Pocas semanas después del crimen, Juan comenzó a interesarse, de un modo sorprendente, por una esfera muy doméstica: la administración del hogar. Solía pasarse hasta una hora siguiendo a Marta, la criada, mientras ésta se dedicaba a sus tareas matinales, y observando las operaciones culinarias. Para entretener a Marta, lanzaba un río de charla compuesto de escándalo, humor fácil y bromas sobre «sus amigos masculinos». Dedicaba la misma atención minuciosa, aunque acompañada de otra clase de conversación, a los trabajos de Pax en la despensa, la bodega o el cuarto de costura. A veces interrumpía la charla para decir:
—¿Por qué no lo haces de esta otra manera?
Las respuestas de Marta a estas sugerencias variaban desde un altanero desdén hasta una airada aceptación, según su estado de ánimo. Pax invariablemente atendía con seriedad la nueva idea, aunque a veces protestaba:
—Pero si de esta manera lo hago muy bien, ¿por qué molestarse?
Sin embargo, adoptaba casi siempre las mejoras con una curiosa sonrisa que tanto podía significar orgullo materno como indulgencia.
Poco a poco Juan introdujo en la casa una cantidad de cambios destinados a ahorrar trabajo. Desplazó los estantes hasta colocarlos al alcance de un brazo normal, alteró el nivel de la carbonera, reorganizó la despensa y el cuarto de baño. Intentó introducir sus métodos en el laboratorio, sugiriendo nuevos modos de limpiar los tubos de ensayo, esterilizar instrumentos y conservar drogas; pero después de unas pocas tentativas abandonó esta actividad, porque como él decía:
—Al doctor le gusta ensuciarse los dedos a su manera.
A las dos o tres semanas, el interés de Juan por la economía doméstica se desvaneció. Sólo de cuando en cuando prestaba atención a ciertos problemas particulares. Pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa, leyendo a orillas del mar. Cuando avanzó el otoño y comenzamos a preguntarnos cómo se protegería del frío, nos pareció que se aficionaba a las largas caminatas solitarias. Empleaba también mucho tiempo en excursiones a la ciudad vecina.
—Voy a pasar el día en la ciudad a ver una gente que me interesa —nos anunciaba, y a la tarde volvía cansado y absorto.
A fines del invierno, Juan, que ahora tenía diez años, me confió sus sorprendentes operaciones comerciales de los últimos seis meses. En la mañana de un desagradable domingo —las ventanas estaban tapizadas de escarcha—, me invitó a salir a caminar. Rehusé con indignación.
—Ven —insistió—. Te vas a divertir. Quiero mostrarte mi taller.
Lentamente guiñó uno de sus enormes ojos y luego el otro.
Cuando llegamos a la playa mi impermeable dejaba filtrar el agua. Maldije a Juan y me maldije a mí mismo. Marchamos pesadamente por la arena hasta, un sitio en que las afiladas rocas de arcilla se convertían en una ladera no muy abrupta, pero cubierta de arbustos espinosos. Juan se arrodilló y se metió gateando entre los arbustos. Se suponía que yo debía seguirlo. Pero me fue imposible pasar por donde Juan, más menudo, había entrado con facilidad. Luego de unos pocos metros, no pude seguir adelante, y las espinas me pinchaban por todos los lados. Riéndose de mi aspecto y mis maldiciones, Juan se volvió y me abrió paso con el cuchillo, el mismo, sin duda, con que había matado al policía. Después de unos diez metros el sendero se abrió en un claro en la ladera. Al fin pude incorporarme, y protesté:
—¿A esto llamas taller?
—Levanta eso —respondió Juan, riéndose, y señalando una plancha de hierro acanalado, abandonada sobre la ladera. Un extremo estaba enterrado bajo un montón de basura. La parte visible tenía aproximadamente un metro cuadrado. Alcé unos centímetros la punta libre, me corté los dedos con el afilado borde oxidado, y solté una palabrota.
—Ni pienso molestarme —dije—. Haz tú mismo este sucio trabajo, si quieres.
—Claro que no te molestarás —contestó—. Ni tú ni nadie que encuentre la chapa.
Metió la mano bajo las puntas sueltas y desenredó unos alambres oxidados. La plancha se levantó fácilmente y se abrió como una puerta trampa en la ladera. Vi un agujero negro circundado por tres grandes piedras. Juan se metió gateando y me dijo que lo siguiese. Antes tuvo que retirar una de las piedras. Me encontré en una cueva baja, iluminada por la linterna de Juan. ¡Así que éste era su taller! Evidentemente había sido abierto en la roca arcillosa y revestido de cemento. Gruesos tablones cubrían el techo apuntalado con postes de madera.
Juan encendió una lámpara de acetileno que colgaba de la pared.
—El aire exterior entra por un tubo y el humo sale por otro —comentó—. Hay además un sistema de ventilación independiente. —Y señalando una docena de huecos en la pared, añadió—: Tuberías de desagüe. Estas tuberías son comunes en la costa. Se usaban en otro tiempo para desagotar los campos y solían verse a menudo cuando los peñascos se derrumbaban.
Guardé silencio unos minutos estudiando la cueva. Juan me miraba con una sonrisa de infantil satisfacción. Vi un banco de carpintero, un pequeño torno, una lámpara de soldar y montones de herramientas. En la pared del fondo había unos estantes con diversos objetos. Juan tomó uno y me lo alcanzó.
—Éste es uno de mis últimos inventos —dijo—. El más perfecto devanador de lana del mundo. Se colocan los vellones en esta horquilla y un extremo de la lana en la ranura. Luego se mueve así la palanca y se obtiene una suave madeja de lana. Todo hecho de hoja de aluminio, y con unas pocas agujas de tejer también de aluminio.
—Muy ingenioso —dije—, pero ¿para qué te sirve?
—¡Cómo para qué, tonto! Voy a patentarlo y vender la patente.
Luego me mostró una chaqueta de cuero y dijo:
—Esto es un bolsillo separable e irrompible para niños. Y también para grandes, si tuviesen bastante sentido común como para usarlo. El bolsillo se ajusta a esta tira en forma de L. Cada par de pantalones tendrá una tira como ésta sólidamente cosida, de modo que uno tendrá un par de bolsillos para todos los pantalones y no deberá molestarse en vaciar los bolsillos al cambiar de ropa, ni mamá en remendarlos. Tampoco perderá uno sus tesoros pues cierran perfectamente. Así.
Ni siquiera mi interés por la sorprendente iniciativa de Juan, tan infantil y tan brillante, impidió que me sintiese helado por la humedad ambiente. Me quité el impermeable y dije:
—¿No te congelas trabajando aquí en invierno?
—Caliento la cueva con este aparato —dijo Juan, señalando una pequeña estufa de petróleo con un tubo que atravesaba la habitación y se introducía en el muro. Procedió a encenderla y colocó una cafetera encima, diciendo:
—Tomemos un poco de café.
Luego me mostró un aparato para barrer los rincones. Del extremo de una empuñadura tubular surgía un cepillo parecido a un tirabuzón sin punta. Para hacerlo girar bastaba empujarlo contra el rincón. En el interior del mango había una muesca en espiral, y el mecanismo funcionaba como un lápiz automático.
—Creo que mi último invento me dará más dinero que ningún otro, pero es muy difícil fabricarlo a mano.
El artículo que Juan me mostraba estaba destinado a convertirse en uno de los inventos más populares y útiles relacionados con la ropa. Se difundió luego ampliamente por Europa y América. La mayoría de las ingeniosas y lucrativas invenciones de Juan tuvieron éxito, tanto que todos los lectores han de estar familiarizados con ellas. Podría mencionar algunas, pero por razones privadas, relacionadas con la familia de Juan, no debo hacerlo. Sólo diré que, salvo una mejora universalmente adoptada en el tránsito de las carreteras, trabajó siempre en los objetos destinados a aliviar el trabajo doméstico. Lo más sobresaliente de la carrera de Juan como inventor era su habilidad para producir no sólo éxitos sensacionales y esporádicos sino una corriente regular de objetos útiles. Por consiguiente, la descripción de algunos éxitos menores y algunos interesantes fracasos daría una falsa impresión de su genio. El lector ha de completar este magro informe con su imaginación. Bastará con que recuerde al usar alguna de esas eficaces contribuciones a la comodidad moderna, que bien puede haber sido creada por el niño superhombre en su cubil subterráneo.
Durante un rato Juan continuó mostrándome sus inventos. Puedo mencionar un cortador de perejil, un limpia legumbres, diversos aparatitos para usar viejas hojas de afeitar como sacapuntas, tijeras, etc. Había otros que nunca serían populares, como un invento sorprendentemente eficaz para ahorrar tiempo y molestias en el váter. El mismo Juan tenía dudas acerca de algunos inventos, incluso el bolsillo separable.
—Lo malo —decía— es que por buenas que sean mis invenciones, tal vez el
Homo Sapiens
tenga demasiados prejuicios para usarlas. Supongo que se aferrará a sus bolsillos sucios.
El agua hervía, de modo que preparó el café y sacó a relucir una magnífica tarta, obra de Pax.
Mientras bebíamos y comíamos le pregunté cómo mantenía su taller.
—Todo lo he pagado —me dijo Juan—. Conseguí un poco de dinero. Algún día te contaré cómo. Pero necesito más, y lo tendré. Sí, lo tendré.
—Has tenido suerte en encontrar esta cueva —dije.
—¿Encontrarla? —Juan se rió—. La hice. La cavé con un pico, una azada y mis manos blancas. —En este momento extendió una mano fuerte y nervuda hacia los bizcochos—. Fue un trabajo de todos los diablos, pero me templó los músculos.
—¿Cómo transportaste los materiales? El torno, por ejemplo.
—Por mar, naturalmente.
—¡Pero no en la canoa! —exclamé.
—Envié todo a X —dijo Juan mencionando un puerto pequeño de la otra orilla del estuario—. Hay allí un hombre que actúa como agente mío en asuntos de esta índole. Lo tengo en mis manos, pues sé acerca de él ciertas cosas que no desea que conozca la Policía. Bueno, una noche descargó los cajones de las piezas en la playa, mientras yo distraía un cúter del Club Náutico y recogía el material. Hubo que esperar a la marea alta, y el tiempo era horrible. Transportar el material hasta la caverna casi acaba conmigo, aunque los cajones eran pequeños. Y apenas tuve tiempo de devolver el cúter al embarcadero antes del alba. Gracias a Dios, todo terminó. Sírvete otra taza, ¿quieres?
Mientras bebíamos junto a la estufa discutimos mi papel en el absurdo proyecto de Juan. Al principio aquello me pareció asunto de burla, pero el diabólico poder de persuasión de Juan por un lado, y los éxitos que ya había logrado por otro, me llevaron a aceptar el plan.
—Ya ves —dijo—, hay que patentar todo esto y vender las patentes a los fabricantes. Sería disparatado que una criatura como yo entrevistase a agentes de patentes y hombres de negocios. Ahí es donde intervienes tú. Ofrecerás estas cosas bajo tu nombre y a veces bajo nombre falso. No quiero que las gentes sepan que todas provienen de un solo cerebrito.
—Pero Juan —contesté—, no tendré éxito. No sé nada de este asunto.
—Todo irá bien —me explicó—. Te diré exactamente lo que debes hacer en cada caso, y si cometes errores, no tiene importancia.
La asociación que Juan había proyectado tenía una rara característica: aunque podíamos manejar grandes sumas de dinero no haríamos ningún arreglo comercial previo. Ni siquiera sobre la partición de los beneficios y ganancias. Sugerí un contrato escrito, pero Juan desechó la idea con un gesto desdeñoso.
—Mi querido —dijo—, ¿cómo podría pleitear contigo sin salir del anonimato, cosa que no quiero hacer bajo ningún concepto? Además, sé muy bien que mientras te mantengas sano física y mentalmente podré confiar enteramente en ti. Y lo mismo ocurrirá conmigo. Éste será un trato amistoso. Puedes tomar lo que quieras de los beneficios apenas se produzcan. Apuesto mi cabeza a que ni siquiera tomarás la mitad de lo que ganes. Naturalmente, si empiezas a llevar a tu chica a tomar fresco a la Riviera en avión todos los fines de semana, tendremos que regularizar las cosas. Pero no lo harás.
Hablé de la conveniencia de una cuenta bancaria.
—Oh —dijo—, he mantenido una cuenta en la rama londinense del Banco de… Pero tendrás que desenvolverte en la mayoría de los casos con tu propio banco para que yo pueda permanecer en la sombra. Estos inventos no saldrán como míos sino como tuyos y de una serie de personas imaginarias. Tú eres su agente.
—Pero —protesté—, ¿no ves que así me das unos poderes excesivos? Supón que me limite a usarte. Supón que se me suba a la cabeza el gusto del poder y cope el negocio. No soy más que un
Homo Sapiens
, no un
Homo Superior
.
Por una vez pensé en mi interior que, después de todo, Juan no era tan superior.
Juan rió encantado ante mi observación, pero dijo:
—Mi querido, no lo harás. Claro que no. Me resisto a hacer arreglos comerciales. Sería demasiado
sapiens
. Nunca podríamos confiar el uno en el otro. Quizá te engañe, pero sólo para divertirme.
—Bueno —suspiré—, llevarás las cuentas y verás cómo anda el dinero.
—¿Cuentas? ¿Para qué diablos quiero las cuentas? Las llevo en mi cabeza, pero nunca les doy un vistazo.
Aventuras financieras
A partir de ese momento mi propio trabajo se vio seriamente impedido por las crecientes obligaciones que suponía la empresa comercial de Juan. Pasé gran parte del tiempo viajando por el país, visitando agentes de patentes y fabricantes. Juan me acompañaba a menudo. Yo lo presentaba siempre como «un joven amigo que quisiera ver el interior de la fábrica». Se enteraba de esta manera del poder y las limitaciones de los diferentes tipos de máquinas, lo que le permitía producir inventos de fácil fabricación.
En una de estas expediciones vi por primera vez que había en Juan una laguna, lo que yo llamaba su punto débil. Me acercaba a los industriales con la penosa impresión de que podían hacer de mí lo que quisieran. Me salvaba del desastre el consejo de los agentes de patentes que, interesados en general por toda manifestación científica, estaban de nuestro lado, no sólo por deber profesional, sino también por simpatía. Pero muy a menudo el fabricante se las arreglaba para vérselas directamente conmigo, y en muchas de estas ocasiones fui duramente perjudicado. No obstante, logré desarrollar con el tiempo cierta facilidad para enfrentarme con el mundo de los negocios. Juan, por otra parte, parecía incapaz de creer que esta gente estuviese en realidad menos interesada en producir artículos ingeniosos que en explotarnos, a nosotros y a todos los demás. Sabía que así era, y tenía el mismo desprecio por la moral del
Homo Sapiens
que por su inteligencia. Pero no podía terminar de comprender que los hombres fueran en realidad tan tontos, hasta el punto de interesarse en hacer dinero como si se tratase de un juego de destreza. Como cualquier otro muchacho apreciaba la emoción de vencer a un adversario, y la emoción del triunfo en sus inventos. Pero la competencia industrial no tenía para él ningún interés, y necesitó de numerosas y amargas experiencias para entender cuánto significaba para la mayoría de los hombres. Aunque se había lanzado él mismo a una gran aventura comercial, nunca sintió la fascinación de los negocios como tales. Podía compartir casi todas las pasiones primitivas e instintivas del hombre, pero las manifestaciones más artificiales de esas pasiones y, en particular, los apetitos del individualismo económico no encontraban eco en él. Por supuesto, con el tiempo aprendió a prever tales pasiones y llegó a utilizarlas en provecho propio. Pero miraba el mundo comercial con un desprecio digno a veces de un niño, y a veces de un filósofo. Estaba, al mismo tiempo, por debajo y por encima de ese mundo.