Juan Raro (14 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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—No es sólo eso —dijo Norton—. Hay algo que McWhist todavía no le ha dicho. Continúa, Mac.

—No —dijo McWhist—. Prefiero que lo digas tú.

Hubo un silencio, y Norton rió torpemente.

—Bueno, cuando uno trata de contarlo fríamente ante una taza de café, parece una locura —dijo—. Pero, maldita sea, si la cosa no
ocurrió
, algo extraño nos sucedió entonces a
nosotros
, pues lo vimos tan claramente como lo estamos viendo a usted.

Hizo una pausa que McWhist aprovechó para incorporarse y examinar los libros de un estante.

—El muchacho —siguió Norton— deseaba, nos dijo, que recordásemos haber vislumbrado algo maravilloso, y para nosotros incomprensible. Nos mostraría algo que no olvidaríamos y nos ayudaría a mantener el secreto. Su voz había cambiado extrañamente. Era muy baja, pausada y tranquila. Estiró el brazo huesudo hacia el techo, y dijo: «Esta losa debe de pesar unas cincuenta toneladas. Afuera no hay más que la tormenta. Pueden ver la lluvia». Señaló el agujero de la entrada. «¿Y eso qué importa?», añadió en un tono frío y orgulloso. «Veamos las estrellas». Después, Dios mío, usted no lo podrá creer, y es lógico, pero el muchacho levantó la pesada losa con la punta de un dedo, como si fuese la puerta de una trampa. Entró una ráfaga fría de viento y lluvia, pero se extinguió inmediatamente. A medida que levantaba la losa, el muchacho se ponía de pie. Sobre nuestras cabezas se abrió un cielo sereno, claro, estrellado. El humo del fuego se alzó hacia la oscuridad en una fluctuante columna borrando algunas estrellas. El muchacho siguió levantando la losa. Luego se recostó suavemente sobre ella y dijo: «Ya está». A la luz de las estrellas y las llamas, pude ver su rostro levantado hacia el cielo. Transfigurado, luminoso, atento, en paz.

»Se quedó así, y callado, durante quizás medio minuto. Luego nos miró, sonrió y dijo: «No lo olviden. Hemos mirado juntos las estrellas». Bajó suavemente la losa y continuó: «Creo que ahora es mejor que se vayan. Les haré atravesar el primer precipicio. Es difícil de noche». McWhist y yo estábamos como paralizados y no nos movimos. El muchacho rió con amabilidad, tratando de infundirnos confianza, y dijo algo que desde entonces me obsesiona. No sé si le ocurrirá lo mismo a McWhist.«Fue un milagro infantil» dijo. «Pero todavía soy un niño. Mientras el espíritu en agonía trata de superar su infancia, puede encontrar solaz, de vez en cuando, en estos juegos, aun reconociendo su trivialidad». Salimos de la cueva. Afuera soplaba el viento.

Callamos. Entonces McWhist se volvió y se dirigió bruscamente a Norton:

—Recibimos una clara señal y hemos sido infieles.

Traté de calmarlo.

—Infieles en la letra —dije— quizás, pero no en el espíritu. Estoy perfectamente seguro de que a Juan no le importaría que yo lo supiera. En cuanto al milagro, no me preocupa —dije aparentando una confianza que no sentía—. Probablemente los hipnotizó de alguna manera. Es un muchacho raro.

Hacia fines del verano, Pax recibió una tarjeta que decía: «En casa mañana a la noche. Baño caliente, por favor. Juan».

En la primera oportunidad, tuve una larga charla con Juan sobre sus vacaciones. Me sorprendió descubrir que no se negaba a hablar, y que aparentemente había superado aquella fase de tristeza incomunicable que tanto nos había preocupado. No creo haber comprendido todo lo que me dijo y me parece que calló muchas cosas pensando que yo no las entendería. Creo que trató de
traducir
sus verdaderos pensamientos a un lenguaje que me fuese inteligible, y que la traducción le parecía con todo muy imperfecta. Sólo puedo transcribir sus declaraciones menos incomprensibles.

12

Juan en el desierto

Juan me dijo que cuando comprendió la miseria del
Homo Sapiens
sintió una «trágica sensación de fatalidad» y, al mismo tiempo, el deseo de estar solo. La soledad le pesaba, sobre todo, en medio de la gente. Le parecía, a la vez, que algo extraño acosaba su espíritu. Al principio pensó que se volvía loco, pero se aferró a la idea de que, al fin y al cabo, estaba todavía creciendo. Debía, evidentemente, quemar las naves, y afrontar ese cambio. Era como una larva que sintiera la proximidad de la disolución y la regeneración, y se protegiese a sí misma envolviéndose conscientemente en un capullo.

Además, si no comprendí mal, se sentía espiritualmente contaminado por la civilización del
Homo Sapiens
. Sentía que debía, aunque fuera por un tiempo, borrar de sí todo vestigio de esa civilización, enfrentar el universo absolutamente desnudo, probar que podía vivir solo, sin depender de la criatura primitiva que dominaba el planeta. Pensé en un principio que este anhelo de vida sencilla no era más que una excusa para una aventura infantil, pero veo ahora que tuvo para Juan una gran importancia.

Fueron éstos los motivos que lo llevaron a la parte más desierta del país. La firmeza con que llevó a cabo su plan es sorprendente. Bajó en una estación ferroviaria de los Highlands, almorzó en una posada, y se lanzó a caminar por el páramo hacia los montes. Cuando le pareció que no lo molestarían, se quitó las ropas, incluso los zapatos, y las escondió en una cavidad. Estudió cuidadosamente el lugar, para poder recuperar más tarde sus propiedades, y echó a andar desnudo por el desierto en busca de comida y refugio.

Los primeros días fueron una prueba terrible. El tiempo era húmedo y frío. Debe recordarse que Juan era muy resistente y que se había preparado para esta aventura estudiando cómo poder subsistir en los valles y páramos de Escocia sin ninguna clase de utensilios. Pero en un comienzo la suerte le fue adversa. A causa del mal tiempo era indispensable encontrar un refugio y tuvo que perder muchas horas que hubiese podido dedicar a la búsqueda de comida.

Pasó la primera noche bajo una roca, envuelto en hierbas y brezos que había recogido anteriormente. Al otro día cazó una rana. La desmembró con una piedra y se la comió cruda. Se alimentó también de hojas de diente de león y otras plantas comestibles. Contribuyeron asimismo a su dieta, ese día, y durante toda su aventura, algunas especies de hongos. Al día siguiente se sentía bastante mal. La tercera noche tenía fiebre, tos y diarrea. El día anterior, previendo una posible enfermedad, había perfeccionado su refugio y almacenado algunas plantas que consideró menos indigestas. Durante algunos días, no recordaba cuántos, permaneció acostado, desesperadamente enfermo. Apenas podía arrastrarse hasta el arroyo en busca de agua.

—Debo de haber delirado —me dijo— pues me pareció que Pax me visitaba. Volví en mí, descubrí que Pax no estaba conmigo, y pensé que me estaba muriendo. Sentí entonces un amor desesperado por mí mismo. Me torturaba pensar que me estaba desperdiciando. Luego sentí un gozo inefable, el gozo de ver las cosas como por los ojos de Dios y descubrir que, después de todo, tenían sentido.

»Siguieron algunos días de convalecencia. No recordaba qué había motivado mi aventura. Pasaba el día acostado y me preguntaba por qué me había atribuido a mí mismo tanta importancia. Afortunadamente, antes de poder arrastrarme de nuevo hasta la civilización, me obligué a luchar contra este derrumbe espiritual. Porque aun en mi estado más abyecto,
sabía
, vagamente, que en algún lugar me esperaba otro yo, un yo mejor. Bueno, apreté los dientes y resolví continuar mi tarea, aun a riesgo de perder la vida.

Poco después de haber tomado esa decisión, llegaron a su escondite en la montaña unos muchachos con un perro. Juan desapareció de un salto. Debieron de haber visto su pequeña figura desnuda, pues echaron a correr dando gritos. Tan pronto como se puso de pie, Juan descubrió que se le doblaban las piernas. Se sintió desfallecer.

—Pero aún entonces —dijo— pude recurrir a una escondida reserva de vitalidad. Emprendí una carrera endiablada, doblé la colina por una dura pendiente, y me metí en un resquicio entre las rocas. Luego debo de haberme desmayado. En realidad creo que estuve inconsciente unas veinticuatro horas, porque cuando me desperté amanecía. Me dolía todo el cuerpo y me sentía tan débil que no podía dejar mi incómoda posición.

Ese mismo día, más tarde, pudo arrastrarse hasta su cueva, y con gran dificultad transportó el lecho a lugar más seguro. El día era cálido y luminoso. Pasó diez días buscando ranas, lagartos, caracoles, huevos de pájaros y plantas, o simplemente acostado al sol, recuperando fuerzas. A veces pescaba algunos peces, atrapándolos con la mano en un recodo del río. Durante todo un día trató de hacer fuego golpeando dos pedruscos sobre un manojo de hierbas secas. Al fin tuvo éxito y empezó a cocinar su comida con orgullo y expectación. De pronto vio un hombre a la distancia, evidentemente interesado por el humo. Lo apagó enseguida, y decidió internarse aún más en el desierto.

Entretanto, los pies comenzaron a dolerle terriblemente. Aunque endurecidos por una larga práctica, no podrían soportar una caminata importante. Se fabricó unos zapatos con hierbas retorcidas que ató alrededor de los pies y los tobillos. Pero se deshacían o se gastaban enseguida. Después de varios días de exploración, y de dormir varias noches al aire —en dos de ellas llovió copiosamente— descubrió la caverna alta donde lo encontraron los alpinistas.

—Fue justo a tiempo —dijo—. Mi estado era lamentable. Los pies hinchados y ensangrentados, una tos de ultratumba y diarrea. Pero en aquella cueva, luego de las últimas semanas, sentí un bienestar que no había experimentado en mi vida. Me preparé una cama agradable, abrí una chimenea, y me sentí protegido contra los intrusos. Era una montaña alejada y muy poca gente podría escalar esas alturas. No muy lejos habitaban guacos, chochas y ciervos. La primera mañana, sentado al sol sobre mi techo, realmente cómodo y feliz, vi una manada de ciervos que cruzaban el páramo con la cabeza y las orejas erguidas.

Estos ciervos atrajeron durante un tiempo su atención. Se sentía fascinado por su libertad y su belleza. Por cierto, vivían ahora en el seno de la civilización; pero habían existido mucho antes. Además, Juan soñaba con la enorme riqueza material que podía brindarle la muerte de uno de esos ciervos. Y tenía, aparentemente, el raro deseo de probar su fuerza y astucia contra un oponente de esa especie. Le alegraba convertirse en un cazador primitivo, aunque sentía, muy en lo hondo, que esto era sólo una especie de purificación, y que lo esperaban empresas más importantes.

Durante diez días, aproximadamente, se dedicó a inventar trampas para pájaros y liebres. En el tiempo libre se limitó a descansar, y pensar en los ciervos. Cobró la primera liebre, después de varios fracasos, tendiéndole una trampa en el camino. Una ramita mantenía en equilibrio una piedra pesada. La liebre derribó la ramita y la piedra le quebró el espinazo. Pero, durante la noche, un zorro devoró la mayor parte del animal. Juan, no obstante, fabricó con la piel una rústica cuerda para el arco y suelas y capelladas para sus pies. Pelando los huesos y afilándolos en las rocas hizo unos frágiles cuchillitos y unas agudas y minúsculas puntas de flecha. Diversas trampas, su arco y flechas de juguete, junto con una enorme paciencia y su conocida habilidad le aseguraron caza suficiente como para recuperar fuerzas. Dedicaba, prácticamente, la totalidad de su tiempo a la caza, las trampas, la cocina, y a hacer pequeños utensilios de hueso, madera o piedra. Todas las noches se envolvía en su lecho de hierbas y dormía, muerto de cansancio, pero en paz. A veces llevaba su lecho fuera de la cueva, y pasaba la noche al borde del precipicio bajo los astros y las nubes flotantes.

Pero no había enfrentado el problema de los ciervos, y menos aún el problema espiritual, verdadero motivo de su aventura. Era evidente que si su vida no mejoraba, no le quedaría tiempo para la meditación. Matar un ciervo se convirtió para Juan en un símbolo. Pensar en esa muerte despertaba en él sentimientos inusitados.

—Era como si me desafiasen todos los cazadores de la historia —dijo—, y como si… como si… bueno… como si los ángeles me ordenaran realizar esta hazaña, preparándome así para otras más importantes. Soñaba con ciervos, con su belleza, su poder y su rapidez. Ideaba, ordenaba y rechazaba todos los planes. Aceché el rebaño, desarmado, con la sola intención de estudiar sus costumbres. Un día vi a diez cazadores que derribaban un ciervo. Los desprecié. Me parecieron fieras salvajes que se lanzaban sobre mi rebaño.

Pero enseguida me reí de mí mismo. Yo no tenía sobre esas criaturas más derecho que cualquier otra. La historia de cómo Juan cobró finalmente su ciervo me pareció casi increíble. Pero tuve que admitirla. Había elegido como víctima el mejor animal del rebaño, un rey de ocho años, con tres cuernos a la derecha y cuatro a la izquierda. El peso de la cornamenta daba a su cabeza un aire majestuoso. Un día, Juan y el ciervo se encontraron frente a frente en el páramo, a veinte pasos de distancia. Se miraron durante tres segundos. Luego la bestia se volvió, alejándose graciosamente.

Mientras Juan describía ese encuentro, un fuego sombrío parecía iluminarle los ojos. Recuerdo que dijo:

—Lo saludé desde el fondo de mi alma. Luego lo compadecí, pues era joven, y su destino estaba escrito; pero recordé que yo también era un condenado. Supe, de pronto, que nunca llegaría al final de mi juventud. Y me reí, por mí y por él. La vida era breve, tumultuosa, y la muerte era parte de la vida.

Juan tardó en decidirse. ¿Cavaría una trampa, lo enlazaría, lo aplastaría con una piedra, o le lanzaría una flecha de hueso? Casi todos estos métodos le parecían poco prácticos. Todos, menos el último, eran desagradables, y el último no servía. Durante algún tiempo fabricó armas de distinta clase: de madera, de frágiles huesos de liebre, de afiladas astillas de piedra. Al fin obtuvo un absurdo estilete de hoja de madera y puño de hueso. Con esta arma, y sus conocimientos de anatomía, se propuso saltar sobre el venado y atravesarle el corazón. Y esto fue lo que hizo, después de varios días de infructuoso acecho. Junto al claro donde pastaban los animales había una roca de tres metros de altura. Allí esperó Juan una mañana, amparado por un viento contrario. El enorme animal apareció de pronto seguido por tres hembras. Miraron y olfatearon prudentemente y bajando la cabeza se pusieron a pastar. Hora tras hora esperó Juan a que el animal pasase debajo de la roca. Parecía que evitase deliberadamente el lugar peligroso. Finalmente los cuatro ciervos abandonaron el claro. Juan esperó vanamente otros dos días. El cuarto día al fin el animal se acercó. Juan saltó sobre él, tumbándolo sobre las hierbas. Antes que el ciervo pudiera volver a erguirse, ya el cuchillo le había atravesado el corazón. Intentó todavía ponerse de pie y, sacudiendo salvajemente su cornamenta, desgarró el brazo del muchacho. Luego cayó al suelo. La actitud de Juan fue inusitada en un cazador. Por tercera vez en su vida, estalló en lágrimas espontáneas.

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