juan, previendo la diversión, fingió sentir pánico y ser incapaz de moverse. Aparentemente había perdido la cabeza; se aferraba a las tejas temblando, se quejaba de un modo abyecto, las lágrimas le corrían por las mejillas. Un constructor vecino, apresuradamente llamado por teléfono, envió hombres y escaleras, y cuando los salvadores aparecieron en el tejado, Juan les hizo un gesto de burla, ganó el alero, y bajó como un mono por la tubería de desagüe ante los ojos de la multitud asombrada y ofendida.

Cuando Tomás se enteró de la aventura, se sintió simultáneamente horrorizado y feliz.

—El prodigio —dijo— ha pasado de la matemática a la acrobacia.

Pero Pax se limitó a decir:

—Querría que no llamara la atención.

Las pasiones devoradoras de Juan eran ahora las hazañas personales y dominar a los demás. El infortunado Tomasito, antes un diablillo caprichoso, estaba eclipsado y dolorido. Pero Anita adoraba a su brillante hermano Juan y se consideraba su esclava. La suya era una vida difícil; puedo comprenderla muy bien, porque en una época muy posterior ocupé su puesto.

Juan era el héroe, o el más odiado enemigo, de todos los niños del vecindario. Al principio no intuía qué efecto tenían sus actos sobre los demás, y la mayoría lo consideraba un pequeño monstruo fanfarrón. Ocurría simplemente que Juan «sabía» cuando los otros no sabían, y «podía» cuando los otros no podían. No daba muestras de arrogancia, pero no trataba tampoco de asumir una falsa modestia.

Un ejemplo, punto decisivo de su actitud para con sus compañeros, demostrará su debilidad inicial en este sentido, así como la increíble flexibilidad de su mente.

El joven Esteban, mucho mayor que Juan, luchaba en el jardín vecino con una destartalada y complicada cortadora de césped. Juan saltó la cerca y lo miró silenciosamente unos minutos. De pronto se rió. Esteban no le hizo caso. Entonces Juan se agachó, arrebató una rueda dentada de manos del muchacho, la puso en su lugar, montó las otras partes, hizo girar aquí una tuerca y allí un tornillo, y la máquina quedó arreglada. Esteban lo miraba confundido. Juan se volvió, diciendo:

—Siento que no entiendas de estas cosas, pero te ayudaré cuando no tenga nada que hacer.

Ante la inmensa sorpresa de Juan, el otro se lanzó contra él, lo golpeó dos veces, y por fin lo arrojó por encima de la cerca. Sentado en el césped, frotándose diversas partes del cuerpo, Juan debió de sentir, por lo menos, un espasmo de furia; pero la curiosidad triunfó sobre la ira y preguntó, casi amistosamente:

—¿Por qué hiciste eso?

Esteban se alejó del jardín sin contestar. Juan se quedó meditando. Al rato oyó la voz de su padre, en el interior de la casa y corrió hacia él.

—Eh, doctor —exclamó—, si no pudieses curar a uno de tus pacientes y alguien llegara y lo curase, ¿qué harías?

—No sé —respondió Tomás, distraídamente, ocupado en otros asuntos—. Probablemente le daría un golpe. La gente entremetida no me gusta.

—Pero ¿por qué? —dijo Juan con la boca abierta—. Eso sería muy estúpido.

—Supongo que sí —respondió su padre, todavía preocupado—, pero a veces uno pierde la cabeza. Todo dependería de la actitud del otro. Si me pusiese en ridículo, tendría deseos de golpearlo.

Juan miró a su padre un momento.

—Ya veo —dijo después—. Doctor —agregó repentinamente—, necesito volverme fuerte, tan fuerte como Esteban. Si leo todas esas obras —dijo mirando los libros de medicina—, ¿aprenderé a ser muy fuerte?

—Temo que no —dijo su padre, riendo.

Dos ambiciones dominaron la conducta de Juan durante seis meses: convertirse en un luchador invencible y comprender a los seres humanos.

Esta última fue para Juan la tarea más sencilla. Se dedicó a estudiar nuestra conducta y nuestros motivos analizando y observando. Pronto descubrió dos hechos importantes: primero, que ignorábamos con frecuencia nuestros propios motivos; segundo, que en muchos sentidos él, Juan, difería de nosotros. Posteriormente me dijo que en esa época empezó a comprender la originalidad de su carácter.

¿Necesito decir que una quincena después Juan parecía otra persona? Había adoptado, con toda exactitud, ese aire de modestia y generosidad que caracteriza a los ingleses. A pesar de sus pocos años y de su apariencia infantil, se convirtió en el líder involuntario de muchas aventuras. Todos decían: «Juan sabrá qué hacer», o bien: «Buscad a ese demonio de Juan, que es una maravilla para estas cosas». En la desordenada guerra librada contra los niños de la escuela religiosa (pasaban cuatro veces al día por la esquina de la calle), era Juan quien planeaba emboscadas y quien podía convertir una derrota en una victoria gracias a la milagrosa furia de un ataque inesperado. Era verdaderamente un Júpiter niño, armado de rayos en lugar de puños.

Estas batallas eran en parte repercusión de la guerra más amplia que se libraba en Europa; pero, además, eran deliberadamente fomentadas por Juan para sus propios fines. Le daban la oportunidad de cumplir proezas físicas y lograr al mismo tiempo una especie de inconfesada jefatura.

No era raro que los niños del vecindario se dijeran:

—Juan es ahora un excelente compañero.

Las madres, impresionadas más bien por sus modales que por su genio militar, comentaban:

—Juan es un encanto. Ha perdido su vanidad y su extravagancia.

Hasta Esteban lo elogiaba.

—Ese chico ha mejorado mucho —dijo una vez a su madre—. La paliza le hizo bien. Me pidió excusas por la cortadora de césped y me dijo que esperaba no haberla roto.

Pero el destino tenía una sorpresa reservada para Esteban.

A pesar de la actitud poco alentadora de su padre, Juan había dedicado muchos ratos libres a los libros de medicina y fisiología. Los dibujos anatómicos le interesaban muchísimo, pero para comprenderlos debía leer el texto. Como su vocabulario era sumamente inadecuado, procedió a la manera de Victor Stott y leyó del principio al fin un gran diccionario y luego un léxico de términos fisiológicos. Muy pronto los conoció tan bien que le bastaba pasar rápidamente la mirada por una página impresa para comprenderla y recordarla indefinidamente.

Pero Juan no se contentaba con teorías. Un día, horrorizada, Pax lo encontró disecando una rata muerta en el piso del comedor, sobre un periódico destinado a proteger la alfombra. Desde entonces sus estudios anatómicos, tanto los prácticos como los teóricos, fueron supervisados por su padre. Durante unos meses, Juan vivió fascinado. Demostraba gran habilidad para la disección y el manejo del microscopio. Preguntaba continuamente, y a menudo confundía al doctor. Por fin Pax, recordando a los matemáticos, insistió en que el fatigado médico descansara un poco. Desde entonces Juan estudió sin ayuda.

Después, repentinamente, abandonó la biología como había abandonado la matemática. Pax le preguntó:

—¿Has terminado con la
vida
así como terminaste con el
número
?

—No —contestó Juan—. La vida no es tan clara como el número. No puede reducirse a un diagrama. Hay algo falso en todos esos libros. Su estupidez es evidente, por supuesto, pero debe de haber un error más profundo que no puedo comprender.

En esa época Juan fue enviado a la escuela aunque su carrera escolar sólo duró tres semanas.

—Su influencia es muy perniciosa —expresó la directora— y es imposible enseñarle. Temo que el niño, aunque apto en cierto sentido limitado, sea realmente inferior a los otros y necesite un tratamiento.

Desde ese día, para cumplir con la ley, Pax pretendió enseñarle ella misma. Para contentarla, Juan le daba una ojeada a los libros escolares y los repetía a su gusto. En cuanto a comprenderlos, podía asimilarlos tan bien (cuando le interesaban) como sus mismos autores. Ignoraba, en cambio, los que lo aburrían, y podía demostrar ante éstos la estupidez de un retrasado.

Después de terminar con la biología, Juan abandonó toda búsqueda intelectual y se concentró en su cuerpo. Ese otoño no leyó nada excepto novelas de aventuras y obras sobre
jiu-jitsu
. Dedicó mucho tiempo a la práctica de este arte y otros ejercicios gimnásticos de su propia invención. También se sometió a una cuidadosa dieta ideada por él mismo, pues su aparato digestivo era su único punto débil y más infantil, aparentemente, que el resto de su cuerpo. A los seis años no podía digerir otra cosa que leche especialmente preparada y zumos de fruta. A estas dificultades se había sumado la reducción de alimentos provocada por la guerra y Juan sufría a menudo de ligeras indisposiciones. Tomó entonces el asunto por su cuenta, y elaboró una dieta escasa e intrincada de frutas, queso, leche malteada y pan entero, y un régimen de descanso y ejercicio cuidadosamente alternados. Nos reímos de él; todos menos Pax, quien trató de satisfacer sus deseos.

Ya fuera por la dieta, por la gimnasia o por la sola fuerza de su voluntad, Juan llegó a ser excepcionalmente fuerte para su edad y su peso. Uno a uno los muchachos de la vecindad fueron derrotados. Por supuesto, no era la fuerza, sino la agilidad y la astucia lo que le permitía medirse con adversarios mucho mayores que él.

—Si Juan te sorprende, estás vencido —se decían—. Y no puedes impedirlo. Es demasiado rápido.

Lo más curioso era que, en todas las peleas, el público tenía la impresión de que el agresor no era Juan, sino el otro.

El clímax fue el caso de Esteban, ahora capitán del equipo de su escuela y excelente amigo de Juan.

Un día, mientras yo hablaba con Tomás en su estudio, oímos ruidos desusados en el jardín. Nos asomamos a la ventana y vimos a Esteban que corría vanamente en pos de Juan. Éste, saltando a un lado y a otro, dejaba caer su pequeño puño una y otra vez con gran eficacia en la cara de Esteban, una cara casi irreconocible de rabia y perplejidad, y que nada tenía de su habitual expresión de dulzura. Ambos combatientes estaban manchados de sangre, brotada, aparentemente, de la nariz de Esteban.

Juan era también otra persona. Torcía los labios en una mezcla inhumana de ira y sonrisa. Tenía un ojo medio cerrado a causa del único golpe certero de Esteban, y el otro, cavernoso, como el ojo de una máscara. Porque cuando Juan se irritaba, el iris desaparecía casi enteramente.

El conflicto era tan inusitado y fantástico que durante un momento Tomás y yo quedamos paralizados. Por fin Esteban logró atrapar al niño diabólico. O éste, quizá, permitió que lo atrapasen. Nos lanzamos por las escaleras, pero cuando llegamos al jardín, Esteban yacía boca abajo, boqueando y retorciéndose, con los brazos atrás, apretados por aquellas manos de tarántula.

Juan, en ese momento, nos dio la impresión asombrosa de algo maligno. Agazapado, parecía realmente una araña, dispuesta a dar muerte al cuerpo torturado que tenía a su merced. Recuerdo que la escena me repugnó.

Estábamos asombrados ante este inesperado giro de los acontecimientos. Juan miró a su alrededor. Su mirada encontró la mía: nunca he visto expresión más arrogante ni espantosa del ansia de poder.

Nos contemplamos durante unos instantes. Evidentemente mis ojos expresaban horror, pues su aspecto cambió enseguida. La ira se desvaneció, y dio lugar a la curiosidad, y luego a la abstracción. De pronto Juan rió con su risa enigmática. No había en ella una nota de triunfo, sino más bien de burla de sí mismo, y quizá de espanto.

Soltó a su víctima, se puso de pie, y dijo:

—Levántate, Esteban. Siento haberte hecho perder la cabeza.

Pero Esteban estaba desmayado.

Nunca descubrimos la causa de aquella pelea. Cuando interrogamos a Juan, nos dijo:

—Todo ha terminado. Olvidémoslo. ¡Pobre viejo Esteban!

Pero no, yo no olvidaré.

Días después, Esteban, acorralado por nuestras preguntas, declaró:

—No puedo pensar en eso. Realmente fue por mi culpa, es evidente. Me enfurecí no sé cómo. Juan trataba de ser especialmente amable. ¡Pero ser vencido por un chiquilín! No es un chiquilín, es un ciclón.

No pretendo comprender a Juan, pero no puedo dejar de tener algunas teorías. En el caso presente, mi teoría es ésta: en esa época Juan trataba, por sobre todas las cosas, de afirmarse a sí mismo. No creo que hubiese estado proyectando su venganza desde el asunto de la cortadora de césped. Pienso que había determinado, a sangre fría, probar su fuerza, o más bien su pericia, contra el más formidable de sus conocidos, y que con esta intención había enfurecido deliberada y sutilmente al desventurado Esteban. La furia de Juan, sospecho, era enteramente artificial. Luchaba mejor con una especie de rabia fría, y por esta razón creaba ese sentimiento. La gran prueba, me parece, no debía ser un encuentro amistoso, sino una verdadera lucha desesperada y salvaje. Y Juan obtuvo lo que quería. Y enseguida vio, instantáneamente, y para siempre, mucho más allá de esa lucha. Así lo creo al menos.

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