Cuando su rostro comenzó a perder su carácter infantil, los incesantes gestos expresivos de la boca, nariz y cejas le daban ya una apariencia adulta, extraña y casi inhumana. Evoco aquella época y creo ver un bribón, un joven prudente, un demonio y una divinidad infantil. En verano su vestimenta habitual consistía en una camisa de color, pantalones cortos y sandalias, casi harapientos. La cabeza muy grande, el pelo corto y platinado, y los enormes ojos verdes de halcón parecían sugerir que aquellas ropas habían sido adoptadas como disfraz.
Tal era su apariencia cuando empezó a descubrir su poder de atracción y su capacidad de incitar a los demás a que se deleitasen en él tal como él se deleitaba en sí mismo. Exageró, quizá, su deseo de conquista al reconocer que para la especie normal había en él algo de grotesco y repelente. Su narcisismo se agravó y prolongó, me parece, por otra circunstancia. Desde su propio punto de vista no tenía iguales, no había nadie capaz de dedicarle esa mezcla de devoción y egoísmo que es el amor romántico.
Debo aclarar que al describir la conducta de Juan en esa época no pretendo defenderla. La considero, por lo menos, egoísta. Si se tratara de cualquier otro, y no de Juan, la hubiera condenado inmediatamente como expresión de una mente desordenada y pervertida. Pero a pesar de los incidentes más lamentables de su carrera, estoy convencido de que Juan era muy superior al resto de nosotros, tanto en sensibilidad moral como en inteligencia. Por lo tanto, ya que debo describir ahora esa aparente mala conducta, creo que lo justo es no condenarla, sino suspender el juicio y tratar de entender. Me digo que, si Juan era en verdad un ser superior, gran parte de su conducta debía chocarnos, ya que nosotros, con una sensibilidad menos fina, no podríamos aprehender su verdadera naturaleza. En realidad, si su conducta hubiese sido simplemente la idealización de la conducta normal humana, yo me hubiese sentido menos dispuesto a considerarlo un ser esencialmente diferente y superior. Por otra parte debe recordarse que aunque superior en capacidad, era aún un adolescente, y quizás, a su modo, sufrió por la inexperiencia e imperfección propias de una mente juvenil. En fin, las propias circunstancias le eran adversas, ya que se encontraba solo en un mundo de seres a los que no consideraba totalmente humanos.
Esta nueva conciencia de sí mismo apareció por primera vez en Juan a los catorce años, y se expresó luego en lo que sólo puedo llamar una orgía de aventuras despiadadas. Era yo una de las pocas personas de su círculo a quien nunca trató de conquistar, y me libré sólo porque no me consideraba presa de valor. Yo era su esclavo, su perro, y en cierto modo estaba a su cuidado. Otro de los que escaparon fue Judy, ante quien no sentía necesidad de hacer valer su seducción, sino más bien responsabilidad y afecto.
Una de sus primeras víctimas fue el desgraciado Esteban, convertido ahora en un joven serio que iba a trabajar todos los días. Esteban tenía una novia a quien sacaba los sábados a pasear en su motocicleta. Un sábado en que volvíamos de unos negocios en mi automóvil (habíamos visitado con Juan una fábrica de goma) nos detuvimos a tomar el té en un conocido café del camino. En él encontramos a Esteban y su novia, a punto de marcharse. Juan les pidió que se quedaran. Era evidente que la muchacha quería irse; quizá le disgustaba la actitud de Juan para con Esteban, pero éste decidió demorar la partida. Comenzó entonces una escena desoladora. Juan hizo todo lo posible por eclipsar a la muchacha. Su conversación brillaba estudiadamente como para fascinar a Esteban y mostrar la inferioridad de la joven. Mantuvo la conversación fuera del alcance de esta última, y ocasionalmente se dirigía a ella haciéndola quedar en ridículo. Parecía desafiar a Esteban, a ratos con la tímida altivez de un ciervo, a ratos desplegando su gracia curiosamente felina y ambigua. Era evidente que Esteban había perdido la cabeza. Mostraba hacia la muchacha una galantería elaborada y falsa. La pobre no podía ocultar su desasosiego, pero Esteban, hipnotizado, nada veía. Por último la joven miró el reloj y dijo tímidamente:
—Es horriblemente tarde. Llévame a casa, por favor.
Y cuando ya se iban, Juan entretuvo todavía a su amigo con una última salida ingeniosa.
Al fin la pareja se marchó, y le dije claramente a Juan qué me parecía su conducta. Me miró con la ofensiva complacencia de un gato y dijo arrastrando la voz:
—¡
Homo Sapiens
! —No supe si se refería a Esteban o a mí. Pero enseguida añadió—: Hay que saber manejarlos.
Una semana más tarde la gente hablaba del cambio de Esteban, y decía «que debía avergonzarse de su conducta». Cuando lo vi con Juan sentí que luchaba heroicamente contra una obsesión. Evitaba todo contacto físico, pero cuando éste llegaba, por casualidad o provocado por Juan, el muchacho parecía electrizado. Juan mismo parecía debatirse en un conflicto entre el desagrado y la atracción, como orgulloso de una conquista que al mismo tiempo lo repelía. Solía terminar cualquier disputa con aspereza, mostrando su repulsión con algún inesperado acto de brutalidad. Como en ocasiones anteriores, mi disgusto e indignación por este tipo de conducta parecieron devolver a Juan el sentido de la autocrítica. No dejaba de aprender de sus inferiores. Su actitud hacia Esteban volvió a ser la de una simple camaradería, atemperada por una gentileza casi humilde. Esteban despertó también, lentamente, de su desvarío, pero éste dejó en él huellas profundas.
Durante algunas semanas Juan evitó, aparentemente, las actividades de este tipo, pero su actitud para con los adultos demostraba que había adquirido, y para siempre, una mayor conciencia de sí mismo y de su propio cuerpo. Sin la menor duda había descubierto en su propio ser un interés que hasta entonces se le había escapado. Estudió el arte de exhibirse y lucirse físicamente a los ojos de la especie inferior. Por supuesto, era demasiado inteligente para caer en ese exceso de adornos de los que tanto abusan los adolescentes. En verdad dudo que nadie, salvo los más íntimos y penetrantes observadores, hayan pensado que su elegancia fuese estudiada. Yo veía en cambio que, según el carácter de su auditorio, se mostraba ya con una cruda especie de desvergonzada seducción, ya con esa gracia sencilla y acerada que lo caracterizaría más tarde.
Durante dieciocho meses, antes de llegar a los dieciséis años, Juan se relacionó con jóvenes de su edad. Estaba todavía poco desarrollado sexualmente, pero la imaginación suplía esas deficiencias, y lo dotaba de una sensibilidad superior a sus años. Durante esta época no parecía importarle que la mayoría de las muchachas le manifestaran una cierta repulsión física. Pero al cumplir los dieciséis años —aparentaba doce—, volvió su atención a las mujeres. Durante algunas semanas, las jóvenes le demostraron mayor interés, aunque con frecuencia un interés vindicativo. Esto sugería, por lo menos, que se veían obligadas a mirarlo con nuevos ojos, y que Juan estaba desarrollando una nueva técnica para con el sexo opuesto.
Una vez perfeccionada, procedió a utilizarla con fría deliberación en una de las estrellas de la sociedad local. Era ésta una joven altanera, hija de un rico armador de barcos, que llevaba el sorprendente nombre de Europa. Rubia, alta, atlética, su expresión normal era un mohín de desdén, atemperado por una cierta expresión anhelosa en los ojos. Había estado comprometida dos veces, y se afirmaba que su experiencia del sexo opuesto había excedido los acostumbrados límites de un noviazgo.
Una tarde, en la piscina, Juan llamó, en apariencia accidentalmente, la atención de Europa. La muchacha tomaba sol, rodeada por sus admiradores. Impensadamente, había apoyado un codo en una de las puntas de la toalla de Juan. Éste, que venía de nadar y necesitaba secarse, se acercó desde atrás y tironeó suavemente de la toalla pidiendo «perdón». Europa se volvió, vio a su lado una cara joven y grotesca, y se estremeció con repugnancia. Enseguida recobró su compostura diciéndoles a sus amigos:
—¡Cielos! ¡Qué horror!
Juan debió de oírla. Más tarde, cuando la muchacha realizó uno de sus admirables saltos desde el trampolín, Juan se las arregló de algún modo para chocar con ella debajo del agua, pues surgieron a la superficie muy juntos. Juan se alejó riéndose. Europa se quedó boquiabierta unos instantes, luego se rió también y regresó al trampolín. Juan, que parecía una gárgola, se hallaba ya en el extremo del otro tablón. Mientras extendía los brazos para la zambullida, Europa lo desafió:
—Esta vez no me pescarás, monito.
Juan cayó como una piedra y entró al agua medio segundo después. Luego de un considerable intervalo, aparecieron nuevamente juntos. Se vio que Europa abofeteaba a Juan, se deshacía de él, y nadaba hasta el borde. Allí se quedó, tomando sol.
Juan siguió con sus exhibiciones, nadando y zambulléndose. Había inventado una brazada propia, muy distinta del estilo
trudgeon
que todavía imperaba indiscutido en las remotas provincias del norte. Moviendo los pies alternativamente, mientras los brazos seguían el ritmo habitual del
trudgeon
, lograba superar a muchos expertos mayores que él. Algunos decían que si adoptaba un estilo más decente, llegaría a ser realmente un buen nadador. Nadie en el pequeño suburbio provinciano comprendía que las excéntricas brazadas de Juan, un producto de la Polinesia, estaban desplazando al
trudgeon
de los clubes de natación más adelantados de Europa y América, y aun de Inglaterra.
Con sus excéntricas brazadas, Juan exhibió su pericia ante los ojos involuntariamente atentos de Europa. Luego salió del agua y jugó a la pelota con sus compañeros, corriendo, saltando, estirándose, con esa curiosa gracia que fascinaba extrañamente a algunos seres sensibles. Europa, que hablaba con sus enamorados, lo observaba con evidente curiosidad.
En el transcurso del juego Juan tiró de tal modo la pelota, que fue a golpear el cigarrillo que la muchacha tenía en la mano. Saltó hacia ella, hincó una rodilla, y tomando los dedos de la joven, los besó con una galantería burlona que sugería, sin embargo, verdadera ternura. Todos se rieron. Juan, sin soltar la mano de Europa, la miró interrogativamente con sus enormes ojos. La orgullosa Europa se rió, se sonrojó de un modo inexplicable, y retiró la mano.
Éste fue el principio. No es necesario seguir los pasos con que el demonio cautivó a la princesa. Bastará con que nos detengamos en el momento en que las relaciones alcanzaron su clímax. Sin saber lo que le esperaba, Europa alentó a su joven enamorado no sólo en la piscina, donde jugaban juntos, sino llevándolo a pasear en su automóvil. Juan, debo decirlo, era demasiado astuto y estaba demasiado ocupado en otras cuestiones como para depreciarse a sí mismo con una excesiva asiduidad. Sus encuentros con Europa no eran muy frecuentes, pero sí lo bastante como para asegurarse la presa.
Quizá la metáfora sea injusta. No pretendo poder analizar los verdaderos motivos de mi amigo, ni siquiera aquellos, comparativamente simples, de su vida de adolescente. Sin embargo, podría asegurar que el origen de su relación con Europa había sido el deseo de ser admirado por una mujer. Creo también que a medida que las relaciones se desarrollaron, comenzaron a hacerse más complejas. Juan miraba a veces a Europa con una expresión donde el desdén se mezclaba con una genuina admiración. El deleite que sentía con las caricias de la muchacha, se debía en parte, sin duda, a su incipiente sexualidad; pero creo que no olvidaba nunca la inferioridad biológica y espiritual de Europa. La alegría de la conquista y el placer del contacto físico con una mujer joven y sensible, estaban para Juan envenenados por la sensación de que Europa era una bestia inferior, un ser que jamás podría satisfacer sus necesidades más profundas, y que en cambio podía envilecerlo.
Esta relación afectó sorprendentemente a Europa. Sus cortejadores se sintieron despreciados. Circularon sarcasmos y burlas. Se decía que estaba enamorada de un niño y, para colmo, de un niño anormal. Europa misma se debatía evidentemente entre el deseo de salvaguardar su dignidad y el hambre mitad sexual, mitad maternal, que Juan le inspiraba. La miseria de su situación y la rareza de su enamorado empeoraban las cosas. Una vez dijo algo que me reveló el carácter de sus sentimientos. Fue durante un partido de tenis. Nos habíamos quedado momentáneamente solos, y mirando su raqueta me dijo:
—¿Me reprueba usted a propósito de Juan? —Mientras yo pensaba qué contestar, continuó—: Quisiera que conociese usted su poder. Juan es como… un dios que fingiera ser un mono. Cuando una ha llamado su atención, ya no puede importarle la gente común.
Este extraño asunto debió de llegar a su punto culminante poco tiempo después. Oí el relato de labios de Juan varios años más tarde. Riendo, había amenazado a Europa con entrar de noche en su dormitorio por la ventana. La muchacha juzgó la empresa imposible, y lo desafió. Al alba siguiente la despertó un leve roce en el cuello. Alguien la besaba. Antes que pudiese gritar, una voz juvenil que conocía muy bien le dijo quién era el intruso. Movida aparentemente por la sorpresa, la diversión, el desafío, y su deseo entre sexual y maternal, Europa apenas se resistió. Imagino que entre aquellos brazos adolescentes encontró una embriagadora mezcla de inocencia y virilidad. Después de algunas protestas arrojó toda prudencia al viento y respondió apasionadamente. Pero en ese mismo instante, Juan fue dominado por la repugnancia y el horror. El encanto se había roto.
Los dedos que lo acariciaban, y que al principio parecían haberle abierto un mundo de intimidad, afecto y confianza, se convirtieron rápidamente en subhumanos, «como si me rozase un mono o un perro». La impresión cobró tal violencia que al fin saltó de la cama y desapareció por donde había entrado dejando su camisa y sus pantalones. En aquella apresurada huida, cayó pesadamente sobre un cantero y renqueó hasta su casa con un tobillo torcido.
Durante algunas semanas, Juan se debatió penosamente entre la atracción y la repulsión, pero nunca más volvió a trepar a la ventana de Europa. La muchacha, por su parte, estaba visiblemente avergonzada de sí misma. Desde entonces evitó a su amigo, y cuando lo encontraba en público interpretaba el papel de un adulto remoto, aunque cortés. Pronto comprendió que Juan no era el mismo, que su pasión se había enfriado para dar lugar a una actitud protectora, amable y desconcertante. Cuando Juan me contó sus relaciones con Europa, dijo, si no recuerdo mal, algo parecido a esto: